Entrevista con Guillermo Rendueles, psiquiatra«El capitalismo trata como trastorno de personalidad lo que antes se consideraba lealtad, coherencia u honradez» Pablo Batalla Cueto
MAS Asturias // 3 de enero de 2016A Guillermo Rendueles se lo suele describir como un psiquiatra antipsiquiatra. La etiqueta no es del todo atinada, porque es siendo psiquiatra en el ambulatorio del barrio gijonés de Pumarín como Guillermo Rendueles se gana los garbanzos, pero algo de ello hay. Lo hay desde los años setenta, cuando el joven militante del PCE que era Rendueles participó con entusiasmo en un exitoso movimiento cuya etiqueta era precisamente ésa, antipsiquiatría, y que, imbuido de toda la candidez libertaria de mayo del 68, abogaba por derruir los muros de los manicomios. El encierro, clamaban aquellos jóvenes revolucionarios, agravaba la locura en vez de curarla, y lo que había que hacer con los locos era devolverlos a la sociedad en lugar de apartarlos de ella. Cuando el consabido Desencanto coció el 68 para menguarlo, los jóvenes revolucionarios se convirtieron en grises burócratas de los gobiernos del PSOE y los manicomios renacieron bajo nuevas formas, pero el protagonista de esta entrevista siguió clamando contra la mala psiquiatría. Hoy, nos cuenta, hay más locos atados que antes y los fármacos que esta sociedad histérica consume con desmedida avidez para poder soportar los ritmos endiablados del turbocapitalismo no dejan de ser manicomios infinitesimales, camisas de fuerza químicas con las que la Oceanía orwelliana que habitamos nos sujeta para transformarnos en sus sujetos ideales: hámsteres individualistas que, mientras galopan en sus ruedas, sueñan con emprenderse a sí mismos como las pulgas de un famoso poema de Eduardo Galeano con comprarse un perro. «Lo que usted necesita no es un psiquiatra ni una pastilla, sino un comité de empresa», receta a veces Rendueles a los pacientes que se acercan a su consulta aquejados de los estreses y astenias consustanciales al esclavismo moderno. Que el mundo recupere un sentido de lo colectivo cada vez más menguado es la aspiración política fundamental de este loquero atípico y heterodoxo que se educó con José Luis García Rúa, simpatiza con Podemos y no perdona al PCE que devorara con falsas promesas a los mejores de su generación ni al PSOE que encarcelara a su hijo César por insumiso.
Pablo Batalla Cueto: Un poeta italiano,
Arturo Graf, decía que «la locura y la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles que uno nunca puede saber con seguridad si se encuentra en el territorio de la una o en el de la otra». Le propongo que, antes de comenzar a charlar sobre su vida, su obra, su pensamiento y sus militancias políticas, comencemos esta conversación por delimitar esas dos naciones vecinas. ¿Qué es la locura? ¿Qué es la cordura?
Guillermo Rendueles: Freud decía que estamos cuerdos cuando tenemos capacidad para trabajar y para tener relaciones amorosas y amistosas. Es una definición que yo no creo que pueda mejorar. En cuanto a la locura, se puede decir que hay una locura grande y una locura pequeña o suave. La pequeña o suave sería la incapacidad para disfrutar de la vida cotidiana, para vivir la realidad de una forma más o menos placentera. Y la grande sería la pérdida de la realidad: confundir los delirios y las alucinaciones con lo que es real. Si tienes trabajo, relaciones sanas y sacas disfrute de la vida cotidiana, se puede decir que no estás muy loco.
PBC: En sus escritos, usted reivindica mucho a
Freud. Sin embargo, la del padre del psicoanálisis es una obra no sé si tanto como denostada o menospreciada, pero sí aparentemente desacreditada por los psicólogos, o al menos ésa es mi impresión desde fuera. Parece que se valora en él lo que tuvo de iniciador, de piedra que removió el charco, pero nada más.
GR: Hombre, sin Freud, sin sus ideas geniales y sorprendentes, no podemos comprender bien ni el siglo pasado ni éste. La teoría, la gran teoría del inconsciente, es fundamental. Hasta Freud, la psicología, toda la psicología, es
cartesiana: somos lo que la consciencia nos refleja. A partir de él, todos, desde la neurofisiología hasta la fisiología más moderna, reivindican que la mayor parte de nuestras actividades cerebrales no son conscientes. El gran neurólogo de la posmodernidad,
[Vilayanur S.] Ramachandran, por ejemplo, es famoso por su teoría sobre los fantasmas en el cerebro, que es una cosa muy freudiana. Él empezó a estudiar los miembros fantasmas, es decir, esa sensación de que un miembro amputado sigue estando ahí, moviéndose y siendo capaz de sentir dolor, y a partir de esos estudios acabó llegando a la conclusión de que, en general, la mayor parte de nuestras construcciones mentales, prácticamente todo lo que vemos, son fantasmas, fantasías; que en realidad no sabemos muy bien, porque no podemos saberlo, qué es la realidad. Ésa era un poco la idea de Freud, y es una idea que es fundamental para entender la psicología moderna, pero no sólo para eso. En materia de cultura, por ejemplo, ya es un tópico decir que no hay novelista que no sea freudiano. En general, en los círculos ilustrados nadie puede ignorar a Freud, para bien o para mal. Lo que está desacreditado, y yo creo que habría que recuperarlo en cierta medida, es lo que él llamaba la cura tipo.
PBC: ¿En qué consistía la cura tipo?
GR: Freud decía que hay que valorar si el enfermo consigue alguna ventaja con el síntoma. Por ejemplo, un histérico obtiene con sus síntomas la ventaja de llamar la atención. La idea de la cura freudiana es que hay siempre que comprobar si el enfermo no está mejor de lo que estaría sin ese síntoma y, en general, no ampliar nunca la ventaja del paciente en la relación terapéutica. En línea con eso, Freud sostenía que siempre hay que cobrarle al paciente las sesiones, vaya o no vaya a ellas, y que no se debe coger como paciente a quien no pueda pagar, porque si se coge a alguien gratis se le proporciona una ventaja que cronifica su trastorno mental. Sólo hizo una excepción a esa norma:
Serguéi Pankéyev, un paciente ruso a quien llama en sus escritos, para proteger su identidad, El Hombre de los Lobos por unos sueños que tenía de un árbol lleno de lobos blancos, y que pasó de pagarle a no pagarle porque entre medias le cogió
la Revolución rusa y pasó de ser un noble riquísimo a ser un oficinista. Esa circunstancia hizo que Freud, que lo consideraba un individuo veraz y de total confianza moral, entendiera que debía hacer una excepción y organizara unas colectas en su favor, y en los análisis del caso que se hicieron después hay bastante unanimidad en considerar que esa gratuidad creó una relación de dependencia que tuvo unos efectos nefastos sobre él e impidió su cura.
Instituciones totalesPBC: Le pediré más tarde que nos explique su teoría del gorrón. Abordemos ahora su trayectoria como psiquiatra. Comienza en los años setenta, cuando, recién salido de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Salamanca, participa en un afanoso movimiento antipsiquiátrico que tuvo como epicentro el Hospital Psiquiátrico de Oviedo y fue duramente reprimido por el Gobierno franquista. ¿Por qué Oviedo? ¿Qué circunstancias se daban allí para que el movimiento antipsiquiátrico germinase en Asturias más que en ningún otro lugar de España?
GR: En Oviedo se había hecho el mejor hospital psiquiátrico de España antes que el de Pamplona. Había venido aquí desde Madrid un opusdeísta de ancestros asturianos,
José López-Muñiz, presidente de la Diputación Provincial, y había querido hacer en Asturias el mejor hospital del país, creando a la vez el Hospital General de Asturias y el Psiquiátrico. Aquello fue un cambio radical con respecto al resto de la medicina española, en el sentido de que López-Muñiz se preocupó de coger a profesionales de fuera de España que andaban por ahí y de copiar la estructura de los hospitales americanos. En los hospitales americanos un poco científicos los dos servicios punteros eran rayos y anatomía patológica, que es en lo que se basa un diagnóstico científico, pero aquí en España funcionaba todavía lo del ojo clínico: [Gregorio] Marañón veía a un enfermo y ya sabía si tenía hipotiroidismo (risas). De los profesionales que López-Muñiz trajo al Psiquiátrico de Oviedo no sé si había dos adjuntos que se hubiesen formado en España. Los demás eran [José Luis] Montoya, que había estado en Canadá, Pepe García, que era de
Pola de Lena pero se había formado en Alemania, varios que estaban en Estados Unidos… Había incluso una estructura privada muy americana: se trabajaba en la pública hasta las tres de la tarde y luego, por la tarde, había unas policlínicas en las que los médicos tenían consulta privada, aunque una parte se llevaba al hospital. También se imitaba el modelo americano de tener un hospital pero a la vez ambulatorios por toda Asturias. Yo recuerdo que yo iba a
Avilés, otro iba a
Cangas… Había una red muy potente y muy cara, y lo de la antipsiquiatría empezaba ya ahí, en esa reforma organizativa americanizante.
PBC: Al abrírselele la puerta a lo organizativo también se coló por ella lo ideológico, las nuevas tendencias que germinaban en América y que esos españoles formados en el extranjero traían consigo.
GR: Sí, efectivamente.
PBC: ¿Qué proponía la antipsiquiatría?
GR: La idea fundamental era que los problemas derivados de la enfermedad mental estaban muy mezclados con los del encierro. La figura fundamental en esto es
[Franco] Basaglia, un psiquiatra italiano que publica un libro a principios de los setenta,
La institución negada, en el que dice que lo que hay en los psiquiátricos no es locos, sino personas encerradas a las que el encierro crea un doble de la enfermedad mental; es decir, que se toma por síntomas de locura lo que en realidad son consecuencias de estar encerrado. A los psiquiatras les pasaba lo mismo que les pasaba a los naturalistas cuando estudiaban los parques zoológicos: que tomaban como conducta de los monos lo que provocaba la jaula. Yo me acuerdo, por ejemplo, de que en
Ciempozuelos tuvieron que tirar un pabellón de violentos y al reubicar a las enfermas en otros pabellones dejaron automáticamente de ser violentas.
PBC: Al final, el manicomio no era una mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio. No eran mujeres violentas per se, sino que era el encierro lo que las hacía ser violentas.
GR: Exacto. Y eso mismo pasaba un poco en todos lados. En todas partes había, por ejemplo, cuadros de esquizofrenia catatónica que en realidad eran resultado del encierro, y Basaglia decía que sólo derruyendo los muros del manicomio conseguiríamos saber a ciencia cierta cuáles eran los objetos psiquiátricos reales. Todo eso enlazaba con el análisis del etiquetado que habían hecho los americanos y sobre todo
[Erving] Goffman, que había publicado un libro titulado Internados en el que acuñaba el concepto de las instituciones totales: lugares de residencia o trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada formalmente y rompen con el ordenamiento social básico en la sociedad moderna, en el que hay una distinción clara entre los espacios de juego, descanso y trabajo. En las instituciones totales, dice Goffman, todas las dimensiones de la vida se desarrollan en el mismo lugar y bajo una única autoridad; todas las etapas de la actividad cotidiana de cada miembro de la institución total se llevan a cabo en la compañía inmediata de un gran número de otros miembros, a los que se da el mismo trato y de los que se requiere que hagan juntos las mismas cosas, y todas las actividades cotidianas están estrictamente programadas y se integran en un único plan racional, deliberadamente creado para lograr los objetivos propios de la institución.
PBC: La institución que más se adapta a esa definición es la cárcel.
GR: La cárcel es una institución total evidente, sí. Otra es el Ejército. Pero Goffman desarrolla su teoría no pensando en la cárcel ni en el Ejército, sino en el manicomio. De hecho, para hacer la investigación de campo que después se convirtió en Internados se infiltra él mismo en un psiquiátrico de Washington, donde se hace pasar por ayudante de gimnasia. Goffman dice que la cárcel, el manicomio y el Ejército tienen la misma estructura y el mismo propósito, quebrar el alma y sustituirla por una etiqueta: militar, loco, preso.
PBC: Me llama la atención la etiqueta escogida para designar el movimiento. En aquellos años pre y post-68 surgen muchos movimientos de renovación similares en todas las ciencias, pero todos adoptan el adjetivo nuevo, nueva: Nueva Geografía, Nueva Arqueología, Nueva Sociología, etcétera. ¿Por qué antipsiquiatría y no nueva psiquiatría?
GR: Pues por eso mismo, por esa idea antimanicomial de que toda la psiquiatría se había basado en observar a los locos en el manicomio y que había que tirar los manicomios abajo para descubrir la locura real. No se trataba de mejorar la psiquiatría, sino de empezarla de nuevo.
PBC: ¿No había mucha de la inocencia, de la candidez,
del 68 en la idea de que tirando abajo los manicomios se acabaría con los locos?
GR: Completamente. Lo que sucedió fue que las primeras experiencias, como ésa de Ciempozuelos de tirar abajo el pabellón de violentos, fueron tan satisfactorias que se dio lugar a un exceso de optimismo y a plantear que, por ejemplo, también desaparecería la esquizofrenia cuando se sacara a los esquizofrénicos del manicomio. Después se vio que no era así. De todas formas, lo más naíf no era eso, sino otra idea de la antipsiquiatría: la de que la sociedad acogería a esos enfermos salidos de los manicomios derribados; que habría una red social y laboral que los asimilaría. "Locos de desatar", un documental de los años setenta sobre las propuestas de Basaglia, termina con un expaciente trabajando en una cadena de montaje. La realidad fue todo lo contrario: cada vez que se hacían pisos intermedios en cualquier barrio había un rechazo enorme. Sigue habiéndolo hoy. Tampoco hubo trabajo para nadie, y eso nos hizo descubrir que el manicomio no era, después de todo, mala idea en lo que tenía de asilo, de hospicio, de lugar que permitía que los locos comieran y durmieran adecuadamente no anduviesen tirados por la calle.
PBC: En general, vista en perspectiva, ¿fue mala idea cerrar los manicomios?
GR: Por miedo a las denuncias, hoy se hace una especie de psiquiatría defensivaNo, porque más allá de eso los manicomios sí que eran un absoluto disparate. El de aquí, La Cadellada, tenía a cerca de mil personas y bastante más de la mitad no eran ya enfermos mentales, sino simplemente encerrados. Esa parte de la idea antipsiquiátrica sí era certera.
PBC: ¿Por qué reprimió el franquismo al movimiento antipsiquiátrico del Hospital Psiquiátrico de Oviedo?
GR: La cosa fue que aquello que te comentaba de Oviedo sólo podía ir o p’alante o p’atrás. O ese sistema, esa modernización, se empezaba a adoptar en toda España, o se abandonaba en Oviedo. Y lo que pasó fue que se abandonó en Oviedo. A López-Muñiz lo liquidaron los azules y lo sustituyeron por un falangista que dijo que aquello era un dispendio y revirtió la cosa, provocando las primeras huelgas y encierros. El Hospital llegó a convertirse en un foco subversivo importante, que seguía el mismo modelo que la Universidad: hacer huelgas y encierros largos y tratar de concitar la solidaridad del resto de hospitales. La cosa terminó mal, claro. El franquismo reprimió con dureza y el hospital fue deteriorándose poco a poco hasta convertirse en uno más de la red. Fue una pena, porque aquélla había sido una apuesta interesante.
PBC: ¿Se cerraron los manicomios, en realidad, o sólo se atomizaron y renombraron, como todo en esto que el muy citado
Zygmunt Bauman llama modernidad líquida? Hoy hay más pacientes atados que antes y usted tiene dicho que, al fin y al cabo, atiborrarnos de pastillas como nos atiborramos es autoembutirnos en una camisa de fuerza química, en un manicomio individual.
GR: En cierta medida sí, si entendemos el manicomio como un creador de orden cuya función era ocuparse de los desórdenes íntimos. Como explicaba Goffman, quien viola una regla general va a la cárcel y quien viola una regla de las relaciones íntimas va al manicomio. La sociedad psiquiatrizada creaba los manicomios para que no se violasen sus reglas: acercarse demasiado a los demás, hablar de lo que no se debe, etcétera. Lo que pasaba era que nadie quería ir al manicomio ni ver al psiquiatra. Ahora, sin embargo, la gente clama por psiquiatras, psicólogos y pastillas que cumplen esa misma función: corregir los desórdenes íntimos e integrar a la persona que las toma en el orden establecido. Las redes de psiquiatrización son queridas, no temidas, y hay un régimen de servidumbre aceptada que posibilitan las pastillas como no lo posibilitaban los manicomios.
PBC: ¿Es cierto que hoy hay más pacientes atados que antes?
GR: Sí, sí. En tanto por ciento, ¿eh?, pero sí, hay más que cuando yo empecé a trabajar en el Psiquiátrico de Oviedo. Una de las cosas que promovíamos allí era ésa: no atar, no sujeción mecánica. Y la logramos prácticamente: no había pacientes atados, o había uno durante unas horas. ¿Por qué los hay ahora? En gran parte, porque está todo muy judicializado. Aquí, por ejemplo, se los ata a todos desde que un paciente se suicidó en una unidad y la familia presentó denuncias contra todo el cuerpo médico y el personal. Por miedo a ese tipo de situaciones se ha pasado a hacer una especie de psiquiatría defensiva, una especie de coalición en contra de los pacientes en la que la familia juega un papel fundamental. En aquellos años de antipsiquiatría también teníamos la teoría de la puerta abierta: la unidad o el hospital tenía que ser un sitio abierto del que el enfermo pudiese salir a voluntad. Si marchaba, ya volvería, porque donde más a gusto estaba era en la unidad. Ahora las puertas se cierran otra vez. Las unidades que hay son unidades supercerradas y lo son también por una presión de las familias. Cuando se hacen encuestas entre las familias, todas dicen que las puertas, cuanto más cerradas y vigiladas, mejor. Cuando preguntas a los pacientes, te dicen lo contrario: resienten el encierro absolutamente. Pero las familias ignoran esa realidad, y también son las principales promotoras de que se den fármacos a puñados. La teoría de que las familias representan los intereses de los enfermos es literalmente falsa. Literalmente falsa. Y se da una coalición muy curiosa: todas las asociaciones de familiares de pacientes tienen siempre dinero de los laboratorios farmacéuticos, que son los principales interesados en que se den fármacos a puñados.
PBC: Entre cierta población no ilustrada que el argot del momento conoce como cuñados hay una noción muy generalizada de la psiquiatría y de la psicología como un lucrativo invento de la todopoderosa industria farmacéutica para vender sus productos. El caso paradigmático al que se alude siempre es el de Prozac, el famoso antidepresivo que en Estados Unidos llegó a administrarse a los animales domésticos como resultado de una exitosa medicalización de la tristeza. ¿Cuánto de verdad hay en esa visión?
GR: Hombre, no es del todo así, pero algo hay. Después del Prozac, la siguiente poción mágica fue la Paroxetina, un fármaco de diseño que se inventó después de transformar la timidez en un cuadro clínico llamado fobia social. En el último congreso de ese horror que es el DSM-5 el último grito en materia de psiquiatrización social ha sido la anhedonia, que es el no sacar disfrute de las situaciones y es ahora motivo de consulta psiquiátrica porque se considera una depresión encubierta. Va a ser la próxima epidemia. Al final, los trastornos de personalidad son ya tantos que quien no cae en uno cae en otro. Otra cosa de la que se habla ahora es la personalidad opositora. Ahí cae todo: si te opones a algo, si discutes, tienes un trastorno de personalidad opositora.
PBC: El capitalismo, que ya no puede en este mundo cada vez más pequeño y con cada vez menos tierras vírgenes expandirse a nuevos mercados colonizando nuevas tierras, como hacía antes, ahora se expande colonizando nuevas zonas de la mente.
GR: Nuevas necesidades, sí. Pero no es una cosa tan unidireccional, sino esa coalición de intereses a la que aludía antes. Hay, sí, esos laboratorios que tienen cinco o seis premios Nobel cada uno puestos a inventarse todos los fármacos que puedan, pero también hay una población que necesita fármacos para poder resistir sus pésimas condiciones de vida. Si trabajas a turnos, tienes que tomar algo para dormir y tienes que tomar algo para aguantar despierto. Hay laboratorios vendiendo fármacos, hay masas pidiéndolos y hay una estructura intermedia que también pide orden: los jueces, por ejemplo. El ochenta por ciento de los presos toma fármacos. En todos los juicios hay un perito psiquiátrico que dictamina cuánto de loco y cuánto de criminal tiene el acusado. Y luego están las familias. En Estados Unidos, por ejemplo, cuando se inventó el síndrome ése de hiperactividad y desatención y se empezó a dar fármacos a los críos con mala escolaridad, los movimientos de resistencia ésos de «quiéreme, no me drogues» fueron prácticamente linchados por la población. ¿Quién se va a creer que un crío va a atender mejor porque lo atiborremos de fármacos? Bueno, pues todos los padres que piden anfetas para sus hijos porque se creen eso de: «No, es que le falta una sustancia en el cerebro y con anfetaminas eso se corrige». Es un sistema de creencias de lo más disparatado, pero es real, y los laboratorios no hacen más que aprovecharse de eso. Se habla ya de una epidemia de los trastornos mentales: los usuarios de salud mental no hacen más que aumentar y la ingesta masiva de fármacos parece una epidemia. Los laboratorios quieren vender a toda costa, faltaría más, pero no venderían si no encontrasen en los compradores complicidad, un deseo de servidumbre y una búsqueda de guía vital, de personas que te enseñen a comer, a follar, a dormir…
PBC: En el otro extremo de ese consumo ansioso de fármacos está el antivacunismo.
GR: Ahí hay una necesidad real y padres que se niegan a cubrirla, pero al final es lo mismo, un sistema de creencias absurdo derivado de una de las confusiones claves del éxito del capitalismo: la tecnificación de todo, la pretensión tecnocrática de que todo es científico.
Unos reaccionan a ese mensaje tecnocrático abrazándolo con entusiasmo y otros rechazándolo de raíz cuando no deberíamos hacer ni lo uno ni lo otro.
PBC: El capitalismo ha logrado que sea una opción de progreso no tener nada que ver con los otros.
GR: Exacto.
PBC: El leitmotiv de sus escritos más recientes es la psiquiatrización del mal social. ¿A qué hace referencia esa etiqueta?
GR: A buscar remedios donde no los hay para malestares derivados de las relaciones de pareja, sociales y laborales; males que se solucionan enfrentándose a ellos pero que atacamos tomando pastillas. Hay un malestar que sólo puedes atajar modificando la situación que lo causa y en lugar de eso tomas una pastilla que te hace ver la situación de una forma más tolerable. Si te paras a mirar qué funciones reales cumple hoy la psiquiatría y las comparas con las que cumplía antiguamente compruebas que la psiquiatría de hoy tiene poco que ver con la de antes. La de antes se ocupaba de la gran locura y la de ahora más bien de los pequeños desórdenes: dormir mal, no tener apetito, etcétera.
PBC: Usted llama a esos males «malaria urbana».
GR: Sí, esos malestares propios de la actualidad: no dormir, no comer, no tener trabajo, el miedo a perderlo… Cosas derivadas del modelo social que tenemos, de la desconexión entre la sociedad del bienestar que se promete y la realidad, que en gran parte acaba psiquiatrizándose. Remediar eso con pastillas es como el borracho que busca la llave debajo del farol.
PBC: ¿…?
GR: Sí, hombre, el borracho del chiste, que busca algo debajo de un farol y a quien un policía pregunta: «¿Qué está buscando ahí?». El borracho le contesta: «Mis llaves». El policía le pregunta: «¿Sabe dónde se le perdieron más o menos?», y el borracho responde: «Debajo de aquel árbol que está como a quince metros». El policía pregunta entonces: «¿Y por qué las busca aquí, tan lejos?», y el borracho contesta: «Porque debajo de este farol hay luz, mientras que debajo del árbol no se ve nada».
PBC: «Lo que usted necesita no es un psiquiatra, sino un comité de empresa», ha contado alguna vez que le dice a la persona que acude a su consulta porque sufre estrés laboral. «Menos consultorios privados y más asambleas públicas», ha clamado también alguna vez.
GR: Claro, claro. El que sufre estrés laboral lo sufre de verdad, no es que se lo invente: el trabajo produce dolor y malestar. En lo que se equivoca es en el remedio que busca: un psiquiatra que le dé un remedio artificial que en vez de solucionar el mal lo hace tolerable. «Deme algo para aguantar esto como sea». En lugar de intentar cambios reales, acude a pastillas que hacen que vea las cosas más lejos, que no le importen. Las pastillas crean una especie de barrera contra el daño que te ataca, pero el daño no desaparece. Lo que hay que hacer para atajar el estrés laboral no es atiborrarse de pastillas, es crear lazos de solidaridad horizontal que modifiquen esa situación. Curiosamente, las personas que sufren el estrés laboral que las impulsa a tomar pastillas suelen ser personas que previamente se han desolidarizado en general. Son personas muy individualistas, trepas que han intentado superar individualmente a los otros y que de repente se encuentran con que Roma no paga traidores y no buscan alivio a su sufrimiento autocriticándose esa carrera de trepa, sino yendo al psiquiatra para que les dé píldoras para dormir.
PBC: «El paro no es un problema, es tu problema», nos dice el neoliberalismo. El paro, como el estrés laboral, el mobbing, la precariedad, etcétera, no es un problema social, es tu problema personal.
GR: Sí, esos procesos de individuación han sido enormemente exitosos. El capitalismo ha logrado que se vea como una opción de progreso decir: «Yo soy yo, yo dirijo mi vida, no tengo nada que ver con los otros».
El mandato capitalista es: “Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo”. Si estoy en paro, sólo yo tengo que solucionarlo formándome más o buscando trabajo más concienzudamente.
PBC: Y para buscarlo tengo que tener capital humano: idiomas, másteres, cursos…
GR: Y si eso me vuelve loco, me tomo la pastilla y listo.
Eso es, sí (risas).
La pastilla es un agente de individualización al servicio del capitalismo neoliberal y un complemento necesario para que el sistema se sostenga.
[Carlos] Castilla del Pino definía las pastillas como prótesis conductuales. Es una etiqueta muy buena para esto que hablamos, porque ahora las pastillas son, sí, una prótesis del capitalismo, un factor necesario para la supervivencia del capitalismo. El mandato capitalista es: «Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo». Tienes que acumular un capital cultural, un capital deportivo, un capital estético dicen ahora, etcétera, para interaccionar ventajosamente con los demás en la competencia social.
PBC: Tenemos que ser emprendedores de nosotros mismos. Nos concebimos a nosotros mismos como una pyme.
GR: Gerentes de nosotros mismos, sí. En la Biblia hay una parábola en la que Cristo explica que quien no siembra amor, quien no se da a los demás, es como la semilla que no florece. Se pasó de un extremo al otro y hoy aquello del Evangelio se ve como un anacronismo, como una forma de hipocresía. La norma es el egoísmo utilitarista. Y es una escalada, además. Lo vemos muy bien en toda esa manía de la cirugía estética, del gimnasio, de la ropa… Nunca se tiene bastante. Nunca se llega a un punto en el que se dice: «Hasta aquí es bastante». Igual que las empresas acumulan y acumulan, los individuos tienen que acumular también todos esos capitales, e igual que se puede hablar de capital cultural se puede hablar de capital biológico: en esa competencia feroz ganan los que adquieran más capital biológico soportando más drogas. Los deportistas americanos de élite no hacen exámenes de drogas: en el fútbol americano, quien quiere tomar drogas se las toma. En Estados Unidos hay todo un debate ahora en torno a ampliar o no los usos de fármacos de potenciación de la memoria que desarrollados para combatir el alzhéimer. ¿Es lícito que alguien que va a una oposición se tome esas pastillas? ¿Es lícito adquirir ventaja en la competición social tomando pastillas, es decir, dopándose? En Estados Unidos dicen que sí, que si se te informa de los riesgos y tú los asumes y los gestionas tú y nadie más que tú cuando aparezcan puedes tomar esas neoanfetaminas. La bioética americana que es el capitalismo es ésa: «compite, compite, compite; bailad, bailad, malditos», y en ella se acepta que uno se tome pastillas no para funcionar mejor o para reducir sus malestares, sino para competir mejor.
PBC: La pastilla no para curar sino para convertirnos en los sujetos ideales del sistema capitalista: unos homo sovieticus a la inversa.
GR: Claro. Los grandes propagandistas del capitalismo pregonan que por primera vez no tenemos que seguir ninguna tradición, por primera vez no tienes que ser arquitecto como tu padre, sino que puedes ser aquello que te propongas, puedes abrirte completamente al deseo y hasta cambiarte de sexo, pero no dicen que muy rara vez se logra cumplir plenamente eso, que son muy pocos los que lo logran y que el resto de la población es una masa de hombres y mujeres parados, frustrados y ansiosos. Pero para aplacar eso están las pastillas.
PBC: El soma de
Un mundo feliz, la famosa novela de
Aldous Huxley, no era una fabulación literaria, sino una profecía.
GR: Sí, sí, sí, efectivamente. Era una profecía absoluta. Y lo aterrador es que esos procesos van en ascenso: no hay ninguna estadística que arroje que está disminuyendo la toma de ningún tipo Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin ansiolíticos y antidepresivosde pastillas.
PBC: Tiene dicho en alguna entrevista que la gente toma
Orfidal en dosis que hace diez años eran consideradas tóxicas.
GR: Sí, sí, sí. Y no sólo Orfidal. Los analgésicos, las pastillas para el dolor, también es otra brutalidad lo que se toman.
PBC: ¿Qué sucedería si los analgésicos, los ansiolíticos, los antidepresivos, etcétera, desaparecieran de golpe?
GR: Pues no sé… Hombre, yo creo que pasado un cierto tiempo todo el mundo se acomodaría. No creo que fuera a haber ningún asalto a farmacias ni nada por el estilo (risas). Pero sí que se tendría que llevar a cabo un cambio global enorme. Nos veríamos obligados a tener otros ritmos vitales. Necesitaríamos más tiempo para dormir, más tiempo para estar juntos… Lo que es seguro es que los ritmos laborales, los ritmos de la vida cotidiana que seguimos ahora, desaparecerían sin las pastillas. Para la mayoría de la población no sería posible vivir sin antidepresivos para salir de la cama y ansiolíticos para volver a ella.
PBC: La enfermedad por antonomasia de nuestro tiempo es el estrés. ¿Existe, o es sólo el nombre colectivo que ponemos a nuestros variopintos malvivires neoliberales?
GR: La palabra estrés está tomada de la fisiología animal y significa «agresión». Como concepto inespecífico sí que existe. En los laboratorios se utiliza para designar las putadas que se hacen a las ratas: meterlas en una piscina hasta que no pueden nadar, aplicarles descargas eléctricas y demás. En esas condiciones, si le das pastillas a la rata, aunque esté bailando por las corrientes eléctricas que le has aplicado la rata come, hace las experiencias del laberinto, aprende, aguanta en la piscina sin dejarse morir, etcétera. Lo que hacen los fármacos con nosotros es lo que hacen con las ratas: impulsarnos a seguir viviendo con esas agresiones y en esos estados.
PBC: Usted es muy crítico con otra enfermedad muy de moda: la
fibromialgia.
GR: Sí. La fibromialgia es una especie de cajón de sastre, y ejemplifica muy bien cómo se transforman los dolores del alma en dolores del cuerpo; cómo un montón de personas incapaces de ver el horror de vida que llevan lo proyectan en el cuerpo en lugar de tratar de cambiarlo o al menos vivirlo como desgracia. El ejemplo paradigmático de esto es el de la gran teórica del asunto, la señora
Manuela de Madre, que publicó al respecto un libro,
Vitalidad crónica, que yo me quedé fascinado cuando lo leí. Manuela de Madre era alcaldesa de
Santa Coloma de Gramenet por el
PSC pero llevaba, cuenta en el libro ése, una vida muy mala, muy mala. Lo que ella le hubiera gustado era ser bailarina, de adolescente andaba todo el día bailando, pero en lugar de ser bailarina había acabado llevando ese horror de vida de escuchar quejas de vecinos y debates sobre ordenanzas de tenencia de mascotas. Empezó a tener dolores por todo el cuerpo y fatiga generalizada y fue a médicos sensatos que le dijeron: «Mire, no tiene usted nada: las radiografías son normales, los análisis son normales y todo es normal». Un día encontró a uno que le dijo: «Tiene usted fibromialgia», y entonces dijo: «¡Ay, bendita palabra!». Por fin podía etiquetar aquello que le pasaba y tratarlo como algo del cuerpo y no como consecuencia de una biografía equivocada. Consiguió tranquilizarse, pero eso fue a costa de empezar a tomar medicaciones brutales y de crearse una especie de pseudobiografía.
PBC: Reconstruyó su identidad en torno a su supuesta enfermedad.
GR: Exacto.
PBC: Es una cosa muy desconcertante hacer bandera de una enfermedad.
GR: La enfermedad es un refugio: mejor tener esos dolores y tomar pastillas y depender de un médico que pararse en seco y darse cuenta de que toda la biografía de uno ha sido una deriva La del cambio de sexo es una promesa demagógica y falsa, un timo capitalista equivocada. Castilla del Pino tiene un libro,
El delirio, un error necesario, en el que relaciona eso con la historia de Don Quijote. Don Quijote se muere cuando recupera la lucidez y ve que ha llevado una vida equivocada y que tiene que volver a la anterior.
PBC: Llamamos enfermedades a nuestras equivocaciones para no vernos obligados a enfrentarnos con ellas. Una enfermedad es una fatalidad inevitable, no el producto de un error.
GR: Eso es, eso es, eso es. «No tengo que rehacer mi biografía, me basta con atiborrarme de pastillas».
PBC: En la sociedad actual, por otro lado, ya no existe el sentimiento de culpa y los mensajes que lanzan los libros de autoayuda es: «Quiérete a ti mismo» y «No te ralles». Usted reivindica que debemos rallarnos, que no necesariamente debemos querernos a nosotros mismos.
GR: Sí, sí. Hay que rallarse. Si tu vida está mal porque has cometido errores, tienes que rallarte, tienes que no autodisculparte y luchar para cambiar esa situación.
PBC: Aludía hace un momento a ciertas promesas del capitalismo, entre ellas la de la posibilidad de cambiarse de sexo. Sobre la transexualidad tiene ideas muy poco ortodoxas, provocadoras incluso.
GR: Sí… Yo comparto la idea de que la feminidad y la masculinidad son meras construcciones sociales. Los travestis ejemplifican bien eso: tú puedes crear algo mucho más femenino que las mujeres vistiéndote, maquillándote, poniéndote uñas o lo que sea. Lo que yo digo es que cuando eso lo transformas en algo corporal, cuando violas los límites de lo corporal, corres unos riesgos enormes, porque ya no estás destruyendo o deconstruyendo algo cultural, sino agrediendo a tu propio cuerpo y transgrediendo los límites de lo posible. Si fuera posible una transformación real del género me parecería una elección, pero a mí me parece que esa transformación es una falsa promesa, un timo, igual que las pastillas. No existe tal reconstrucción, es mentira. Cuando se hacen esas vaginas y penes artificiales, luego hay que estar tomando hormonas a dosis elevadísimas y pasar por sufrimientos intensísimos. A mí, todo lo que sea aceptar los límites me parece bien. Me parece bien que haya hombres que se vistan de mujer, que lleven una sexualidad variada, lo que sea. Transformar el cuerpo, no, porque es una promesa demagógica y falsa. Ojalá fuera posible, pero mi experiencia me dice que no lo es. Una cosa es arreglarse los ojos para no tenerlos uno para cada lado y otra cosa es reconstruirse el cuerpo completamente. Mi divergencia es ésa. Yo creo que los transexuales tienen falsos amigos. Creo que yo soy más amigo de los transexuales que los que les prometen imposibles. Toda la medicina estética en general, que tan en boga está, es un timo capitalista. Se ha sustituido la moral por la estética y no hay órgano que el capitalismo no prometa reconstruir, no hay nada que no prometa apañar, no hay límite natural que no prometa que se puede transgredir. Abusa de las crisis de identidad que muchas personas tienen y hacen que los transexuales vean la operación de cambio de sexo como la salvación absoluta.
PBC: Parece ser que el índice de suicidios entre los transexuales es elevadísimo.
GR: Sí, sí. Y no sólo el índice de suicidios, también el de prostitución y el de mala vida en general. Es una cosa bastante catastrófica en general. En cambio se vende la imagen rosa de: «Te operas, y ya todo va bien». Pues no, por desgracia, no.
PBC: Volviendo al cierre de los manicomios, usted también tiene dicho que «la sociedad que cierra manicomios abre el mismo número de camas penitenciarias». También en ese sentido el cierre fue una ilusión: los locos simplemente pasaron a encerrarse en otra institución total.
GR: Sí, literalmente. El número de camas que desaparece de los manicomios es idéntico al que crece en las cárceles. Me parece que es el veintitantos o treinta por ciento el número de presos que pasa por las enfermerías psiquiátricas. Y el ochenta por ciento o más toman fármacos. Los manicomios simplemente se reconvirtieron, sí, y si sumas al número de personas institucionalizadas y que está tomando fármacos psiquiátricos en cárceles el de viejos y no tan viejos que están en asilos, el número de gente encerrada en España triplica las cifras de los años setenta y ochenta. Lo de las instituciones totales de Goffman es un concepto muy útil, porque permite ver como un todo a todas esas instituciones destinadas a encerrar el desorden. En Estados Unidos la cosa ya es un disparate: no sé si hablaban de seis millones de encerrados. Y ojo: todo lo que pasa en América suele pasar luego aquí.
PBC: ¿Cómo es la cárcel ideal?
GR: Yo creo que no hay cárcel ideal (risas). No hay posibilidad de gestionar mínimamente bien obligar a una persona a vivir todo el tiempo en una institución. Es imposible aligerar eso, es imposible impedir que se genere aquello de
Sartre de «el infierno son los otros». La frase es literal: en el momento en que los otros son invariables y el tiempo es invariable uno entra en un infierno. Y yo no veo alternativa a eso. Quizá todas esas cosas autogestionarias que se plantean puedan servir de algo, pero en principio yo no veo ninguna posibilidad de humanizar un sistema carcelario.
PBC: ¿Hay que abolir las cárceles, entonces?
GR: No, es imposible abolirlas. El mal existe y hay que castigarlo. Lo que no hay que hacer es ocultar qué son las cárceles ni confundir a la gente: a la cárcel se va a recibir un castigo, pero eso ni rehabilita ni evita peligros ni vuelve honrados a los presos. Al contrario: un tercio de los presos que están ahora en Villabona ha delinquido dentro de la cárcel. Es muy normal que un preso vaya acumulando condenas por actos cometidos en la cárcel: están allí por drogas, salen, meten drogas, los vuelven a condenar, se pelean allí dentro… Las cárceles son un horror, y me parece una hipocresía todo ese movimiento reformista que hay. Lo de la rehabilitación es una mentira absoluta, y en consecuencia, cuando se estructure una cárcel, se debe estructurar claramente como castigo y no camuflar esa realidad. Lo dice muy bien
Gustavo Bueno: si la cárcel rehabilitase de verdad, cuando el reo descubriera lo que ha hecho, cuando fuera capaz de verse con ojos de alguien moralizado, se suicidaría, no podría soportarlo. Pongámonos en la piel de esos gallegos que mataron a la cría: si de repente recobraran la lucidez moral, ¿qué harían? Yo creo que se tirarían al mar. Si la rehabilitación fuera realmente posible, provocaría una especie de eugenesia moral. Pero no la provoca, porque no es posible. Por eso las cárceles tienen que existir. Eso sí, lo que es un disparate es que la población carcelaria crezca y crezca en vez de decrecer y decrecer.
Adaptaos, adaptaos, malditos
PBC: Hace diez años, en 2005, publicó en KRK un magnífico ensayo titulado
Egolatría. En él hace una fascinante vivisección del yo posmoderno. Describe ese yo como un «yo federal» compuesto de innúmeros yoes; un precario clavo que sostiene un pesado abanico de identidades separadas y que, cuando se suelta, genera pavorosos trastornos de identidad múltiple.
GR: Sí. Todos tenemos yoes distintos para cada situación. Ahora mismo, yo estoy en un yo de conversador distinto al yo que soy con mi mujer o al yo que soy con mi hija. Todos somos una federación de yoes, pero, si no somos muy hipócritas, esos yoes permanecen cohesionados; son como versiones solidarias de un yo total que no se rompe por más que esas versiones se separen. Cuando se tensa tanto el abanico que se rompe, cuando se disuelve esa especie de cemento que une a todos esos yoes situacionales, se da esa situación de disociación que a pequeña escala también nos sucede a todos alguna vez: esas situaciones de
déjà vu o de
jamais vu, eso de entrar en un sitio familiar y que durante unos instantes lo veas como un sitio extraño, o eso de de repente no acordarse cómo te llamas o cuándo es tu cumpleaños. Lo que sucede a veces es que eso que es ocasional, efímero y no patológico se hace crónico, y se dan situaciones muy angustiosas de trastorno de personalidad múltiple: esos viajeros sin maletas que de repente aparecen en un sitio sin saber cómo han llegado a él. Esos trastornos no son frecuentes: no llega al seis por ciento la población afectada. Pero están aumentando mucho. No se sabe exactamente por qué, pero se están dando, por ejemplo, patologías muy espectaculares relacionadas con los videojuegos, los chats y las redes sociales: esa gente a la que no le gusta su cuerpo y se inventa una personalidad para chatear, haciendo de sí misma una descripción completamente diferente de la real o hasta mandando una foto de un tío completamente distinto, y a la que a veces se le va de las manos y acaba no distinguiendo lo que es verdad de lo que es mentira. Yo estoy pensando en escribir sobre un caso de ésos de triple o incluso cuádruple personalidad relacionado con los juegos de ordenador que acabó en los juzgados.
PBC: En sus escritos usted también relaciona esa clase de fenómenos con la explotación y la alienación laboral y habla de personas que acaban desgajando de su personalidad el yo alienado laboralmente, generando un trastorno de doble personalidad.
GR: Sí, eso pasa. Como mi yo del trabajo es una mierda pero hay yoes que siguen estando relativamente bien, lo que hago es tener un yo para el trabajo y otro para la vida cotidiana. Lo de los chats está relacionado con eso: como tu yo del trabajo no te gusta, te construyes otro yo en el ordenador y empiezas a establecer relaciones con ese yo ideal que nada tiene que ver con el yo real. Te vas liando y cuando luego te ves de verdad, cuando te das de bruces de nuevo con el yo real, se forman ahí unos líos tremendos y aparecen los trastornos disociativos. Además, los medios imponen un estándar muy alto de felicidad. Ves la televisión y todo el mundo parece feliz, y eso te hace pensar que el único que está jodido eres tú, que el único que duerme o come o folla mal eres tú. La televisión te transmite el mensaje de que, si tu vida es una mierda en comparación con la de las personas que ves por la tele, algo está pasando en tu interior que te impide gozar, y quizás el médico te pueda ayudar. Por otro lado, también están aumentando mucho los trastornos de dispersión. El cerebro tiene dos estados posibles: dispersión, no tener una atención fija hacia la situación en la que se está, y concentración, y la relación de proporcionalidad entre un estado y otro está cambiando hacia una duración mucho mayor de las fases de dispersión. Eso también tiene que ver con los estados de disociación: en ese estado de dispersión intelectual, no atiendes bien hacia ti mismo y hacia los otros y aumenta el riesgo de que acabes teniendo uno de esos trastornos de identidad.
PBC: En
Egolatría también explica que «ahora la madurez se define por la no dependencia, la elección de valores propios al margen de lo heredado y, sobre todo, por la absoluta originalidad vital del proyecto personal», y también escribe que en el sistema capitalista «la lealtad grupal o la coherencia de valores es mero neuroticismo mientras la pertenencia a redes sociales laxas, múltiples, intermitentes y marcadas por el nihilismo se percibe como un signo de salud mental». Antes, lo que el sentido común establecido entendía como madurez era ser una célula más de un sujeto colectivo. Hoy es poseer un yo desbocado.
GR: Sí. La incapacidad de cambiar, la inadaptación, decir: «Yo no participo en este trabajo que va en contra de mis ideas o valores», que antes se percibía como coherencia, ahora se etiqueta como rigidez de personalidad y se vive como patología, como trastorno de personalidad, y la traición ya no se considera tal, sino adaptabilidad. Adaptabilidad es la palabra clave. El modelo de amistad que existe en esta sociedad líquida, por ejemplo, es la amistad utilitaria: soy tu amigo mientras me eres útil y dejo de serlo en cuanto dejas de interesarme; estoy en este grupo mientras me divierta y dejo de estarlo en cuanto deja de divertirme. Los grupos de amigos ya no son grupos de lealtad, sino grupos de afinidad. Es un mundo duro, éste: un mundo sin fijezas en el que hay que estar constantemente vigilante.
PBC: Usted habla de «dictadura del emotivismo».
GR: Sí, la sustitución de la ética por el cálculo de utilidad y las emociones. Antes lo bueno era bueno si lo era para toda la comunidad, y uno era bueno si lo era ante la comunidad. El hombre de provecho, el hombre de bien, era quien había hecho algo bueno por los demás, y uno siempre estaba juzgándose de acuerdo a eso. En la posmodernidad, sin embargo, lo bueno es aquello que después de hacerlo hace a uno encontrarse bien. Si después de hacerlo me encuentro bien, es bueno. Si me gusta, es bueno. En realidad no existen ya las categorías bueno y malo, sino sólo Ésta es una sociedad amoral. Ni siquiera inmoral, sino amorallas categorías satisfactorio/insatisfactorio. Es un mundo amoral, éste. Ni siquiera inmoral: amoral.
PBC: Bauman también habla de amor líquido.
GR: Sí, es un poco lo mismo, ese modelo de mantenerse juntos mientras nos dure el sentimiento.
PBC: ¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor? ¿El amor libre de los
hippies y los anarquistas, el amor monógamo y eterno de los conservadores o un término medio entre ambas opciones?
GR: Lo que es el amor sano y el insano se ve muy bien en los críos que juegan en el parque. Los que están seguros de que su madre, su padre o su cuidador los quieren juegan tranquilos sin miedo a perderse, mientras que los chavales inseguros están continuamente mirando para atrás a ver si el padre sigue allí, cuando no pegados a él sin jugar ni interaccionar con otros niños. El amor sano es el primero: el amor que te da seguridad. Lo que pasa en la posmodernidad, con ese modelo de mantenerse juntos mientras dure el sentimiento, es que el sentimiento no cambia a la vez en dos personas, por lo que esa seguridad está siempre en entredicho. Yo he puesto en algún texto el ejemplo de
Bertrand Russell, que estaba tan contento con una de sus mujeres hasta que en un paseo en bici se dio cuenta de que ya no sentía lo mismo por ella y, llorando, la abrazó y le dijo que se tenían que separar. Ese emotivismo extremo es la norma en el mundo de hoy. Una de las teorías psicológicas más en boga es ésa que dice que el amor tiene fecha de caducidad: tres años y medio exactamente. Si te crees esas cosas, acabas autosugestionándote. Yo conozco parejas donde esa cosa ha sido hipertóxica, y que queriéndose mucho se han separado en cuanto se han dicho: «Ya no nos queremos como antes». Estamos como los críos inseguros, mirando constantemente hacia atrás preguntándonos si le habrá cambiado el sentimiento a éste o a ésta y si nos va a dejar. Eso dificulta mucho la interacción. Igual que los niños no juegan si no tienen la seguridad de que la madre está ahí, en el amor sin una relación de afecto seguro es muy difícil que uno se aventure, a menos que la inseguridad se acabe asumiendo y pase como con otros críos que hay, que como están seguros de que la madre se ha pirado les da igual ocho que ochenta. Ésa es otra de las imágenes de la posmodernidad. ¿Cuál es el amor ideal? Pues un amor que te dé la seguridad de que no se va a romper de un momento a otro; un amor que aunque te pongas malo, aunque te arruines, aunque te despidan, va a seguir ahí, y al mismo tiempo lo suficientemente flexible para que sea sincero, para que no te obligue a simular esa estabilidad y esa serenidad. Y un amor en el que se asuma que el amor significa cosas distintas en cada etapa de la vida. En suma, un proyecto a largo plazo que, como todos los proyectos, pueda fracasar, pero que no esté sometido a una incertidumbre constante.
PBC: En sus escritos suele invocar el hoy languideciente concepto de responsabilidad. Como resultado de una perversa mezcla de democracia y narcisismo, entendemos como bueno sólo aquello que nos gusta y queremos que todos lo disfruten pero sin tener que hacer ningún esfuerzo para conseguirlo.
GR: Sí, sí. Las relaciones humanas se dividen en simétricas y complementarias. Las complementarias son aquellas en las que para estar yo bien, tú tienes que estar bien también, y por lo tanto tengo que invertir en tu bienestar, porque nos complementamos como dos fichas de ajedrez. Ése era el modelo antiguo. El amor romántico, el amor de pareja, funcionaba así. Hoy, eso es cada vez más minoritario y lo que hay cada vez más son relaciones simétricas: yo me desarrollo, tú te desarrollas y confluimos en algunos momentos y en otros no. Cuando las confluencias son muy ocasionales o inexistentes se produce la separación. Eso pasa en las relaciones entre dos personas pero también en la gran relación social. Efectivamente, queremos que todo el mundo esté bien y que la sociedad progrese pero sin hacer nada por los demás. Es cada cual el que debe progresar individualmente, sin ayuda, para que la sociedad lo haga.
PBC: En
Egolatría también analiza la sustitución posmoderna del altruismo por el egoísmo y la imposición del oportunismo como patrón de conducta racional. El individuo normativo es hoy el gorrón, y usted hace toda una teoría del gorrón. ¿Cuál es esa teoría?
GR: El origen de la teoría está en
Mancur Olson, un sociólogo que decía que en toda sociedad hay aprovechados y que aquéllas que no los reprimen, aquéllas que no reprimen al que no aporta algo a la comunidad, acaban desapareciendo. El ejemplo típico y más sencillo es el del despioje de los grandes gorilas. Los gorilas están continuamente despiojándose. Pasan muchas horas haciéndolo que no dedican a recolectar o a aparearse. En ese contexto, el gorila que se deja despiojar pero cuando le toca despiojar a otro no lo hace dedica un tiempo mayor a alimentar mejor y a aparearse, y si eso no es reprimido por el resto de la comunidad van apareciendo cada vez más gorrones y se acaba dando una situación en la que nadie despioja a nadie, con lo cual hay epidemias y la especie acaba desapareciendo. Cuando a Olson le contaron eso lo relacionó inmediatamente con el socialismo soviético y elaboró su teoría del free rider, que es como llama él al gorrón. «Bella teoría, pero especie equivocada», decía. El socialismo fomentaba el progreso de los gorrones, y la única alternativa que tenían las autoridades soviéticas era ir creando cada vez más burócratas para reprimirlos. La primera etapa de las grandes purgas de Stalin, tal como cuenta
Solzhenitsyn en
Archipiélago Gulag, fue dirigida precisamente a lo que Stalin llamaba saboteadores pero en realidad eran gorrones. Olson teorizó que en la URSS se generaría una especie de bucle y al final el socialismo colapsaría, como así fue. Es una teoría dura, porque tiene algo de verdad.
PBC: Sin embargo, aunque fue formulada para el socialismo, la teoría acabó siendo más atinada para el turbocapitalismo, igual que
1984 de
Orwell.
GR: Sí, porque el neocapitalismo impone como conducta racional el utilitarismo, el «aprovéchate lo más que puedas», el «saca ventaja ante toda situación invirtiendo lo menos posible, como triunfan los grandes triunfadores». El neocapitalismo ha diseñado al gorrón con éxito como héroe. Ellos se defienden diciendo que hay unas leyes que hay que respetar, pero en general el gorrón no viola las leyes, simplemente se aprovecha de ellas y de sus intersticios. La única manera de eliminar a los gorrones es un sistema de solidaridad horizontal en el que haya una represión moral y el gorrón se vea muy criticado socialmente. El capitalismo, desde luego, no va por ahí, y eso crea unas dinámicas terroríficas a nivel interpersonal, porque si sospechas que el otro es un gorrón afectivo, alguien que trata de aprovecharse de ti, acabas sumido en la desconfianza. La antítesis del gorrón es el desconfiado. «¿No me estarás tangando con esta entrevista?». Es una dinámica perversa, y o se rompe o acabaremos viviendo en una sociedad paranoica y de una crueldad tremenda.