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ARENDT, Hannah (1906–1975)

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Hannah Arendt

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Introducción

En la página de la Universitat Rovira i Virgili se escribió:[...] Arendt nace el 14 de octubre en Hannover, Alemania, hija única de padres judíos de origen ruso. Huérfana de padre a los siete años, no tuvo una infancia demasiado feliz. Formada en Königsberg (el pueblo de Kant), estudia filosofía y teología, entre en 1924 y en 1928, en la Universidad de Marburg bajo la dirección de Martin Heidegger, con quien mantiene un breve romance. En 1929 se traslada a Heidelberg y publica su tesis -dirigida por Karl Jaspers- El concepto del amor en San Agustín. Poco después se casa con Günther Stern y se instala en Frankfurt. En 1933 es inhabilitada por la enseñanza en universidades alemanas por ser judía. Conoce a Rahel Varnhagen, a la cual dedica la obra Rahel Varnhagen. La vida de una judía alemana, que publica a finales de los 50.

Lucha contra el nazismo y en otoño del 33 escapa a París, donde trabaja rescatando niños judíos para enviarlos a Palestina. En 1935 realiza su primer viaje a Palestina. Trabaja en la liga internacional contra el antisemitismo y a partir de 1938 en la Agencia judía de París. Se divorcia de Stern en 1937 y en 1940 se casa con Heinrich Blücher, militante comunista. Entonces conoce a Paul Sartre y Walter Benjamin. En 1940 es deportada al campo de Gurs; gracias a su esposo, sin embargo, consigue un visado para viajar a los Estados Unidos. Allí empieza a colaborar con el semanario alemán Aufbau. En 1944 dirige los trabajos de la comisión para la reconstrucción de la cultura judía europea y unos años después se convierte en la directora de la organización para la reconstrucción de la cultura judía. En 1951 alcanza la ciudadanía norteamericana y aparece Los orígenes del totalitarismo. En 1960 obtiene el premio Lessing en Hamburgo por La condición humana.

En 1961 publica La crisis de la cultura y Entre el pasado y el futuro. En 1972 aparece De la mentira a la violencia y Crisis de la república. Muere en Nueva York, en diciembre de 1975, después de sufrir un ataque cardíaco. Es enterrada en el Bard College en Nueva York, donde su esposo enseñó durante muchos años.





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Nota Sab May 15, 2010 5:58 pm
Vladimiro Giacché, en "Totalitarismo, triste historia de un no-concepto", en Espai Marx, el 24 de febrero de 2006, escribió:Al igual que la guerra de Bush, también el léxico ideológico contemporáneo esta animado por la lucha entre el Bien y el Mal. Una lucha sangrienta que ve contrapuestos a nuestros aliados, el “Mercado”, la “Democracia” y la “Seguridad”, a dos enemigos mortales: el “Terrorismo” y el “Totalitarismo” -entre ellos cómplices-, y cada vez menos distinguibles el uno del otro. Como es lógico, la execración general circunda estas dos tristes figuras. El apelativo de “Totalitario”, en particular, está decididamente entre los insultos más en boga. De “comportamiento totalitario” ha sido recientemente acusado el ministro brasileño de cultura Gilberto Gil de Caetano Veloso, en el curso de una polémica sobre la distribución de los fondos públicos. “Típica de un estado totalitario” es según Vittorio Feltri la (sacrosanta) decisión de Rifondazione Comunista de expulsar a un concejal que primero ha defendido el derecho de Di Canio (futbolista del Lazio) a hacer el saludo fascista, y después lo ha imitado a beneficio del fotógrafo de un periódico local. Y “totalitario” es, obviamente, también, todo opositor de Berlusconi que sea sorprendido pronunciando con tono de reproche las tres palabras “conflicto de intereses”. Se trata de usos grotescos del término, pero, a su modo, significativos.

Aún más significativo es el uso del término por parte del ex director de la CIA, James Woolsey: el cual ha recientemente afirmado que “una misma guerra” contrapone hoy a los Estados Unidos a “tres movimientos totalitarios, un poco como ocurría en el segundo conflicto mundial”. Los tres “movimientos totalitarios” estarían representados por el baasismo (sunnitas iraquíes y Siria), por los “chiitas islamistas jihadistas” (apoyados por Irán y ligados al Hezbollah libanés) y por los “islamistas jihadistas de matriz sunnita” (o sea, “los grupos terroristas como Al Qaeda”) (entrevista en Borsa & Finanza, 05-11-2005). Una duda surge espontáneamente: ¿qué diablos tienen en común hoy un nacionalista árabe laico, un fundamentalista islámico chiíta y uno sunnita?

Prácticamente nada. Excepto una cosa: el hecho de oponerse a los Estados Unidos.

“Totalitario”, en definitiva, es quien se opone a Occidente, y más precisamente a los Estados Unidos de América. Nada nuevo, realmente las cosas están así desde hace más de 50 años. La fortuna del concepto de “totalitarismo” nace de hecho en la inmediata posguerra mundial, y se explica con la necesidad política de unir a los regímenes comunistas, que representaban entonces el nuevo Enemigo de Occidente, al régimen nazi apenas derrotado. A posteriori, no podemos más que constatar el pleno éxito de esta operación. Aunque, sin embargo, ha conocido diversas fases.


Fase 1: “nazismo=estalinismo” (H. Arendt)

La fortuna de esta identificación se debe en buena parte al libro Los Orígenes del Totalitarismo (Einaudi, Torino 2004) de Hannah Arendt. En este libro, aparecido en primera edición en 1951, la Arendt identifica los “sistemas nazi y estaliniano” como dos “variaciones del mismo modelo” político: un modelo que tiende al “dominio total” sobre las personas, y al “dominio global” a nivel planetario (cap. LXIV y LXI, 539, 569). Los elementos esenciales del totalitarismo son la “ideología”, entendida como una clave absoluta de comprensión de la historia (racista en el primer caso, “clasista” en el segundo), el “terror” (verdadera “esencia del poder totalitario”, que golpea no sólo a los opositores, sino también a los “inocentes”), y el “partido único” (curiosamente, la Arendt no cita en cambio el poder absoluto de un jefe).

El texto de la Arendt tiene muchos lados débiles. Es prolijo, pero también desequilibrado en su estructura. La documentación es muy rica en lo que se refiere a la Alemania nazi y, por el contrario, extremadamente débil por cuanto respecta a la URSS. Este hecho ya demuestra que el arquetipo del concepto arendtiano de “totalitarismo” es la Alemania nazi, a la que se intenta asimilar a la URSS.

Estableciendo paralelismos digamos un poco forzados, como la atribución a la Rusia de Stalin de la misma tendencia al “dominio global” de la Alemania hitleriana: sobrevolando sobre el hecho de que durante todo el período estaliniano, la Unión Soviética fue agredida y amenazada (en último término por el rearme de los países Occidentales y por el monopolio de las armas atómicas por parte de los USA) (ibid, pp. 539, 569). Conectada a esta curiosa tesis está la verdadera absurdez según la cual el “bolchevismo” debería “más al paneslavismo que a cualquier otra ideología y movimiento” (pp. 310, 326).

De un modo más general, los críticos de la Arendt han tenido el juego fácil para demostrar cómo la “ideología” nazi (siempre que se quiera ennoblecer con el término de “ideología” el delirante patchwork antisemita del Mein Kampf hitleriano) está distante años luz de la comunista: reaccionario y tradicionalista el nazismo, revolucionario y “heredero del iluminismo y de la Revolución Francesa” el comunismo; irracionalista el primero, racionalista el segundo; racista el primero, internacionalista y universalista el segundo; defensor de la existencia de una jerarquía natural (entre razas e individuos) el primero, igualitario y “nivelador” el segundo; explícitamente antidemocrático el primero, defensor de una “democracia real” que fuese más allá de la “solamente formal” el segundo. Se dirá que una cosa son los principios y otra su traducción práctica.

Pero el punto clave es propiamente este: ¿se puede reducir a un único concepto una ideología y práctica de gobierno explícitamente basada sobre el terror y sobre la violencia y una teoría (y praxis) de emancipación que se convierte en una praxis contraria a sus propios principios? Porque una cosa es cierta: en el nazismo la correspondencia entre teoría y praxis es perfecta, también y sobre todo bajo el perfil del terror y del “dominio total”. La apesadumbrada constatación de la “desvergonzada franqueza del Mein Kampf” es obligatoria para cualquiera que examine el fenómeno nazi. El nazismo exalta explícitamente los conceptos de “organicidad”, de “organización total”, el “principio totalitario”. Y lo pone científicamente en práctica. La prueba más elocuente de ello esta representada en la lengua alemana, que fue -a diferencia de la rusa- completamente reestructurada y modificada a fin de legitimar y expresar la realización “total” el dominio nazi (véase el n. 110).

También a la luz de esto último, es cuanto menos singular que la Arendt se muestre poco segura para determinar en qué años había en Alemania un “verdadero” régimen totalitario: a veces sostiene que la Alemania de Hitler se convierte en un régimen “abiertamente totalitario” solamente desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial (después de 1939); otras veces afirma que fue “solamente durante la guerra” y, precisamente “ después de las conquistas en el este europeo” (desde 1941 y después), cuando “Alemania estuvo en condiciones de instaurar un régimen verdaderamente totalitario”; pero llega también a sostener que “sólo si Alemania hubiese ganado la guerra habría conocido un dominio totalitario completo” (H. Arendt, La banalidad del mal, Feltrinelli, Milano, 2005, p.76; Los orígenes..., cit., p. 430). Si se llevan a sus últimas consecuencias estas palabras, se puede concluir que ¡no existió nunca un verdadero régimen totalitario en la Alemania nazi! Bonito resultado: la Arendt crea la categoría de una forma de gobierno específica e irreducible a cualquier otra, la aplica a dos regímenes, para después descubrir que en el que representa el arquetipo de ella, tal categoría ¡no será nunca realmente aplicable de modo pleno!


La desaparición de la economía en el “totalitarismo” de la Arendt

“Tanto ruido para nada”, podríamos decir. Pero lo de la Arendt no fue trabajo perdido. Al menos en un sentido: con todos sus fallos e incongruencias. Los Orígenes del Totalitarismo fue un potente instrumento de propaganda anticomunista en los primeros años cincuenta (no por casualidad la CIA subvencionó generosamente la traducción en varias lenguas). La categoría del “totalitarismo”, de hecho, permitía -y permite- conseguir varios importantes objetivos ideológicos.

Uniendo nazismo y estalinismo se pierde la especificidad de la barbarie nazi, relativizándola y “contrabalanceándola” con una barbarie, por así decirlo, igual y contraria a la vez (en los casos más extremos, como el revisionismo histórico de Ernst Nolte, hasta nada menos verse tentado de hacer al “totalitarismo comunista” el culpable del surgimiento del nazi -justificando este último en cuanto reacción fisiológica al primero). No es éste, sin embargo, el más importante servicio prestado por el concepto del “totalitarismo”. Lo es por el contrario considerar y clasificar al régimen nazi en base a su forma política en vez de por su contenido económico. De tal modo, se “olvida” que el nazismo comparte con las “democracias liberales” (pre y post-nazis) el hecho de ser una economía capitalista. Este “olvido” vuelve casi inexplicable un fenómeno embarazoso como es la absoluta continuidad de las clases dirigentes económicas (y en casos no marginales también políticas) entre la Alemania “totalitaria” y la “democrática” Alemania occidental. Cosa que sería fácil de explicar, si se admitiese que la dictadura nazi era funcional al mantenimiento del orden económico vigente (entonces y hoy) contra el peligro revolucionario. Incluso si la Arendt busca exorcizarlo, la relación orgánica entre el gran capital alemán y el nazismo representa el verdadero hilo rojo de la parábola histórica de la Alemania hitleriana, desde sus albores hasta los campos de exterminio: como demuestran, entre otras cosas, las decenas de miles de prisioneros que trabajaban hasta la muerte para la I. G. Farben, para la Krupp, la Siemens, etc. El tema ha vuelto a los honores de las crónicas recientemente, en relación a la causa presentada contra la BMW por algunos de los supervivientes de los campos de concentración. No se trata de casos aislados. Cuando, hace algunos años, se impide a la Degussa participar en los trabajos de construcción del monumento erigido en Berlín en memoria del exterminio de los hebreos con motivo de su compromiso con el nazismo, hubo quien sugirió que, si este criterio se aplicase de forma inflexible, habrían debido ser excluidas todas las empresas alemanas. Incluso insistir sobre la novedad radical del “totalitarismo” como forma de gobierno consiente olvidar -o de cualquier modo poner decididamente en segundo plano- la continuidad económica entre el régimen nazi y las precedentes “democracias liberales”. Pero estas líneas de continuidad no son solamente económicas. La misma Arendt individua en la “edad del imperialismo” un importante factor de incubación del totalitarismo. Y documenta cómo ya los gobiernos “democráticos” de los países imperialistas justificaron con el racismo sus propias conquistas coloniales y realizaron, también, masacres masivas de las poblaciones indígenas. Recuerda que un funcionario británico propone usar “masacres administrativas” para la solución del problema en la India, y que en África otros diligentes funcionarios (diligentes como Eichmann) declaraban que “no se permitirá que consideraciones éticas como los derechos humanos obstaculicen” el dominio blanco. Y concluye: “delante de las narices de todos estaban ya muchos de los elementos, que, mezclados, habrían podido crear un gobierno totalitario sobre bases racistas”.

Estaban incluso allí sus instrumentos más feroces: “tampoco los campos de concentración son una invención totalitaria. Aparecieron por primera vez durante la guerra de los Böers, a principios del siglo XX, y continuaron siendo usados tanto en Sudáfrica como en la India para los ‘elementos indeseables’; aquí encontramos por primera vez el término ‘custodia protectora’, que es en seguida adoptado por el Tercer Reich. Si esto es cierto, ¿cuál es la novedad del totalitarismo? En opinión de la Arendt, estaría en el modo de utilización de los campos de concentración esta novedad, que consistiría en el abandono de los ‘motivos utilitarios’ y de los ‘intereses de los gobernantes’ para entrar en el campo del ‘todo es posible’. Ausencia de medida, absolutismo: según esta impostación el totalitarismo es un novum propio en cuanto al mal radical, el ‘mal absoluto, impune e imperdonable’. De este modo, obviamente, cualquier investigación de las causas, cualquier elemento de continuidad histórica con las ‘democracias liberales’ pasa a un segundo plano: el totalitarismo nazi es comparable sólo con si mismo –o con su presunto ‘doble’ representado por la Rusia estaliniana. De este modo se pierde simplemente la posibilidad de meter la nariz en la que ha sido definida como la fábrica europea del Holocausto” (cfr. Conversación E. Traverso - I. Vantaggiato, Il Manifesto, 11/11/2005).

“Absoluto”, “misterio”, “locura”: en el mismo momento en el que hacemos uso de estas categorías, renunciamos a comprender. Cuando, en agosto pasado, Ratzinger definió el exterminio nazi de los hebreos como “mysterium iniquitatis”, con esto excluyó la posibilidad de comprender cuanto ocurrió, y de nombrar tanto a los cómplices como los motivos del exterminio. Al mismo resultado se llega cuando -como hace la Arendt- se emplea la categoría de “locura” como clave de lectura de cuanto sucedió (Los Orígenes del Totalitarismo, cit..., pp 564-5).


Fase 2: “nazismo=comunismo” (Friedrich/Brzezinsky y otros)

A pesar de sus “méritos” ideológicos, el “totalitarismo” arendtiano se convierte rápidamente en inservible. Después de la muerte de Stalin, de hecho, en la Unión Soviética se atenuó y rápidamente vino a menos aquel “terror” que para la Arendt era “la esencia del poder totalitario”. Y, en efecto, la misma Arendt afirmó sin medias tintas; después de la muerte de Stalin “no se puede definir a la URSS como totalitaria”. Este análisis estaba basado también en la “ideología”, pero la idea de un “dominio total” fundado solamente sobre ella era más bien poco plausible. Además, en el texto de la Arendt había otros elementos que se conciliaban mal con un anticomunismo absoluto: comenzando por la contraposición entre Lenin y Stalin y por la afirmación según la cual una posible alternativa a Stalin hubiera sido la prosecución de la Nueva Política Económica (NEP) lanzada por Lenin (ibid, cap. LXXIII y 441-3). Serviría cualquier cosa más fuerte. Y llegó: en 1956, Carl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski (sí, el mismo) enviaron a la imprenta un nuevo libro sobre el tema, titulado Dictadura totalitaria y autocracia. En este volumen se agregaba, junto a los trazos característicos del totalitarismo, también el control y la dirección centralizada de la economía. Se conseguía así el objetivo de incluir en el ámbito de los regímenes totalitarios a la Rusia post-estaliniana, a la China comunista y a todos los países del Este europeo. (Esto, por otra parte, complicaba las cosas por cuanto respecta a la identificación del régimen nazi como totalitario, pero, obviamente, no era esta la principal preocupación de los autores).

Aún así, el problema de la objetiva desaparición del “terror totalitario” de la misma Unión Soviética no era un problema de poco calado. A esto se puso remedio de un modo muy simple: atenuando la importancia del “terror” para el concepto de totalitarismo -o sea, cambiando las cartas sobre la mesa-. Así, en la segunda edición del volumen citado, a cargo en 1965 de Friedrich únicamente, se puede leer que en el “totalitarismo maduro” el terror -que primero había sido definido como el “nervio vital del totalitarismo”- está presente únicamente en la forma de un “terror psíquico” y de un “consenso general” (¡sic!). Y Brzezinski, que al principio consideraba el terror “la característica más universal del totalitarismo”, en un nuevo libro de 1962 llega a hablar de un “totalitarismo voluntario” (¡sic!) (Ideología y poder en la Unión Soviética).

Contemporáneamente, otros autores se encargaron de apretar el acelerador sobre el concepto de “ideología totalitaria”, ampliando su alcance. Así, Talmon, en su Los orígenes de la democracia totalitaria, denuncia como “totalitaria” la “misma idea de un sistema autónomo del cuál haya sido eliminado cualquier mal y cualquier infelicidad”; dicho en términos sencillos: la idea misma de una sociedad sin clases es una aspiración totalitaria. Ya la Arendt había confirmado que “el mal radical nace cuando se espera un bien radical”. Otro politólogo americano, W. H. Morris Jones, en 1954, escribe un ensayo En defensa de la apatía, en el que sostiene que la apatía ejercita un “efecto benéfico sobre el tono de la vida política”; por el contrario, “muchas de las ideas conectadas con el tema general del deber del voto pertenecen propiamente al campo totalitario (!) y están fuera de lugar en el vocabulario de una democracia liberal”.

Si estas posiciones aparecen explícitamente inspiradas desde posiciones políticas de derecha, lo mismo no se puede decir de un variado y sucesivo filón de “cazadores de los totalitarismos”: se trata de teóricos del post-modernismo. Los cuales, a partir de Jean-François Lyotard, han puesto bajo tiro los “grandes relatos”, o sea, las teorías de la historia, y en particular de la historia como emancipación progresiva de la humanidad. En este caso, el “sueño totalitario” estaría representado por la idea misma de poder dar una lectura racional y global de los eventos históricos: cosa que desembocaría en un “modelo totalizante” y en sus “efectos totalitarios, bajo el nombre mismo del marxismo, en los países comunistas”.


Fase 3: “totalitarismo=comunismo”

Con el colapso de la URSS y la caída del Muro de Berlín sucede lo increíble: el “Totalitarismo” soviético, este horrible Leviatán del siglo XX, implosiona sin el más mínimo derramamiento de sangre (bastante más cruentos fueron poco después los conflictos étnicos que estallaron en todo el Este europeo en disgregación). La presunta terribilidad demoníaca del “totalitarismo comunista” muta en una patética farsa, bien simbolizada en el “golpe de estado-farsa del verano de 1991 en Rusia” (el “democrático” Yeltsin, por el contrario, muy pronto, no dudará en tomar a cañonazos el parlamento). Si esperábamos reflexiones equilibradas sobre estos argumentos, sucede lo contrario. Ahora no sólo la historia entera de los países comunistas está comprendida bajo la categoría de “totalitarismo”, sino que el campo semántico de este concepto se amplía sin ningún respeto no digamos del sentido histórico, sino incluso del sentido del ridículo. Esto se concreta incluyendo literalmente a todo: al movimiento comunista al completo; a la misma Revolución Francesa (el Terror, ¡caramba!); a los estados sobrevivientes del difunto “bloque socialista”; a los movimientos de liberación del Tercer Mundo que luchan contra la privatización de los recursos básicos de sus respectivos países; y a muchos más.

Según esta concepción “ampliada” del concepto, tendencias “totalitarias” nutren incluso inconscientemente a cualquiera que luche por formas de regulación de la economía distintas del modelo liberal de “la zorra libre en el gallinero libre”; el mismo modelo europeo de welfare (a partir de la llamada “economía social de mercado” inventada por la CDU alemana) se convierte en sospechoso; nada que hacer, la peste del azufre bolchevique también le afecta. Y “sueños totalitarios” cultiva también cualquiera que crea posible comprender las dinámicas históricas con el auxilio de la razón, quien estudia la filosofía sistemática sin aburrirle, quien defiende los progresos de la ciencia y de la razón (ya el hecho de adoptar este último término en singular, denuncia sin equívoco la mentalidad intolerante y policial de quien no la usa). Con un singular vuelco de perspectiva, aquel irracionalismo que había representado el fértil humus del nazismo es el que hoy se quiere repintar como “denuncia de los límites de la razón”, y es, además, considerado expresión de una mentalidad post-moderna, abierta y tolerante. Con ello vuelven a encontrarse, malamente embellecidos, todos los elementos de la “ideología nazi”, racismo (“conciencia de la propia identidad étnica”), xenofobia (“orgullo” y “autodefensa de Occidente”), mitos de sangre y territorio (“apego a las raíces propias”), y, sobre todo, el anticomunismo visceral: que hoy asume precisamente el rostro “democrático” de la “firme denuncia de la ideología totalitaria”.

Estamos en la tercera fase de la poco edificante historia del concepto de totalitarismo: ahora este designa en primer lugar, si no exclusivamente, el comunismo. Se intenta hacer tomar al “comunismo” el puesto ocupado en el imaginario colectivo por el nazismo como arquetipo del poder totalitario. La misma denuncia, aparentemente salomónica, de los “totalitarismos” del siglo XX, sirve en realidad para golpear al comunismo, mientras que la execración que circunda el nazismo se hace cada vez más genérica y ritual. Y para distinguir netamente entre ambos al fascismo italiano (además de al húngaro, al rumano, al estonio, al letón, al lituano, al portugués, al español, al griego...), éste es benévolamente considerado como un “banal” autoritarismo, no se sabe si más bondadoso o chapucero. Singular ironía de la historia, si se piensa que Mussolini veía la novedad histórica del fascismo en la capacidad de “guiar totalitariamente la nación” y adoptaba con mucho gusto la expresión de “estado totalitario” –además del gas en África, y el tribunal especial y las leyes raciales en Italia... (cfr. Gentile, B. Mussolini, “Fascismo”, en Enciclopedia Italiana (1932)).

El documento más significativo de esta fase es el proyecto de resolución sobre la “Necesidad de una condena internacional de los crímenes del comunismo” presentado en el 2005 al Consejo de Europa. En este singular documento, el término “comunista” es acompañado regularmente del apelativo de “totalitario” (la formulación preferida es “regímenes comunistas totalitarios”, que en la citada moción aparece 24 veces); el nazismo es presentado, de pasada, como “otro régimen totalitario del siglo XX”. En este texto -digamos un poco confuso- se afirma, a propósito del mismo Consejo de Europa, que “la tutela de los derechos del hombre y el Estado de derecho son los valores fundamentales que defiende este organismo”; y como confirmación de esto, se deplora que los partidos comunistas sean “legales y aún activos en algunos países”. Se espera que la propia posición anime “a los historiadores del mundo entero” a “establecer y verificar objetivamente el desarrollo de los hechos”; luego, para animar la libertad de investigación y de enseñanza, se pide “la revisión de los manuales escolares”. Pero, ¿qué motiva la necesidad de este pronunciamiento? Junto a los motivos declarados (decididamente paradójico aquel de “favorecer la reconciliación”) se revelan alguno de los verdaderos: “parecería que un cierto tipo de nostalgia del comunismo esté todavía presente en algunos países, por lo que existe el peligro de que los comunistas retomen el poder en uno u otro de estos países”; y, sobre todo: “elementos de la ideología comunista, como la igualdad o la justicia social, continúan seduciendo a numerosos miembros de la clase política”. Henos aquí ante la respuesta: insatisfacción por el presente estado de cosas y aspiración a la igualdad y a la justicia social. Los verdaderos enemigos de los “cazadores de comunistas totalitarios” son estos. Hoy igual que ayer. Ayer con la excusa de los regímenes comunistas existentes, hoy con la excusa de que los regímenes comunistas ya no existen.


Un concepto sin objeto y el “Enemigo entre nosotros”

Pero obviamente, el hecho de que el sistema de los regímenes comunistas no exista no es irrelevante tampoco para el fin de la suerte del concepto de “totalitarismo”. El hecho de haber perdido el propio objeto no es cosa baladí: ahora al concepto de “totalitarismo” le falta un referente. Para un concepto sin objeto la vida no es fácil. Para no quedar desocupado está obligado a buscárselo. Es también cierto que la ampliación semántica del término, en su tiempo efectuada en función de la necesidad anticomunista, facilita la búsqueda de objetos sustitutivos. Ahora “totalitario” es todo y lo contrario de todo: vivimos bajo el yugo del “totalitarismo publicitario”, pero es totalitaria, también, la prohibición de la publicidad del tabaco. Es totalitaria la represión sexual de los islámicos wahabbitas, pero no es menos insidioso el “totalitarismo del gozo” impuesto por las sociedades capitalistas occidentales a los individuos atomizados. Aquí, sin embargo, surge un problema: cuando un concepto significa todo, no significa en realidad nada. La pérdida de cualquier anclaje semántico significa la muerte de un concepto. Y esta es probablemente la suerte que tarde o temprano esperará al “totalitarismo”.

De momento, sin embargo, un residuo de significado le queda adherido, es el íncubo del “dominio total”. El íncubo del poder sin obstáculos, de la violencia salvaje pero organizada, del lenguaje al servicio del poder que altera y vuelve del revés la realidad, cancelando cualquier distinción entre verdadero y falso. Aquí reside la perdurable eficacia propagandística del concepto. Pero aquí, irónicamente, el “totalitarismo” puede rendir un importante servicio: el de ayudar a nombrar a los síntomas del “dominio total” de nuestro mundo. Veamos.

La violencia salvaje pero organizada típica del poder totalitario deja sus huellas inconfundibles en el actual lenguaje de los Señores de la Guerra estadounidenses. Que encuentran una expresión emblemática en las palabras de aquel neoconservador norteamericano que -en la víspera del ataque lanzado por las tropas estadounidenses contra Fallujah- colocaba el objetivo de “Destrozar Fallujah” en el primer puesto de un programa político; el hecho de que lo hiciese en un artículo titulado “Valores para todo el mundo” no es sólo un tributo al humor negro, sino un indicador que señala la adopción de un lenguaje que, como ya hizo el de los nazis, invierte sistemáticamente el significado de los términos (cfr. F. Gaffney, artículo de la National Review, noviembre 2004). Cuando más tarde -a toro pasado- el general de los marines John Sattler afirmó que la ofensiva contra Fallujah “ha partido los riñones a los insurrectos”, no de modo casual utilizó exactamente las mismas palabras pronunciadas por Mussolini a propósito de Grecia: He aquí un buen ejemplo de invariante totalitaria (que no auspicia nada nuevo).

Vayamos, pues, al lenguaje sometido al poder. El texto clásico a este propósito es el violento panfleto anticomunista 1984 (Mondadori, Milán, 2005) escrito por el periodista inglés George Orwell y publicado en 1949 (también en este caso con conspicua financiación de la CIA; por lo demás, el mismo Orwell era un espía inglés). Como ha puesto de relieve María Turchetto, si releemos 1984 hoy, la encontraremos de sorprendente actualidad. Cierto, hoy no existe un “Ministerio de la Verdad” como el de la Oceanía de Orwell. Podemos, sin embargo, consolarnos con el “Subsecretariado para la democracia y los asuntos globales” del Departamento de Estado de los Estados Unidos. En Oceanía, “el enemigo contingente encarnaba siempre el mal absoluto: conseguía que cualquier acuerdo con él fuera imposible, tanto en el pasado como en el futuro”. Y eso es lo que ha acontecido con Bin Laden y después con Saddam: ambos al principio óptimos aliados y después Enemigos Absolutos de Occidente. Fue esta circunstancia la que hizo que las pasadas alianzas con ellos fueran ocultadas, negadas y desmentidas. Desde este punto de vista, también la “mutabilidad del pasado” de Orwell está ya entre nosotros. No menos presente está el “doble pensar”: el slogan orweliano según el cual “la guerra es la paz”; este es uno de los eslóganes fundamentales de Bush a propósito de la agresión a Iraq; en su pequeño papel, también Fini, cuando ha afirmado que los soldados italianos en Iraq han “muerto por la paz”, ha dado muestras de haberlo asimilado bien. Además, en Orwell, el slogan del partido recita textualmente: “Quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Quien albergase dudas sobre la aplicabilidad de este slogan a nuestro presente puede ser calurosamente reenviado a las polémicas revisionistas sobre la Resistencia [antifascista italiana].

Ciertamente, se ha dicho también que las masas en el libro de Orwell eran controladas con instrumentos muy distintos de los que se usan en nuestros días. Baste pensar que en el Ministerio de la Verdad “una cadena completa de departamentos autónomos se ocupaba de la literatura, música, teatro, y diversiones de todo género para el proletariado. Allí se producían periódicos-basura que contenían sólo deporte, sucesos de crónica negra, horóscopos, novelitas rosa, películas llenas de sexo y cancioncillas sentimentales” -todas iguales- “compuestas por una especie de caleidoscopio llamado ‘versificador’”. No faltaba una subsección entera, dedicada a la producción de material pornográfico “de la especie más ínfima”. En líneas generales, los proletarios descritos por Orwell no lo pasaban mucho peor que los nuestros: de hecho “el trabajo pesado, el cuidado de la casa y de los niños, las fútiles disputas con los vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo las apuestas, limitaban su horizonte”. Además “los proletarios, a los cuales la política no interesaba gran cosa, caían periódicamente a merced de ataques de patriotismo”, generados por las bombas que caían sobre la ciudad; tampoco faltaba quien consideraba -aunque se trataba de una obvia absurdez- que era el mismo gobierno el que lanzaba estas bombas para “mantener a la gente en el miedo” (pp. 29, 37, 46-7, 76, 156, 160).

El tema de la mentira del enemigo externo es una clásico de la literatura antitotalitaria, de Orwell en adelante. El biógrafo de Hitler, Joachim Fest, ha afirmado recientemente (acerca de la Rusia de Stalin) que “un régimen totalitario necesita siempre de un enemigo”. Sobre el uso de “imaginarias conjuras mundiales” como instrumento de movilización y de consenso para los regímenes totalitarios había insistido también Hannah Arendt. De un modo más general, el tema de la mentira en política le continuó interesando también después de su obra sobre el totalitarismo. Y la impulsó hacia un ulterior paso, del cual quizás no entendió lo que implicaba. En Los Orígenes del Totalitarismo había examinado cómo los regímenes totalitarios se arriesgan a sustituir, a través de la mentira sistemática, un verdadero y propio mundo ficticio por el real. En obras sucesivas examinó el papel de la “política de imágenes”, con referencia en particular a la de los Estados Unidos en relación a la guerra de Vietnam: la “imagen”, construida arteramente por los mass media, es devuelta a la opinión pública de un país y opera como un sustituto de la realidad; gracias a la potencia de los medios de comunicación de masas, esa imagen puede recibir más legitimidad, por resultar mucho más visible, (o sea más “real) que la realidad a la que pretende sustituir (cfr. Los orígenes..., cit..., pp. 519-520, 597ss.; Política y mentira, Sugarco, Milán 1985, p. 98).

Ahora, es evidente que entre esta sustitución de la realidad y la que tiene lugar en los “regímenes totalitarios” no subsiste ninguna diferencia estructural (se trata, como máximo, de una diferencia de grado: si el control de los medios de comunicación no es completo la operación de sustitución puede fracasar, o no ser conseguida completamente). También por esta vía, por tanto, salta el esquema de la irreductibilidad de los fenómenos totalitarios.

En este punto, cualquiera que piense en la cortina de humo de mentiras y despistes levantadas -con la activa complicidad de los media- por los Estados Unidos y por sus “voluntariosos” aliados antes y durante la agresión a Iraq, difícilmente se podrá rechazar con desdeño la mordaz definición que el sociólogo norteamericano Sheldon Wolin ha dado de los Estados Unidos: “Totalitarismo invertido” –un totalitarismo, de hecho, cubierto con un lenguaje democrático. A esta definición se podría si acaso objetar que, estrictamente, el lenguaje de cobertura “democrática” representa una ulterior característica totalitaria. Con todo esto, estaría fuera de juego quien identificase en un estado -aunque sea un súper-estado en plena deriva autoritaria como los Estados Unidos- el nuevo sujeto del “dominio total”. El poder sin obstáculos hoy reside en otro lugar. Sobre esto es tiempo de romper decididamente con las elaboraciones del siglo XX sobre el poder (incluida la de Foucault), todas ellas hipnotizadas por el estado. El poder sin obstáculos, al menos tendencialmente, y el más denso ahora de hecho, es hoy el de las grandes empresas monopolistas transnacionales: las corporaciones. Son ellas las que representan hoy la “institución totalitaria” por excelencia. Tanto hacia el interior como hacia el exterior. En el interior la tendencia al “dominio total” se expresa en el autoritarismo, en el control cada vez más total sobre los tiempos y los procesos del trabajo. En lo externo se traduce ahora no tanto en la persuasión publicitaria, sino directamente en la construcción del individuo-consumidor (en las tiendas de una cadena de supermercados norteamericana que vende juguetes los niños empujan minúsculos carritos con el siguiente cartel: “Cliente de Toys’R Us” en adiestramiento”); y también en la más completa subordinación de cualquier instancia social, cultural y ambiental al beneficio de la empresa. Son especialmente las empresas transnacionales las que evidencian con claridad todas juntas estas características “totalitarias”. Tomemos Wal-Mart, la cadena mundial de supermercados radicada en los Estados Unidos.

Solamente en los últimos meses, en el frente interno, ha emergido lo siguiente: prohibición de la actividad sindical en los supermercados del grupo, miles de infracciones a la normativa del trabajo, discriminaciones en los conflictos con las mujeres trabajadoras, explotación de los inmigrantes clandestinos, explotación de las minorías (y borrón y cuenta nueva sobre el asunto gracias a un acuerdo secreto con el ministerio de trabajo de Estados Unidos), horas extraordinarias no pagadas, propuesta de introducir pruebas físicas también para los cajeros (para seleccionar empleados con buena salud), prohibición del flirteo en el lugar de trabajo. En el frente externo, el poder del monopolio de Wal-Mart, que puede, por medio de éste, fijar los precios pagados a los proveedores, y que es la causa del hundimiento de numerosas empresas proveedoras, y también causa de los bajos salarios en China (el 10% de las importaciones chinas en USA, igual a 12 millardos de dólares, están dirigidas a sus supermercados); por cuanto se refiere al respeto de las tradiciones culturales, ha desatado escándalo la construcción de un supermercado en el mismo centro de la zona arqueológica de Teotihuacan en Méjico (donde Wal-Mart tiene ya 657 supermercados).

Las grandes corporaciones son hoy el verdadero lugar de origen, y el verdadero sujeto del “dominio total”. En espera de que los “cazadores de totalitarismos” se den cuenta de ello, muchos escritores ya lo han hecho. En los últimos años han aparecido diversas obras sobre este tema: entre otras, 99 Francos de F. Beigbeder, Profit de R. Morgan, Globalia de J. C. Rufin, Logoland de M. Barry o El Capital de S. Osmont. En una recensión colectiva de algunos de estos libros, aparecida en el por encima de toda sospecha Handelsblatt, se lee entre otras cosas: “Estos libros están unidos por una visión horripilante de la realidad. La política ha abdicado. El puesto del estado ha sido sustituido por el de las grandes multinacionales, tan inexorable como totalitario”.

Y en las grandes corporaciones es donde hoy se encarna ese “poder total del capital” del cual Horkheimer y Adorno hablaban en una famosa página de la Dialéctica del Iluminismo (Einaudi, Turín 1966, p. 126). La criminalización, con la acusación de “totalitarismo”, de las posiciones de crítica social y de las relaciones de propiedad sirve justamente para reforzar y perpetuar este poder.

Edgar Straehle, en "Hannah Arendt: trabajo, tortura y ciudadanía", en El Salto, el 16 de noviembre de 2021, escribió:

Hannah Arendt ha pasado a la historia por ser una pensadora preocupada por querer recuperar una vida política entre la población que, en los últimos siglos, habría quedado eclipsada a causa del creciente dominio de lo social y del consumo o de lo que llamó una “sociedad de masas”. En este contexto, reivindicó una “felicidad pública” (public happiness) que definió en pocas palabras como “el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público”. Su misma comprensión de la libertad, lejos de reducirse a su concepción negativa, conectaba con este deseo de participación política. No obstante, esta pensadora también ha sido muchas veces criticada por defender la autonomía de lo político, como si en su pensamiento lo social, lo económico o lo material no jugaran ningún rol.

La realidad es más compleja. Para empezar, porque Arendt comprendió que las fronteras entre lo social y lo político no son nítidas ni impermeables; para seguir, porque estas mismas fronteras también dependen de cada momento histórico, ya que en cada época se puede alterar o redefinir qué es político y qué no. Finalmente, hay que comprender cómo lo político, lo laboral y lo económico pueden estar interrelacionados según el, de todos modos problemático o discutible, esquema arendtiano.

Además, no hay que olvidar que, tal y como podemos observar en La condición humana (1958), el que quizá sea su principal libro, Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo, algo agravado en tiempos de precariedad como los actuales, era su reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia. Por ello, es también importante destacar que lo que entendía Arendt por trabajo es ese tipo de actividad que se debe realizar forzosamente con el fin de poder cubrir y satisfacer las necesidades y asegurar la supervivencia propia y del entorno cercano. Curiosamente, como recordó, el mismo origen de la palabra «trabajo», tanto en francés como en español, proviene de un instrumento de tortura como el tripalium.

El trabajo, pues, no ha estado históricamente relacionado para Arendt con la libertad ni con la autorrealización, sino más bien con la necesidad y la coacción. De ahí que en otro escrito como ¿Qué es la política? llegara a señalar que había dos maneras diferentes de entender el significado de no ser-libre: por un lado, estar sujeto a la violencia de otro; pero también, e incluso de forma más originaria, “estar sometido a la cruda necesidad de la vida”.

En este contexto, Arendt siguió las reflexiones del libro La condición obrera de Simone Weil, cuyo sentido resume la pensadora alemana con la conclusión de que “quien trabaja (arbeitet) no puede ser libre”. Con ello también se adelantó a reflexiones posteriores, como las del antropólogo marxista Marshall Sahlins, quien, en su libro Economía de la edad de piedra (1972), analizó cómo las sociedades “primitivas” habían vivido justamente en contra de la actividad laboral y cómo estas, una vez asegurada la subsistencia, habían preferido dedicar su tiempo libre en ocupaciones que en la actualidad se adscribirían a la ociosidad. O las del historiador Robert Fossier. Este medievalista, acerca de un dicho contemporáneo como “el hombre está hecho para trabajar”, ha comentado en su libro Gente de la Edad Media (2007) que “este aforismo no sólo es inexacto, sino que incluso se contradice con lo que la historia nos enseña“, pues ”todas las civilizaciones precristianas, la de la Antigüedad «clásica», probablemente también las de los pueblos denominados «bárbaros», se basaban en el ocio, otium”.

En resumidas cuentas, Arendt hizo hincapié en que el trabajo a menudo implica un secuestro de tiempo y un gasto de fuerza vital que conduce a que los trabajadores tengan que concentrarse preferentemente en sus actividades y vidas individuales y deban exiliarse en el hogar, con lo que pierden de vista el mundo que les une a los demás. “El Animal Laborans, escribió, no huye del mundo, sino que es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar plenamente”.

El problema para Arendt era que, con el transcurso del tiempo, la reducción de la violencia física inherente a muchas formas de trabajo había sido sustituida por una presión no por ello exenta de penalidades, de coacción o de violencia. Más aún, supuso que el trabajo se extendiera cada vez más por nuevas esferas en las que no estaba anteriormente y, con ello, colonizó espacios antes asociados al ocio y, por tanto, libres de la presión laboral. De ahí que Arendt anotara esquemáticamente en su Diario filosófico una observación como esta:

    «La contradicción fundamental de Marx: el trabajo crea al hombre; el trabajo esclaviza al hombre. Y ambas cosas se hicieron verdad: las máquinas dejan libre tanto tiempo, que todos los hombres podrían estar liberados del trabajo, si no se hubiera convertido todo en trabajo».

A decir verdad, esa contradicción no apuntaba tanto a una contradicción interna al pensamiento de Marx como más bien al hecho de que toda perspectiva emancipatoria del trabajo colisionaba, en opinión de Arendt, con una realidad que la condenaba al fracaso. En especial, esta pensadora criticó esas defensas idealizadoras del trabajo que olvidaban o escamoteaban su pertinaz componente coactivo, violento y deshumanizador. A su juicio, por tanto, la liberación no se podía dar tanto desde el trabajo como frente al trabajo y, además, esa liberación también resultaba un ingrediente indispensable para ese proyecto que reivindica la política ya mencionado. Al fin y al cabo, y en la medida en que el trabajo nos constriñe y empuja al aislamiento, condiciona nuestra relación con el mundo y, con ello, se muestra como una tarea que obstaculiza el compromiso de la gente por la política.

Así pues, Arendt no fue en absoluto ajena al hecho de que la participación política estaba influida y distorsionada por muchos factores de índole económica, razón por la que no se podía desdeñar esta última. De hecho, su célebre (y, por cierto, sobredimensionada) reivindicación parcial de la democracia ateniense no solo debe explicarse por el papel del ágora como símbolo por antonomasia de la vida ciudadana activa, sino también porque esa participación política era posible gracias a una cuestión tan material como la remuneración pública que recibían los ciudadanos. Es decir, Arendt concluyó que la primera dependía de que, en la medida de lo posible, la cuestión laboral se pudiera haber resuelto o al menos aliviado ostensiblemente. A fin de cuentas, esta pensadora llegó a subrayar de forma taxativa que “el trabajo fue siempre un principio antipolítico”. De ahí también que el desafío político contemporáneo pudiera conectarse con ese pasado griego, siempre que no cayera en las exclusiones políticas (desde las mujeres a los esclavos) que en su momento comportó.

Para Arendt, la libertad política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la constricción y la violencia. Eso explica que, en consonancia con una frase ya citada, añadiera con aprobación para el contexto de la antigua polis que “ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie”. Ambos elementos, tanto el político como el material, eran cruciales y ayudan a comprender la doble faz de una igualdad política que en su opinión no se debía abordar únicamente desde una perspectiva formal. De esta manera, la igualdad política es entendida como no estar sometido a la dominación política de nadie, pero también como no estar sometido a la dominación de las necesidades materiales y, con ello, de no ser explotado por nadie.

Poco antes de morir Arendt todavía insistió en esta cuestión, y proclamó en el breve texto Los derechos públicos y los intereses privados (1975) que

    «la educación es muy hermosa, pero lo auténtico es el dinero. Solamente cuando puedan disfrutar de la voluntad pública tendrán deseos y serán capaces de sacrificarse por el bien público. Pedir sacrificios a individuos que todavía no son ciudadanos es exigirles un idealismo que no tienen y que no pueden tener en vista de la urgencia del proceso de vida. Antes de pedir idealismo a los pobres, primero debemos hacerlos ciudadanos: y esto implica cambiar las circunstancias de sus vidas privadas hasta el punto en que puedan disfrutar de la vida pública».

El pasaje es duro y discutible, pero lo que importa resaltar en este contexto es que, justamente porque no es debatible la cuestión material, justamente porque no es política sino en el fondo prepolítica, consideraba Arendt que era tan importante. En el fondo, considerarlo como algo político sería devaluar y relativizar su importancia, reconocer que ahí hay algo que discutir y que es posible una política digna de esa palabra que sea compatible con la pobreza y la miseria. En cambio, en su opinión ambas desembocan en una realidad vergonzante, indignante y asimismo antipolítica, una que nos tortura y animaliza (de ahí que emplee la expresión de Animal Laborans) y que, por ello mismo, debe ser imperiosamente resuelta. Si no se resolvía la cuestión social, concluía, difícilmente se podía encarar bien la política. Y justamente porque no se resolvía, o no se quería resolver, de forma adecuada la social, era fácil que la política quedase sobre todo en manos de élites y se desfigurara un ideal democrático como el actual.

Por ello mismo, también la cuestión de la propiedad en el sentido clásico de la palabra era central para Arendt, algo que conectaba con la tradición republicana y que hoy en día podríamos enlazar con la creciente demanda de una Renta Básica Universal. Desde su punto de vista, y obviamente en contraste con diversos gobiernos del pasado, la propiedad no era importante como una herramienta desde la que limitar los derechos políticos a quienes careciesen de ella y establecer un sufragio censitario, sino, al revés, porque en opinión de Arendt se debía extender la propiedad a la población para que esta pudiera escapar de la necesidad, pudiese tener un espacio propio y pudiera ser realmente ciudadana. Es decir, una política (realmente libre) sería posible a partir del momento en que no estemos obligados a tener que estar persistentemente preocupados por nuestra supervivencia y la de los nuestros. Como repitió en La libertad de ser libres, “la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo del temor, sino también de la necesidad”. De lo contrario, el estatus de ciudadano sería poco más que papel mojado. Una ciudadanía libre sin independencia económica no sería más que una contradicción.

Nota del autor. Aunque somos conscientes de que la traducción del término «trabajo» es siempre problemática en el caso de Arendt, en este escrito hemos abogado por traducir las palabras Arbeit y labor, empleadas por ella en alemán e inglés respectivamente, como «trabajo» y no como «labor». Para ello, hemos tenido en cuenta el enfoque del escrito (que, por ejemplo, por cuestiones de espacio no entra en la tripartición de la vita activa expuesta en La condición humana) y, también, que ella misma se decantó por usar el verbo travailler en francés como traducción de arbeiten.


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