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ANDERSON, Benedict (1936-2015)

Libros, autores, cómics, publicaciones, colecciones...
Benedict Anderson

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

Omar Montenegro, en "Muere el historiador Benedict Anderson", en El Mundo, el 17 de diciembre de 2015, escribió:[...] Historiador, antropólogo, sociólogo, politólogo, lingüista con una capacidad prodigiosa para aprender idiomas... Anderson fue todas esas cosas a la vez y dejó una profunda huella en cada campo.

Su especialidad era el Sudeste Asiático, pero sus conocimientos e intereses no conocían fronteras. Anderson parecía haberlo leído prácticamente todo: uno de sus mejores ensayos trata sobre la literatura de Mario Vargas Llosa, escritor que le fascinaba pese a que sus ideas políticas le horrorizasen, y podía sorprenderte al mencionar lo mucho que le habían entretenido libros tan inesperados como el que escribió Iñaki Anasagasti sobre el Rey Juan Carlos.

La fama mundial de Anderson se debe sobre todo a su estudio sobre el nacionalismo, que ha sido traducido a más de 30 idiomas. Anderson pertenecía a la corriente "modernista" o "historicista" de estudios del nacionalismo. Junto a teóricos e historiadores como Ernest Gellner o Eric Hobsbawm, Anderson consideraba que las naciones son un fenómeno eminentemente moderno, pese a que las historiografías nacionalistas tiendan a presentarlas como entidades antiguas cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos.

Resulta imposible hacer justicia en unas pocas líneas a una obra tan rica y compleja como Comunidades imaginadas. En ella, Anderson definió la nación como "una comunidad política imaginada, que es imaginada tanto limitada como soberana". Una de sus grandes aportaciones fue el "capitalismo de imprenta", que hizo posible la uniformidad cultural de las naciones emergentes del siglo XVIII.

Anderson sentía una simpatía por los sentimientos nacionalistas. Creía que había "elementos utópicos" en la idea de nación por los que valía la pena defenderla. Para él, uno de los signos del "buen nacionalista" es que sienta vergüenza por los crímenes cometidos en nombre de la nación a la que pertenece.

En cualquier caso, pese a su simpatía por los nacionalismos, o quizá gracias a ella, Anderson era un auténtico cosmopolita de nacimiento que, no obstante, nunca renunció a su nacionalidad irlandesa, a pesar de que vivió muy pocos años en el país de sus ancestros. Citando el título sus memorias, que se publicará el año que viene, la suya fue una "vida sin fronteras".

Benedict Richard O'Gorman Anderson nació el 26 de agosto de 1936 en Kunming (China), donde su padre trabajaba como funcionario del Servicio de Aduanas Marítimas, una extraña institución creada por el imperio británico a mediados del siglo XIX para controlar los aranceles del Imperio Chino. Estudió Filología clásica en la Universidad de Cambridge. Él mismo se describía como un adolescente dedicado a los libros con escasas inclinaciones políticas, pero señalaría como punto de inflexión un incidente acaecido en el campus de la universidad durante la época de la crisis del Canal de Suez.

El conflicto generó una oleada de xenofobia en Inglaterra. Un día, Anderson caminaba por el campus cuando vio que un grupo de ultraderechistas ingleses agredían a unos jóvenes estudiantes de Oriente Medio e India. Él intervino y los fascistas le rompieron sus gafas. Cuando volvió a su habitación, apenas conteniendo las lágrimas, se encontró a su hermano Perry, el célebre historiador marxista y éste le dijo: "¿Y qué es lo que vas a hacer al respecto?".

Cuando acabó sus estudios en Cambridge, a finales de los años 50, Anderson cursó su tesis doctoral en la Universidad estadounidense de Cornell, que acaba de crear un Centro de Estudios del Sudeste Asiático. El tema de su tesis fue Indonesia, país que le fascinaba y que siempre consideraría "su primer amor adolescente".

En 1965, el general Suharto dio un golpe de Estado en Indonesia e inició un régimen de terror que se prolongaría durante más de tres decenios. A principios de los años 70, Anderson publicó un artículo académico, el llamado "Cornell Paper", en el que desmontaba punto por punto la versión oficial creada para justificar el golpe de Estado. Fue expulsado del país y no pudo volver a visitar Indonesia hasta 1999, poco después de la caída de Suharto.

Durante los años 70 decidió dedicar sus esfuerzos a Tailandia. Hasta el final de sus días, viviría todos los años durante los meses de invierno en Bangkok y durante el verano en la población estadounidense de Ithaca, cerca de la Universidad de Cornell. A mediados de los años 80, amplió su campo de estudios a Filipinas. Estaba especialmente interesado en el periodo colonial español. En los últimos años de su vida, se dedicó a investigar los más diversos temas en el Sudeste Asiático y a dar conferencias a lo largo y ancho del mundo.

Anderson distaba mucho de ser un erudito encerrado en su torre de marfil. Para él, podía resultar tan interesante y reveladora una conversación con un campesino de Java o un obrero de Manila que con un catedrático universitario.

Falleció de un ataque al corazón mientras dormía plácidamente. Sus cenizas fueron esparcidas en la isla indonesia de Java, quizá la tierra que más amó este nacionalista sin fronteras e hijo de muchas patrias.





Bibliografía compilada (fuente | fuente)





Ensayo





Artículos



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Nota Vie Nov 25, 2016 9:10 pm
Michael Goebel, en "Benedict Anderson (1936-2015)", en Prismas. Revista de Historia Intelectual, vol. 20, núm. 2, 2016, escribió:El 13 de diciembre del año pasado falleció en Java Oriental Benedict Anderson, uno de los historiadores más conocidos e influyentes del último medio siglo. Mundialmente su fama se debió principalmente a un gran pequeño libro publicado en 1983: Comunidades imaginadas, que refundó los términos de debate sobre nacionalismos y estados-nación, creando casi un nuevo campo de estudio. En América Latina, en cambio, la reputación del libro en parte se basó en su argumento de que el nacionalismo se había originado no en Europa, sino en la América española, validando de este modo el interés por la historia latinoamericana como pocos otros libros. Por otra parte, la carrera de Anderson también se apoyaba en sus estudios antropológicos e históricos del Sudeste Asiático. Estos tres aspectos de su obra (la teoría del nacionalismo, sus posiciones sobre Latinoamérica y su especialidad en el Sudeste Asiático) se encuentran íntimamente entretejidos.

A su vez, esos aspectos surgieron de la propia experiencia biográfica de Anderson. Hijo de una familia irlandesa protestante (y hermano mayor del que luego sería un importante teórico e historiador marxista, Perry), Benedict nació en 1936 en la provincia china de Yunnan, en el límite con Vietnam, tradicionalmente una zona de influencia francesa más que británica. Ante el avance del ejército japonés la familia se trasladó a California en 1941. Esta mudanza inauguró una relación duradera de Benedict con los Estados Unidos, donde pasaría la mayor parte de su vida adulta. Pero tras el fin de la guerra la familia volvió a Irlanda. Pronto el joven Benedict se enroló primero en el Eton College, uno de los colegios privados más elitistas de Inglaterra, y luego en el King’s College, en Cambridge, al que un grupo (que incluía a otro historiador del nacionalismo, Eric Hobsbawm) había otorgado cierta fama de izquierda algunos años atrás.

rta fama de izquierda algunos años atrás. Fue durante sus días en Cambridge cuando Anderson desarrolló un interés político por lo que al fin y al cabo también tenía que ver con su pasado familiar: la historia del declive del imperio británico. Junto con otros estudiantes se movilizó por la Guerra del Sinaí en 1956, aunque es muy posible que también lo haya conmovido la conferencia de Bandung el año anterior. Muy pronto se (re)despertó también su fascinación por el Sudeste Asiático, que lo condujo a realizar su tesis de doctorado en la Universidad de Cornell (en aquel entonces, como aún hoy, uno de los principales centros de estudios dedicados a esa región). El trabajo, dirigido por George Kahin, se tituló Java in a Time of Revolution: Occupation and Resistance, 1944-1946, e inauguró lo que Anderson luego llamaría “un amorío con la ‘cultural tradicional javanesa’”.

Este amor no fue correspondido por el gobierno de Indonesia de Suharto, quien había llegado al poder tras la matanza de medio millón de supuestos simpatizantes comunistas en 1964-1965. Anderson pronto se convirtió en uno de los críticos internacionales que mayor visibilidad dio a lo que hoy a menudo es catalogado como un genocidio, aunque uno de los más olvidados. A Suharto lo tildó de “tirano mediocre”, un epíteto que el irascible dictador no se tomó a la ligera. La publicación en 1972 de lo que había sido su tesis doctoral le valió a Anderson una prohibición de entrada a su querida Indonesia que se extendió hasta 1998. Esto no desalentó, sin embargo, su interés en el Sudeste Asiático. A diferencia de tantos practicantes de la llamada “historia global” de hoy, Anderson aprendió los idiomas de su región predilecta. Más allá de bahasa indonesia, también dominaba el tagalo y hasta el tailandés, lengua de reconocida dificultad para los europeos.

Posteriormente, Anderson volvió una y otra vez a temas del Sudeste Asiático en su obra escrita. Uno de sus últimos libros (Under Three Flags, publicado en 2005) vinculó la biografía de José Rizal con el anarquismo en España y el antiimperialismo en Cuba. Otra monografía (The Spectre of Comparison, de 1998) aplicó sus ideas sobre el nacionalismo a la historia del Sudeste Asiático, comparándola con las experiencias de otras regiones.

Pero su libro más exitoso, Comunidades imaginadas, tuvo menos que ver con el Asia sudoriental. Publicado por primera vez en 1983, la obra convirtió a su autor en uno de los historiadores más famosos y citados de los últimos cincuenta años, transformándolo en una celebridad reconocida más allá del campo de la historia. En una reciente medición basada en estadísticas de Google Scholar, Comunidades imaginadas ocupó el quinto lugar entre los libros más citados de todas las ciencias sociales, incluyendo disciplinas como psicología y economía. Tan rotundo fue ese éxito que el gran público de hoy desconoce la carrera de Anderson como Southeast Asianist.

A pesar de que Comunidades imaginadas se transformó en la referencia por excelencia de los estudios sobre nacionalismo en Europa, un lector atento notará el interés del autor por el Sur Global. A diferencia de la mayoría de otros estudiosos del nacionalismo, casi todos europeístas, Anderson no escribió su libro con un afán anti-nacionalista. En una frase conocida sostuvo: «En una época en que es tan común que los intelectuales progresistas, cosmopolitas (¿sobre todo en Europa?) insistan en el carácter casi patológico del nacionalismo, su fundamento en el temor y el odio a los otros, y sus afinidades con el racismo, convendrá recordar que las naciones inspiran amor, y a menudo un amor profundamente abnegado».

Muy probablemente su propio seguimiento de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo contribuyó a que Anderson otorgara al nacionalismo un componente emancipatorio que colegas como Gellner o Hobsbawm no compartían.

Desde luego Comunidades imaginadas se encuentra lejos de ser una apología ingenua del nacionalismo. Anderson abre el libro con una referencia a las matanzas recientes entre Camboya, China y Vietnam, referidas como fenómenos fundados en odios nacionales y étnicos. Pero esas alusiones servían ante todo como ejemplos de las dificultades del marxismo vulgar para explicar el nacionalismo, supuestamente una especie de “falsa conciencia” destinada a desvanecerse naturalmente una vez alcanzada la etapa del socialismo. Una virtud del libro de Anderson, por lo tanto, residió en recordar a sus lectores que una pronta desaparición del nacionalismo era improbable, y que tratar de explicar esa supervivencia como un fenómeno de mera “falsa conciencia” resultaba insuficiente.

El libro además no encajaba fácilmente en los debates mordaces entre modernistas y primordialistas que en esos mismos tempranos años ochenta marcaban el pulso de los estudios sobre el nacionalismo, y que pronto perdieron productividad analítica. Anderson se inclinaba a considerar que la nación era un fenómeno moderno, discrepando con estudiosos como Anthony Smith, que enfatizaban su antigüedad. Pero también criticó al modernista Gellner por su ansiedad “por demostrar que el nacionalismo se disfraza con falsas pretensiones que equiparan la ‘invención’ a la ‘fabricación’ y la ‘falsedad’, antes que a la ‘imaginación’ y la ‘creación’”.

Mucho más que los usos y abusos de la nación por parte de los políticos, a Anderson le importaban las precondiciones culturales necesarias para el surgimiento del nacionalismo.

Si Comunidades imaginadas lleva por subtítulo “Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo”, fueron sus tesis sobre los orígenes del fenómeno, antes que sobre su divulgación posterior, las que atrajeron mayor atención. La perspectiva teórica que introdujo se preocupó en alejar el debate del papel que había tenido el Estado, colocando el ojo en cambios culturales menos tangibles y de larga duración que según Anderson hicieron posible el nacionalismo. Apropiándose de dos fórmulas de Walter Benjamin, Anderson enfatizó especialmente el “tiempo homogéneo y vacío” y el “capitalismo de imprenta” que en su combinación permitían “comunidades de tipo ‘horizontal-secular, de tiempo transverso’”. Estas, según el autor, formaban la base de la imaginación nacional.

A este núcleo duro del argumento se añadieron otras ideas menos innovadoras, como el supuesto declive de la religión. Pero fue su foco en elementos generales de tipo cultural el que otorgó singularidad a su trabajo. Un efecto secundario, pero de mucha importancia, de esa perspectiva cultural, residió en la apertura de la cuestión del nacionalismo y de las identidades nacionales a un espectro más amplio dentro de las humanidades. Dominios como la antropología y la literatura se sirvieron de la visión andersoniana para adentrarse en un asunto hasta entonces casi exclusivamente reservado a politólogos e historiadores.

Si el gran público en general se limitó a poner el ojo en el marco global del argumento de Comunidades imaginadas, los historiadores latinoamericanistas encontraron en él una fuente muy particular de interés y de justificación de su propio quehacer. En un capítulo del libro que recibió menor atención relativa, Anderson sostuvo que el nacionalismo moderno no nació en Europa sino en la América española, donde se habría difundido entre funcionarios del imperio (que denominaba “pioneros criollos”). Esta tesis fue recibida en general con indiferencia por parte de otros estudiosos del nacionalismo, mientras que los historiadores de América Latina la saludaron con un entusiasmo efímero que rápidamente cedió el paso a un escepticismo profundo en relación a las dudosas aseveraciones y la bibliografía poco actualizada en la que se había basado. Correspondió por tanto a algunos latinoamericanistas como François-Xavier Guerra y Claudio Lomnitz escribir algunas de las críticas empíricamente más interesantes de Comunidades imaginadas. De modo similar, José Carlos Chiaramonte incluso calificó de “absurdo” el argumento de Anderson de que “el ‘peregrinaje’ de los funcionarios criollos” habría estado en la base de la conformación de los nacionalismos en América Latina. Las nacionalidades latinoamericanas, según Chiaramonte (y en su saga otros especialistas en la región), eran un fruto muy posterior de la independencia, no su precondición.

Aunque gran parte de lo que Anderson escribió sobre América Latina fue descartado por buenas razones, el libro sin embargo tuvo como efecto saludable impulsar un nuevo campo de estudio en la historia latinoamericana. Si los latinoamericanistas rechazaron el argumento de que el nacionalismo había surgido desde la América española, algunos historiadores del Asia acusaron a Anderson de ser demasiado eurocéntrico. Pasando por alto el “capítulo latinoamericano”, Partha Chatterjee se mostró molesto en relación a que los países asiáticos aparecen recién en los capítulos finales del libro, cuando se aborda el problema de la difusión, y ya no del origen, del nacionalismo. Anderson fue así doblemente criticado, tanto por disminuir como por exagerar el anclaje europeo en los orígenes del nacionalismo. Seguramente la opinión algo apresurada de Chatterjee resultó incómoda para alguien que dedicó su vida a estudiar el Sudeste Asiático.

Hubo también elementos clave del marco teórico que da forma a Comunidades imaginadas que no resistieron el paso del tiempo. La elección del marxismo académico como interlocutor principal terminó en los años 1990 por quitar del libro su elemento sorpresa. Los estudiosos de hoy apenas arquean las cejas frente a la debilidad analítica del marxismo a la hora de explicar el nacionalismo, y tampoco se asombran de que el nacionalismo sobreviviera al socialismo real. Al mismo tiempo, las guerras en la ex Yugoslavia y el genocidio de Ruanda socavaron cualquier convicción en los aspectos benignos del nacionalismo y de las solidaridades étnicas.

Por otra parte, los mismos eventos dieron una actualidad al estudio del nacionalismo que en el año de la primera publicación de Comunidades imaginadas (1983) no era de esperar. De hecho, si uno mira las citas de la frase “comunidades imaginadas” (o “imagined communities” en inglés) en Google Ngram es recién a partir de los tardíos ochenta, y especialmente a partir de la segunda edición de 1991, que la frecuencia se disparó para alcanzar un altiplano constante a partir de los tempranos 2000.

Ese rotundo éxito amenazó con convertir la noción de “comunidad imaginada” en una suerte de significante vacío, disponible para un sinfín de usos dispares. Por ejemplo, el nacionalista kurdo Abdullah Öcalan dijo en 2013 que la lectura que hizo en la cárcel de Comunidades imaginadas (en turco, se supone, ya que no se dispone aún de una traducción al kurmanji) había atenuado su convicción de la necesidad de un estado kurdo, favoreciendo de este modo el proceso de paz. Si esta afirmación reivindicó a Anderson en un doble sentido, acontecimientos más recientes volvieron a oscurecer el panorama. Se puede dudar de que Erdogan haya leído el libro. Cabe esperar que un día lo haga; y que lo entienda. La voz del propio Anderson, tan enriquecedora en tantos debates de historia y ciencias sociales en las últimas décadas, será extrañada aquel día.


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