La mujer, de mercancía a rebelde
Carmen de Elejabeitia
El Viejo Topo, nº 31, 1979En una encrucijada en la que se encuentran el camino recorrido hasta ayer y las expectativas que para mañana y de cara al futuro aparecen como posibles, se sitúa hoy para los hombres el problema de la mujer, su lucha diaria frente a una dinámica histórica que la ha colocado en un segundo plano con respecto al hombre y que ella busca, desde concepciones, posturas y prácticas diversas y en ocasiones contradictorias, transformar, cambiar o trastocar.
De la percepción viva del medio, inscrito en un espacio y tiempo determinado, arranca la posibilidad del pensamiento abstracto y globalizador que dará lugar a unas prácticas concretas. La dinámica interrelacionada y compleja de este proceso va paulatinamente constituyendo el conocimiento humano. Los principios que en cada época y para cada formación social se van manifestando, vienen determinados por los hombres que en ese momento viven, por sus necesidades, por las relaciones que establecen con el medio y con los demás hombres o grupos humanos y, sobre todo, por el modo de producción y las relaciones de producción correspondientes que constituyen la base material de su existencia.
Si esto es así para la totalidad del conocimiento, entendido como la conjunción entre percepción, pensamiento y práctica, lo es para cada uno de los espacios en los que, para poderlos analizar, parcelamos el conocimiento y, en consecuencia, es aplicable a la problemática hombre-mujer, al conocimiento de dónde se sitúa hoy en su dialéctica entre el pasado y el futuro.
Simone de Beauvoir, en su obra
El segundo sexo, centra la cuestión en términos de realidad e imagen. El hombre es la realidad, lo uno, el sujeto, lo absoluto, y la mujer la imagen, lo otro, el objeto, lo relativo. El hombre y la mujer, en una dinámica histórica que se pierde en el tiempo, han ido desarrollando sus relaciones no en términos de igualdad, en la que cada uno se explica por o con el otro como los dos polos de una misma realidad, sino que ésta era el hombre y la mujer sólo su reflejo; un reflejo que le es necesario al hombre para reconocerse a sí mismo, para tomar conciencia de su propia realidad y existencia como sujeto pero que es independiente del reflejo que produce. Sin la mujer el hombre no se reconocería, no existiría subjetivamente, aunque sí objetivamente, en tanto que la mujer sólo existe objetivamente para que el hombre se identifique consigo mismo.
Cuando un hombre -dice
Simone de Beauvoir- viste a una mujer, demuestra que es capaz de ganar el dinero necesario para comprar esas prendas y subjetivamente se reconoce y aprecia en la admiración que tal hecho provoca en los demás hombres, pero objetivamente daría lo mismo que la vistiera o no; sin embargo, para la mujer son esos vestidos los que permiten que objetivamente sea considerada por los demás; el que la sociedad tenga ese aprecio o visión de la mujer es grave, pero aun lo es más que sea la propia mujer quien considere coincidente con esta visión su subjetividad y la valoración y el aprecio de sí misma.
Históricamente la mujer ha aceptado esa situación porque carece de historia, de pasado, de religión, de cultura, de intereses de grupo, de solidaridad, porque en todo eso que constituye el desarrollo de la humanidad ha sido permanentemente sustituida por el hombre; su pasado, su cultura, sus intereses y su solidaridad son los del hombre en general o los de esos hombres concretos -padres, maridos, hijos- que conforman su existencia.
Cuando para uno mismo se es objeto y en la memoria no hay otra cosa, el renunciar a ello es casi imposible. Ser objeto tiene sus ventajas y las mujeres han sabido vivir bien de ellas, ventajas económicas, de protección, de comodidad y sobre todo la ventaja de no tener que enfrentarse con la propia libertad, con la condición de sujeto, con crear todo eso de lo que se carece. La mujer -afirma
Simone de Beauvoir- es el mejor cómplice del hombre para perpetuar el seguir siendo nada más que un reflejo suyo, y sólo grupos minoritarios se plantean el ser sujetos activos de su propia vida.
Esta concepción, en sus términos más globales, sigue vigente todavía hoy, pero se hacen necesarias matizaciones y precisiones para un mayor acercamiento del problema.
De la imagen al “yo”El YO de cada uno, sean hombres o mujeres, se puede definir como la representación que de sí mismo tiene, y esa representación se forma o se ha ido formando en cada uno con las representaciones o imágenes que los demás tienen de nosotros. El niño, desde que nace, recibe información sobre sí mismo de cuantos le rodean, y esta información configura su “yo”, con el que se identifica, aunque esta información sea falsa y esté manipulada. Si esta afirmación en el caso del hombre puede parecer discutible, en el caso de la mujer lo es mucho menos. Sea cual fuere la real identidad específica de la mujer como algo distinto, históricamente no ha tendido otra expresión sociológica más que con respecto al hombre.
El hombre ha creado el “yo” de la mujer a su imagen y semejanza, un “yo” que hace que la mujer se identifique como sujeto responsable de los comportamientos que realiza, pero como estos comportamientos tienen su raíz o son la consecuencia de la representación que de sí misma tenga en su cerebro, es decir del “yo” con el que se identifica, y como éste no es otra cosa que el resultado de la imagen y representación que el hombre transmite a la mujer, los comportamientos que realiza no son realmente suyos, sino los de los hombres que su “yo” ha simplemente vehiculado. Lo que no impide que, a pesar de todo, se sienta responsable de los mismos.
Del mismo modo que sociológicamente hay una serie de comportamientos tipo que se suponen son los que corresponden al hombre, hay otros que la sociedad espera y reclama de la mujer, pero la cuestión está en que la sociedad se encuentra dominada por el hombre y en tanto que los comportamientos masculinos lo son como expresión de la dominación, los comportamientos que se consideran femeninos no son los de la mujer como el otro término de la relación humana, sino los que el hombre, como dominador en cada ocasión, espera de ella. El hombre, a través de la mujer y con su concurso, aumenta su capacidad, amplía sus propios comportamientos. El zurcir calcetines, o el realizar las labores caseras, no tienen por qué ser comportamientos femeninos, son los que el hombre espera que la mujer haga y lo que la sociedad dominada por el hombre exige de la mujer. El hombre utiliza la energía, y las manos “delicadas” de “su” mujer, para zurcir sus calcetines, se trata de una acción tan suya como lo son sus calcetines, aunque la mujer se sienta responsable de ella. Hay ejemplos muy conocidos de mujeres que social o políticamente engrandecen la figura de los hombres a los que pertenecen, que aceptan con orgullo y se responsabilizan totalmente de su papel de espejos donde el hombre refleja su imagen, de tal forma que sin ninguna ambigüedad sus comportamientos son una prolongación o un perfecto añadido de los comportamientos que a ese hombre le están llevando al éxito social o político, y el problema no está tanto en que sea capaz de vestirse, actuar y vivir conforme a unas pautas impuestas por el hombre, ni tan siquiera en que esa forma de comportarse socialmente se identifique con lo femenino -ya que se trata de la realidad con la que nos encontramos-, sino en que esa mujer, cada mujer, acepte esos comportamientos como propios, se identifique como “sujeto” responsable de los mismos y, en la medida en la que no los realiza, se sienta culpable.
El hombre, la sociedad y la propia mujer se empeñan en la formación de lo femenino, en la adaptación e integración de lo femenino en un orden que es exclusivamente masculino, para que no distorsione este orden, se cumplan sus objetivos y se garantice su reproducción como algo que es de la responsabilidad y en beneficio tanto del hombre como de la misma mujer.
Las consecuencias de la creación, por parte del hombre, del “yo” de la mujer y su impresión en el cerebro de ésta como lo único existente y veraz, son evidentes. Cuando una mujer recibe, y no es fácil, informaciones directas sobre sí misma, si éstas entran en contradicción con su “yo” son rechazadas. El ejemplo más evidente nos lo ofrece el campo de la sexualidad. La sociedad y el hombre han etiquetado la sexualidad femenina como pasiva, en función de los deseos y apetencias masculinas y como un sistema de “garantizar,” su fidelidad, y la mujer ha aceptado su papel y si alguna vez en su soledad resiente las llamadas de su sexo insatisfecho, o rechaza como una tentación esta llamada, o se siente culpable y acepta el castigo, o siente el remordimiento de no haberse negado a sus apetencias, esas que forman parte de ella misma pero no de su “yo”. Junto a la mujer sexualmente pasiva y por ello respetable, siempre han existido las mujeres sexualmente activas, las no respetables ni respetadas, pero a poco que analicemos su comportamiento sexual éste es tan pasivo como el anterior. El prostíbulo no es precisamente el feudo de la sexualidad femenina, sino de la masculina, que unas veces, y según sus apetencias, reclama pasividad y otras actividad, pero visto desde el prisma de la mujer, tan pasiva es la mujer que se deja desnudar por el hombre, como la que hace un streaptease en público para que los hombres que la contemplan sientan reaparecer su “virilidad” agotada; ambos comportamientos no son más que la respuesta del hombre a sus propios estímulos, respuestas que realiza utilizando el “yo” manipulado de la mujer.
De objeto a mercancía utilizada para el consumoLa mujer queda así convertida en un objeto apropiado por el hombre y en un mundo en el que la mayor parte de los objetos se han convertido en mercancías. La mujer no es una excepción y de objeto ha pasado a mercancía para el consumo.
La creación del “yo” de la mujer por el hombre y la sociedad masculina, facilita el camino para su conversión en mercancía porque hace posible que, mientras su realidad es la de ser un objeto apropiado con un valor de cambio que permite la transacción, su “yo” interiorizado la lleva a considerarse a sí misma como sujeto y a desconocer su realidad de mercancía, y en la medida en que se desconoce se incapacita para la reacción. Es precisamente en ese “yo” imaginario e idealizado pero asumido, donde sitúa la mujer lo “eterno femenino”, la virtud, la maternidad, el hogar, y es ahí, y no en la realidad material, donde únicamente le es permitido encontrar la “libertad”, su posibilidad de no ser apropiada y de sentirse ella misma, y es de allí de donde arrancan sus comportamientos para ajustarse lo más posible a ese ideal del “yo”.
La vida de la mujer se desarrolla así en dos secuencias paralelas pero interrelacionadas a través de los comportamientos, una el mundo material de los calcetines que hay que zurcir, de las camas que hay que hacer y del “chocolate del loro” sobre el que hay que decidir, y donde permanentemente la agresividad del hombre viola su cuerpo, y otra poblada de fantasmas y de “femeninas ideas” donde lo material tiene su representación deformada, todo un mundo de significados que distorsionan la realidad y condicionan los comportamientos para integrarla en el orden masculino al que está sometida, donde el ser objeto de presunción para el hombre que la luce y la “enjaeza” como si fuera una yegua se resiente como belleza y elegancia propia, donde la apropiación de su cuerpo por el hombre al que pertenece adquiere el significado de honestidad y virtud, donde hasta el parir, que no es más que dar herederos al amo, se sublima en maternidad.
El hombre que ha impedido a la mujer el conocimiento de sí misma y de su entorno a través de sus propios sentidos y utilizando su propio cerebro, que le impide permanentemente percibir y percibirse, pensar y a partir de ahí actuar y ajustar sus comportamientos, ha sustituido todo ello (la explicación no puede ser otra que su temor a que la mujer sea capaz de sentir, pensar y hacer en consecuencia) por una información y un conocimiento interesadamente equivocado, ideológico y legitimador, que ocultan, y en muchas ocasiones destruyen, la identidad de la mujer, el que llegue a conocerse. Hoy ese conocerse pasa por su toma de conciencia de que es un objeto, una mercancía para el consumo del hombre, para su uso y abuso, una mercancía que como cualquier otra, una vez adquirida, permite que su dueño la use gratuitamente sin otra contrapartida que laque suponga su conservación evitando en lo posible que se deteriore antes de tiempo, procurando en algunos casos que hasta mejore, se vista mejor, se mantenga joven y atractiva, aprenda a no decir demasiadas tonterías, pero en ningún caso para sí misma sino para quien la ha adquirido, para su propietario, sea éste padre, esposo o hijo.
Esto que tantas mujeres comprenden cuando se refiere a otras, cuando se ve desde fuera, resulta mucho mas difícil de aceptar sobre nuestro propio “yo”, el de cada una, pero en uno u otro grado, de una forma burda o sofisticada, es real en todos los casos y alcanza a la totalidad de las mujeres y no tiene otra salida que la que se inicia con la toma de conciencia de ello para, desde ahí, desde el conocimiento de esa realidad, tratar de modificarla.
La actividad conformadora del “yo” de la mujer por parte del hombre no es individual, no la realiza cada hombre sobre la mujer que le corresponde, -en ese caso sería posible pensar que en determinados casos puede no producirse o, cuando menos, puede ir aminorándose hasta llegar a desaparecer y dar lugar a que algunos hombres y mujeres vivan sus relaciones en términos distintos a los que impone la apropiación- sino que esas representaciones que configuran el “yo” tienen una dimensión social que se expresa en “roles” distintos y definitorios, en diferentes modelos y tipificaciones, desde el “yo” de la mujer que lava más blanco, hasta la que se siente “segura” por el uso de un desodorante; desde la que es más audaz y más atrevida gracias a su barra de labios, hasta la que consigue una noche de pasión gracias a un perfume. Solo hay que ver un rato la televisión para ponerse al día sobre los distintos “roles” que hoy se esperan de la mujer y asomarse a lo cotidiano para comprobar cómo efectivamente éstas los realizan. Aunque los hombres tengan unas demandas diversificadas en el consumo de la mujer, éstas se agrupan por tipologías masculinas; la mujer del electricista debe saber lavar su ropa de trabajo, la del oficinista preparar una buena taza de café, la del ejecutivo conservar su línea y de los grandes... bueno, esos tienen muchas. El “yo” de la mujer, de cada mujer y desde su niñez, se va ajustando a esta demanda potencial del mercado masculino según el momento histórico y la formación social concreta en la que se sitúa y, forzosamente, su vida material y sus comportamientos se ajustan a estas previsiones de apropiación por parte del hombre que las consume o que va a consumirlas.
A todo ser vivo, en teoría, se le presentan dos opciones: o consumir su energía, su vida, viéndola para sí, o dejar que la consuman otros, que sean otros los que vivan a través de él. Esto es fácil de comprobar y sobre todo de admitir en el caso de los animales. Un caballo salvaje vive consumiendo su energía según las normas o reglas de su propia especie a las que ajusta sus comportamientos, sin otro quehacer que buscar comida, reproducirse y procurar que otras especies enemigas no le devoren. Ese mismo caballo, después de haber sufrido la doma y sujeto a un arado ya no consume su vida para sí, deja o se ve obligado a aceptar que otros se la consuman, ni busca comida, ni con quien reproducirse, y su seguridad está en manos de otro, del amo que le da de comer para que siga trabajando y que puede no estar interesado en que se reproduzca por cuanto que su interés no está en reproducir la especie caballar sino la humana. El amo ha humanizado al caballo, lo ha convertido en un mecanismo del comportamiento del hombre, de su trabajo de cultivar la tierra, pero como contrapartida el caballo ha dejado de ser lo que era para convertirse en objeto de consumo para el hombre. Seguramente con el cambio el caballo ha conseguido “vivir mejor”, estar más gordo y reluciente, estar alimentado, alojado y cuidado con más regularidad, pero a cambio de que su vida no le pertenezca, en último término, no vivir.
El caso de la mujer es muy similar, consume su vida y energía conforme a las pautas de comportamiento impuestas por el hombre, hasta el punto de que ni su propio cuerpo le pertenece; no sólo se lo alimentan, se lo visten y se lo cambian cuando no se ajusta a la demanda, sino que para sí misma no tiene ninguna reclamación que hacer, ni la menor intimidad; su propio espacio físico se ve permanentemente no respetado y violado, a cambio de ello ha conseguido ventajas, ciertas comodidades, protección y sobre todo irresponsabilidad para consigo misma, todo cuanto se deriva del no enfrentarse con el propio ser de uno, con ser el artífice y el sujeto de su propia historia y de su libertad. El papel de la mujer es así más fácil, pero entraña la negación de su realidad mas allá del simple espejo, reflejo, objeto y mercancía para el consumo de los otros.
Pero la cuestión no queda ahí; esas ventajas que en último término se expresan en irresponsabilidad para consigo misma, no incluyen el que pueda desentenderse del “rol” que la sociedad de los hombres le ha marcado. Es irresponsable de sí misma, pero a cambio de tomar sobre sí la responsabilidad de los otros. Todas las mujeres, y cada mujer en concreto, nos complacemos y nos hacemos cómplices de “nuestra fragilidad, debilidad y tontez”, que cuando son bien interiorizadas se materializan en 24 horas de trabajo diario fuera de casa o en el hogar, en soportar el dolor y el sufrimiento no heroico pero sí cotidiano en unos grados desconocidos para el hombre, en que nuestra inteligencia “que nunca sobrepasa el nivel de la intuición femenina” resuelva multitud de problemas que al hombre se le escapan. El problema, en último término, no está en que la mujer sea un objeto o mercancía de consumo -esa no es más que una realidad a conocer por la mujer como la suya propia-, sino en que a ese objeto, la sociedad y los hombres por el mecanismo del engaño y la manipulación, le han dotado de un “yo” alienado, y en que, en virtud de esta alienación, se siente responsable y susceptible de represión hasta el punto de admitir de buen grado el castigo correspondiente.
Su vida no se establece en los términos de libertad personal, pero tampoco en los de una felicidad bobalicona y fácil similar a la de los animales favoritos que el hombre ha domesticado para su placer personal, y esta diferencia es esencial, porque de ahí y no de la apropiación de la mujer por el hombre pavy arranca el difícil camino hacia su liberación.
La problemática liberación de la mujerSi el conocimiento de la mujer, al que hoy podemos llegar, nos la presenta como una mercancía destinada al consumo del hombre, su toma de conciencia ha de partir de ahí y del análisis de los mecanismos que la han situado en ese punto. Entre estos mecanismos merece una especial atención el que consiste en la creación por parte de la sociedad masculina del “yo” de la mujer, para ocultarle su realidad de objeto de consumo, y para que sus comportamientos, aunque se califiquen y aún se resientan como “femeninos”, sean en realidad masculinos, ya que son la respuesta a los estímulos que recibe el hombre. La importancia de este mecanismo nos indica que la toma de conciencia debería tener como resultado la creación de otro “yo” en la mujer, en cada mujer, un “yo” igualmente ideal y “utópico”, un “yo” rebelde, tan imaginario e ilusorio como el que ha creado el hombre para la mujer, puesto que la realidad aun no se habría modificada, pero un “yo” que en tanto en cuanto asumido y desde ese momento real, daría lugar a unos comportamientos y prácticas nuevas y discordantes con el orden machista imperante.
Si el camino del conocimiento es la percepción de la realidad, el pensamiento abstracto, y los comportamientos que se derivan, ese camino hoy se materializa en una percepción viva de la mujer, de cada mujer, y de su vivir como objeto de consumo, de un pensamiento sobre sí misma a partir de un “yo” ideal y utópico de mujer libre y de unos comportamientos acordes con ese “yo” que inevitablemente modifican la realidad y acercan de una u otra forma la utopía, aunque ésta paulatinamente también sea modificada y transformada.
Actualmente, ese “yo”, o toma de conciencia, del que parten las prácticas de los movimientos feministas, coloca a estos en dos vertientes: una que pretende sustituir al hombre en su posición dominante y convertirle a su vez en objeto de consumo, y otra que considerando que entre los hombres también hay dominantes y dominados, y por lo tanto lucha de clases, une su suerte, o pretende unirla, a quienes como ellas se ven sometidos a la explotación, a la alienación y dominación del grupo dominante, considerando que esencialmente su lucha es la misma.
Entre las mujeres siempre se ha dado el caso de algunas que han pretendido y conseguido ocupar puestos de “hombre” y con ellos conquistar su carácter dominante, pero esa actitud y comportamiento individual ha llegado a convertirse en objetivo colectivo en determinados grupos feministas. Frente a un mundo que se reconoce machista se opone la utopía futura de la dictadura de la mujer, en términos que no dejan de recordar a los que en el marxismo se sitúa la dictadura del proletariado; frente al poder de unos se opone el poder de otros, bien para mantener ese estadio de dominación, bien para que sirva de medio de destrucción del poder anterior y de contención de toda reacción previsible y, a partir de ahí, crear un mundo de igualdad para el hombre y la mujer.
Pero si se llegara a una situación de matriarcado en sustitución del actual patriarcado, si la mujer dominara los recursos económicos, ocupara el lugar predominante en los campos social y político, sometiera al hombre a la condición de un objeto para su consumo, no habría hecho otra cosa que asumir los comportamientos actuales de los hombres. Cuando decimos que el mundo es machista, cuando afirmamos que los únicos comportamientos hoy existentes son los masculinos, posiblemente no expresamos más que el hecho de que la dominación hoy se realiza por el hombre y en términos “masculinos”, confundiendo la dominación, que es lo fundamental, con su ejercicio. La dominación se expresa en términos masculinos, pero también podría expresarse en términos “femeninos” sin que por ello dejase de ser dominación. Los comportamientos que hoy regulan las relaciones entre las personas, las relaciones sociales en general, son comportamientos de dominación y subordinación, de apropiación, de consumo y cosificación; en el fondo, comportamientos “asexuados” que no cambiarían porque cambiase la posición relativa del hombre y de la mujer, ya que su esencia no es ser machistas sino el ser de dominación.
Sólo en una situación de igualdad real es posible pensar en unos comportamientos sexuados, en unos comportamientos que sean específicamente masculinos y femeninos como términos complementarios de una relación social de igualdad.
Esto supone que es posible y necesario plantearse si, como afirman algunos grupos feministas, son la totalidad de los hombres quienes oprimen a la mujer como su término antagónico, o si, como afirman otros, entre los mismos hombres hay opresores y oprimidos y los comportamientos “machistas” son comportamientos de las clases dominantes que se imponen a las mujeres para aumentar de este modo su dominación y perpetuarla sobre la totalidad. Para estos grupos la lucha de liberación de las mujeres coincide con la lucha obrera en sus objetivos generales aunque sin negar la existencia de unos objetivos específicos para el movimiento feminista.
Sin embargo, en la práctica de la lucha obrera la cuestión no aparece tan clara, ya que aun cuando en sus objetivos finales aparece la liberación completa de los hombres -en la que se incluyen desde luego las mujeres-, en su lucha cotidiana, en sus organizaciones y aun en la teoría sobre la que se apoyan sus acciones, el problema de la liberación global se reduce a que desaparezca en la estructura productiva la explotación económica de los capitalistas, arrebatándoles para colectivizarlos los medios de producción, lo cual en la práctica no parece que suponga por sí mismo la liberación de las mujeres y ni tan siquiera la liberación de todos los hombres en las complejas relaciones sociales que les unen o que les separan y colocan en posiciones desiguales.
Las organizaciones obreras parten del supuesto de que el problema se sitúa en que los capitalistas les arrebatan y les roban una parte de su trabajo o su resultado: la plusvalía, cuando la mujer resiente que lo que está realmente en juego es la totalidad de su vida, que no se trata de una apropiación parcial de su trabajo sino de la apropiación absoluta de su persona, del proceso que hemos descrito que la convierte en objeto, en mercancía de consumo.
El hecho de que la toma de conciencia de la clase obrera hoy siga siendo limitada, que no comprenda que su problema es hoy, como el de las mujeres, un problema que afecta a la totalidad de su persona que es convertida en objeto y mercancía y apropiada en su totalidad por los capitalistas, hace que difícilmente ambos movimientos de liberación coincidan, y que la toma de conciencia de la mujer, en tanto que pretende rebasar los límites de la explotación, planteando su situación de apropiada en su totalidad, aparezca como la expresión más certera de la utopía revolucionaria.
Hoy a la mujer más que al hombre, le es posible conocer su situación de objeto apropiado, de concebir un “yo” rebelde, y de realizar, por lo tanto, una práctica revolucionaria.