Artículo muy significativo en el proceso de revisión oficial de la política cubana.
El Estado y la Revolución por Jorge Gómez Barata en La Jiribilla (Revista de Cultura Cubana)(2-11-09)
Es difícil creer que en septiembre de 1917, oculto, perseguido y abrumado por las tareas derivadas de la conducción del proceso que unos días después llevaría a los bolcheviques al poder, en una cabaña en la frontera ruso-finlandesa, Lenin se dedicara a escribir El Estado y la Revolución.
La explicación radica en que no se trataba de un entretenimiento y ni siquiera de una tarea científica, sino de la cuestión más importante de la revolución, que no sólo consiste en tomar el poder, sino en saber qué hacer con él. En otras circunstancias, otro contexto y con otro estilo, lo mismo hizo Fidel Castro cuando en su alegato conocido como La Historia me absolverá, trazó las perspectivas institucionales de la Revolución. Cincuenta y ocho años antes, José Martí había actuado de modo análogo con la proclamación del Manifiesto de Montecristi.
Cuba ha transitado por cuatro experiencias de organización estatal: la administración colonial española que duró más de tres siglos, las estructuras creadas por los interventores norteamericanos, vigente entre 1898 y 1902, el Estado republicano que nació en 1902 y vivió hasta 1959 y el actual Estado Socialista instaurado en 1959. No he contado las estructuras de poder de la “República en Armas”, (1868-1878 y 1895-1898) ni las experiencias de Fidel y Raúl Castro en la administración de los “Territorios Libres” durante la lucha contra la tiranía (1957-1959). En ese período histórico hubo varias constituciones, dos guerras por la independencia, una de liberación nacional y dos dictadores fueron puestos en fuga por sendas revoluciones.
Si bien, en su conjunto aquellos procesos históricos aportaron magnificas experiencias, las frecuentes y en algunos casos traumáticas rupturas impidieron la consolidación de las estructuras estatales, los instrumentos jurídicos y de las instituciones. El actual diseño estatal cubano, que mezcla elementos de todos los modelos, reivindica su condición obrera y campesina, durante cincuenta años ha sido rudamente atacado por los enemigos de la Revolución, ha comenzado a recibir fuego amigo.
Si bien el diseño estatal cubano original es un fruto magnífico de una Revolución autóctona y genuinamente popular, su desarrollo estuvo condicionado por dos grandes anomalías: la desmesurada agresividad norteamericana que, desde el primer día, encontró excusas para actuar contra la revolución, empeño al que arrastró a la burguesía nativa y a la reacción interna que rechazó a la Revolución, aun cuando la Revolución no la había atacado a ella.
Elucubraciones teóricas, interpretaciones teóricas e incluso manipulaciones aparte, no hay en La Historia me absolverá, único programa escrito de la Revolución Cubana, ni una palabra que sea incompatible con los intereses de la Nación y el Estado norteamericano, ni que excluyera a la burguesía nativa. Por distintas razones, desde ninguna orilla, se recuerda que la primera Ley de Reforma Agraria no adjudicó ni una pulgada de tierra al Estado y dejó, en poder de los terratenientes nativos, entre treinta y cien mil hectáreas. Les parecieron pocas.
Nunca se dice que en aquel programa, aunque se sugería la creación de un sector público de la economía, no se abogaba estatización y que era clara la directiva de fomentar la clase campesina, amparar a los colonos, comerciantes e industriales locales, no suprimirlos y, cuando por inevitable se acudía a las expropiaciones, las leyes establecían garantías de pago y mecanismo de compensación.
Aunque todo eso está escrito y exhaustivamente documentado, parece olvidado y, por extraño que parezca, hace alrededor de cuarenta años desapareció del discurso revolucionario, que dio por cumplido un programa que realmente la reacción y el imperio no le permitieron aplicar.
Apreciada como el proceso único que fue, la reacción norteamericana, seguida obedientemente por la burguesía nativa, dio lugar a una inesperada oleada de nacionalizaciones y al éxodo masivo de una clase social completa que abandonó negocios, propiedades, tierras, escuelas, instalaciones recreativas, dejando al frágil Estado revolucionario sin opciones.
De ese modo, más de la hostilidad que de la creatividad, nació un enorme sector público de la economía que traspasó al Estado una inmensa cantidad de recursos, un enorme volumen de problemas y tareas, un desmesurado poder y una no deseada omnipresencia en la vida ciudadana. Todo aquello dio lugar a un faraónico aparato burocrático.
Lo mismo que la dirección revolucionaria no pudo prever la hostilidad norteamericana ni sustraerse a su nefasta influencia, tampoco había calculado un acercamiento tan rápido, estrecho e influyente con la Unión Soviética que, aunque fue bien recibido y se agradece porque resultó decisivo para la supervivencia y consolidación del proceso revolucionario, también fue fuente de fenómenos que alteraron el ritmo de la Revolución, entre ellos estuvo la copia y la adopción de una doctrina filosófica en extremo discutible y con una extraordinaria capacidad de supervivencia, tanta que persiste todavía.
La estructura estatal cubana, desmesurada en comparación con el tamaño del país, las dimensiones de la economía y la envergadura de la actividad social, impropiamente sometida a un rígido verticalismo, sobrecargada con una miríada de tareas y funciones administrativas, de control y ejecución, carente de legislaciones directivas, regulada por infinidad de resoluciones, decretos y directivas, burocratizada hasta el absurdo y que además debe subordinarse y compartir espacios con el partido, está urgida de un perfeccionamiento que la haga más eficiente.
El debate rectificador ha comenzado y si bien debe mirar al futuro y seguramente nadie recomendará retomar consignas de cincuenta años atrás, no sería ocioso rescatar un poco del espíritu revolucionario original. Recientes experiencias políticas, entre ellas la debacle socialista que condujo incluso a la desaparición del Estado soviético, confirman que las luchas políticas mayores, es decir aquellas que proponen cambios o ajustes más o menos trascendentales, pueden asumir formas inéditas y ritmos sorprendentes, entre otras cosas porque se despliegan en torno al papel y al control del Estado. Nadie debe subestimar este debate ni entrar en el mismo sin conceptos claros y fines definidos.
El presidente Raúl Castro tiene razón al pedir cautela y madurez y llamar a medir varias veces antes de cortar. En este caso medir es estimular reflexiones profundas, honestas y autocríticas, que no se detengan ante lo grande o esencial de los problemas, no se limiten a lo local ni sean cooptadas por prejuicios y dogmas doctrinarios. Por rectificar lo que haya que rectificar y cambiar lo que haya que cambiar, la Revolución no será menos sino más.