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El último artefacto socialista (Dalibor Matanić, 2021)

Corto, medio, largo, serie, miniserie (no importa el formato)... en televisión, cine, internet, radio (no importa el medio).
A la memoria de Bartolomé J.,
víctima de nuestro Ragan local en 2022.
Con la mente puesta en que sus hijos y sobrinas dirijan
algún día la fábrica en régimen cooperativo.

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El último artefacto socialista
Područje bez signala
Dalibor Matanić (Croacia, 2021) [52 min]

Portada
IMDb
(wikipedia | filmaffinity)


Sinopsis:

    [propia] A Nuštin, en la Croacia vaciada, llegan Oleg y Nikola, dos inversores pyme que quieren pujar por la licitación de una vieja fábrica. El interés resulta extraño, la fábrica lleva cerrada desde que Yugoslavia transicionara al capitalismo y sus productos, las turbinas 83N, no tienen demanda, están desfasados.

    Más extraño aún es que Oleg y Nikola quieran reclutar a la antigua plantilla para reactivar la producción y proponerles que la dirijan a su modo, colectivamente, sin mayor injerencia de los nuevos patronos. Es decir, conforme a las reglas del "socialismo autogestionario" que rigió en Yugoslavia. Para ello tienen que comenzar por convencer a Vlado Janda, ingeniero en jefe, referente local y comunista íntegro.

Lenin, en "Para una caracterización del romanticismo económico", en 1897, escribió:¿En qué se funda su caracterización [la de un partido dado] de pequeño burgués? Precisamente en que no comprende el vínculo entre la pequeña producción (a la que idealiza) y el gran capital (al que ataca).

Brais Fernández, en twitter, el 14 de enero de 2023, escribió:Qué gran serie "El último artefacto socialista": sobre mundos perdidos, comunidades que se rehacen y los efectos combinados del capitalismo y el nacionalismo. Pero también sobre la autogestión, la clase obrera y Yugoslavia.


Comentario personal:

    Epopeya melancólica de la clase obrera industrial en la ex-Yugoslavia.
    Anoto temas y a ver si puedo desarrollarlos mejor en otro momento:
  1. La independencia o dependencia de criterio de las clases obreras respecto a la ideología de las pymes. En esta ideología, la aparente proximidad entre obrero y empresario en la jerarquía administrativa invisibiliza las subtramas gerenciales, las operaciones inconfesables de este mediano y pequeño capital. Al desconocer los peores manejos de los empresarios, los obreros suelen caer más dócilmente en el chantaje de la presunta unidad de intereses: "mientras a mí, empresario, me vaya bien, te irá a ti bien, trabajador, luego vamos a ayudarnos".

    En esta serie se llega al colmo de esta sinrazón cuando los inversores, Oleg y Nikola, afirman que ellos no dirigen la fábrica, lo hacen los trabajadores. Si esto fuera realmente así, ¿por qué los trabajadores no usufructúan los beneficios de la empresa? Si lo único que aportan Oleg y Nikola es el capital inicial y el contacto con los clientes, ¿por qué no contratan los trabajadores a Oleg para que les haga de agente comercial, una vez amortizada la inversión? ¿No hay ninguna fórmula legal en la Croacia liberal que les permita explotar los medios de producción en concepto de cooperativa? La plantilla tiene la guardia muy baja ante una ideología pyme que desdibuja la asimetría relacional con sus empleadores debido al clima depresivo del pos-socialismo.

  2. La existencia de un poder local ultraconcentrado, el de Ragan, es posible gracias a un estado que puso en manos de los antiguos administradores comunistas el proceso de privatización. El dominio de Ragan, formato cacique, triangula a) resabio feudal para la gestión demográfica, b) ultraliberalismo para los negocios (tiene un plan gemelo al que vimos en "As bestas") y c) fascismo contenido o desatado a conveniencia. Basta que se le cuestione un poquito para que salte el resorte de una violencia corporativa, que exige a todo el cuerpo social someterse a una misma voluntad: la suya. A pesar de que la autogestión es retórica (v. primer punto), el "espectro del comunismo" aterra a Ragan.

    Él detecta estupendamente que para seguir liberado del trabajo asalariado el capital debe seguir fluyendo por la acequia por la que viene haciéndolo. Dejó quebrar la fábrica en los primeros años del pos-socialismo, con el capital acumulado montó negocios del sector servicios (gasolinera, bar...) y ahora pretende llevar el rentismo a un nuevo nivel al vender los bosques de la comarca a fondos de inversión estadounidenses. Ninguna de esas empresitas suyas cubre, por cierto, la demanda de empleo en un pueblo en el que su falta empuja a los jóvenes a alistarse como mercenarios de los ejércitos privados que operan en Afganistán bajo bandera usamericana.

    Es natural que a Ragan la idea de comunismo le ponga los pelos de punta, y vaya desplazando su modus operandi del buen rollo y la persuasión en los primeros capítulos a la coacción y el asesinato en los últimos. Para que los trabajadores se liberen de las constricciones que reducen sus opciones de vida a las determinadas por Ragan como cara visible del capital, primero habría que reprimir a Ragan. La libertad de los trabajadores sería la coerción de los factores que hacen a los sujetos dominables para beneficio de un tercero cuya liberación depende, paradójicamente, de ese dominio.

    La pareja pyme protagonista (Oleg-Nikola) y el cacique local (Ragan) comparten, por cierto, esta posición de superioridad respecto a una sociedad que les necesita para poner en marcha cualquier plan económico. El retorno del capitalismo no ha resuelto, pues, el problema que presentaba "Underground" de subordinación a grupos sociales con intereses propios no compatibles: lo ha agravado.

  3. La memoria positiva de "la vía yugoslava al socialismo". Por un lado, el control obrero de la producción en un mercado menos vigilado que el soviético (Comecon e internos); por otro, la atención a segmentos demográficos a los que la preferencia por el lucro desplaza (aquí tenemos una "Croacia vaciada").

Ficha técnica


Reparto:


Idioma original: Francés.





Secuencias






HD 1080p Dual (VO/VE) - MKV (HEVC 10b-AAC) [4.13 Gb] (fuente)





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Nota Vie Jun 02, 2023 4:26 pm
Copio este artículo como aproximación a las confusiones que en nuestro campo (bobo, impulsivo: hegemonizado por la nueva socialdemocracia) producen la afinidad por el pequeño y medio capital.

Jesús Rodríguez Rojo, en "El paro del transporte. Pequeño capital e independencia de clase", en Mundo Obrero, el 13 de abril de 2022, escribió:Los recientes acontecimientos relacionados con los paros en el sector del transporte nos han situado en una encrucijada. En ella convergen diferentes vías para analizar la situación, caminos que pueden fácilmente llevar a destinos opuestos. Es sintomático que los actores progresistas estén divididos entre el respaldo a estas movilizaciones y su crítica. Dedicaré las próximas líneas a abordar el problema poniendo en el centro el análisis de clases sociales. Partiendo de la convicción de que nunca es mala idea recuperar las líneas maestras del análisis materialista, trataremos de ofrecer un planteamiento polémico que contribuya a hacer avanzar el debate sobre este tema en particular, pero también para abordar otros similares que ya pasaron o están por venir.

Se trata de ir más allá de las apariencias en las que, con todo respeto, se han detenido muchos analistas. La condena de estas protestas porque sus portavoces enarbolan un discurso ciertamente conservador me parece una forma de abordar el problema muy pobre. No lo es en menor medida respaldarla simplemente porque alzan la voz en un clima de degradación general de las condiciones de vida de la población. Mucho menos porque sus métodos de presión (corte de calles, etc.) nos ofrezcan una pizca de esa épica que esperamos ver por parte de nuestra clase. Estos elementos deben ser contemplados a la hora de tomar partido, pero ninguno de ellos constituye de por sí el eje determinante.

Estamos ante personas que, junto a sus familias, experimentan un sufrimiento que no puede ser descrito más que como material. No son unos privilegiados. Comencemos por ahí, la empatía nunca es mala compañera de viaje, pero no es la única pasajera que debemos llevar. ¿Es su malestar motivo suficiente para ponernos tras sus pancartas, suscribir sus consignas o jalear sus acciones? Para saberlo comencemos por el principio.

Seamos claros: estamos ante una protesta del pequeño capital. Capital porque son propietarios de sus medios de producción; pequeño porque consiguen tasas de beneficio relativamente bajas, inferiores a la normal. Es esta la condición que se traduce en sus desgracias. Su descontento tiene motivaciones perfectamente comprensibles por el modo en que son golpeados por crisis como la que vivimos: incapaces de amortiguar o siquiera afrontar las subidas de los precios, ven alzarse ante sí el espectro de la quiebra. Aterrados por la cercana visión de ese fantasma, tratan de conservar su negocio y para hacerlo están saliendo a la calle dispuestos en muchos casos a lo que sea necesario. En este punto, independientemente de cuál sea el desenlace de esta pugna, merece la pena —en vista también de próximos incidentes de semejante índole— aportar algunas reflexiones sobre el modo en que se encaran los conflictos del pequeño capital.

La pulsión natural de la militancia izquierdista es el respaldo sin fisuras al pequeño capital. Son frecuentes, por ejemplo, las campañas de apoyo al comercio local. Se responde así a cierta vocación populista, la de constituir frentes y alianzas con otros perdedores la producción capitalista. También esta posición se hace eco de una supuesta lucha contra los “monopolios” (no es casualidad que se reitere una y otra vez que las grandes patronales, en este caso, no secundan el paro). En esta línea de argumentación pasan desapercibidas algunas cuestiones que me gustaría rescatar con tal de balancear o abrir el debate.

El pequeño capital que tiene asalariados tiende, según los registros de los que disponemos, a ofrecer peores condiciones laborales que sus hermanos mayores. La falta de rentabilidad, también de productividad, suele compensarse con la explotación de una parte de la clase trabajadora agrupada en pequeñas plantillas impermeables a la acción sindical. Pero el problema va más allá: el pequeño capital rara vez se contenta con exprimir a los empleados, es frecuente que sea el propietario quien asuma una gran parte del trabajo, cuando no todo. A fin de cuentas, la responsabilidad de reproducir el capital cae inmediatamente sobre los hombros del capitalista que lo personifica. Además del esfuerzo del obrero y del burgués, otra manera de contener el efecto de estas fallas frente a la competencia es apropiarse de otras rentas que, no nos engañemos, también son detraídas a la clase obrera. Se habla de ayudas directas, exenciones fiscales…, en definitiva, concesiones que no pueden salir más que de los impuestos abonados como salario o plusvalía por una clase que globalmente ve decaer su poder adquisitivo. Es de estas cuestiones que se desprenden dudas razonables respecto al apoyo, por parte de las fuerzas políticas obreras, a las fracciones más débiles de la burguesía.

Con todo esto, y mucho más, presente es una tarea común afrontar el reto de pensar una política genuinamente obrera desde la independencia de clase, que no haga aguas en la coyuntura, pero que apunte hacia la sociedad de productores libres asociados que, desde Marx, queremos construir.

Nota Vie Jun 02, 2023 4:27 pm
Angelo Nero, en "El último artefacto socialista", en Nueva Revolución, el 28 de octubre de 2021, escribió:La literatura croata y, por extensión, el fértil campo de las letras balcánicas, es bastante desconocido en nuestro país, salvo algunas excepciones, entre las que están el premio nobel albanés, Ismail Kadaré, el bosnio Ivo Andrić o, más recientemente, Slavenka Drakulić, una de las grandes autoras croatas, o el serbio Dragan Velikic. Hay un montón de autores originarios de los Balcanes que pequeñas editoriales, como Acantilado, Minúscula o Libros del Asteroide, han publicado en español, pero son muchos los autores que todavía no han llegado aquí, como Robert Perišić, aunque sí al público anglosajón. Su novela Naš čovjek na terenu (Nuestro hombre en Irak) fue un auténtico superventas en Croacia, y tuvo una buena acogida por la crítica estadounidense, recibiendo elogios de afamados novelistas como Jonathan Franzen. Su segunda novela, No-Signal Area, tuvo también mucho éxito, tanto en su edición croata como en su edición inglesa, y terminó por consagrar a Perišić, que también es autor teatral y poeta.

No-Signal Area es un brutal retrato de la Croacia de post-guerra, alejada de las postales de Dubrovnik, Split, Zagreb o los lagos de Plitvice, esa Croacia que, quince años después de la guerra que surgió de la implosión de Yugoslavia –el periodo en el que se sitúa la novela-, todavía mostraba las heridas abiertas de la destrucción de un sistema que, pese a sus detractores, parecía funcionar, y de los efectos de un conflicto que durante casi cinco años, agotó los recursos de la joven república. En la trama no se desvela el nombre de la ciudad, podría ser cualquiera del interior de Croacia, a la que llegan Oleg y Nikola, con la intención de volver a abrir una fábrica de turbinas que fue cerrada con la llegada del capitalismo. Hace quince años que no sale una turbina de la factoría, pero un misterioso personaje, Hassan, los contrata para que la pongan en marcha, para fabricar una sola turbina, que un dictador africano necesita para hacer funcionar una planta de energía, con la obsoleta tecnología de los ochenta, “el último artefacto socialista”.

Sólo un año después de la publicación de la novela de Robert Perišić, esta fue adaptada por el director Dalibor Matanic –que en 2015 recibió el premio especial del jurado en Cannes por “Zvizdan”, y en 2020 dirigió la inquietante distopía “Zora”- en una miniserie de dos capítulos titulada “Podrucje bez signala” (o “The Last Socialist Artefact”, como ha llegado a las plataformas digitales). Gracias a esto podemos disfrutar de este desolador fresco de la sociedad croata más desfavorecida, la que sufrió en sus carnes no solo la guerra, si no el desmantelamiento de un sistema económico que, en su afán privatizador, cerró miles de empresas en todo el país, y abocó a cientos de miles de trabajadores al paro.

En la serie de Dalibor Matanic se ven las profundas fracturas causadas por el desempleo, con personajes sin futuro y sin presente, abocados al alcoholismo, donde la administración apenas funciona, deambulando como zombis por las calles agrietadas se llenan de maleza, entre edificios de la época comunista que muestran el abandono en sus fachadas. Olex, un excontrabandista de armas, encarga al “emprendedor” que quiere poner en marcha la fábrica, haciendo de intermediario entre los que necesitan que se construya turbina, los que realmente financian el proyecto, y las autoridades locales y los trabajadores, un oportunista con algún escrúpulo, pero que no duda en ilusionar a todo el pueblo con la reactivación de la vieja factoría. Consigue convencer a un antiguo ingeniero, Subotka, y sacarlo de su decadente existencia, abandonado por su familia y entregado a la bebida, para poner en marcha el proyecto, poniéndolo realmente al frente de una cuadrilla de trabajadores que se comportan como si tuvieran el trabajo garantizado. Nikola, el primo de Oleg, el verdadero anti-héroe de esta historia, se queda en el pueblo, como director de la fábrica, sin tener realmente claro lo que tiene que hacer para ponerla en marcha, ya que ni tan siquiera tienen garantizado el suministro de fluido eléctrico.

Nikola deambula por el pueblo, tan desamparado y melancólico que pronto se le acercarán un puñado de personajes con ganas de adoptarlo, como la directora del museo local o el antiguo director de la fábrica, cada uno por sus propios motivos. Bebe con sus trabajadores en el Blue Lagoon, y poco a poco va implicándose en el sueño de la puesta en marcha de la factoría de turbinas, en la recuperación del pueblo y de su propia vida.

“The Last Socialist Artefact” se llevó el premio del Panorama Internacional en el Festival Series Mania 2021, celebrado en Lille, Francia.

Nota Dom Jun 04, 2023 10:22 am
Marc Renton, en "Crítica 'El último artefacto socialista': La dignidad de la turbina", en Serielizados, en diciembre de 2022, escribió:
«El viento ruge en el monte Konjuh.
Las hojas tiemblan. Se oyen canciones sombrías.
Valles llenos de abetos, de arces y abedules, se mueven de lado a lado.
El bosque está oscuro como la noche. La luz se apaga. Las piedras hablan.
Tropas partisanas entierran al minero muerto
».
- Konjuh Planinom




Prólogo (o el partisano que yace)

Pejo Marković, hijo de familia minera, tenía apenas veinte años cuando se unió a los partisanos yugoslavos para combatir las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la ocupación fascista de Yugoslavia, Marković participó incansablemente en la recogida de armas, la movilización de mineros para que se unieran a la resistencia y, más adelante, el combate directo.

Era octubre de 1941, en el cantón de Tuzla de la actual Bosnia y Herzegovina. Durante el fallido ataque a la ciudad de Kladanj, bastión ustacha, Marković fue herido de forma fatal. Alzándole en una camilla, como queriendo curar sus heridas con caricias de cielo, los compañeros de unidad se alejaron de la batalla. Cruzaron la montaña de Konjuh con él a cuestas y la intención de salvarle la vida. Fue en vano. Se dice que Marković cerró los ojos para siempre en la misma cima del monte. Allí se le dio sepultura.

Dos de los partisanos que aquellos días lloraron la muerte de Marković fueron el poeta Miloš Popović-Đurin y el compositor Oskar Danon. En recuerdo del hermano caído, tallaron la letra y la melodía de Konjuh Planinom, solemne y hermosa canción que el tiempo convertiría en un clásico popular.

No es casualidad que, ochenta años después de la muerte de Marković y del nacimiento de la canción que lo haría eterno, el director Dalibor Matanić eligiera "Konjuh Planinom" para acompañar el final de cada uno de los seis capítulos de "El último artefacto socialista".


Oleg (o la esperanza que nace)

No es nada fácil vivir en un lugar que, como Marković en las laderas del monte Konjuh, agoniza. Es el caso de Nuštin, ciudad ficticia –se trata realmente del municipio croata de Duga Resa– donde tiene lugar la historia de "El último artefacto socialista".

Nuštin es un lugar de piel grisácea; en sus calles, en sus edificios, en sus nubes. Como si le diera miedo el color. Hay una gasolinera, bloques de pisos carcomidos por las décadas, un museo municipal deprimente, restaurantes desiertos, una fábrica cerrada. El espectador, en los primeros compases de la serie, siente la angustia de adentrarse en un agujero desangelado, sin latidos ni presente. Lejos de la –relativa– bonanza económica que el turismo ha traído a la costa adriática, Nuštin es un pueblo de interior que vivió sus días de prosperidad en tiempos de la antigua Yugoslavia. Hoy, a decir verdad, apenas vive.

César Campoy, periodista especializado en los Balcanes, apunta que en las ciudades como Nuštin “reina un ambiente de resignación y apatía”, que el día a día de sus vecinos es “monótono, sin apenas nada que hacer más que tomar café, unas cervezas o rakija, ver la vida pasar y rememorar tiempos mejores». Ese es el Nuštin que nos presentan los capítulos iniciales de "El último artefacto socialista". Por suerte, la serie no se estanca en esa primera impresión; es rasgándola, de hecho, como alcanza la grandeza.

A lo mejor Nuštin agoniza, pero dista mucho de estar realmente muerta. Sus gentes, a pesar de la atmósfera mortecina y la fatiga vital que impregnan la ciudad, de la yugonostalgia que undula en el aire, siguen viviendo; mejor dicho, siguen luchando por vivir. Pueden parecer rendidos, entregados al desasosiego, pero no necesitan más que un destello de luz efímera para creer que todo puede volver a ser como antes. Ese destello tiene nombre, nombres: Oleg y Nikola. Dos tipos de Zagreb, uno seguro de sí mismo y extrovertido, el otro apocado y taciturno, que llegan a Nuštin dispuestos a reabrir el que fuera el orgullo y motor económico de la ciudad: la fábrica de turbinas autogestionada por sus trabajadores, cerrada desde hace veinte años a causa de la obsolescencia de dichas turbinas.

A pesar de las comprensibles dudas iniciales –¿por qué aquí? ¿por qué ahora? ¿por qué nosotros?–, los antiguos trabajadores de la fábrica, capitaneados por el ingeniero Janda, dan un voto de confianza a Oleg y Nikola. A la esperanza. Al presente y, por ende, al futuro.


Nikola (o el socialismo que acata)

Pero. Siempre hay un pero. La vuelta de los días de gloria socialista a Nuštin es un mero espejismo. No, usemos la palabra correcta: una mentira. Aunque lo esconde a los trabajadores y al propio Nikola, personaje cuya evolución ira ligada al despertar de la ciudad, Oleg sabe que el cliente con el que trabaja solo necesita una turbina. La fábrica debe reabrir para un único pedido, y no para lo que sería la salvación de Nuštin: una producción continuada.

Es perverso, lo que nos plantea aquí "El último artefacto socialista". No es solo que el socialismo no vuelva, sino que se convierte directamente en un capricho puntual del capitalismo más feroz. El cliente de Oleg, mandamás de un país árabe, necesita esa turbina para un cometido muy concreto, y para obtenerla es capital revivir la fábrica de Nuštin durante unas semanas. Una vez tenga la turbina –una vez haya cuajado en los trabajadores de la fábrica la certeza de recuperar sus antiguas vidas–, Nuštin ya no será su problema. Ni él ni nadie querrá más turbinas. La fábrica deberá cerrar otra vez. La ciudad volverá a agonizar y, con ella, sus vecinos.

El capitalismo –y su hermana pequeña, o mayor: la globalización– escenifica en Nuštin un socialismo ya marchito con el único objetivo de seguir saciando su voracidad. Es, en cierto modo, humillante. El fin de la Historia del que hablaba Francis Fukuyama. Sin embargo, como se irá viendo a lo largo de la serie, los trabajadores de la fábrica no se contentarán con ser meros peones de este teatrillo indecente. Su arma será la dignidad, que no es poca cosa.


Šeila (o el trago que oculta)

La historia de Nuštin también es la historia de los que se fueron de Nuštin. Por la guerra, por la escasez de oportunidades. Algunos jamás volvieron. Otros sí, como Šeila. Es quizás el personaje que aglutina el mayor número de temas secundarios tratados por "El último artefacto socialista", sin estar involucrada de forma muy directa –hasta el capítulo final– en la trama principal de la serie. Un personaje que es orfebrería narrativa.

La serie nos muestra con Šeila cómo de duro es para el migrante marcharse, permanecer lejos de casa y, muy importante, también el volver. Solo de la mano de otra alma errante como es Nikola conseguirá encontrar su sitio en Nuštin. La figura de Šeila, a través de su tía montañesa, también sirve para retratar una realidad común en muchas regiones rurales –de los Balcanes y de todo el continente europeo– como es la compra de terrenos y grandes extensiones naturales por parte de corporaciones internacionales con el fin de explotarlos económicamente. Véase "As bestas" o "Alcarràs". Aunque Šeila, por encima de todo, representa de forma muy gráfica un tema transversal de "El último artefacto socialista": el alcoholismo o, por lo menos, el consumo compulsivo de alcohol como herramienta para olvidarse de uno mismo y sus circunstancias.

En los Balcanes, y de hecho en gran parte de los países mediterráneos, “existe una cultura de la celebración y de la relación de amistad unida al alcohol”, apunta Campoy. Sin embargo, resulta evidente que en las muchas cogorzas que se cogen los personajes de la serie hay una lectura más profunda. Campoy señala que los excesos etílicos responden también a «trastornos postraumáticos debido a la guerra [ahí está Janda] y episodios crónicos de ansiedad y depresión ante un presente social y económico poco esperanzador [ahí está Šeila]”.

Para retratar una cara luminosa y esperanzadora de una sociedad –ya llegaremos a ello–, la serie primero nos muestra con total crudeza el rostro más oscuro de sus generaciones mayores, marcadas por la guerra, y sus generaciones jóvenes, marcadas por la desazón. Un denominador común entre ambas, por lo menos en "El último artefacto socialista", es la ingesta masiva de cerveza y rakija para, durante unos minutos penosos, olvidarse de lo hiriente, de los recuerdos purulentos.

Todo ello convierte al "Plava Laguna" ("Laguna Azul"), el bar de la fábrica, en un purgatorio donde los protagonistas de la serie combaten etílicamente contra lo tortuoso de sus vidas para que el espectador, al fin y al cabo, pueda leer la historia reciente de un país.


Janda (o la muerte que inmortaliza)

Pero hablar de "El último artefacto socialista" debe ser hablar de su gran personaje, el ingeniero Janda. Decir que el capítulo que protagoniza, el cuarto de la serie, se encuentra entre las mejores piezas de ficción europea de los últimos años no sería descabellado. Antes de hablar de Janda, eso sí, debemos dar un rodeo.

El socialismo yugoslavo y su industria llevaban largo tiempo en crisis antes de la llegada de las guerras yugoslavas de los noventa. Éstas fueron “el golpe de gracia” al sistema, dice Campoy, y tras ellas los nuevos estados apostaron por procesos radicales de privatización, abandonando núcleos industriales como los de Nuštin a su suerte. Muchas fábricas quedaron desiertas o en manos de empresarios locales cuyas fortunas tenían orígenes sospechosos.

Es el caso de "El último artefacto socialista": el propietario de la fábrica de turbinas tras la guerra y culpable de su cierre definitivo fue el oscuro Ragan, cacique local enemistado con Janda. La oposición de Ragan a la reapertura de la fábrica, por sus formas y por las connotaciones veladas que esta conlleva, es una de las claves de la serie.

“De la noche a la mañana, los trabajadores de aquellas fábricas descubrieron que el sistema de gestión colectiva en el cual llegaron a tener cierto poder de decisión había sido sustituido por un capitalismo desmedido”, destaca con acierto Campoy. A eso hay que sumarle las consecuencias psicológicas y emocionales de la guerra, bien reflejadas en la serie con Slavko, quien perdiera un hijo en la contienda, y el propio Janda, cuya familia emigró huyendo del conflicto y ya jamás volvió a reunirse. Todos estos factores explican el estado depresivo en el que Oleg y Nikola encuentra a Janda en los inicios de la serie. Es un hombre derrotado al que el destino, sin embargo, da la oportunidad de salir a flote. Y se aferra ella.

Es magnífica la construcción lenta y firme del arco de Janda, una redención de pasos tan chiquititos como inexorables. Con el renacimiento de la fábrica de turbinas renace Janda, que incluso vivirá un acercamiento con sus hijas y exmujer, instaladas en Escandinavia. El inolvidable Janda merece esa segunda oportunidad, por eso como espectadores nos parte el corazón saber que la fábrica está reabriendo por una única turbina y que, tras completarla, Janda y sus camaradas volverán al vacío. Saber de la mentira de Oleg destrozará a Janda, es inevitable.

Llega entonces la paradoja más genial de "El último artefacto socialista": Ragan, enfermo de odio y envidia por la reapertura de la fábrica, asesina a Janda y, con ello, sin saberlo, le salva de la verdad. El ingeniero Janda se larga de este mundo de una forma brutal y violenta, pero lo hace creyendo que el mundo es, de nuevo, un lugar donde ha merecido la pena vivir. Qué gran triunfo en la derrota más absoluta de todas, la muerte.

En el funeral, la hija de Janda recitará unos versos en recuerdo de su padre. Los podéis leer en el inicio de este artículo, pues se tratan de los versos de Konjuh Planinom. Con esto, el director de la serie, Dalibor Matanić, no está diciendo que Janda es Pejo Marković. Que Janda es el partisano. Que Janda es el hombre que, tras su muerte, y siendo su muerte condición indispensable para ello, se convirtió en una figura popular eterna.


Branoš (o el desastre que transita)

Tras la muerte de Janda, la serie se sume en sus momentos más oscuros. Sin él todo parece hundirse. La violencia, además, despierta fantasmas muy recientes de la ciudad. Porque, más allá del odio personal de Ragan a Janda, el asesinato también tiene motivaciones políticas. “No vamos a permitir que el comunismo se restablezca”, les dicen los secuaces de Ragan a los trabajadores de la fábrica antes del fatal desenlace del ingeniero. En esa muerte, si miramos con cierto detenimiento, hay un sinfín de muertes pretéritas.

En los momentos del desastre, "El último artefacto socialista" da la batuta narrativa a uno de sus personajes más desastrosos: Branoš. Un trabajador encomiable, pero una persona sin brújula ni norte, un tipo empecinado en destrozar su matrimonio, ignorar los sentimientos de su amante y beberse las penas. Va arriba y abajo recogiendo los pedazos de vida que se le caen de los bolsillos y los lacrimales, con poco éxito. Es hijo de una sociedad que se fue el traste cuando él era demasiado joven para entender qué estaba pasando. Si aún no has entendido qué es el mundo, ¿cómo diablos vas a entender qué significa el fin del mundo?

Cuando parece que nada puede ir a peor, Oleg y Nikola se ven obligados a contarles los trabajadores de la fábrica –ahora liderados por Branoš– que solo existe el pedido para una única turbina. De hecho, incluso este pedido se ha visto comprometido por el clima político en el país árabe de donde proviene. Para decirlo de forma clara, están jodidos. Es ahí cuando Branoš toma las riendas de su propia vida, de su propia dignidad, y deja muy claro que acabarán de fabricar la turbina: “Nos han jodido, pero vamos a acabarla. Y vamos a hacerlo por Janda”. Como Popović-Đurin y Danon hicieron la canción por y para Marković, los trabajadores de la fábrica harán la turbina por y para Janda.

Aunque el gran momento de Branoš lo encontramos muy al final de la serie. Tras unos movimientos de última hora, Šeila consigue que la turbina, ya completada, se subaste como obra de arte en Berlín. Por mucho, mucho dinero. Aunque se trate de la salvación económica del proyecto, la subasta no deja de ser el último clavo en el simbólico ataúd de lo que fue la fábrica. Su existencia es tan arcaica que la turbina ya solo sirve como pieza de museo o como elemento excéntrico de decoración en casa de un coleccionista de arte millonario. En el fondo, es una derrota, o por lo menos una muestra palmaria de que el pasado es solo eso, pasado, y no una posibilidad de presente y futuro, como quisieron creer los trabajadores.

En esta situación tan delicada, Branoš toma la palabra en la galería de arte, tras la subasta: “No nos importa si esto [la turbina] se considera arte. Si alguien paga por nuestro trabajo, lo cogemos”. Y ahí está toda la dignidad que, a lo largo de los capítulos, la fabricación de la turbina ha devuelto a los personajes de la serie. Incluso en un contexto que los reduce a simples comparsas, insignificantes actores de reparto en un escenario mundial, ellos son obreros orgullosos, y como tales venden con decencia su trabajo y su sudor a quien esté dispuesto a pagarlo.

Porque en el "El último artefacto socialista" lo que se fabrica no es una turbina, es la dignidad de una ciudad entera.


Lipša (o el miedo que late)

Un último detalle del último capítulo.

Oleg está perdido en un país árabe en guerra, intentando cobrar el pago final por la turbina. Se preocupa por los trabajadores de la fábrica, a pesar de sus maneras algo sibilinas. Lipša, su pareja, le acompaña, pero tras la desaparición de Oleg en el desierto vuelve a Nuštin. Está aterrorizada. A pesar de intentar ocultarlo frente a los demás, cuando se queda a solas es evidente que el miedo la engulle. Sabemos pronto por qué: está embarazada de Oleg.

Sin Oleg, que quién sabe si vive o no, se siente muy sola ante una situación inesperada que volteará por completo su vida. Tiene miedo al mañana, y es comprensible. Vayamos a la última escena de la serie. Lipša, sola en la fábrica. Hay mucho temor en sus ojos. Trepa hasta la estructura que ha servido para ensamblar las diferentes partes de la turbina.

Se tumba dentro de ella, del mismo modo que un hijo le reposa ahora en el vientre. Un plano casi cenital nos muestra a Lipša dentro del armazón. Desde esta perspectiva descubrimos que el artilugio en el que se ha construido el último artefacto socialista tiene forma de aparato genital femenino. No es un delirio de quien escribe estas líneas, o quien escribe estas líneas cree estar convencido de no estar delirando: es el último mensaje simbólico que nos deja la serie. Del mismo modo que Lipša dará a luz un hijo, a una nueva vida, la turbina –y, por extensión, la fábrica– ha dado a luz a la historia que nos cuenta "El último artefacto socialista", a una nueva vida para todos sus personajes.

Tumbada y con las manos en el vientre, ante un futuro incierto, Lipša tiene miedo. El resto de los personajes de la serie, representados por la turbina, también se enfrentan a un futuro incierto, y tienen miedo. Pero el miedo al futuro implica necesariamente que hay una posibilidad de futuro, cosa que antes de la reapertura de la fábrica no era así en Nuštin. Esa es la humilde victoria que nos cuenta la serie: la posibilidad de dejar de llorar el pasado, aunque sea para adentrarse en un presente y futuro sin demasiadas certezas, pero con alguna esperanza. Una victoria humilde, que tirita, sí, pero también heroica. Como toda nueva vida.


Epílogo (o la canción que vive)

Pejo Marković descansa en la montaña de Konjuh. El ingeniero Janda, en el cementerio de Nuštin. A ambos les une una canción. El viento ruge, las hojas tiemblan, la luz se apaga, las piedras hablan. Y, en las tripas de la melodía, dos historias de personas pequeñas que sentimos gigantes.


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