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LACLAU, Ernesto (1935-2014)

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Ernesto Laclau

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Introducción

Buenos Aires, 6 de octubre de 1935 - Sevilla, 13 de abril de 2014. Teórico político argentino frecuentemente llamado postmarxista. Fue profesor de la Universidad de Essex donde ocupó la cátedra de Teoría política y fue además director del programa de ideología y análisis del discurso. Dio numerosas conferencias en universidades de Estados Unidos, Latinoamérica, Europa occidental, Australia y Sudáfrica.

Tras el golpe de Estado de 1955, en Argentina, fundó el grupo Contorno, junto con Eliseo Verón, entre otros intelectuales, fue ayudante del sociólogo Gino Germani y creador, junto a José Luis Romero, de la materia Historia Social en la facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Durante la década de 1960 dirigió las revistas Izquierda Nacional y Lucha Obrera, ligadas ambas al Partido Socialista de Izquierda Nacional. Estudió historia en Buenos Aires, graduándose en la Universidad Nacional de Buenos Aires en 1964. Desde 1969 se estableció en Reino Unido, donde recibiría una beca para estudiar con Eric Hobsbawm. Finalmente se doctoraría en el Universidad de Essex.

El libro más importante de Laclau es Hegemonía y estrategia socialista, que escribió al lado de Chantal Mouffe y que es la piedra fundacional del posmarxismo. Su pensamiento es frecuentemente descrito como postmarxista dado que ambos estuvieron involucrados en los movimientos sociales y estudiantiles de la década de 1960 tratando de unir a la clase obrera con nuevos movimientos sociales. Rechazaron el determinismo económico marxista y la noción de que la lucha de clases es el antagonismo crucial en la sociedad. A cambio, reivindicaron una democracia radical y un pluralismo agonal en el que todos los antagonismos puedan ser expresados. En su opinión, "...una sociedad sin antagonismos es imposible", por lo que declararon que "la sociedad plena no existe", es quimérico pensar en el cierre de "lo social".





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Nota Vie Ene 07, 2011 9:28 am
fuente: http://sur.elargentino.com/notas/ernest ... emocratica



Entrevista con Ernesto Laclau

“Puede haber Congresos con una voluntad antidemocrática



Alejandra Rodríguez y Exequiel Siddig

Miradas al Sur // 13 de junio de 2010




    Contra la moda que reivindica el parlamentarismo europeo, defiende la necesidad de presidencialismos fuertes en Latinoamérica. Se declara partidario de la reelección indefinida.


Hace una década, América del Sur comenzaba el largo e inexorable periplo de tocar fondo, una serie de crisis que detonarían jornadas de crispación antineoliberal masiva. Los ejemplos son conocidos. El 26 de febrero de 1989, el gobierno venezolano de Carlos Andrés Pérez, conchabado con el FMI y su paquete económico, subía el 30% del precio de la nafta. Esta decisión desembocaría, tres días más tarde, en el llamado “Caracazo”. De este y otros ajustes anteriores, surgiría diez años más tarde la “Revolución Bolivariana”.

En Bolivia, la “Guerra del Gas”, la privatización del agua y el atosigamiento anticocacolero del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada parirían, en enero de 2006, al primer presidente aymara y el primer Estado del mundo constitucionalmente plurinacional.

En Ecuador, la traición electoral del presidente Lucio Gutiérrez al Partido de Unidad Plurinacional Pachakutik llevaría a la presidencia, en 2007, a un cuadro formado en Harvard pero con la mirada puesta en la reivindicación nacionalista de una economía totalmente dolarizada.

A los liderazgos de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, los críticos conservadores los han acusado de abrevar en la tradición populista latinoamericana, un régimen con una presunta tendencia autoritaria. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, así como el de Fernando Lugo, son atacados con los mismos argumentos. “Pero la amenaza real a la democracia viene de la oligarquía neoliberal”, tercia Ernesto Laclau, uno de los más reconocidos politólogos argentinos, profesor hace más de 35 años en la Universidad de Essex, Inglaterra, donde reside.

Vino a dar clases en el Centro de Estudios del Discurso y las Identidades Sociopolíticas de la Universidad de San Martín, un instituto creado en 2007 a su amparo y del que es su director honorario. Sin embargo, su presencia en el país tiene una intención política definida. Contra la moda que reivindica el parlamentarismo europeo como la panacea de las nuevas democracias en Latinoamérica, Laclau redobla la apuesta y defiende la necesidad de presidencialismos fuertes.

“Un proceso de democratización como el que han experimentado Venezuela y Bolivia serían impensables sin la figura de Chávez y de Evo”, dice en su casa, cerca de Plaza San Martín, antes de regresar a su cátedra en Colchester, Inglaterra. “Para las democracias latinoamericanas, soy partidario de la reelección presidencial indefinida. No en el sentido de que vayan a elegirse presidentes de por vida, sino de que éstos puedan presentarse a elecciones una y otra vez. Porque cuando la voluntad colectiva de cambio se ha aglutinado alrededor de ciertos significantes, imágenes y nombres, la discontinuidad de ese proceso puede llevar a la reconstrucción del viejo régimen sobre la base de diluir el poder en una serie de comités y corporaciones de distinto tipo”.


– ¿Pueden existir Congresos antidemocráticos hoy en América Latina?

– ¿Con una voluntad antidemocrática? Sí, claro que puede haber.


– ¿Y en el caso del Congreso argentino actual?

– La oposición fue demasiado estúpida para hacer pleno uso de las posibilidades que se le plantearon. Pero, evidentemente, la tendencia a transformar el Congreso en una forma de coartar la acción del Poder Ejecutivo se movía en una dirección corporativa antidemocrática.


– ¿En qué ocasiones, por ejemplo?

– En muchas circunstancias. Una fue intentar tomar por asalto todas las comisiones del Congreso, aprovechando una mayoría circunstancial e ignorando la proporción de los votos que el pueblo había expresado en las elecciones.


En su ya clásico libro La razón populista, Laclau intentaba alejarse de la percepción eurocéntrica del populismo como un régimen político tendiente a menguar los valores de la democracia representativa. “El populismo es simplemente un modo de construir lo político”, escribía. Se trata de un discurso que divide a la sociedad e interpela a los de abajo, confrontándolos con los que detentan el poder. En el populismo, hay “una dicotomización del espacio público”, aunque no tiene un signo político determinado. Puede ser de izquierda o de derecha. Para Laclau, “populistas fueron tanto el fascismo italiano como el maoísmo”.

Desde su perspectiva, la imprecisión del vocablo ayudó a su ninguneo tanto en la teoría como en la retórica política. En principio, el populismo no se asemeja al entramado de relaciones clientelísticas que compran una identificación basada en la oportunidad (lo que en mal criollo equivaldría a “van por el chori y la coca”). Tampoco cabe la acusación de que se trata de un sistema de manipulación de masas bajo la apelación a los “bajos instintos” de la comunidad no letrada.

Finalmente, es falso pensar que el populismo erige un liderazgo demagógico que traiciona la voluntad popular. En este punto, y como precisó en su conferencia “Populismo y democracia”, en el Hotel Bauen el 5 de mayo último, Laclau piensa con Derrida que no hay un modelo puro al que el representante se deba ceñir, sino que hay sólo representación. “Es una relación doble, que va del representado al representante y viceversa. Algo cambia en el proceso: el político elabora un discurso para equiparar la demanda de un grupo al interés nacional y, al mismo tiempo, ese discurso altera la identidad de ese grupo”.

El ejemplo del peronismo. Para explicar su teoría sobre el populismo, Laclau recurre al peronismo. En el régimen oligárquico argentino previo a la crisis del ’30, las demandas sociales se abastecían individualmente a través de un esquema de punteros políticos, caudillos y congresales (“doctores”), de modo que no existiera identificación de las demandas de los diferentes grupos entre sí (“lógica de la diferencia”).

La cultura de la resistencia creada a causa de las demandas no satisfechas de los migrantes internos de las décadas del ’30-’40, crearon entre sí una “lógica de la equivalencia”, en el sentido que las demandas se identificaron en su orfandad estatal. “El peronismo tenía un discurso puramente equivalencial”, afirma Laclau. “La gente ya no necesitaba el favor personal de un puntero para acceder al médico, porque la organización social nueva había construido un hospital sindical”.

En definitiva, el populismo laclausiano tiene tres dimensiones: la integración de una multiplicidad de demandas en una “cadena equivalencial”; la formulación de una frontera interna que divide el campo social en arriba/abajo; y la consolidación de la cadena equivalencial en una identidad popular que excede la simple suma de los lazos solidarios entre las demandas.


– A la luz de los procesos de crisis económica y reconfiguración del campo popular en lo que va del siglo en América Latina, ¿qué sistema político conviene a la región?

– Hoy América Latina se debate entre el camino de las democracias nacional-populares y la parlamentarización del poder con el objetivo de imposibilitar llevar a cabo los cambios sociales. En la experiencia democrática de las masas latinoamericanas hay, por un lado, una tendencia administrativista, oligárquica o tecnocrática, que consiste en diluir el poder en una serie de instituciones corporativas. Por otro lado, una tendencia populista que lleva a la consolidación del poder alrededor de ciertos centros. Ahora, esos centros tienen como punto importante de referencia la concentración en ciertas figuras. Eso puede tener una dirección de derecha o de izquierda. El gaullismo en Francia, la V República, hubiera sido impensable sin la concentración simbólica de una nueva figura: De Gaulle. O sea, que no es una cuestión de la ideología del régimen, sino de la existencia de un discurso que divide a la sociedad en dos campos antagónicos. En América Latina, se da una combinación bastante sana entre un institucionalismo reafirmado –porque ya no hay regímenes que estén invocando la destrucción de las instituciones del Estado liberal; es decir, nadie está proponiendo la derogación de la división de poderes– y el momento de un Poder Ejecutivo fuerte con fuertes identificaciones colectivas.


– ¿Hay diferencias en la apelación a “los de abajo” entre el gobierno de Néstor Kirchner y el de Cristina Fernández? Por ejemplo, Libres del Sur o Barrios de Pie son movimientos sociales que alguna vez formaron parte de la “transversalidad” kirchnerista, pero hoy están por fuera del dispositivo de poder estatal.

– Hay que retomar una perspectiva histórica. En la Argentina, después de la crisis de 2001, hubo una enorme expansión horizontal de la protesta social: las fábricas recuperadas, los piqueteros y toda esa serie de fenómenos similares. La limitación de toda esa onda expansiva de la protesta social –que lanzó a la esfera pública a grupos que nunca habían participado de ella– fue que no logró traducir sus efectos al nivel político. El lema era “que se vayan todos”. Pero decir que se vayan todos, implica que siempre se va a quedar alguno.


– ¿Por qué?

– Porque el poder como tal no puede desaparecer. Y si ese uno no ha sido elegido por el campo popular, posiblemente no va a seguir una orientación de tipo popular. De modo que llegamos a las elecciones de 2003 con una bajísima participación ciudadana en el sistema político. Las cosas salieron bien porque, por esos avatares impredecibles de la política peronista, el que fue elegido fue Kirchner. Pero si hubiesen sido elegidos De La Sota o Reutemann, no quiero pensar dónde estaríamos ahora. Todas las posibilidades de ajuste económico hubiesen sido implementadas, la protesta popular hubiese sido acallada de una forma u otra. Kirchner tuvo la virtud de darse cuenta de que toda esa expansión horizontal tenía que complementarse con una penetración vertical de efectos en el nivel del sistema político. Y tuvo una política de incorporación de sectores en ese sentido. Esa política, muy lejos de haber triunfado totalmente, es una cierta dirección en la cual el proceso comenzó a moverse. Esa combinación entre expansión horizontal e integración vertical es lo que define finalmente la calidad de un sistema democrático.


– ¿Cuáles son los bordes del “campo popular”, cómo se constituye? ¿El peón ganadero que vota una opción de derecha como De Narváez compone el campo popular? ¿Y el taxista que celebra la xenofobia radial de González Oro? ¿Y el politólogo progre que no tiene militancia en una organización social?

– ¿Cómo decirlo a priori? Eso es imposible. Lo seguro es que cualquier política de constitución del campo popular tiene que actuar sobre esos sectores. Para ganarlos. Finalmente, toda la movilización del campo en el 2008 fue una movilización contrahegemónica, que consiguió que muchas demandas populares, que debieron ser parte del campo popular, se situaran en la vereda de enfrente. Ahora hay que reconquistar ese espacio, es decisivo. El campo popular no es una entidad que se pueda definir platónicamente en abstracto; el campo popular es un área expansiva o regresiva. En mi teoría, he tratado no sólo de hablar de “significantes vacíos” (sin significados taxativos), que implica el campo popular, sino de “significantes flotantes”, porque muchas demandas democráticas pueden ser reabsorbidas por un polo reaccionario.


– ¿Es por eso que el populismo no es una ideología?

– Claro. Insisto en esto: el populismo es una forma de construcción de la política sobre la base de la dicotomización del espacio social. Eso se puede hacer desde las ideologías más diversas. El fascismo absorbió demandas democráticas en una onda expansiva que era profundamente antidemocrática. El nazismo hizo lo mismo en Alemania. Siempre hay una cierta área de indiferencia política sobre la cual la acción va a ser necesaria. Es exactamente lo que Gramsci denominaba una “guerra de posición”, en la cual las trincheras se van desplazando constantemente de un punto al otro.


– Respecto del reclamo por la “inseguridad”, le pido una reflexión. Hagamos un itinerario caprichoso. Comienza, tal vez, a partir de las primeras tomas de rehenes con De la Rúa, y con la vocación mediática de “vender” una imagen de Buenos Aires como una ciudad bogotizada. Comienza a presentarse a “los delincuentes” como el enemigo interno contra un “nosotros” trabajador y honrado. Luego aparece Juan Carlos Blumberg y la modificación de la ley para bajar la edad de imputación de los delitos. Continúa con la reacción de este gobierno, con el ministro Aníbal Fernández discerniendo entre “inseguridad” y “sensación de inseguridad”. Hoy, finalmente, es una demanda instalada en todos los sectores de la política.

– El discurso sobre la inseguridad es un típico discurso por el que el espacio de la derecha se va reconfigurando. En el caso Blumberg, fue una burbuja que explotó, porque trataron de hacer olas en una dirección política de derecha, en la cual las cadenas equivalenciales que trataban de formar eran imposibles. Simplemente, la gente no se la creyó y, después de un tiempo, se encontraron aislados, a tal punto que Blumberg ha desaparecido como fenómeno político. El significante de la inseguridad es típicamente “flotante” porque, por un lado, hay demandas reales alrededor de la seguridad (que tienen que ser parte de una política progresista de Estado), pero por otro, esa demanda es tan fluida que puede ser articulada como un elemento que organice el discurso conservador de la derecha, que insiste en la represión. Y que quiere extender la idea de inseguridad sobre fenómenos que la exceden, como los piqueteros o los asambleístas de Gualeguaychú. El típico discurso de lo que en inglés se conoce como law and order.


– En este retorno de lo político, ¿cree que las generaciones post dictadura en la Argentina descubrieron la política, finalmente?

– Por supuesto. De hecho, la situación es mucho mejor ahora que hace 10 años. Es el momento de politización mayor. La participación política juvenil es visible, hay lenguajes políticos nuevos. Ahora, cuando doy conferencias, encuentro un esfuerzo en los auditorios juveniles por ligar la discusión teórica a problemas concretos que están experimentando. Hace 15 años, la gente se quedaba en un nivel teórico abstracto y la relación con la política concreta no existía. Hoy todo el mundo discute acerca del kirchnerismo, hasta qué punto es la izquierda o no lo es. Sin dudas vivimos un momento mucho más vivo, que me recuerda a los años ’60.



HOBSBAWM, EL MENTOR

El acervo intelectual del profesor Ernesto Laclau abreva en aguas intelectuales tan eclécticas como el posmarxismo gramsciano, la deconstrucción à la Derrida y el psicoanálisis de Jacques Lacan. Su primera obra, Política e ideología en la teoría marxista: capitalismo, fascismo, populismo (1978), ya descubría su universo de temas. Con su esposa, Chantal Mouffe, escribió un clásico de la ciencia política, Hegemonía y estrategia socialista (1985), del que Ricardo Forster y otros celebraron sus 25 años en la última Feria del Libro.

Formado en la UBA durante los primeros ’60, Laclau militó en la izquierda nacional con Jorge Abelardo Ramos y dirigió el semanario del partido Lucha Obrera. El responsable de su mudanza a Inglaterra fue uno de los más prestigiosos historiadores del siglo XX, Eric Hobsbawm.

“En el ’66, después de graduarme, obtuve mi primer cargo en la Universidad de Tucumán, con tan buena suerte que a los seis meses vino el golpe de Onganía. No fue un golpe terriblemente represivo pero, de todos modos, mil profesores universitarios quedaron afuera; yo fui uno de ellos. De modo que volví a Buenos Aires a trabajar en el Instituto Di Tella, en un proyecto de investigación cuyo asesor era Hobsbawm. A él le gustó mi trabajo y me preguntó si quería que me ayudara a conseguir una beca en la Universidad de Oxford para hacer mi doctorado. Le dije que sí. Jamás había pensado en ir a estudiar a Inglaterra. Estuve en Oxford desde 1969 hasta el ’72. Ese año estuve por volver a la Argentina, pero en el ’73 conseguí un fellowship en la Universidad de Essex. Después, la situación política se deterioró y ya no pude volver al país”.

Nota Lun Abr 14, 2014 3:24 am
fuente: http://www.publico.es/actualidad/muere- ... monia.html


Muere Ernesto Laclau, teórico de la hegemonía



Íñigo Errejón

Público // 14 de abril de 2014




Aunque en mi casa de la infancia había algún libro suyo en las estanterías, no fue hasta mi último año de licenciatura cuando leí a Ernesto Laclau junto a Chantal Mouffe -su compañera sentimental e intelectual-, en un seminario del profesor Javier Franzé en el año 2005-2006. Recuerdo que el fragmento de Hegemonía y estrategia socialista me pareció una lectura densa y complicada, a la que después regresaría lápiz en mano, pero que sin embargo hizo ya que se me tambaleasen algunas certezas y me abrió un campo de curiosidad intelectual al que luego me dedicaría. Tiempo después, pasando por Buenos Aires tras un año de estancia de investigación en Bolivia, me compré La Razón Populista, ya obsesionado por comprender lo nacional-popular en Latinoamérica y apasionado por algunas de sus ambivalencias. Era el año 2009. En mayo de 2011, tres días después del 15M, defendí en la Universidad Complutense mi tesis doctoral: "La lucha por la hegemonía del MAS en Bolivia (2006-2009): un análisis discursivo" en la que el trabajo de Ernesto Laclau (de nuevo: y de Chantal Mouffe) y de su escuela neogramsciana ocupaban ya un lugar teórico central.

Hace unos días, introduciendo un acto con el Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, sin duda otra gran cabeza del cambio de época latinoamericano, pensaba que "no es fácil presentar a alguien a quien se ha leído mucho". Me doy cuenta ahora de que menos aún lo es escribir un obituario de alguien, lejano y cercano, a quien sin haberlo conocido se ha estudiado mucho.

Ayer domingo, falleció en Sevilla el teórico político argentino Ernesto Laclau (1935-2014), que se había doctorado en Oxford de la mano de Eric Hobsbawm y actualmente era profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad de Essex, donde fundó una escuela teórica dedicada al análisis del discurso y la ideología como prácticas que conforman sujetos. Laclau nos ha dejado una obra que representa quizá el más importante de los desarrollos teóricos del concepto de hegemonía de Antonio Gramsci.

La trayectoria intelectual de Ernesto Laclau cruza constantemente las fronteras de las disciplinas (historia, filosofía, ciencia política) y refuta el prejuicio conservador de la incompatibilidad entre rigor y compromiso: en cada paso de su carrera son inseparables la solidez académica y la curiosidad e implicación intelectual en las disputas de su tiempo y su posible recorrido emancipador. Laclau escribe de manera meticulosa y sistemática, pero también viva, polémica y arrolladora.

Procedente en su juventud del Partido Socialista de la Izquierda Nacional de Abelardo Ramos, y partiendo de un marxismo en diálogo con el fenómeno popular del peronismo ("el peronismo me hizo entender a Gramsci", afirmaba) el cuerpo central de su obra se ha orientado a pensar el concepto de hegemonía, en una discusión abierta con Gramsci a partir de un desarrollo original y no canónico -casi herético- de sus conceptos e intuiciones inacabadas. Las preguntas de cómo funciona la capacidad de crear consenso y legitimidad y, en particular, cómo y bajo qué condiciones los de abajo son capaces de darle la vuelta a su subordinación y conformar un bloque histórico que dirija y organice la comunidad política, son nucleares en el pensamiento de Ernesto Laclau.

Hegemonía y estrategia socialista (1985) es la obra principal de Laclau y Chantal Mouffe, un libro fundante de todo un enfoque teórico. En él se propone una comprensión de la política como disputa por el sentido, en la que el discurso no es lo que se dice -verdadero o falso, desvelador o encubridor- de posiciones ya existentes y constituidas en otros ámbitos (lo social, lo económico, etc.) sino una práctica de articulación que construye unas posiciones u otras, un sentido u otro, a partir de "datos" que pueden recibir significados muy distintos según se seleccionen, agrupen y, sobretodo, contrapongan.

Que el sentido no esté dado sino que dependa de equilibrios y pugnas es la base de la democracia y no una amenaza, como pretende el pensamiento conservador que quiere reducir la política a la gestión de lo decidido en otro lugar. De acuerdo con este enfoque, la política no sería similar ni al boxeo (mero choque o gestión entre actores ya existentes) ni siquiera al ajedrez (alianzas, movimientos y tácticas con piezas ya dadas) sino a una contínua "guerra de posiciones" -con episodios de movimientos, pero también de congelación institucional de equilibrios de fuerzas, claro está- por constituir los bandos (las identidades), los términos, y el terreno mismo de la disputa. La fragmentación de las posibles identidades y su contingencia no da lugar aquí a una celebración de las particularidades ni al mito conservador del fin del antagonismo, sino a una conciencia de la necesidad insustituible de la política, de articular y generar imaginarios que aúnen y movilicen.

Este poder es la hegemonía: la capacidad de un grupo de presentar su proyecto particular como encarnando el interés general (un particular que genera en torno a sí un universal), una relación contingente, siempre incompleta, contestada y temporal. No se trata sólo de liderazgo ni de mera alianza de fuerzas, sino de la construcción de un sentido nuevo que es más que la suma de las partes y que produce un orden moral, cultural y simbólico en el que los sectores subalternos e incluso los adversarios deben operar con los términos y sobre el terreno de quien detenta la hegemonía, convertida ya en sentido común que no puede quebrarse desde la absoluta exterioridad que condena a la irrelevancia.

En este modelo juegan un papel principal los "significantes flotantes", similar al de las colinas privilegiadas desde las que se domina el campo de batalla. Se trata de aquellos símbolos o nombres portadores de legitimidad pero que no están anclados a un sentido determinado y por tanto pueden servir de catalizadores y estandartes de un conjunto de fragmentos o reclamaciones desatendidas que se conviertan en un "nosotros" político con voluntad de poder, lo cual requiere siempre la definición de un "ellos" responsabilizado de los problemas. No es una operación de descripción, es de generación de sentido.

Sin embargo es sin duda en torno a la discusión del concepto "maldito" de populismo cuando Laclau adquirió su mayor impacto mediático y político. En La Razón Populista (2005) analiza las premisas elitistas y sustancialmente antidemocráticas que están detrás de la identificación entre "pueblo" y "bajas pasiones que pueden exaltar los demagogos", y postula que la amenaza para las democracias contemporáneas no viene de su sobreuso plebeyo sino de su estrechamiento oligárquico, por minorías que escapan al control popular. A continuación, propone una conceptualización del populismo radicalmente distinta a su uso mediático peyorativo y vago: entenderlo no como un contenido ideológico sino como una forma de articular identidades populares -típica en momentos de crisis e incapacidad de absorción institucional, descontento y dislocación de las lealtades previas- por dicotomización del espacio político frente a las élites que son simbólicamente agrupadas: una "plebs" que exige ser el único "populus" legítimo". Una nueva frontera parte horizontalmente el campo dibujando un nuevo "ellos" frente al que producir una identidad popular que desborda las metáforas que antes repartían posiciones. La carga ideológica en cada caso dependería de la naturaleza y gestión de esa frontera.

Esta conceptualización del populismo hace de las categorías de Laclau una referencia imprescindible para entender las experiencias de cambio político, formación de gobiernos nacional-populares y reforma estatal en Latinoamérica a comienzos del siglo XXI; pero al mismo tiempo puede ser la causa del ninguneo o la hostilidad hacia este "último Laclau" en España pese a su influencia intelectual y reconocimiento académico en Europa y Latinoamérica. Porque hay que recordar que las experiencias latinoamericanas de inclusión y expansión democrática se producen entre la hostilidad del pensamiento conservador y la incomprensión de la mayor parte de la izquierda para la que el populismo es una falsificación o distracción más o menos dañina de las verdades ya constituidas.

Como hay que recordar también de la mano de Marco d'Eramo en su artículo "El populismo y la nueva oligarquía" (New Left Review, 82) que en Europa se atraviesa un momento significativo en el que a medida que avanza la ofensiva oligárquica, el empobrecimiento y el desprecio de las élites por el pueblo incluso como instancia legitimadora, aumentan las acusaciones de "populismo" contra cualquier muestra de descontento o reivindicación del papel de los muchos en los asuntos comunes. Una latinoamericanización de la política en la europa meridional que acerca las discusiones y pone por primera vez las brújulas mirando al sur, no para copiar sino para traducir, reformular, saquear el arsenal de conceptos y ejemplos. Una latinoamericanización que se despliega por arriba pero también por abajo. No es un secreto para nadie que alguna iniciativa política reciente en nuestro país no habría sido posible sin la contaminación intelectual y el aprendizaje de los procesos vivos de cambio en Latinoamérica, y de una comprensión del rol del discurso, el sentido común y la hegemonía que es clara deudora del trabajo de Laclau entre otros.

Ernesto Laclau ha fallecido cuando más falta hacía, en el filo de un momento de incertidumbre y apertura de grietas para posibilidades inéditas. Para pensar los desafíos de la sedimentación de la irrupción plebeya y constituyente en los estados latinoamericanos y para atreverse en el sur de Europa con los retos de cómo convertir el descontento y sufrimiento de mayorías en nuevas hegemonías populares. Nos deja frente a esa tarea pero no solos, sino con unas categorías vivas y una veta abierta y rica de pensamiento audaz y radical, a estudiar, traducir y llevar más allá de sus contornos, como hiciera él mismo con las ideas de Antonio Gramsci, encontrarle aliados insospechados, huecos inadvertidos y potencialidades no previstas. Deja sembrado, junto con muchos otros, el caudal intelectual y político de una América Latina que ha expandido el horizonte de lo posible y nos ha devuelto la política como creación, tensión y apertura. También como arte cotidiano y plebeyo. Una América Latina que demuestra que a veces, con más audacia y creación que esencias, con más estudio que dogmas, con más insolencia que garantías y manuales, sí se puede.


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