Enrique González Duro, en "El aparato psiquiátrico", en El Viejo Topo, extra/7 (especial sobre control social), junio-agosto de 1979, escribió:La psiquiatría institucional se ha presentado como una ciencia médica, neutral y aséptica, que tiene por objeto el estudio y tratamiento de los llamados enfermos mentales. Pero, de hecho, más que por su objeto, se ha definido por sus objetivos en la praxis social. Así, por ejemplo, la psiquiatría en la época del nazismo se propuso “científicamente” el exterminio masivo de unas trescientas mil “vidas desprovistas de valor e indignas de vivirse”, que constituían un “cuerpo extraño para la sociedad humana”. De este modo se “solucionó” el problema de los enfermos mentales en Alemania y se cumplieron los dictados higienistas del Estado hitleriano. Pero aquello no fue un disparate absolutamente insólito, sino una medida que llevaba hasta sus últimas consecuencias los objetivos sociales de una doctrina, casi universalmente aceptada, que conceptuaba a los enfermos mentales como un potencial peligro público, del que la sociedad “sana” tenía que defenderse. Y esta labor de policía sanitaria la ha realizado siempre la psiquiatría institucional, por delegación y al servicio del orden establecido. Por eso, no es de extrañar que, aún hoy, muchos pacientes sean “tratados”, a la fuerza y por la fuerza, por el aparato psiquiátrico, que siempre ha contado con excelentes instrumentos represivos. (El paciente sabe muy bien que, por ejemplo, su privación de libertad (en el manicomio) se debe a que ha alterado a los demás, y no a que esté realmente enfermo. Por eso no tiene “conciencia de enfermedad”, lo que, paradójicamente, se interpreta como un inequívoco síntoma de enfermedad).
El tratamiento de los enfermos psíquicos no ha sido sino un pretexto médico para encubrir una función ético-política de control de ciertos “desviados” sociales, que la psiquiatría ejercita en bien de los poderes establecidos. Realmente, la psiquiatría actúa como una estructura de poder-saber, que define, conceptualiza, clasifica, controla y corrige las locuras de gentes débiles y marginadas, de acuerdo con los intereses y valores de una sociedad “normalizada” y “normalizante”, valores que corresponden a los de la ideología dominante. Históricamente, toda su fuerza le viene del manicomio (donde nació), una institución segregadora que aún constituye el pilar básico en la organización de la asistencia psiquiátrica pública, al menos en este país. Pero el manicomio no ha de ser conceptuado como una “cosa en sí”, pues su realidad incluye además el rol que desempeña en la conciencia y en el inconsciente colectivo de toda la población, significante de un deseo de exclusión o de tratamiento de lo irracional. Es un espacio mágico y mítico, donde se depositan y conjuran todas las locuras de la sociedad, y al que todos temen. Porque el manicomio no sólo encierra a los que enloquecen en exceso, sino que también actúa imaginariamente sobre la población, coaccionándola preventivamente para que nadie enloquezca más de la cuenta, para que todo el mundo se autocontrole y se comporte de un modo responsable y cuerdo. En este sentido, la similitud y complementariedad con la cárcel es evidente.
El manicomio (no es el hospital para quien sufre trastornos mentales, sino el lugar de represión de ciertas “desviaciones” del comportamiento humano) fue, y sigue siendo, la respuesta institucional del Estado moderno y burgués a la necesidad que tenía de recluir y controlar a un número creciente de personas marginales (económicamente inútiles, socialmente irrelevantes y políticamente ineficaces), procedentes principalmente de las clases proletarizadas, quienes, por su conducta supuestamente anormal e irracional, podrían perturbar el orden social e intranquilizar al resto de los ciudadanos encuadrados “normalmente” en ese orden. Desde el principio, el manicomio fue una institución represora y carcelaria (y a veces, aún peor), aunque de inmediato adquirió un “disfraz médico”, convirtiéndose en un establecimiento aparentemente sanitario. Y los médicos de la institución, apoyados luego por los de la Universidad, elaboraron una teoría y una praxis psiquiátricas que venían a justificar “científicamente” la represión de la locura, reconvertida ahora en enfermedad mental, una entidad abstracta de supuesto origen interno o endógeno, y desconectada por completo de las circunstancias sociales en que esa locura se incuba y produce. Así, la sociedad burguesa quedaba desrresponsabilizada de la contradicción que suponía la presencia en su seno de los locos, considerados ahora como enfermos afectos de misteriosas dolencias, que los médicos habrían de descubrir y “curar”. Bajo la apariencia de tratamiento médico, toda forma de represión psiquiátrica (desde la reclusión hasta la leucotomía) se puede ejercer sobre los “anormales”, represión que en definitiva no es sino la reproducción exagerada y grotesca del control represivo que se efectúa habitualmente sobre los “normales”, en la familia, en la escuela, en la fábrica, en el ejército, etc.
La expansión psiquiátricaConstituida como doctrina científica, la psiquiatría saldrá pronto del manicomio e irá, como praxis y como ideología, actuando progresivamente sobre casi todo el cuerpo social, cuyos miembros se muestran cada vez más desequilibrados por el “ritmo de la vida moderna”, y adoptando formas más sutiles de control y manipulación social. Y se esforzará en ser más comprensiva y menos segregadora, sobre todo cuando haya de tratar a pacientes ricos, siempre menos locos que los pobres, o cuando intente reincorporar trabajadores útiles al sistema productivo. Pero el objetivo último de la psiquiatría institucional será el de introducirse en todos los niveles de la sociedad, en todos los espacios de la vida humana, tratando de que cada individuo se considere a sí mismo y, a los demás, desde una perspectiva psiquiátrica. Se trata, en la actualidad, de extender la “mirada” psiquiátrica a casi todo el cuerpo social y de generalizar al máximo la división entre lo normal y lo patológico, cuya frontera ya no será la tapia del manicomio. (Todos los conflictos humanos, familiares y sociales, podrán ser psiquiatrizados y puestos en manos de expertos, que aportarán las adecuadas soluciones técnicas).
La locura, antes casi patrimonio de las clases menesterosas, ahora en buena parte se ha democratizado y extendido a otras clases en forma de neurosis. Actualmente todos estamos más o menos neuróticos, lo que requiere una mayor intervención política de la psiquiatría, pues la vigilancia a los neuróticos es la última baza del poder para controlar toda la sociedad. En consecuencia, se hace preciso vigilar todos los recovecos de la vida cotidiana (desde las simples faltas de ortografía de un niño, hasta el uso de un inofensivo porro), y prevenir los posibles fallos o desviaciones de los individuos en su adaptación “normalizante” al sistema social, pero sin cuestionarlo en absoluto. Es mejor prevenir o vigilar, que curar. Sólo se recurrirá a la “curación” represiva cuando falle la vigilancia, y la locura se haga demasiado manifiesta: para eso la psiquiatría institucional conserva sus métodos más punitivos (el manicomio, el electroshock, el coma insulínico, la leucotomía, etc.).
Ya en el siglo pasado el reformador Morel exhortaba a los psiquiatras a efectuar una profilaxis generalizada en todos los sectores sociales, y a los poderes públicos a ejecutar una política sanitaria que preservase sus intereses. Era la mejor prevención contra la posible rebeldía de los oprimidos y de los sufrientes. No se le hizo demasiado caso. Pero, modernamente, sí parece haberlo comprendido muy bien una cierta intelectualidad elitista y burguesa, muy influida por el psicoanálisis (limado de sus primitivas aristas subversivas): basta de política, descubramos las pulsiones inconscientes, liberemos el deseo, abramos la llave de los sueños, o de los significantes
[1]. Ciertamente, si el sujeto verbaliza todos sus deseos y se le reconoce una cierta capacidad de goce, a través del consumismo sobre todo, estará más conforme, y no será necesario modificar la realidad. Por eso, vigilar y cuidar la salud mental de todos los ciudadanos será el mejor medio de lograr la integración social, la unión de todos y el fin de la lucha de clases. Para ello, al psiquiatra se le pide, desde la sociedad, una función social mucho más amplia y profunda, por lo que su poder aumentará, aunque eso no se corresponderá con un mayor saber.
El sufrimiento y el rol del enfermoEn las modernas sociedades occidentales, el sufrimiento psicológico, en sus diversas formas, es un problema que afecta a la mayoría de la población, sobre todo a las clases menos favorecidas, que viven situaciones más conflictivas y disponen de menos recursos y opciones para superarlas. Aunque ese sufrimiento es casi siempre ocultado, mantenido dentro de la “privacidad” (un valor típico de la ideología burguesa), vivido vergonzosamente y en silencio, y, por ello, manipulable por la ideología dominante (que exalta el sacrificio individual) y por sus instituciones, incluidas la psicología y la psiquiatría. No obstante, ese sufrimiento oculto y culposo, a menudo, rompe las propias resistencias “normalizantes” del individuo y estalla en conductas más o menos dislocadas. Entonces puede ser calificado de enfermo psíquico y “tratado” como tal. En una sociedad alienante y deshumanizada, el riesgo de psiquiatrización de los problemas humanos es cada vez mayor para cualquier persona, más o menos normal, que se encuentre en una situación crítica. El sistema crea en todos sus miembros un potencial expresivo de locura, que en la mayoría de la gente está habitualmente reprimido y autocontrolado, pero que en condiciones especialmente desfavorables puede descontrolarse y mostrarse hacia fuera. En ese momento, la persona puede ser psiquiatrizada, aunque se niegue a ello, pues de todos modos se le obligaría a “tratarse”. Puede serle más conveniente el someterse “voluntariamente” al control del aparato psiquiátrico. Es lo que se ha llamado la “servidumbre voluntaria” del paciente al poder médico.
El tránsito acelerado hacia una sociedad urbana, industrializada y capitalista, como el iniciado en España a comienzo de los años sesenta, ha supuesto bruscos cambios en la estructura social, con graves secuelas de inadaptación, desarraigo, desintegración familiar, aculturación, etc. Todos estos condicionamientos han operado sobre el individuo, especialmente en los estratos más inferiores, ocasionándole toda clase de sufrimientos, molestias, trastornos y desequilibrios psicológicos, y hasta alteraciones mayores o menores en su conducta, sometida, por otra parte, a continuas presiones “normalizadoras”. Al mismo tiempo ha descendido el umbral de tolerancia sociofamiliar, lo que implica un mayor rechazo hacia la conducta alterada o atípica del sujeto, que pronto será percibida por las personas que le rodean como incomprensible e imprevisible dentro del contexto en que se manifiesta, por lo que podrá ser “denunciada” al psiquiatra, quien fácilmente diagnosticará una enfermedad y prescribirá el “tratamiento” adecuado, que en casos extremos será el internamiento psiquiátrico. Si se trata de personas de escasa rentabilidad social (ancianos, oligofrénicos adultos, etc.), la reclusión podrá ser definitiva. Así pues, lo que aparecía originariamente como un conflicto microsocial (familiar, escolar, laboral, etc.), queda neutralizado técnicamente y reconvertido en una anomalía psíquica del sujeto, en cuya consideración se prescinde de todas las motivaciones psicosociales del sufrimiento o del comportamiento atípico. Con el diagnóstico psiquiátrico, el sujeto queda invalidado como enfermo, y más aún si ha pasado por un manicomio.
El sufrimiento psíquico transformado en enfermedad sólo es susceptible de una respuesta técnica, que no siempre es positiva para el paciente, aunque puede beneficiar a los demás; es un sufrimiento no compartible por otros, y por ello no concita actitudes solidarias de otras personas, posiblemente también sufrientes, en contra de unas estructuras opresoras y generadoras de múltiples padecimientos en todos, sobre todo entre las clases más explotadas. Los “enfermos” no se unen con otros seres “desviados” y sufrientes para formar un subsistema alternativo u opuesto al sistema social central, sino que cada uno se relaciona, voluntariamente o no, con un grupo de no enfermos (familiares, médicos o terapeutas), que le ayudan y/o controlan. De este modo, el enfermo psíquico se encuentra privado de la posibilidad de formar una colectividad solidaria, y por ello resulta mucho menos peligroso para la estabilidad del sistema social que otros roles desviados, tales como el delincuente, el rebelde, el disidente político, etc. En consecuencia, es lógico que el “establishment” muestre su preferencia porque cualquier tipo de conducta desviada se canalice hacia el rol de enfermo y sea psiquiatrizada
[2].
La atribución del estatuto de enfermo a un desviado social implica la aserción de que se han de “cuidar de uno”, lo que proporciona un punto de apoyo para el control social que ha de ejercer la familia y/o la medicina psiquiátrica. Si alguien actúa provocativa o agresivamente en determinadas circunstancias y se le considera irresponsable por padecer una enfermedad, entonces se incrementan los controles sociales, lo que le coloca en una situación de dependencia, forzada o no, con otras personas, familiares o médicos, que estarán legitimadas porque le “ayudan”, y no le castigan, aunque a veces esa ayuda sea extremadamente punitiva. Si el sujeto se adapta a las prescripciones médicas y colabora en todo, será un “buen paciente”, con lo que obtendrá ciertas ventajas: exención de responsabilidades y de exigencias sociales, apoyo, trato benevolente, etc. De ahí que actualmente mucha gente acepte y se instale cómodamente en el rol de enfermo, aunque interiormente no se reconozca como tal, y a pesar de que esto le suponga sometimiento a otros, pérdida de autonomía y una cierta opresión terapéutica. Y va siendo cada vez más frecuente que sean los propios pacientes los que demanden al médico dosis crecientes de psicofármacos, que ocultan sus propios problemas, los que en muchos casos no son sino conflictos psicosociales más o menos interiorizados. Por el contrario, si el sujeto no se reconoce como enfermo psíquico, no acepta el control médico y no colabora en su tratamiento y curación, será catalogado de “enfermo rebelde”, grave e incluso peligroso, con el que se podrán utilizar métodos más coercitivos.
En la actualidad, y dada la creciente demanda de asistencia psiquiátrica (que no siempre viene del propio paciente), el tratamiento no es siempre excluyente y segregador, entre otras cosas porque los manicomios están más que repletos. Pretenden más bien la rehabilitación del “desviado” y su pronta reincorporación al circuito de la producción económica. Por eso el tratamiento puede ser más fácilmente aceptable para el paciente. Ese tratamiento consiste en la administración de psicofármacos para los pacientes de la clase trabajadora, o en psicoterapia para las clases más privilegiadas; pero en ambos casos desarrolla un proceso curativo basado en la dependencia al médico, en el sometimiento del paciente al poder del psiquiatra. Y si el enfermo psíquico no se “cura”, el peligro queda también conjurado, porque el sujeto queda invalidado socialmente como irresponsable, estigmatizado por un diagnóstico, localizado y controlado o controlable en cualquier momento. De modo que, aunque no “cure”, la psiquiatría institucional sigue cumpliendo su función de control social de conductas desviadas. En una sociedad como la nuestra, con alta cifra de desempleo, el sistema no demanda a la psiquiatría que cure y rehabilite socialmente al enfermo, que logre su readaptación social objetiva, ya que el sistema se muestra incapaz de insertarlo directamente en el proceso de producción-consumo. Basta con su readaptación subjetiva, con el logro de una homogeneización del “asistido” con respecto a las reglas de valores dominantes, de tal modo que éste perciba como “bueno” todo lo que se ajuste a la norma y como “malo” lo que no entre dentro de ella. Se trata, pues, de que el paciente pueda auto-controlarse, aunque eso no le reporte un beneficio social (trabajo, aceptación familiar, etc.), y esto podrá conseguirlo por su dependencia al psiquiatra, o a la institución psiquiátrica, que siempre podrá ejercer sobre él un férreo control exterior, con el que lo amenaza si no se comporta bien. Por tanto, es comprensible que la psiquiatría en nuestro país siga siendo groseramente represiva, sobre todo en la asistencia pública; aunque en la asistencia privada adopta formas cada vez más sutiles y suaves, sin dejar de ser controladora.
La psiquiatría, control de controlesLas sociedades industriales y tecnocráticas están últimamente sufriendo un notable cambio: las costumbres tradicionales se relajan, los dominios de la vida cotidiana (sexualidad, agresividad, etc.) se liberan progresivamente y se producen múltiples marginalizaciones producidas por el crecimiento demográfico y el desarrollo económico. El Estado, con sus aparatos coactivos (la Policía, la Justicia, etc.), parece incapacitado para mantener un adecuado control social. Los llamados “aparatos ideológicos del Estado” (familia, escuela, empresa, iglesia) se muestran insuficientes para la perfecta socialización y “normalización” del individuo. Pero no se produce el caos. La cohesión social tiende ahora a ser consensual y se logra, más fácilmente, con otros instrumentos de vigilancia, prevención y manipulación, manejados por multitud de agentes y técnicos (de la comunicación, de la información, de la salud, etc.), que no están ligados directamente al Estado, pero que son vehículos de poder y transmisores de una ideología “unidimensional”. No estamos oprimidos represivamente, o lo estamos menos que antes, pero sí somos manipulados y sutilmente controlados. Son nuevas formas de opresión, multiformes y no acumulables, que incluso producen un cierto goce en el cuerpo social (la televisión, el consumo, el ocio planificado, etc.), por lo que son aceptadas con relativa facilidad por casi todos.
A la psiquiatría institucional, en la sociedad moderna, se le va atribuyendo paulatinamente la misión de “control de controles”
[3] dentro del sistema general de vigilancia y manipulación a que está sometido el individuo. Aunque la familia, la escuela, la fábrica, la iglesia, la cárcel, etc., siguen siendo instituciones de control del “establishment”, frecuentemente aporta un refuerzo la medicina psicológica o psiquiátrica, que, en última instancia, evalúa “científicamente” la conducta individual y la sanciona de un modo u otro. Por ello, su campo de intervención es cada vez más amplio. Si un individuo tiene conflictos en la familia, en el colegio, en el trabajo o en la calle puede considerarse que no es suficientemente normal y que ha de tener problemas o trastornos cuyo tratamiento dependerá de la medicina. Cuando el niño escapa del control familiar y se rebela contra las imposiciones paternas, cuando se orina en la cama, cuando es “difícil”, desobedece reiteradamente o no estudia lo suficiente, puede ser conducido al psiquiatra, que corregirá su conducta y restablecerá la armonía familiar. En nuestros días los niños que se escapan de casa, aunque sea por uno o varios días, pueden ser considerados enfermos: la American Psychiatric Association define como enfermedad la “Reacción de fuga de la infancia o de la adolescencia”
[4]. Por otra parte, en algunos países se pide insistentemente una psiquiatría preventiva que actúe sobre niños y adolescentes, “antes de que sea demasiado tarde”. Así, entre otras cosas, se pretende resolver el problema de la delincuencia juvenil, olvidándose de todos los condicionamientos sociales, económicos y culturales que inciden en este problema. Y muchas escuelas cuentan ya con servicios psicológicos, que clasifican a los estudiantes en listos y torpes, los que son abandonados a su suerte; y eliminan a los que muestran una conducta en exceso perturbadora, enviándolos al psiquiatra. En definitiva, se trata de “ayudar” a los chicos a adaptarse mejor al sistema de enseñanza, aunque éste sea muy malo, y a entenderse mejor con los profesores, pero no al revés.
Se llega incluso a reducir el absentismo laboral, la huelga o la violencia callejera a simples disturbios psicológicos. La psiquiatría se presta a ello y rotula como enfermo el comportamiento de individuos social y políticamente débiles que perturban a personas social y políticamente fuertes. Por eso ha de inventarse entidades nosológicas nuevas, tales como la “personalidad antisocial”, la “personalidad pasivo-agresiva”, el “psicópata frío y emotivamente insensible”, el “psicópata desarmado”, etc. En algunos países desarrollados hasta se ha pensado en soluciones psiquiátricas para la pobreza: “En Estados Unidas las soluciones que han propuesto los asistentes sociales que tratan a los pobres irrecuperables han ido encaminadas a mejorar gradualmente el nivel de vida y a favorecer su asimilación de la clase media. Cuando era posible, se ha aconsejado un tratamiento psiquiátrico”
[5]. En los países menos desarrollados no son aplicables soluciones de este tipo, porque los psiquiatras se ocupan sobre todo de individuos de la clase media. Por ello, en esos países los pobres podrían buscar soluciones más revolucionarias, aunque, según el autor de los párrafos citados, ninguna revolución conseguiría abolir la pobreza. De cualquier modo, queda claro cómo la psiquiatría, con su ideología y con su praxis adaptativas, podría intentar frenar los impulsos revolucionarios. No es de extrañar, pues nunca han faltado psiquiatras que han calificado a los dirigentes y militantes revolucionarios como auténticos enfermos mentales. De la misma manera que actualmente se psiquiatriza a los disidentes políticos en la Unión Soviética, así como en otros países occidentales.
La psiquiatría también ha explicado las supuestas causas científico-médicas de la homosexualidad, del alcoholismo, la prostitución, o la delincuencia, conceptuándolas como enfermedades. Y los psiquiatras están ya penetrando en las cárceles, para aplicar a los presos tratamientos coercitivos y adaptativos: electroshocks, terapias conductistas, leucotomías, psicofármacos y hasta terapias de grupo. Su misión es la de adaptar el preso al sistema carcelario
[6].
Control de la marginación socialEl sistema social produce toda clase de desviados o marginados sociales, a los que no puede, no sabe o no quiere rehabilitar, pero sí controlar al máximo, induciéndolos, para ello, a asumir roles perfectamente definidos y diferenciados. El sistema precisa “conservar”, debidamente identificados y “colocados”, a sus desviados, aunque lo sea para que, por contraste, fijen nítidamente la normativa social vigente para todos los “normales”, que depositarán en ellos sus impulsos desviantes. Hasta el punto que las instituciones creadas para los desviados (cárceles, manicomios, etc.), no los curan ni los reforman, sino que, por el contrario, los confirma socialmente en su rol o status. Podrían ponerse múltiples ejemplos. Ocurre que no interesa demasiado reintegrar plenamente a la sociedad al desviado o marginado. Importa más descubrirlo pronto, aislarlo, neutralizarlo, para confirmar que no somos nosotros (los sanos, los normales), que no es la organización social la que produce las contradicciones.
Pero todo esto es una pura contradicción que cuestiona seriamente la validez integradora y la justicia del sistema, y hace pensar, como solución, en un cambio revolucionario de las estructuras sociales. Para impedir que las clases oprimidas, de donde surgen la mayoría de los marginados etiquetados, tomen conciencia, se solidaricen con ellos y propicien este cambio revolucionario, el sistema negará la contradicción. Y la encubrirá con la ideología psiquiátrica, que explica todo “científicamente”, reduciendo el problema social de los desviados y marginados al problema individual de cada uno de ellos, susceptible siempre de ser solucionado técnicamente. Así se llega a la conclusión de que todos los marginados son enfermos psíquicos, teóricamente curables o rehabilitables.
Pero, en la práctica, la psiquiatría institucional no cura o rehabilita a casi nadie. Lo que es lógico, teniendo en cuenta que prescinde de todas las contradicciones socioeconómicas que inciden sobre la marginación social. Pero no solamente no cura a los desviados-enfermos, sino que los estigmatiza con un diagnóstico científico, que los hace socialmente inaceptables, o que se los acepte hipócritamente y con bastantes reservas. Por ejemplo, cuando un enfermo mental supuestamente curado vuelve a su medio habitual, tras un internamiento psiquiátrico, opta por retraerse, por mostrarse dócil y por eludir toda confrontación con los demás, pues intuye que cualquier actuación suya mínimamente disonante podría serle interpretada como síntoma de su enfermedad. A quien tiene un estigma psiquiátrico se le exige un comportamiento ejemplar y casi perfecto, porque es fácilmente reconocible, está en situación precaria y no puede impedir, que, en caso de conflicto, los demás actúen contra él y le conduzcan de nuevo al psiquiatra. Las personas que le rodean no le tratan de igual a igual, no se fían de él, le vigilan y le controlan, lo que le lleva al autocontrol exagerado, para evitarse la “recaída” y la represión psiquiátrica. Es la mirada psiquiátrica la que controla: el expaciente vive en libertad vigilada, supervisada por la familia, la asistente social, el médico de cabecera, los vecinos y el psiquiatra que le revisa periódicamente. Tendrá que someterse a esta supervisión, si no quiere evitar males mayores. Es todo un proceso de psiquiatrización, por el que cada uno habrá interiorizado la ideología de la psiquiatría represiva y se transformará en su propio psiquiatra, y en el de los demás, vigilando y controlando su propia locura y la de los demás. Se produce, en consecuencia, la extensión del control psiquiátrico a distancia, más sutil y menos costoso que la represión psiquiátrica directa, que sólo actuará en casos extremos.
Así pues, la psiquiatría institucional no tiene necesidad de curar o rehabilitar a mucha gente desviada. Le basta con “domesticar” eliminando los síntomas salvajes del desviado-enfermo, con estigmatizar y con controlar a distancia. Lo invalida como persona, por lo que el Estado puede reprimirlo cuando le convenga con toda tranquilidad y con el consenso de la población normal. Pero es precisamente esta praxis con los marginados la que invalida críticamente toda la ideología psiquiátrica, desenmascarándola como cobertura controladora y represiva del orden establecido.
Hacia una psiquiatría popularAdemás del aparato de control represivo de determinadas conductas desviadas, la psiquiatría institucional, en tanto que doctrina y praxis, se constituye en un eficiente “aparato ideológico del Estado”, que reproduce el acatamiento del individuo a las reglas del orden establecido y la sumisión a la ideología dominante, y que contribuye, “mediante el saber”, al mantenimiento de esa ideología y a su manejo por parte de los agentes de la represión
[7]. En efecto, la psiquiatría evalúa las conductas individuales, clasificándolas en normales y anormales; “trata” sólo las anormales, pero negándoles apriorísticamente su historicidad y sus posibles conexiones con las relaciones sociales y de producción. Rechaza “científicamente” el sufrimiento psicológico, o que éste tenga algo que ver con el poder, con la opresión o con la explotación del hombre por el hombre. Todo responde a una supuesta enfermedad mental, de origen interno o intrapsíquico, que puede aparecer casi misteriosamente en cualquier individuo, sin relación alguna con sus circunstancias concretas. Sólo pueden curarla los médicos, con métodos rigurosamente “científicos”. Se trata, pues, de una ideología, que suele ser aceptada acríticamente por todo el cuerpo social como una ciencia médica, con valor casi absoluto. La clase trabajadora, sobre la que opera la psiquiatría institucional de un modo más opresivo, no se percata fácilmente de la manipulación ideológica de que es objeto en beneficio de la clase dominante. De ahí que no la haya sometido a una crítica desideologizadora, como sí lo ha hecho con otros “aparatos ideológicos” tales como la escuela o la religión.
Pero si se entiende la ideología que subyace en la psiquiatría, ésta puede convertirse en un lugar de lucha de clases, porque a través de la psiquiatría “la resistencia de las clases explotadas puede encontrar el medio y la ocasión de hacer oír su voz, sea utilizando las contradicciones existentes en su interior, sea conquistando por la lucha puestos de combate” en ella (Althusser). Esto está empezando a suceder: muchos técnicos (psiquiatras, psicólogos, etc.) están rechazando su papel de “funcionarios del consenso”, no legitimando con su aval la discriminación y la violencia que se ejerce sobre los desviados sociales, y planteando soluciones alternativas. Y, por otra parte, ciertos núcleos de las clases trabajadoras, como posibles usuarios de los servicios psiquiátricos, comienzan a sensibilizarse y a reivindicar su participación en la gestión de los mismos, para que se conviertan en auténticos servicios públicos que atiendan las necesidades psicológicas de la población sufriente. De hecho, están surgiendo algunos intentos de una psiquiatría popular, que niega el manicomio, que busca recursos terapéuticos en la propia comunidad, que pretende socializar los conocimientos, elaborar planes de salud mental con la participación del mayor número de personas y despsiquiatrizar al máximo los problemas humanos y sociales, que han de solucionarse trasformando, simultáneamente, la realidad social.
La psiquiatría sigue siendo necesaria, porque los sufrimientos psiquiátricos de la población aumentan sin cesar. Pero es preciso luchar por una nueva psiquiatría, que libere y no oprima, que no esté al servicio del poder sino que alivie el sufrimiento de las gentes. Para ello hay que desideologizar el discurso psiquiátrico tradicional y transformarlo en un discurso liberador, dialogante popular. Y eso se logrará sacando ese discurso del campo médico en que aún se encuentra y llevándolo al terreno político-social. Entonces se demostrará la inanidad del actual saber psiquiátrico y la desnudez del poder del psiquiatra, y podrá abrirse una vía para una psiquiatría alternativa.
Notas al pie de página[1] Christian Delacampagne, Psiquiatría y opresión, Editorial Destino, Barcelona, 1978.
[2] Talcott Parsons, El sistema social, Editorial Revista de Occidente, Madrid, 1966.
[3] Christian Delacampagne. Obra citada.
[4] La descripción de esta supuesta enfermedad apareció en el “Diagnostic and Statical Manual”, publicado por la American Psychiatric Association en 1968.
[5] La frase es de Oscar Lewis, y es citada por Basaglia en su libro La mayoría marginada, Editorial Laia, Barcelona, 1973.
[6] Stanley Cohen, “Un escenario para el sistema carcelario del futuro”, un ensayo incluido en el libro Los crímenes de la paz, compilado por Basaglia y publicado por la Editorial Siglo XXI, México, 1977.
[7] Louis Althusser, Escritos, Editorial Laia, Barcelona, 1974.