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ELEJABEITIA TAVERA, Carmen

NotaPublicado: Lun Mar 15, 2010 7:16 pm
por erda
Carmen Elejabeitia Tavera

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Introducción

Carmen Elejabeitia Tavera nace en Madrid. Es licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid.

Desde 1974 participa activamente en las labores del Equipo de Estudios (EDE), de investigación sociológica. Ha publicado El hombre mercancía y Crítica a la modernidad con Ignacio Fernández de Castro; Quizá hay que ser mujer, El maestro. Análisis de las escuelas de verano y Liberalismo, marxismo y feminismo (el proyecto de esta obra fue Premio María Espinosa 1983 del Instituto de la mujer); etc.

Ha colaborado con numerosos artículos en revistas sociológicas de ámbito nacional e internacional. Ha realizado trabajos de investigación para FOESSA, CIS, ICEUM, CIDE y para las consejerías de urbanismo-medio ambiente y economía-hacienda de la Comunidad Autónoma de Madrid. Destaca también su labor como conferenciante.





Bibliografía compilada (fuente)





Ensayo



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NotaPublicado: Vie Mar 19, 2010 3:15 am
por Duarte
Edición digital por el CICA, junio 2009


La mujer, de mercancía a rebelde



Carmen de Elejabeitia

El Viejo Topo, nº 31, 1979



En una encrucijada en la que se encuentran el camino recorrido hasta ayer y las expectativas que para mañana y de cara al futuro aparecen como posibles, se sitúa hoy para los hombres el problema de la mujer, su lucha diaria frente a una dinámica histórica que la ha colocado en un segundo plano con respecto al hombre y que ella busca, desde concepciones, posturas y prácticas diversas y en ocasiones contradictorias, transformar, cambiar o trastocar.

De la percepción viva del medio, inscrito en un espacio y tiempo determinado, arranca la posibilidad del pensamiento abstracto y globalizador que dará lugar a unas prácticas concretas. La dinámica interrelacionada y compleja de este proceso va paulatinamente constituyendo el conocimiento humano. Los principios que en cada época y para cada formación social se van manifestando, vienen determinados por los hombres que en ese momento viven, por sus necesidades, por las relaciones que establecen con el medio y con los demás hombres o grupos humanos y, sobre todo, por el modo de producción y las relaciones de producción correspondientes que constituyen la base material de su existencia.

Si esto es así para la totalidad del conocimiento, entendido como la conjunción entre percepción, pensamiento y práctica, lo es para cada uno de los espacios en los que, para poderlos analizar, parcelamos el conocimiento y, en consecuencia, es aplicable a la problemática hombre-mujer, al conocimiento de dónde se sitúa hoy en su dialéctica entre el pasado y el futuro.

Simone de Beauvoir, en su obra El segundo sexo, centra la cuestión en términos de realidad e imagen. El hombre es la realidad, lo uno, el sujeto, lo absoluto, y la mujer la imagen, lo otro, el objeto, lo relativo. El hombre y la mujer, en una dinámica histórica que se pierde en el tiempo, han ido desarrollando sus relaciones no en términos de igualdad, en la que cada uno se explica por o con el otro como los dos polos de una misma realidad, sino que ésta era el hombre y la mujer sólo su reflejo; un reflejo que le es necesario al hombre para reconocerse a sí mismo, para tomar conciencia de su propia realidad y existencia como sujeto pero que es independiente del reflejo que produce. Sin la mujer el hombre no se reconocería, no existiría subjetivamente, aunque sí objetivamente, en tanto que la mujer sólo existe objetivamente para que el hombre se identifique consigo mismo.

Cuando un hombre -dice Simone de Beauvoir- viste a una mujer, demuestra que es capaz de ganar el dinero necesario para comprar esas prendas y subjetivamente se reconoce y aprecia en la admiración que tal hecho provoca en los demás hombres, pero objetivamente daría lo mismo que la vistiera o no; sin embargo, para la mujer son esos vestidos los que permiten que objetivamente sea considerada por los demás; el que la sociedad tenga ese aprecio o visión de la mujer es grave, pero aun lo es más que sea la propia mujer quien considere coincidente con esta visión su subjetividad y la valoración y el aprecio de sí misma.

Históricamente la mujer ha aceptado esa situación porque carece de historia, de pasado, de religión, de cultura, de intereses de grupo, de solidaridad, porque en todo eso que constituye el desarrollo de la humanidad ha sido permanentemente sustituida por el hombre; su pasado, su cultura, sus intereses y su solidaridad son los del hombre en general o los de esos hombres concretos -padres, maridos, hijos- que conforman su existencia.

Cuando para uno mismo se es objeto y en la memoria no hay otra cosa, el renunciar a ello es casi imposible. Ser objeto tiene sus ventajas y las mujeres han sabido vivir bien de ellas, ventajas económicas, de protección, de comodidad y sobre todo la ventaja de no tener que enfrentarse con la propia libertad, con la condición de sujeto, con crear todo eso de lo que se carece. La mujer -afirma Simone de Beauvoir- es el mejor cómplice del hombre para perpetuar el seguir siendo nada más que un reflejo suyo, y sólo grupos minoritarios se plantean el ser sujetos activos de su propia vida.

Esta concepción, en sus términos más globales, sigue vigente todavía hoy, pero se hacen necesarias matizaciones y precisiones para un mayor acercamiento del problema.


De la imagen al “yo”

El YO de cada uno, sean hombres o mujeres, se puede definir como la representación que de sí mismo tiene, y esa representación se forma o se ha ido formando en cada uno con las representaciones o imágenes que los demás tienen de nosotros. El niño, desde que nace, recibe información sobre sí mismo de cuantos le rodean, y esta información configura su “yo”, con el que se identifica, aunque esta información sea falsa y esté manipulada. Si esta afirmación en el caso del hombre puede parecer discutible, en el caso de la mujer lo es mucho menos. Sea cual fuere la real identidad específica de la mujer como algo distinto, históricamente no ha tendido otra expresión sociológica más que con respecto al hombre.

El hombre ha creado el “yo” de la mujer a su imagen y semejanza, un “yo” que hace que la mujer se identifique como sujeto responsable de los comportamientos que realiza, pero como estos comportamientos tienen su raíz o son la consecuencia de la representación que de sí misma tenga en su cerebro, es decir del “yo” con el que se identifica, y como éste no es otra cosa que el resultado de la imagen y representación que el hombre transmite a la mujer, los comportamientos que realiza no son realmente suyos, sino los de los hombres que su “yo” ha simplemente vehiculado. Lo que no impide que, a pesar de todo, se sienta responsable de los mismos.

Del mismo modo que sociológicamente hay una serie de comportamientos tipo que se suponen son los que corresponden al hombre, hay otros que la sociedad espera y reclama de la mujer, pero la cuestión está en que la sociedad se encuentra dominada por el hombre y en tanto que los comportamientos masculinos lo son como expresión de la dominación, los comportamientos que se consideran femeninos no son los de la mujer como el otro término de la relación humana, sino los que el hombre, como dominador en cada ocasión, espera de ella. El hombre, a través de la mujer y con su concurso, aumenta su capacidad, amplía sus propios comportamientos. El zurcir calcetines, o el realizar las labores caseras, no tienen por qué ser comportamientos femeninos, son los que el hombre espera que la mujer haga y lo que la sociedad dominada por el hombre exige de la mujer. El hombre utiliza la energía, y las manos “delicadas” de “su” mujer, para zurcir sus calcetines, se trata de una acción tan suya como lo son sus calcetines, aunque la mujer se sienta responsable de ella. Hay ejemplos muy conocidos de mujeres que social o políticamente engrandecen la figura de los hombres a los que pertenecen, que aceptan con orgullo y se responsabilizan totalmente de su papel de espejos donde el hombre refleja su imagen, de tal forma que sin ninguna ambigüedad sus comportamientos son una prolongación o un perfecto añadido de los comportamientos que a ese hombre le están llevando al éxito social o político, y el problema no está tanto en que sea capaz de vestirse, actuar y vivir conforme a unas pautas impuestas por el hombre, ni tan siquiera en que esa forma de comportarse socialmente se identifique con lo femenino -ya que se trata de la realidad con la que nos encontramos-, sino en que esa mujer, cada mujer, acepte esos comportamientos como propios, se identifique como “sujeto” responsable de los mismos y, en la medida en la que no los realiza, se sienta culpable.

El hombre, la sociedad y la propia mujer se empeñan en la formación de lo femenino, en la adaptación e integración de lo femenino en un orden que es exclusivamente masculino, para que no distorsione este orden, se cumplan sus objetivos y se garantice su reproducción como algo que es de la responsabilidad y en beneficio tanto del hombre como de la misma mujer.

Las consecuencias de la creación, por parte del hombre, del “yo” de la mujer y su impresión en el cerebro de ésta como lo único existente y veraz, son evidentes. Cuando una mujer recibe, y no es fácil, informaciones directas sobre sí misma, si éstas entran en contradicción con su “yo” son rechazadas. El ejemplo más evidente nos lo ofrece el campo de la sexualidad. La sociedad y el hombre han etiquetado la sexualidad femenina como pasiva, en función de los deseos y apetencias masculinas y como un sistema de “garantizar,” su fidelidad, y la mujer ha aceptado su papel y si alguna vez en su soledad resiente las llamadas de su sexo insatisfecho, o rechaza como una tentación esta llamada, o se siente culpable y acepta el castigo, o siente el remordimiento de no haberse negado a sus apetencias, esas que forman parte de ella misma pero no de su “yo”. Junto a la mujer sexualmente pasiva y por ello respetable, siempre han existido las mujeres sexualmente activas, las no respetables ni respetadas, pero a poco que analicemos su comportamiento sexual éste es tan pasivo como el anterior. El prostíbulo no es precisamente el feudo de la sexualidad femenina, sino de la masculina, que unas veces, y según sus apetencias, reclama pasividad y otras actividad, pero visto desde el prisma de la mujer, tan pasiva es la mujer que se deja desnudar por el hombre, como la que hace un streaptease en público para que los hombres que la contemplan sientan reaparecer su “virilidad” agotada; ambos comportamientos no son más que la respuesta del hombre a sus propios estímulos, respuestas que realiza utilizando el “yo” manipulado de la mujer.


De objeto a mercancía utilizada para el consumo

La mujer queda así convertida en un objeto apropiado por el hombre y en un mundo en el que la mayor parte de los objetos se han convertido en mercancías. La mujer no es una excepción y de objeto ha pasado a mercancía para el consumo.

La creación del “yo” de la mujer por el hombre y la sociedad masculina, facilita el camino para su conversión en mercancía porque hace posible que, mientras su realidad es la de ser un objeto apropiado con un valor de cambio que permite la transacción, su “yo” interiorizado la lleva a considerarse a sí misma como sujeto y a desconocer su realidad de mercancía, y en la medida en que se desconoce se incapacita para la reacción. Es precisamente en ese “yo” imaginario e idealizado pero asumido, donde sitúa la mujer lo “eterno femenino”, la virtud, la maternidad, el hogar, y es ahí, y no en la realidad material, donde únicamente le es permitido encontrar la “libertad”, su posibilidad de no ser apropiada y de sentirse ella misma, y es de allí de donde arrancan sus comportamientos para ajustarse lo más posible a ese ideal del “yo”.

La vida de la mujer se desarrolla así en dos secuencias paralelas pero interrelacionadas a través de los comportamientos, una el mundo material de los calcetines que hay que zurcir, de las camas que hay que hacer y del “chocolate del loro” sobre el que hay que decidir, y donde permanentemente la agresividad del hombre viola su cuerpo, y otra poblada de fantasmas y de “femeninas ideas” donde lo material tiene su representación deformada, todo un mundo de significados que distorsionan la realidad y condicionan los comportamientos para integrarla en el orden masculino al que está sometida, donde el ser objeto de presunción para el hombre que la luce y la “enjaeza” como si fuera una yegua se resiente como belleza y elegancia propia, donde la apropiación de su cuerpo por el hombre al que pertenece adquiere el significado de honestidad y virtud, donde hasta el parir, que no es más que dar herederos al amo, se sublima en maternidad.

El hombre que ha impedido a la mujer el conocimiento de sí misma y de su entorno a través de sus propios sentidos y utilizando su propio cerebro, que le impide permanentemente percibir y percibirse, pensar y a partir de ahí actuar y ajustar sus comportamientos, ha sustituido todo ello (la explicación no puede ser otra que su temor a que la mujer sea capaz de sentir, pensar y hacer en consecuencia) por una información y un conocimiento interesadamente equivocado, ideológico y legitimador, que ocultan, y en muchas ocasiones destruyen, la identidad de la mujer, el que llegue a conocerse. Hoy ese conocerse pasa por su toma de conciencia de que es un objeto, una mercancía para el consumo del hombre, para su uso y abuso, una mercancía que como cualquier otra, una vez adquirida, permite que su dueño la use gratuitamente sin otra contrapartida que laque suponga su conservación evitando en lo posible que se deteriore antes de tiempo, procurando en algunos casos que hasta mejore, se vista mejor, se mantenga joven y atractiva, aprenda a no decir demasiadas tonterías, pero en ningún caso para sí misma sino para quien la ha adquirido, para su propietario, sea éste padre, esposo o hijo.

Esto que tantas mujeres comprenden cuando se refiere a otras, cuando se ve desde fuera, resulta mucho mas difícil de aceptar sobre nuestro propio “yo”, el de cada una, pero en uno u otro grado, de una forma burda o sofisticada, es real en todos los casos y alcanza a la totalidad de las mujeres y no tiene otra salida que la que se inicia con la toma de conciencia de ello para, desde ahí, desde el conocimiento de esa realidad, tratar de modificarla.

La actividad conformadora del “yo” de la mujer por parte del hombre no es individual, no la realiza cada hombre sobre la mujer que le corresponde, -en ese caso sería posible pensar que en determinados casos puede no producirse o, cuando menos, puede ir aminorándose hasta llegar a desaparecer y dar lugar a que algunos hombres y mujeres vivan sus relaciones en términos distintos a los que impone la apropiación- sino que esas representaciones que configuran el “yo” tienen una dimensión social que se expresa en “roles” distintos y definitorios, en diferentes modelos y tipificaciones, desde el “yo” de la mujer que lava más blanco, hasta la que se siente “segura” por el uso de un desodorante; desde la que es más audaz y más atrevida gracias a su barra de labios, hasta la que consigue una noche de pasión gracias a un perfume. Solo hay que ver un rato la televisión para ponerse al día sobre los distintos “roles” que hoy se esperan de la mujer y asomarse a lo cotidiano para comprobar cómo efectivamente éstas los realizan. Aunque los hombres tengan unas demandas diversificadas en el consumo de la mujer, éstas se agrupan por tipologías masculinas; la mujer del electricista debe saber lavar su ropa de trabajo, la del oficinista preparar una buena taza de café, la del ejecutivo conservar su línea y de los grandes... bueno, esos tienen muchas. El “yo” de la mujer, de cada mujer y desde su niñez, se va ajustando a esta demanda potencial del mercado masculino según el momento histórico y la formación social concreta en la que se sitúa y, forzosamente, su vida material y sus comportamientos se ajustan a estas previsiones de apropiación por parte del hombre que las consume o que va a consumirlas.

A todo ser vivo, en teoría, se le presentan dos opciones: o consumir su energía, su vida, viéndola para sí, o dejar que la consuman otros, que sean otros los que vivan a través de él. Esto es fácil de comprobar y sobre todo de admitir en el caso de los animales. Un caballo salvaje vive consumiendo su energía según las normas o reglas de su propia especie a las que ajusta sus comportamientos, sin otro quehacer que buscar comida, reproducirse y procurar que otras especies enemigas no le devoren. Ese mismo caballo, después de haber sufrido la doma y sujeto a un arado ya no consume su vida para sí, deja o se ve obligado a aceptar que otros se la consuman, ni busca comida, ni con quien reproducirse, y su seguridad está en manos de otro, del amo que le da de comer para que siga trabajando y que puede no estar interesado en que se reproduzca por cuanto que su interés no está en reproducir la especie caballar sino la humana. El amo ha humanizado al caballo, lo ha convertido en un mecanismo del comportamiento del hombre, de su trabajo de cultivar la tierra, pero como contrapartida el caballo ha dejado de ser lo que era para convertirse en objeto de consumo para el hombre. Seguramente con el cambio el caballo ha conseguido “vivir mejor”, estar más gordo y reluciente, estar alimentado, alojado y cuidado con más regularidad, pero a cambio de que su vida no le pertenezca, en último término, no vivir.

El caso de la mujer es muy similar, consume su vida y energía conforme a las pautas de comportamiento impuestas por el hombre, hasta el punto de que ni su propio cuerpo le pertenece; no sólo se lo alimentan, se lo visten y se lo cambian cuando no se ajusta a la demanda, sino que para sí misma no tiene ninguna reclamación que hacer, ni la menor intimidad; su propio espacio físico se ve permanentemente no respetado y violado, a cambio de ello ha conseguido ventajas, ciertas comodidades, protección y sobre todo irresponsabilidad para consigo misma, todo cuanto se deriva del no enfrentarse con el propio ser de uno, con ser el artífice y el sujeto de su propia historia y de su libertad. El papel de la mujer es así más fácil, pero entraña la negación de su realidad mas allá del simple espejo, reflejo, objeto y mercancía para el consumo de los otros.

Pero la cuestión no queda ahí; esas ventajas que en último término se expresan en irresponsabilidad para consigo misma, no incluyen el que pueda desentenderse del “rol” que la sociedad de los hombres le ha marcado. Es irresponsable de sí misma, pero a cambio de tomar sobre sí la responsabilidad de los otros. Todas las mujeres, y cada mujer en concreto, nos complacemos y nos hacemos cómplices de “nuestra fragilidad, debilidad y tontez”, que cuando son bien interiorizadas se materializan en 24 horas de trabajo diario fuera de casa o en el hogar, en soportar el dolor y el sufrimiento no heroico pero sí cotidiano en unos grados desconocidos para el hombre, en que nuestra inteligencia “que nunca sobrepasa el nivel de la intuición femenina” resuelva multitud de problemas que al hombre se le escapan. El problema, en último término, no está en que la mujer sea un objeto o mercancía de consumo -esa no es más que una realidad a conocer por la mujer como la suya propia-, sino en que a ese objeto, la sociedad y los hombres por el mecanismo del engaño y la manipulación, le han dotado de un “yo” alienado, y en que, en virtud de esta alienación, se siente responsable y susceptible de represión hasta el punto de admitir de buen grado el castigo correspondiente.

Su vida no se establece en los términos de libertad personal, pero tampoco en los de una felicidad bobalicona y fácil similar a la de los animales favoritos que el hombre ha domesticado para su placer personal, y esta diferencia es esencial, porque de ahí y no de la apropiación de la mujer por el hombre pavy arranca el difícil camino hacia su liberación.


La problemática liberación de la mujer

Si el conocimiento de la mujer, al que hoy podemos llegar, nos la presenta como una mercancía destinada al consumo del hombre, su toma de conciencia ha de partir de ahí y del análisis de los mecanismos que la han situado en ese punto. Entre estos mecanismos merece una especial atención el que consiste en la creación por parte de la sociedad masculina del “yo” de la mujer, para ocultarle su realidad de objeto de consumo, y para que sus comportamientos, aunque se califiquen y aún se resientan como “femeninos”, sean en realidad masculinos, ya que son la respuesta a los estímulos que recibe el hombre. La importancia de este mecanismo nos indica que la toma de conciencia debería tener como resultado la creación de otro “yo” en la mujer, en cada mujer, un “yo” igualmente ideal y “utópico”, un “yo” rebelde, tan imaginario e ilusorio como el que ha creado el hombre para la mujer, puesto que la realidad aun no se habría modificada, pero un “yo” que en tanto en cuanto asumido y desde ese momento real, daría lugar a unos comportamientos y prácticas nuevas y discordantes con el orden machista imperante.

Si el camino del conocimiento es la percepción de la realidad, el pensamiento abstracto, y los comportamientos que se derivan, ese camino hoy se materializa en una percepción viva de la mujer, de cada mujer, y de su vivir como objeto de consumo, de un pensamiento sobre sí misma a partir de un “yo” ideal y utópico de mujer libre y de unos comportamientos acordes con ese “yo” que inevitablemente modifican la realidad y acercan de una u otra forma la utopía, aunque ésta paulatinamente también sea modificada y transformada.

Actualmente, ese “yo”, o toma de conciencia, del que parten las prácticas de los movimientos feministas, coloca a estos en dos vertientes: una que pretende sustituir al hombre en su posición dominante y convertirle a su vez en objeto de consumo, y otra que considerando que entre los hombres también hay dominantes y dominados, y por lo tanto lucha de clases, une su suerte, o pretende unirla, a quienes como ellas se ven sometidos a la explotación, a la alienación y dominación del grupo dominante, considerando que esencialmente su lucha es la misma.

Entre las mujeres siempre se ha dado el caso de algunas que han pretendido y conseguido ocupar puestos de “hombre” y con ellos conquistar su carácter dominante, pero esa actitud y comportamiento individual ha llegado a convertirse en objetivo colectivo en determinados grupos feministas. Frente a un mundo que se reconoce machista se opone la utopía futura de la dictadura de la mujer, en términos que no dejan de recordar a los que en el marxismo se sitúa la dictadura del proletariado; frente al poder de unos se opone el poder de otros, bien para mantener ese estadio de dominación, bien para que sirva de medio de destrucción del poder anterior y de contención de toda reacción previsible y, a partir de ahí, crear un mundo de igualdad para el hombre y la mujer.

Pero si se llegara a una situación de matriarcado en sustitución del actual patriarcado, si la mujer dominara los recursos económicos, ocupara el lugar predominante en los campos social y político, sometiera al hombre a la condición de un objeto para su consumo, no habría hecho otra cosa que asumir los comportamientos actuales de los hombres. Cuando decimos que el mundo es machista, cuando afirmamos que los únicos comportamientos hoy existentes son los masculinos, posiblemente no expresamos más que el hecho de que la dominación hoy se realiza por el hombre y en términos “masculinos”, confundiendo la dominación, que es lo fundamental, con su ejercicio. La dominación se expresa en términos masculinos, pero también podría expresarse en términos “femeninos” sin que por ello dejase de ser dominación. Los comportamientos que hoy regulan las relaciones entre las personas, las relaciones sociales en general, son comportamientos de dominación y subordinación, de apropiación, de consumo y cosificación; en el fondo, comportamientos “asexuados” que no cambiarían porque cambiase la posición relativa del hombre y de la mujer, ya que su esencia no es ser machistas sino el ser de dominación.

Sólo en una situación de igualdad real es posible pensar en unos comportamientos sexuados, en unos comportamientos que sean específicamente masculinos y femeninos como términos complementarios de una relación social de igualdad.

Esto supone que es posible y necesario plantearse si, como afirman algunos grupos feministas, son la totalidad de los hombres quienes oprimen a la mujer como su término antagónico, o si, como afirman otros, entre los mismos hombres hay opresores y oprimidos y los comportamientos “machistas” son comportamientos de las clases dominantes que se imponen a las mujeres para aumentar de este modo su dominación y perpetuarla sobre la totalidad. Para estos grupos la lucha de liberación de las mujeres coincide con la lucha obrera en sus objetivos generales aunque sin negar la existencia de unos objetivos específicos para el movimiento feminista.

Sin embargo, en la práctica de la lucha obrera la cuestión no aparece tan clara, ya que aun cuando en sus objetivos finales aparece la liberación completa de los hombres -en la que se incluyen desde luego las mujeres-, en su lucha cotidiana, en sus organizaciones y aun en la teoría sobre la que se apoyan sus acciones, el problema de la liberación global se reduce a que desaparezca en la estructura productiva la explotación económica de los capitalistas, arrebatándoles para colectivizarlos los medios de producción, lo cual en la práctica no parece que suponga por sí mismo la liberación de las mujeres y ni tan siquiera la liberación de todos los hombres en las complejas relaciones sociales que les unen o que les separan y colocan en posiciones desiguales.

Las organizaciones obreras parten del supuesto de que el problema se sitúa en que los capitalistas les arrebatan y les roban una parte de su trabajo o su resultado: la plusvalía, cuando la mujer resiente que lo que está realmente en juego es la totalidad de su vida, que no se trata de una apropiación parcial de su trabajo sino de la apropiación absoluta de su persona, del proceso que hemos descrito que la convierte en objeto, en mercancía de consumo.

El hecho de que la toma de conciencia de la clase obrera hoy siga siendo limitada, que no comprenda que su problema es hoy, como el de las mujeres, un problema que afecta a la totalidad de su persona que es convertida en objeto y mercancía y apropiada en su totalidad por los capitalistas, hace que difícilmente ambos movimientos de liberación coincidan, y que la toma de conciencia de la mujer, en tanto que pretende rebasar los límites de la explotación, planteando su situación de apropiada en su totalidad, aparezca como la expresión más certera de la utopía revolucionaria.

Hoy a la mujer más que al hombre, le es posible conocer su situación de objeto apropiado, de concebir un “yo” rebelde, y de realizar, por lo tanto, una práctica revolucionaria.

NotaPublicado: Vie Mar 19, 2010 3:39 am
por Duarte
Edición digital por el CICA, junio 2009


El patriarcado y la producción de la reproducción



Carmen de Elejabeitia

El Viejo Topo, nº 47, 1980




La experiencia de muchas mujeres sobre sus condiciones de vida y que abarca desde el trabajo a la reproducción, desde sus relaciones políticas, sociales y económicas a sus relaciones familiares, interpersonales y personales, tanto cuando es niña como cuando es adulta o vieja, sea cual fuere su estado civil, el color de su piel o el país en que viva..., requieren y exigen la búsqueda de una explicación global que, a partir de esas experiencias, se enfrente con el análisis en profundidad no sólo de esas condiciones, sino de aquello que las ha hecho posible, de las instituciones y estructuras que den cuanta de esas condiciones, e incluso, si ello es posible, de la razón última -no en cuanto lo sea, sino por cuanto marque el límite hasta el que actualmente se puede llegar en ese proceso continuo de profundización-, de donde emanan esos mecanismos y precisamente ahí nos encontramos con el patriarcado.

Es hacia el patriarcado y hacia su análisis a donde apuntan los intentos teóricos más avanzados para enfrentarse con una explicación de la problemática de la mujer y desde tres líneas u orientaciones distintas. Las tres parten de la aceptación de que existen dos campos diferenciados en la vida del hombre, en su actividad y en sus relaciones, un mundo exterior y un mundo interior, el de la producción y el de la reproducción, y es la distinta concepción sobre las relaciones que se establecen entre uno y otro, lo que determina las diferencias entre las tres interpretaciones y entre las estrategias y las tácticas que de las mismas se derivan.

Los partidos marxistas tradicionales sitúan la producción como explicación última y referencia obligada de la reproducción, de ahí que el cambio en las relaciones de producción determinaría un cambio en las relaciones de reproducción, el fin del modo de producción capitalista sería el fin de toda relación de dominación y de explotación. La inversión de estos mismos términos por cuanto se considera que es la explotación y la dominación en las relaciones de reproducción la que origina y es punto de partida de cualquier otro tipo de explotación, daría cuenta de la segunda línea. La tercera sostiene que producción y reproducción son dos esferas autónomas que determinan estructuras separadas y, consecuentemente, condiciones de vida diferenciadas, aunque vinculadas entre sí. El modo de producción capitalista daría cuenta de las relaciones de explotación en el ámbito de la producción y el patriarcado en el de la reproducción. Junto a estas tres concepciones cabe situar una cuarta que parte de la no distinción entre el ámbito de la producción y de la reproducción y que considera que ambas son solo una y la misma cosa, que hay dos áreas de producción: el área de la producción sobre el medio no humano, y el área de la producción sobre el medio humano, o producción de la reproducción social, lo que supone que el medio humano es objeto de producción como lo es el medio no humano y no el sujeto de la actividad productiva, que la explicación sobre la estructura dinámica de la formación social española o de cualquier otra bajo el modo de producción capitalista requiere un replanteamiento de la teoría del valor de Marx, por cuanto sería el capital y el poder el único sujeto en la totalidad del proceso, tanto de la producción de bienes como de la producción de la reproducción de la especie humana y también el único creador de valor, mientras el resto aparece como vehículo o medio de producción o de reproducción de ese valor que no le pertenece, como objeto, como mercancía y como producto.

    “El valor de la fuerza de trabajo se determina, como el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, incluyendo por tanto la reproducción de este artículo específico. Considerada como valor, la fuerza de trabajo no representa más que una determinada cantidad de trabajo medio materializado en ella. La fuerza de trabajo sólo existe como actitud del ser viviente. Su producción presupone, por tanto, la existencia de éste. Y partiendo de la existencia del individuo, la producción de la fuerza de trabajo consiste en la reproducción o conservación de aquél” (C. Marx. El Capital. Tomo I, Volumen 1.° sección segunda, n.° 3).

En este texto Marx precisa que la materialidad del hombre no tiene valor, ni es valor, sino una materialización del valor, el lugar o el espacio en el que el valor se encarna y se materializa.

    “Ahora bien para su conservación el ser viviente necesita una cierta suma de medios de vida. Por tanto, el tiempo de trabajo necesario para producir la F.T.(*) viene a reducirse al tiempo de trabajo necesario para la producción de estos medios de vida; o lo que es lo mismo, el valor de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de vida necesarios para asegurar la subsistencia del poseedor”.

En esta ocasión Marx, y sin una razón suficiente que lo justifique y en contradicción con su análisis de otros procesos de producción, restringe el proceso de producción de la F.T. al consumo o a la incorporación a esa materia prima de los medios de vida, sin tomar en consideración el trabajo humano que en combinación con esos medios de producción conforman los dos factores que determinan todo proceso productivo. Cuando para Marx sólo el trabajo humano crea valor -el valor añadido a la F.T. ya que éste por sí mismo carece de valor- en tanto que los medios de producción, en este caso los medios de vida del obrero, no hacen más que vehicularlo. De este modo Marx deja sin explicar o sin examinar el proceso de producción de la F.T., el proceso de producción de su reproducción y así la reproducción será analizada desde el marxismo como superestructura improductiva y no como un proceso más de la estructura económica de producción, aunque con unas características especiales y diferenciales por cuanto se trata de la producción de hombres.

Entre la fuerza de trabajo y los medios de vida que le son necesarios para mantenerse y reproducir su capacidad de trabajo y que constituyen el término de otro proceso de producción anterior, existen en toda sociedad capitalista, una impresionante estructura de producción y de trabajo que transforma esa F.T. sin valor alguno previo en una mercancía que se ajusta a las necesidades del capital, por cuanto se le ha añadido un valor de uso y un valor de cambio, y en esa estructura de producción, y junto a otras instituciones como la enseñanza, la sanidad, el comercio y la publicidad, ocupa un lugar preeminente la familia, como junto al médico, el enseñante, el comerciante o al publicitario, lo ocupa la mujer.

Situados en este punto nos encontraríamos con que la F.T. en tanto mercancía con un valor de uso y de cambio para el modo de producción capitalista, no es más que el producto final de un complejo proceso productivo merced al empleo en el proceso de la actividad de sectores considerados tradicionalmente como improductivos; pero quedaría por explicar el obrero mismo, en el caso de que este fuera algo distinto a su F.T., en el caso de que fuera separable el hombre de su capacidad de trabajo, ya que es ésta la que el obrero pone a la venta en el mercado de trabajo y por cuya venta percibe un salario, salario que si es así le pertenece y con él los medios de vida que adquiriera en el mercado de consumo.

“Entendemos por capacidad o fuerza de trabajo -dice Marx en el apartado que dedica a la «Compra y venta de la fuerza de trabajo»- al conjunto de las condiciones físicas y espirituales que se dan en la corporeidad, en la personalidad viviente de un hombre y que éste pone en acción al producir valores de uso de cualquier clase”. Según este texto no parece discutible que para Marx fuerza de trabajo y persona son una y la misma cosa, pero como esto supondría la negación del obrero como sujeto libre y enfrentado con el capital, añade: “Es necesario que el dueño de la fuerza de trabajo, considerado como persona, se comporte constantemente respecto a algo que le pertenece y que es, por tanto, su mercancía, y el único camino para conseguirlo es que sólo la ponga a disposición del comprador y sólo la ceda a éste para su consumo pasajeramente, por un determinado tiempo, sin renunciar por tanto a su propiedad porque cede a otro su disfrute”. Pero esta formulación que permite, como el mismo Marx dice, que el vendedor, es decir el obrero, no se venda a sí mismo al vender su F.T., y distinguirse así de la mercancía que vende, no pasa de ser una distinción formal y muy semejante a la que conceden las democracias burguesas cuando afirman que todos los hombres son libres e iguales ante la ley, mientras ocultan las relaciones reales de sometimiento y desigualdad en que de hecho, aunque no de derecho, viven.

La actividad productiva del capital no se reduce pues a la ocupación del medio no humano sino que incluye al hombre que como el resto del medio material es sometido a un proceso material de producción y de manipulación transformadora para que se ajuste en sus comportamientos al proyecto del Capital. Pero no ya desde el Capital que al menos formalmente ha de negar u ocultar esta faceta de su actividad por cuanto parte del reconocimiento de que todos los hombres son sujetos libres, sino desde la misma concepción marxista que reconociendo su calidad de objeto como F.T:, necesita que cuando menos potencialmente y aunque alienado, conserve su calidad de sujeto de sí mismo en cuanto es algo distinto de su propia F.T. y propietario de ella, no pueden considerar el área de la reproducción y del consumo como un área de la producción capitalista, sino que la consideran como el espacio donde la actividad capitalista realiza su valor o el valor de lo que produce, como el tiempo del no-trabajo y de la no-producción, como el tiempo del consumo y de la reproducción donde el poder se limita a organizar o presidir, a mantener el orden social o, en todo caso, a reproducir su dominación y su alienación. Parece evidente que en ese área el hombre consume y se reproduce pero ambas actividades están igualmente presentes en cualquier otro proceso productivo como ocurre cuando el hierro se convierte en acero por el cono de trabajo humano, de energía, etc., o cuando la reproducción de cualquier animal les convierte en mercancías, sin dejar por ello de ser actividades del capital.

Esta ocupación o proceso de producción que realiza el capital del medio humano se inicia en la familia para proseguir a través del sistema de enseñanza, de los medios de comunicación, de la institución sanitaria y en su conjunto por las actividades que conforman el llamado sector servicios, que en su conjunto podemos considerar como improductivo con respecto al proceso de transformación del medio no humano pero productivos y generadores de valor, del único valor, en el proceso de producción del medio humano. En la familia se produce el primer encuentro de la materia prima-ser humano en el poder, donde su NO inicial se irá convirtiendo en un si afectuoso, dependiente, merecedor de premio y en permanente acrecentamiento de su valor y de su bondad conforme va identificándose con la escala de valores que las cosas y las personas que le rodean tienen. Frente al niño/a, a su materialidad, a su cuerpo, a sus deseos y apetencias se erigirá la figura del padre, de la paterialidad y del poder, y conforme el niño/a va conformando su yo, ese yo que por encima de sus acciones le dicta lo que es bueno y lo que es malo, según el orden, las normas y las reglas en que el poder, la paterialidad y el poder se expresan, va adquiriendo uso de razón y cuando su identificación sea total y absoluta hasta el punto de que él mismo se convierta en padre o actúa como tal, habrá alcanzado su madurez y será ya un hombre adulto. Desde el mismo momento en que el hombre y por persona interpuesta la mujer eligió el camino de la apropiación y de la privatización, de diferir el consumo a través de la actividad productiva y el comercio, la opción de no limitarse a dominar el medio no humano sino también el humano, de por consiguiente estructurar todo el entramado de sus relaciones personales, económicas, sociales y políticas sobre el ejercicio del poder y sobre el poder mismo al identificarse con él, el patriarcado se convierte en la expresión más ajustada, activa y eficaz de ese proyecto de desarrollo de la especie humana y que históricamente se ha ido concretando en los distintos modos de producción que conocemos. El patriarcado aparece así como la expresión de la línea paterial y del poder prescindiendo de quien en cada caso lo detente y lo imponga y del modo de producción histórico en que se manifieste, tanto si se considera emanado de los dioses como de los hombres, tanto si es el hombre o la mujer quien lo ejerce (el matriarcado no expresa más que el dominio de las mujeres pero dentro de ese mismo orden paterial), tanto si el modo de producción es esclavista, feudal o capitalista, tanto en una dictadura burguesa como proletaria.

La denominación de patriarcado no hace más que evidenciar que ha sido y es, quien en cada caso se identifica con la función de padre y con el poder, quien se sitúa en la cabeza de ese proceso ordenado y jerarquizado de privatización y apropiación sometiendo a su autoridad y en distintos grados y formas al resto. Del mismo modo la paterialidad expresa que la línea en que ese proyecto se perpetúa y permanece pese a los profundos cambios de todo tipo que históricamente se han sucedido es la línea del padre. El poder en cuanto significante de todo valor, en cuanto único sujeto que convierte a cuanto no es él y de forma cada vez más compleja, acabada y perfecta, conforme aumenta y conquista nuevos espacios para el ejercicio de su actividad tanto en el medio no humano como en el medio humano, en objetos, mercancías y productos; la línea paterial como la expresión permanente, continuada y en permanente ampliación de ese poder; y el patriarcado como la forma en que ese poder se concreta, se ejerce, se institucionaliza para imponer a todos y a cada uno unas condiciones de vida acordes con su proyecto, realizan una actividad productiva que toma como objeto de su proceso productivo a la totalidad de la naturaleza, a la materia inorgánica, a la orgánica y al mismo hombre y sólo la distinta calidad de esa materia, o su capacidad de ofrecer resistencia, matiza, modifica y diferencia los distintos procesos de apropiación, de ocupación y de consumo de cada uno de ellos. El patriarcado en su concreción histórica ha producido y reproducido esclavos a través del modo de producción esclavista, ha producido y reproducido siervos bajo el feudalismo y produce y reproduce asalariados.


En resumen

A) Frente a las tesis que consideran que existen dos campos distintos aunque interrelacionados, el de la producción y el de la reproducción, el primero constituido esencialmente por la “estructura económica” y el segundo por las “superestructuras políticas e ideológicas”, nuestro punto de partida se sitúa sobre la constatación de que se trata de un solo proceso de producción donde pueden distinguirse para su análisis fases y secuencias pero no, desde luego, caracterizaciones estructurales y superestructurales para distinguirlas.

    1. Lo que se conoce como producción de bienes y como reproducción social, son las etapas de un solo proceso productivo; la primera hace referencia a la transformación de la naturaleza o, para ser más exactos, al medio en el que vive y se reproduce la especie humana; la segunda a la transformación de los miembros de esta especie humana.

    2. Tanto la producción como la reproducción, en tanto etapas de un único proceso de producción, constituyen actividades de transformación de la materia utilizando medios de trabajo y fuerza de trabajo. En la etapa conocida como reproducción social, la materia que se transforma en el proceso está constituida por el conjunto de la población de la formación social de que se trate, y en el proceso entran la totalidad de los bienes de consumo producidos en la etapa anterior (por eso constituyen un solo proceso) y se utilizan como medios de trabajo característicos la información, los contenidos educativos y pedagógicos, los valores morales, religiosos y éticos, las normas y las leyes de convivencia, los mecanismos represivos e ideológicos, etc., y como fuerza de trabajo la encuadrada en instituciones tales como la familia, la enseñanza, la sanidad y en general la que conforman el sector servicios en las sociedades desarrolladas.

    3. La actividad que se desarrolla en la etapa de producción de la reproducción social es productiva en un doble sentido, produce valores de uso, es decir, fuerza de trabajo o capacidad humana para producir (o transformar el medio material, incluido el propio ser humano), y valores de cambio (en las sociedades donde rige el intercambio mercantil) por cuanto que la fuerza de trabajo y la mujer desde luego son convertidos en mercancías con un valor en el mercado.

    4. El proceso en sus dos etapas -producción y reproducción- ha sido históricamente un proceso de apropiación privada realizado no por todos los miembros de la especie sino por algunos de entre ellos que han constituido los grupos y las clases sociales dominantes.

B) Históricamente el proceso de producción, identificado con el proceso de apropiación privada que recorre todo el camino de la producción y apropiación privada de los bienes para terminar en la apropiación privada de la fuerza de trabajo y de las mujeres, se ha desarrollado sobre la línea del PADRE, la paterialidad que expresa la ley y el orden, y estructurado en el patriarcado.

    1. Los distintos modos de producción (que comprenden tanto la producción como la reproducción social) y que históricamente se han ido sucediendo desde el esclavismo hasta el capitalismo, no son otra cosa que la materialización del poder, de la línea paterial y del patriarcado. Materializaciones más o menos complejas y sofisticadas que expresan el desarrollo de la línea del PADRE.

    2. Por que este proceso se ha desarrollado como expresión del poder del PADRE, los hombres han protagonizado la historia de la humanidad y les ha sido posible identificarse con el PADRE-PODER, aún cuando ellos mismos han sido producidos, apropiados y privatizados, en tanto que a las mujeres se las ha relegado a ser el reflejo y la repetición -matriz- de la paterialidad.

    3. Históricamente las alternativas revolucionarias, aún teniendo su fundamento en los impulsos de liberación, se han situado dentro de la línea paterial, de la línea del poder que protagoniza el PADRE, sin que hayan sido excepción ni la revolución burguesa ni la revolución proletaria; la primera por cuanto mantenía y aún sacralizaba la apropiación privada de la naturaleza lo que convertía en puramente formales la libertad y la igualdad; la segunda por cuanto que desconocía que el proceso de la producción se cerraba con la producción de la fuerza de trabajo y de la mujer, y que resultaba totalmente inútil el “desprivatizar” la etapa de producción de bienes si la etapa esencial seguía produciéndose en los mismos términos. Y ambas porque situadas sobre la línea paterial imponían el principio de realidad sobre el principio del placer, condenando y reprimiendo todas las pulsaciones materiales capaces de erotizar tanto las relaciones interpersonales como las relaciones entre la especie humana y el medio natural sobre el que vive.

C) El ecologismo como alternativa a la privatización de la naturaleza y del medio no humano por la paterialidad y el feminismo como la alternativa a la privatización de la especie humana por el PADRE y el patriarcado, aparecen hoy con la capacidad de desarrollo de una alternativa global distinta y profundamente revolucionaria, lo cual no supone todavía que lo sean en su estado de desarrollo actual.

Sólo en la mujer, en su profunda expresión de la materialidad de la naturaleza y en la medida precisamente de que ha sido a su pesar, negada, marginada y excluida por el hombre que se ha erigido en el único sujeto, razón y norma de la historia de la especie, está hoy el germen subversivo capaz de enfrentarse al PADRE, a la PATERIALIDAD y al PATRIARCADO con los que los hombres se han identificado anegando en esta identificación toda capacidad de reacción.





Notas al pie de página

    (*) La autora usa la forma abreviada de fuerza de trabajo, F.T. (Nota de esta edición digital)