Carlo Frabetti, en "El héroe guerrero: de la horda primitiva al equipo de fútbol", en Jot Down, el 11 de enero de 2022, escribió:El instinto de conservación regula nuestra conducta mediante dos pulsiones complementarias: el hambre y el miedo; la primera nos empuja hacia los alimentos que necesitamos para sobrevivir y la segunda nos induce a protegernos de los peligros que nos acechan. En un mundo doblemente hostil, nuestros remotos antepasados descubrieron una eficaz manera de satisfacer a la vez ambas exigencias: al cazar en grupo provistos de piedras y palos, no solo podían conseguir comida con más facilidad, sino que también eran menos vulnerables ante eventuales ataques de sus depredadores o de sus rivales. Organizar un grupo armado era la mejor manera de acallar simultáneamente las punzadas del hambre y del miedo, y, como todas las fórmulas de éxito, esta estrategia ofensivo-defensiva se consolidó y se difundió rápidamente. Con el tiempo, la primitiva horda de hombres armados de piedras y palos evolucionaría hasta convertirse en un ejército. Y en un equipo de fútbol.
Nuestro afán (tanto individual como colectivo) de poder y riquezas responde a las mismas pulsiones básicas: el hambre y el miedo (sin olvidar el sexo), y los ancestrales referentes del hombre con un palo en la mano y de la horda armada siguen vivos, de manera real o simbólica, en sus sucesores y sus metáforas: el soldado y el atleta, el ejército y el equipo deportivo. El gran arquetipo individual de la cultura patriarcal (es decir, de casi todas las culturas conocidas a lo largo de la historia) es el héroe guerrero (no en vano «protagonista» significa literalmente «primer luchador»); y el gran arquetipo colectivo es el grupo armado, el ejército. Los intrépidos héroes y los gloriosos ejércitos garantizan la prosperidad y la seguridad de las naciones, y todas los necesitan o creen necesitarlos. La primera gran epopeya occidental, la
Ilíada, es un canto a la furia de un héroe, y por si cupiera alguna duda nos lo advierte desde el primer verso.
Aquiles,
Jasón y los argonautas,
Roldán,
el Cid,
D’Artagnan y los mosqueteros, los
caballeros jedi… Desde el más remoto pasado hasta el más lejano futuro imaginario, un héroe guerrero y un grupo armado son los referentes arquetípicos de la cultura patriarcal.
De entre los héroes de tiempos remotos que han sobrevivido hasta nuestros días, hay tres que se han abierto paso con fuerza (nunca mejor dicho) en la cultura de masas; son, por orden cronológico:
Hércules, el
rey Arturo y
Robin Hood. Por orden cronológico y también por orden creciente de realidad: Hércules es un semidiós mitológico, Arturo es un rey arquetípico de dudosa existencia y Robin es un personaje folclórico inspirado, con toda probabilidad, en uno o varios proscritos de la Inglaterra medieval.
Los tres héroes son icónica y funcionalmente inseparables de sus armas emblemáticas: la maza de Hércules, la espada de Arturo y el arco de Robin (que, al igual que sus portadores, forman una secuencia significativa, pues representan, respectivamente, la demoledora fuerza bruta, la destreza en la lucha cuerpo a cuerpo y el dominio del ataque a distancia).
Otros héroes más o menos poderosos y más o menos reales han llegado hasta nosotros y sus nombres siguen vivos en nuestra cultura; a los ya citados cabría añadir a
Ulises,
Perseo,
Eneas,
Espartaco,
Ricardo Corazón de León,
Cyrano de Bergerac… Pero el nivel de popularidad del triunvirato Hércules-Arturo-Robin es muy superior al de sus inmediatos seguidores: los tres han protagonizado numerosas películas, series de televisión, cómics, parodias, adaptaciones infantiles… Y los tres han sido fagocitados, reinterpretados y edulcorados por la factoría Disney, la más poderosa e influyente fábrica de chucherías culturales.
Además de sus armas características, Hércules, Arturo y Robin portan sendas capas, no por atípicas menos significativas: una piel de león, un manto real y una capucha, respectivamente. En el caso de Robin, la reducción de la capa a su mínima expresión (la capucha medieval solo cubría los hombros, además de la cabeza) se ve compensada por su relevancia como distintivo, ya que da nombre a su portador (
hood significa capucha en inglés).
La capa (como señalé
en un artículo anterior) tiene uno de sus antecedentes más claros en la lacerna de los romanos, que los nobles teñían de púrpura para distinguirse de los plebeyos, y que con el tiempo se convertiría en el manto real. Así que, por una parte, es un símbolo de poder y majestad. Por otra parte, la capa es el complemento indispensable de la espada en todo un subgénero de novelas y películas de aventuras que no en vano se denominan
«de capa y espada». La simbología de la espada no requiere muchas explicaciones: es el arma por antonomasia, instrumento primordial y emblema del guerrero; y la de la de la capa no es menos obvia: envuelve y oculta, a la vez que protege (a menudo, en cuentos y leyendas, otorga la invisibilidad).
La espada es acción y la capa misterio, los dos ingredientes básicos de toda aventura. Un freudiano diría que la espada representa el falo agresivo y la capa el claustro protector. Y un lacaniano añadiría que la capa «cubre las espaldas» en sentido literal, y por tanto incorpora también, en el plano simbólico, el sentido figurado de la expresión. Por último, pero no menos importante, no hay que olvidar la función ornamental de la capa y su elocuencia cinética: puede desplegarse como la cola del pavo real y ondear al viento como una bandera, magnificando y embelleciendo la figura de su portador. Esto explica la anacrónica presencia de la capa en los uniformes de algunos superhéroes de la cultura de masas, como
Superman,
Batman o
Thor.
Y hablando de superhéroes, no es difícil ver en ellos a los herederos directos nuestros tres arquetipos. Hércules no solo sobrevive en su versión disneyana, sino también en epígonos tan populares como
Tarzán o
Hulk (por no hablar del cuasidivino Superman, que merecería un capítulo aparte), cuya principal característica es su fuerza sobrehumana. El rey Arturo, su mítica espada
Excalibur y sus caballeros de la
Mesa Redonda perviven en los jedi y en innumerables héroes del manga y de la fantasía épica. Y Robin Hood es el evidente modelo de
Flecha Verde y
Ojo de Halcón, pero también de los pistoleros del wéstern y de tantos tiradores infalibles del cine de acción.
La falacia del deportistaAunque, afortunadamente, el belicismo explícito tiene menos partidarios que antaño, seguimos aceptando con naturalidad, cuando no con alborozo, la grotesca parafernalia marcial. «Quienes disfrutan en un desfile militar solo por error han recibido un cerebro: con médula espinal habrían tenido bastante», decía
Einstein. Y Cyrano deploraba que llevar colgada del cinto una espada, un instrumento de muerte, fuera un signo de distinción. Sin embargo, la gente sigue acudiendo en masa a los desfiles, y los militares siguen luciendo con orgullo sus anacrónicos sables.
Pero, más que de los guerreros propiamente dichos, el belicismo de la sociedad actual se nutre de sus sucedáneos: las estrellas del deporte y los grandes equipos deportivos, que libran sus incruentos combates para satisfacer (y alimentar) la agresividad latente de millones de espectadores. Y en este terreno (en el «terreno de juego»), la batalla dialéctica de la razón contra el mito aún está por librar. La patraña del «espíritu olímpico» ha calado tan hondo que la supuesta «nobleza» del deporte agonístico se ha convertido en algo incuestionable. Y, sin embargo, el deporte, tal como hoy se entiende y se practica, es belicismo sublimado, belicismo mitificado, es decir, convertido en mito, en mito justificador y sustentador de nuestra desdichada cultura.
Se supone que el deportista es el paradigma del hombre sano, cuando en realidad el deporte solo es sano si es puro juego profiláctico, si no tiene más objetivos que la diversión y el ejercicio. El deportista que se esfuerza hasta la extenuación para derrotar a un adversario o superar una marca, para llegar más alto, más lejos o más deprisa que los demás, es un enfermo, un pervertido, el pervertido emblemático de una sociedad perversa. Por eso se habla tanto de «juego limpio»: porque el deporte competitivo es el más sucio de los juegos. En nuestra atribulada sociedad, la vida consiste en competir para tener, en vez de colaborar para ser, y el mito del deporte santifica la competencia, la lucha sin cuartel por la superioridad y el poder. El tan cacareado espíritu olímpico es, en última instancia, tan aberrante como el ardor guerrero; si «lo importante es participar», como reza la hipócrita consigna, ¿por qué los deportistas de élite se esfuerzan tanto por ganar, hasta el extremo de arriesgar su salud e incluso su vida?
Los cazadores ancestrales no tuvieron elección: la escasez de alimentos los empujó a formar manadas de feroces depredadores; de ahí a la exaltación de la violencia y de la camaradería agonística no había más que un paso, y era inevitable que lo dieran. Pero ya va siendo hora de que demos el siguiente.