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GONZÁLEZ DURO, Enrique

NotaPublicado: Lun Ene 25, 2010 11:06 pm
por Duarte
Enrique González Duro

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

    [propia] Psiquiatra, profesor universitario e historiador español. Uno de los principales exponentes, teórico y militante, del movimiento antipsiquiátrico de las décadas de 1970/80.

En la página Fundación para la Investigación en Psicoterapia y Personalidad se escribió:Enrique González Duro (La Guardia de Jaén, 1939), psiquiatra, escritor, ensayista e historiador, desarrolló la mayor parte de su actividad profesional en el Hospital Universitario Gregorio Marañón, antigua Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco. Participó en La Coordinadora Psiquiátrica, que promovió y defendió los incipientes proyectos de reforma del tardofranquismo. Tras el encierro del año 1971 en el pabellón psiquiátrico de la Ciudad Sanitaria, coordinó el primer Hospital de día público de nuestro país. Contaría esta experiencia en Distancia a la locura: teoría y práctica del Hospital de Día (Fundamentos, 1982). Entre 1981 y 1983 dirigió la reforma del Hospital Psiquiátrico de Jaén, proceso que describiría en Memorias de un manicomio (Ediciones libertarias, 1987).

En 1974, publicó en Cuadernos para el diálogo el “Informe sobre la asistencia psiquiátrica española”, primer escrito de una serie dedicada a analizar la organización administrativa y los referentes ideológicos de la psiquiatría en España. En Psiquiatría y sociedad autoritaria: España 1939-1975 (Manifiesto, 1978) revisó la psiquiatría académica de los años de la postguerra, ocupados en la definición de una teoría endógeno-higienista e individual de la locura coherente con los valores defendidos e impuestos por el Régimen. Denunció el alejamiento de las corrientes anglosajonas y francesas, cuya perspectiva histórica, política y comunitaria recuperó en Historia de la locura en España (1994-1996), libro en el que analizaba la base ideológica de una psiquiatría que encontraba en la enfermedad mental un abismo y en el enfermo mental una desorganización incomprensible. Cerraría esta serie con Treinta años de psiquiatría en España (Libertarias, 1987), obra en la que cuestionó la reforma socialista de principios de la década de los 80.

Cercano a los movimientos antipsiquiátricos, los definió como un conjunto de prácticas opuestas al eclecticismo abstracto de las corrientes academicistas. En libros como Consumo de drogas en España (Villalar, 1979), La neurosis del ama de casa (Eudema, 1990) o La paranoia (Temas de hoy, 1991) contrarrestó ese vacío con una lectura sociológica de los problemas mentales. En textos como El miedo en la posguerra (Oberón, 2003) o Biografía del miedo (2007) invertiría esa posición para analizar los condicionantes psicológicos de las identidades colectivas.

Autor diverso, a través de las biografías de Franco, Felipe González o Polanco y textos como La sombra del general, abordó desde diferentes perspectivas las interacciones entre cultura, individuo y sociedad.





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NotaPublicado: Lun Ene 25, 2010 11:06 pm
por Duarte
Enrique González Duro, en "El aparato psiquiátrico", en El Viejo Topo, extra/7 (especial sobre control social), junio-agosto de 1979, escribió:La psiquiatría institucional se ha presentado como una ciencia médica, neutral y aséptica, que tiene por objeto el estudio y tratamiento de los llamados enfermos mentales. Pero, de hecho, más que por su objeto, se ha definido por sus objetivos en la praxis social. Así, por ejemplo, la psiquiatría en la época del nazismo se propuso “científicamente” el exterminio masivo de unas trescientas mil “vidas desprovistas de valor e indignas de vivirse”, que constituían un “cuerpo extraño para la sociedad humana”. De este modo se “solucionó” el problema de los enfermos mentales en Alemania y se cumplieron los dictados higienistas del Estado hitleriano. Pero aquello no fue un disparate absolutamente insólito, sino una medida que llevaba hasta sus últimas consecuencias los objetivos sociales de una doctrina, casi universalmente aceptada, que conceptuaba a los enfermos mentales como un potencial peligro público, del que la sociedad “sana” tenía que defenderse. Y esta labor de policía sanitaria la ha realizado siempre la psiquiatría institucional, por delegación y al servicio del orden establecido. Por eso, no es de extrañar que, aún hoy, muchos pacientes sean “tratados”, a la fuerza y por la fuerza, por el aparato psiquiátrico, que siempre ha contado con excelentes instrumentos represivos. (El paciente sabe muy bien que, por ejemplo, su privación de libertad (en el manicomio) se debe a que ha alterado a los demás, y no a que esté realmente enfermo. Por eso no tiene “conciencia de enfermedad”, lo que, paradójicamente, se interpreta como un inequívoco síntoma de enfermedad).

El tratamiento de los enfermos psíquicos no ha sido sino un pretexto médico para encubrir una función ético-política de control de ciertos “desviados” sociales, que la psiquiatría ejercita en bien de los poderes establecidos. Realmente, la psiquiatría actúa como una estructura de poder-saber, que define, conceptualiza, clasifica, controla y corrige las locuras de gentes débiles y marginadas, de acuerdo con los intereses y valores de una sociedad “normalizada” y “normalizante”, valores que corresponden a los de la ideología dominante. Históricamente, toda su fuerza le viene del manicomio (donde nació), una institución segregadora que aún constituye el pilar básico en la organización de la asistencia psiquiátrica pública, al menos en este país. Pero el manicomio no ha de ser conceptuado como una “cosa en sí”, pues su realidad incluye además el rol que desempeña en la conciencia y en el inconsciente colectivo de toda la población, significante de un deseo de exclusión o de tratamiento de lo irracional. Es un espacio mágico y mítico, donde se depositan y conjuran todas las locuras de la sociedad, y al que todos temen. Porque el manicomio no sólo encierra a los que enloquecen en exceso, sino que también actúa imaginariamente sobre la población, coaccionándola preventivamente para que nadie enloquezca más de la cuenta, para que todo el mundo se autocontrole y se comporte de un modo responsable y cuerdo. En este sentido, la similitud y complementariedad con la cárcel es evidente.

El manicomio (no es el hospital para quien sufre trastornos mentales, sino el lugar de represión de ciertas “desviaciones” del comportamiento humano) fue, y sigue siendo, la respuesta institucional del Estado moderno y burgués a la necesidad que tenía de recluir y controlar a un número creciente de personas marginales (económicamente inútiles, socialmente irrelevantes y políticamente ineficaces), procedentes principalmente de las clases proletarizadas, quienes, por su conducta supuestamente anormal e irracional, podrían perturbar el orden social e intranquilizar al resto de los ciudadanos encuadrados “normalmente” en ese orden. Desde el principio, el manicomio fue una institución represora y carcelaria (y a veces, aún peor), aunque de inmediato adquirió un “disfraz médico”, convirtiéndose en un establecimiento aparentemente sanitario. Y los médicos de la institución, apoyados luego por los de la Universidad, elaboraron una teoría y una praxis psiquiátricas que venían a justificar “científicamente” la represión de la locura, reconvertida ahora en enfermedad mental, una entidad abstracta de supuesto origen interno o endógeno, y desconectada por completo de las circunstancias sociales en que esa locura se incuba y produce. Así, la sociedad burguesa quedaba desrresponsabilizada de la contradicción que suponía la presencia en su seno de los locos, considerados ahora como enfermos afectos de misteriosas dolencias, que los médicos habrían de descubrir y “curar”. Bajo la apariencia de tratamiento médico, toda forma de represión psiquiátrica (desde la reclusión hasta la leucotomía) se puede ejercer sobre los “anormales”, represión que en definitiva no es sino la reproducción exagerada y grotesca del control represivo que se efectúa habitualmente sobre los “normales”, en la familia, en la escuela, en la fábrica, en el ejército, etc.


La expansión psiquiátrica

Constituida como doctrina científica, la psiquiatría saldrá pronto del manicomio e irá, como praxis y como ideología, actuando progresivamente sobre casi todo el cuerpo social, cuyos miembros se muestran cada vez más desequilibrados por el “ritmo de la vida moderna”, y adoptando formas más sutiles de control y manipulación social. Y se esforzará en ser más comprensiva y menos segregadora, sobre todo cuando haya de tratar a pacientes ricos, siempre menos locos que los pobres, o cuando intente reincorporar trabajadores útiles al sistema productivo. Pero el objetivo último de la psiquiatría institucional será el de introducirse en todos los niveles de la sociedad, en todos los espacios de la vida humana, tratando de que cada individuo se considere a sí mismo y, a los demás, desde una perspectiva psiquiátrica. Se trata, en la actualidad, de extender la “mirada” psiquiátrica a casi todo el cuerpo social y de generalizar al máximo la división entre lo normal y lo patológico, cuya frontera ya no será la tapia del manicomio. (Todos los conflictos humanos, familiares y sociales, podrán ser psiquiatrizados y puestos en manos de expertos, que aportarán las adecuadas soluciones técnicas).

La locura, antes casi patrimonio de las clases menesterosas, ahora en buena parte se ha democratizado y extendido a otras clases en forma de neurosis. Actualmente todos estamos más o menos neuróticos, lo que requiere una mayor intervención política de la psiquiatría, pues la vigilancia a los neuróticos es la última baza del poder para controlar toda la sociedad. En consecuencia, se hace preciso vigilar todos los recovecos de la vida cotidiana (desde las simples faltas de ortografía de un niño, hasta el uso de un inofensivo porro), y prevenir los posibles fallos o desviaciones de los individuos en su adaptación “normalizante” al sistema social, pero sin cuestionarlo en absoluto. Es mejor prevenir o vigilar, que curar. Sólo se recurrirá a la “curación” represiva cuando falle la vigilancia, y la locura se haga demasiado manifiesta: para eso la psiquiatría institucional conserva sus métodos más punitivos (el manicomio, el electroshock, el coma insulínico, la leucotomía, etc.).

Ya en el siglo pasado el reformador Morel exhortaba a los psiquiatras a efectuar una profilaxis generalizada en todos los sectores sociales, y a los poderes públicos a ejecutar una política sanitaria que preservase sus intereses. Era la mejor prevención contra la posible rebeldía de los oprimidos y de los sufrientes. No se le hizo demasiado caso. Pero, modernamente, sí parece haberlo comprendido muy bien una cierta intelectualidad elitista y burguesa, muy influida por el psicoanálisis (limado de sus primitivas aristas subversivas): basta de política, descubramos las pulsiones inconscientes, liberemos el deseo, abramos la llave de los sueños, o de los significantes [1]. Ciertamente, si el sujeto verbaliza todos sus deseos y se le reconoce una cierta capacidad de goce, a través del consumismo sobre todo, estará más conforme, y no será necesario modificar la realidad. Por eso, vigilar y cuidar la salud mental de todos los ciudadanos será el mejor medio de lograr la integración social, la unión de todos y el fin de la lucha de clases. Para ello, al psiquiatra se le pide, desde la sociedad, una función social mucho más amplia y profunda, por lo que su poder aumentará, aunque eso no se corresponderá con un mayor saber.


El sufrimiento y el rol del enfermo

En las modernas sociedades occidentales, el sufrimiento psicológico, en sus diversas formas, es un problema que afecta a la mayoría de la población, sobre todo a las clases menos favorecidas, que viven situaciones más conflictivas y disponen de menos recursos y opciones para superarlas. Aunque ese sufrimiento es casi siempre ocultado, mantenido dentro de la “privacidad” (un valor típico de la ideología burguesa), vivido vergonzosamente y en silencio, y, por ello, manipulable por la ideología dominante (que exalta el sacrificio individual) y por sus instituciones, incluidas la psicología y la psiquiatría. No obstante, ese sufrimiento oculto y culposo, a menudo, rompe las propias resistencias “normalizantes” del individuo y estalla en conductas más o menos dislocadas. Entonces puede ser calificado de enfermo psíquico y “tratado” como tal. En una sociedad alienante y deshumanizada, el riesgo de psiquiatrización de los problemas humanos es cada vez mayor para cualquier persona, más o menos normal, que se encuentre en una situación crítica. El sistema crea en todos sus miembros un potencial expresivo de locura, que en la mayoría de la gente está habitualmente reprimido y autocontrolado, pero que en condiciones especialmente desfavorables puede descontrolarse y mostrarse hacia fuera. En ese momento, la persona puede ser psiquiatrizada, aunque se niegue a ello, pues de todos modos se le obligaría a “tratarse”. Puede serle más conveniente el someterse “voluntariamente” al control del aparato psiquiátrico. Es lo que se ha llamado la “servidumbre voluntaria” del paciente al poder médico.

El tránsito acelerado hacia una sociedad urbana, industrializada y capitalista, como el iniciado en España a comienzo de los años sesenta, ha supuesto bruscos cambios en la estructura social, con graves secuelas de inadaptación, desarraigo, desintegración familiar, aculturación, etc. Todos estos condicionamientos han operado sobre el individuo, especialmente en los estratos más inferiores, ocasionándole toda clase de sufrimientos, molestias, trastornos y desequilibrios psicológicos, y hasta alteraciones mayores o menores en su conducta, sometida, por otra parte, a continuas presiones “normalizadoras”. Al mismo tiempo ha descendido el umbral de tolerancia sociofamiliar, lo que implica un mayor rechazo hacia la conducta alterada o atípica del sujeto, que pronto será percibida por las personas que le rodean como incomprensible e imprevisible dentro del contexto en que se manifiesta, por lo que podrá ser “denunciada” al psiquiatra, quien fácilmente diagnosticará una enfermedad y prescribirá el “tratamiento” adecuado, que en casos extremos será el internamiento psiquiátrico. Si se trata de personas de escasa rentabilidad social (ancianos, oligofrénicos adultos, etc.), la reclusión podrá ser definitiva. Así pues, lo que aparecía originariamente como un conflicto microsocial (familiar, escolar, laboral, etc.), queda neutralizado técnicamente y reconvertido en una anomalía psíquica del sujeto, en cuya consideración se prescinde de todas las motivaciones psicosociales del sufrimiento o del comportamiento atípico. Con el diagnóstico psiquiátrico, el sujeto queda invalidado como enfermo, y más aún si ha pasado por un manicomio.

El sufrimiento psíquico transformado en enfermedad sólo es susceptible de una respuesta técnica, que no siempre es positiva para el paciente, aunque puede beneficiar a los demás; es un sufrimiento no compartible por otros, y por ello no concita actitudes solidarias de otras personas, posiblemente también sufrientes, en contra de unas estructuras opresoras y generadoras de múltiples padecimientos en todos, sobre todo entre las clases más explotadas. Los “enfermos” no se unen con otros seres “desviados” y sufrientes para formar un subsistema alternativo u opuesto al sistema social central, sino que cada uno se relaciona, voluntariamente o no, con un grupo de no enfermos (familiares, médicos o terapeutas), que le ayudan y/o controlan. De este modo, el enfermo psíquico se encuentra privado de la posibilidad de formar una colectividad solidaria, y por ello resulta mucho menos peligroso para la estabilidad del sistema social que otros roles desviados, tales como el delincuente, el rebelde, el disidente político, etc. En consecuencia, es lógico que el “establishment” muestre su preferencia porque cualquier tipo de conducta desviada se canalice hacia el rol de enfermo y sea psiquiatrizada [2].

La atribución del estatuto de enfermo a un desviado social implica la aserción de que se han de “cuidar de uno”, lo que proporciona un punto de apoyo para el control social que ha de ejercer la familia y/o la medicina psiquiátrica. Si alguien actúa provocativa o agresivamente en determinadas circunstancias y se le considera irresponsable por padecer una enfermedad, entonces se incrementan los controles sociales, lo que le coloca en una situación de dependencia, forzada o no, con otras personas, familiares o médicos, que estarán legitimadas porque le “ayudan”, y no le castigan, aunque a veces esa ayuda sea extremadamente punitiva. Si el sujeto se adapta a las prescripciones médicas y colabora en todo, será un “buen paciente”, con lo que obtendrá ciertas ventajas: exención de responsabilidades y de exigencias sociales, apoyo, trato benevolente, etc. De ahí que actualmente mucha gente acepte y se instale cómodamente en el rol de enfermo, aunque interiormente no se reconozca como tal, y a pesar de que esto le suponga sometimiento a otros, pérdida de autonomía y una cierta opresión terapéutica. Y va siendo cada vez más frecuente que sean los propios pacientes los que demanden al médico dosis crecientes de psicofármacos, que ocultan sus propios problemas, los que en muchos casos no son sino conflictos psicosociales más o menos interiorizados. Por el contrario, si el sujeto no se reconoce como enfermo psíquico, no acepta el control médico y no colabora en su tratamiento y curación, será catalogado de “enfermo rebelde”, grave e incluso peligroso, con el que se podrán utilizar métodos más coercitivos.

En la actualidad, y dada la creciente demanda de asistencia psiquiátrica (que no siempre viene del propio paciente), el tratamiento no es siempre excluyente y segregador, entre otras cosas porque los manicomios están más que repletos. Pretenden más bien la rehabilitación del “desviado” y su pronta reincorporación al circuito de la producción económica. Por eso el tratamiento puede ser más fácilmente aceptable para el paciente. Ese tratamiento consiste en la administración de psicofármacos para los pacientes de la clase trabajadora, o en psicoterapia para las clases más privilegiadas; pero en ambos casos desarrolla un proceso curativo basado en la dependencia al médico, en el sometimiento del paciente al poder del psiquiatra. Y si el enfermo psíquico no se “cura”, el peligro queda también conjurado, porque el sujeto queda invalidado socialmente como irresponsable, estigmatizado por un diagnóstico, localizado y controlado o controlable en cualquier momento. De modo que, aunque no “cure”, la psiquiatría institucional sigue cumpliendo su función de control social de conductas desviadas. En una sociedad como la nuestra, con alta cifra de desempleo, el sistema no demanda a la psiquiatría que cure y rehabilite socialmente al enfermo, que logre su readaptación social objetiva, ya que el sistema se muestra incapaz de insertarlo directamente en el proceso de producción-consumo. Basta con su readaptación subjetiva, con el logro de una homogeneización del “asistido” con respecto a las reglas de valores dominantes, de tal modo que éste perciba como “bueno” todo lo que se ajuste a la norma y como “malo” lo que no entre dentro de ella. Se trata, pues, de que el paciente pueda auto-controlarse, aunque eso no le reporte un beneficio social (trabajo, aceptación familiar, etc.), y esto podrá conseguirlo por su dependencia al psiquiatra, o a la institución psiquiátrica, que siempre podrá ejercer sobre él un férreo control exterior, con el que lo amenaza si no se comporta bien. Por tanto, es comprensible que la psiquiatría en nuestro país siga siendo groseramente represiva, sobre todo en la asistencia pública; aunque en la asistencia privada adopta formas cada vez más sutiles y suaves, sin dejar de ser controladora.


La psiquiatría, control de controles

Las sociedades industriales y tecnocráticas están últimamente sufriendo un notable cambio: las costumbres tradicionales se relajan, los dominios de la vida cotidiana (sexualidad, agresividad, etc.) se liberan progresivamente y se producen múltiples marginalizaciones producidas por el crecimiento demográfico y el desarrollo económico. El Estado, con sus aparatos coactivos (la Policía, la Justicia, etc.), parece incapacitado para mantener un adecuado control social. Los llamados “aparatos ideológicos del Estado” (familia, escuela, empresa, iglesia) se muestran insuficientes para la perfecta socialización y “normalización” del individuo. Pero no se produce el caos. La cohesión social tiende ahora a ser consensual y se logra, más fácilmente, con otros instrumentos de vigilancia, prevención y manipulación, manejados por multitud de agentes y técnicos (de la comunicación, de la información, de la salud, etc.), que no están ligados directamente al Estado, pero que son vehículos de poder y transmisores de una ideología “unidimensional”. No estamos oprimidos represivamente, o lo estamos menos que antes, pero sí somos manipulados y sutilmente controlados. Son nuevas formas de opresión, multiformes y no acumulables, que incluso producen un cierto goce en el cuerpo social (la televisión, el consumo, el ocio planificado, etc.), por lo que son aceptadas con relativa facilidad por casi todos.

A la psiquiatría institucional, en la sociedad moderna, se le va atribuyendo paulatinamente la misión de “control de controles” [3] dentro del sistema general de vigilancia y manipulación a que está sometido el individuo. Aunque la familia, la escuela, la fábrica, la iglesia, la cárcel, etc., siguen siendo instituciones de control del “establishment”, frecuentemente aporta un refuerzo la medicina psicológica o psiquiátrica, que, en última instancia, evalúa “científicamente” la conducta individual y la sanciona de un modo u otro. Por ello, su campo de intervención es cada vez más amplio. Si un individuo tiene conflictos en la familia, en el colegio, en el trabajo o en la calle puede considerarse que no es suficientemente normal y que ha de tener problemas o trastornos cuyo tratamiento dependerá de la medicina. Cuando el niño escapa del control familiar y se rebela contra las imposiciones paternas, cuando se orina en la cama, cuando es “difícil”, desobedece reiteradamente o no estudia lo suficiente, puede ser conducido al psiquiatra, que corregirá su conducta y restablecerá la armonía familiar. En nuestros días los niños que se escapan de casa, aunque sea por uno o varios días, pueden ser considerados enfermos: la American Psychiatric Association define como enfermedad la “Reacción de fuga de la infancia o de la adolescencia” [4]. Por otra parte, en algunos países se pide insistentemente una psiquiatría preventiva que actúe sobre niños y adolescentes, “antes de que sea demasiado tarde”. Así, entre otras cosas, se pretende resolver el problema de la delincuencia juvenil, olvidándose de todos los condicionamientos sociales, económicos y culturales que inciden en este problema. Y muchas escuelas cuentan ya con servicios psicológicos, que clasifican a los estudiantes en listos y torpes, los que son abandonados a su suerte; y eliminan a los que muestran una conducta en exceso perturbadora, enviándolos al psiquiatra. En definitiva, se trata de “ayudar” a los chicos a adaptarse mejor al sistema de enseñanza, aunque éste sea muy malo, y a entenderse mejor con los profesores, pero no al revés.

Se llega incluso a reducir el absentismo laboral, la huelga o la violencia callejera a simples disturbios psicológicos. La psiquiatría se presta a ello y rotula como enfermo el comportamiento de individuos social y políticamente débiles que perturban a personas social y políticamente fuertes. Por eso ha de inventarse entidades nosológicas nuevas, tales como la “personalidad antisocial”, la “personalidad pasivo-agresiva”, el “psicópata frío y emotivamente insensible”, el “psicópata desarmado”, etc. En algunos países desarrollados hasta se ha pensado en soluciones psiquiátricas para la pobreza: “En Estados Unidas las soluciones que han propuesto los asistentes sociales que tratan a los pobres irrecuperables han ido encaminadas a mejorar gradualmente el nivel de vida y a favorecer su asimilación de la clase media. Cuando era posible, se ha aconsejado un tratamiento psiquiátrico” [5]. En los países menos desarrollados no son aplicables soluciones de este tipo, porque los psiquiatras se ocupan sobre todo de individuos de la clase media. Por ello, en esos países los pobres podrían buscar soluciones más revolucionarias, aunque, según el autor de los párrafos citados, ninguna revolución conseguiría abolir la pobreza. De cualquier modo, queda claro cómo la psiquiatría, con su ideología y con su praxis adaptativas, podría intentar frenar los impulsos revolucionarios. No es de extrañar, pues nunca han faltado psiquiatras que han calificado a los dirigentes y militantes revolucionarios como auténticos enfermos mentales. De la misma manera que actualmente se psiquiatriza a los disidentes políticos en la Unión Soviética, así como en otros países occidentales.

La psiquiatría también ha explicado las supuestas causas científico-médicas de la homosexualidad, del alcoholismo, la prostitución, o la delincuencia, conceptuándolas como enfermedades. Y los psiquiatras están ya penetrando en las cárceles, para aplicar a los presos tratamientos coercitivos y adaptativos: electroshocks, terapias conductistas, leucotomías, psicofármacos y hasta terapias de grupo. Su misión es la de adaptar el preso al sistema carcelario [6].


Control de la marginación social

El sistema social produce toda clase de desviados o marginados sociales, a los que no puede, no sabe o no quiere rehabilitar, pero sí controlar al máximo, induciéndolos, para ello, a asumir roles perfectamente definidos y diferenciados. El sistema precisa “conservar”, debidamente identificados y “colocados”, a sus desviados, aunque lo sea para que, por contraste, fijen nítidamente la normativa social vigente para todos los “normales”, que depositarán en ellos sus impulsos desviantes. Hasta el punto que las instituciones creadas para los desviados (cárceles, manicomios, etc.), no los curan ni los reforman, sino que, por el contrario, los confirma socialmente en su rol o status. Podrían ponerse múltiples ejemplos. Ocurre que no interesa demasiado reintegrar plenamente a la sociedad al desviado o marginado. Importa más descubrirlo pronto, aislarlo, neutralizarlo, para confirmar que no somos nosotros (los sanos, los normales), que no es la organización social la que produce las contradicciones.

Pero todo esto es una pura contradicción que cuestiona seriamente la validez integradora y la justicia del sistema, y hace pensar, como solución, en un cambio revolucionario de las estructuras sociales. Para impedir que las clases oprimidas, de donde surgen la mayoría de los marginados etiquetados, tomen conciencia, se solidaricen con ellos y propicien este cambio revolucionario, el sistema negará la contradicción. Y la encubrirá con la ideología psiquiátrica, que explica todo “científicamente”, reduciendo el problema social de los desviados y marginados al problema individual de cada uno de ellos, susceptible siempre de ser solucionado técnicamente. Así se llega a la conclusión de que todos los marginados son enfermos psíquicos, teóricamente curables o rehabilitables.

Pero, en la práctica, la psiquiatría institucional no cura o rehabilita a casi nadie. Lo que es lógico, teniendo en cuenta que prescinde de todas las contradicciones socioeconómicas que inciden sobre la marginación social. Pero no solamente no cura a los desviados-enfermos, sino que los estigmatiza con un diagnóstico científico, que los hace socialmente inaceptables, o que se los acepte hipócritamente y con bastantes reservas. Por ejemplo, cuando un enfermo mental supuestamente curado vuelve a su medio habitual, tras un internamiento psiquiátrico, opta por retraerse, por mostrarse dócil y por eludir toda confrontación con los demás, pues intuye que cualquier actuación suya mínimamente disonante podría serle interpretada como síntoma de su enfermedad. A quien tiene un estigma psiquiátrico se le exige un comportamiento ejemplar y casi perfecto, porque es fácilmente reconocible, está en situación precaria y no puede impedir, que, en caso de conflicto, los demás actúen contra él y le conduzcan de nuevo al psiquiatra. Las personas que le rodean no le tratan de igual a igual, no se fían de él, le vigilan y le controlan, lo que le lleva al autocontrol exagerado, para evitarse la “recaída” y la represión psiquiátrica. Es la mirada psiquiátrica la que controla: el expaciente vive en libertad vigilada, supervisada por la familia, la asistente social, el médico de cabecera, los vecinos y el psiquiatra que le revisa periódicamente. Tendrá que someterse a esta supervisión, si no quiere evitar males mayores. Es todo un proceso de psiquiatrización, por el que cada uno habrá interiorizado la ideología de la psiquiatría represiva y se transformará en su propio psiquiatra, y en el de los demás, vigilando y controlando su propia locura y la de los demás. Se produce, en consecuencia, la extensión del control psiquiátrico a distancia, más sutil y menos costoso que la represión psiquiátrica directa, que sólo actuará en casos extremos.

Así pues, la psiquiatría institucional no tiene necesidad de curar o rehabilitar a mucha gente desviada. Le basta con “domesticar” eliminando los síntomas salvajes del desviado-enfermo, con estigmatizar y con controlar a distancia. Lo invalida como persona, por lo que el Estado puede reprimirlo cuando le convenga con toda tranquilidad y con el consenso de la población normal. Pero es precisamente esta praxis con los marginados la que invalida críticamente toda la ideología psiquiátrica, desenmascarándola como cobertura controladora y represiva del orden establecido.


Hacia una psiquiatría popular

Además del aparato de control represivo de determinadas conductas desviadas, la psiquiatría institucional, en tanto que doctrina y praxis, se constituye en un eficiente “aparato ideológico del Estado”, que reproduce el acatamiento del individuo a las reglas del orden establecido y la sumisión a la ideología dominante, y que contribuye, “mediante el saber”, al mantenimiento de esa ideología y a su manejo por parte de los agentes de la represión [7]. En efecto, la psiquiatría evalúa las conductas individuales, clasificándolas en normales y anormales; “trata” sólo las anormales, pero negándoles apriorísticamente su historicidad y sus posibles conexiones con las relaciones sociales y de producción. Rechaza “científicamente” el sufrimiento psicológico, o que éste tenga algo que ver con el poder, con la opresión o con la explotación del hombre por el hombre. Todo responde a una supuesta enfermedad mental, de origen interno o intrapsíquico, que puede aparecer casi misteriosamente en cualquier individuo, sin relación alguna con sus circunstancias concretas. Sólo pueden curarla los médicos, con métodos rigurosamente “científicos”. Se trata, pues, de una ideología, que suele ser aceptada acríticamente por todo el cuerpo social como una ciencia médica, con valor casi absoluto. La clase trabajadora, sobre la que opera la psiquiatría institucional de un modo más opresivo, no se percata fácilmente de la manipulación ideológica de que es objeto en beneficio de la clase dominante. De ahí que no la haya sometido a una crítica desideologizadora, como sí lo ha hecho con otros “aparatos ideológicos” tales como la escuela o la religión.

Pero si se entiende la ideología que subyace en la psiquiatría, ésta puede convertirse en un lugar de lucha de clases, porque a través de la psiquiatría “la resistencia de las clases explotadas puede encontrar el medio y la ocasión de hacer oír su voz, sea utilizando las contradicciones existentes en su interior, sea conquistando por la lucha puestos de combate” en ella (Althusser). Esto está empezando a suceder: muchos técnicos (psiquiatras, psicólogos, etc.) están rechazando su papel de “funcionarios del consenso”, no legitimando con su aval la discriminación y la violencia que se ejerce sobre los desviados sociales, y planteando soluciones alternativas. Y, por otra parte, ciertos núcleos de las clases trabajadoras, como posibles usuarios de los servicios psiquiátricos, comienzan a sensibilizarse y a reivindicar su participación en la gestión de los mismos, para que se conviertan en auténticos servicios públicos que atiendan las necesidades psicológicas de la población sufriente. De hecho, están surgiendo algunos intentos de una psiquiatría popular, que niega el manicomio, que busca recursos terapéuticos en la propia comunidad, que pretende socializar los conocimientos, elaborar planes de salud mental con la participación del mayor número de personas y despsiquiatrizar al máximo los problemas humanos y sociales, que han de solucionarse trasformando, simultáneamente, la realidad social.

La psiquiatría sigue siendo necesaria, porque los sufrimientos psiquiátricos de la población aumentan sin cesar. Pero es preciso luchar por una nueva psiquiatría, que libere y no oprima, que no esté al servicio del poder sino que alivie el sufrimiento de las gentes. Para ello hay que desideologizar el discurso psiquiátrico tradicional y transformarlo en un discurso liberador, dialogante popular. Y eso se logrará sacando ese discurso del campo médico en que aún se encuentra y llevándolo al terreno político-social. Entonces se demostrará la inanidad del actual saber psiquiátrico y la desnudez del poder del psiquiatra, y podrá abrirse una vía para una psiquiatría alternativa.





Notas al pie de página

    [1] Christian Delacampagne, Psiquiatría y opresión, Editorial Destino, Barcelona, 1978.

    [2] Talcott Parsons, El sistema social, Editorial Revista de Occidente, Madrid, 1966.

    [3] Christian Delacampagne. Obra citada.

    [4] La descripción de esta supuesta enfermedad apareció en el “Diagnostic and Statical Manual”, publicado por la American Psychiatric Association en 1968.

    [5] La frase es de Oscar Lewis, y es citada por Basaglia en su libro La mayoría marginada, Editorial Laia, Barcelona, 1973.

    [6] Stanley Cohen, “Un escenario para el sistema carcelario del futuro”, un ensayo incluido en el libro Los crímenes de la paz, compilado por Basaglia y publicado por la Editorial Siglo XXI, México, 1977.

    [7] Louis Althusser, Escritos, Editorial Laia, Barcelona, 1974.

Re: GONZÁLEZ DURO, Enrique

NotaPublicado: Mar Ene 26, 2010 7:28 am
por juliatrigo
He republicado este artículo en http://anacliticas.blogspot.com. Muchas gracias.

Re: GONZÁLEZ DURO, Enrique

NotaPublicado: Mar Ene 26, 2010 11:45 am
por Duarte
A ti por difundirlo. Lo transcribí para la ocasión.

Re: GONZÁLEZ DURO, Enrique

NotaPublicado: Mar Ene 26, 2010 11:49 am
por juliatrigo
Duarte escribió:A ti por difundirlo. Lo transcribí para la ocasión.

Gracias, de nuevo, Duarte.

Re: GONZÁLEZ DURO, Enrique

NotaPublicado: Mar Jul 02, 2019 7:21 pm
por Duarte
Aníbal Malvar, en entrevista con Enrique González Duro con el titular "El psiquiatra al que temían Franco y Felipe González", en CTXT, el 30 de junio de 2019, escribió:Enrique González Duro lleva 55 años dedicado a la psiquiatría. Aparte de numerosos libros teóricos, ha publicado varias biografías psicológicas de personajes como Francisco Franco, Fernando VII, Jesús de Polanco y Felipe González. La última de ellas se titula Leopoldo María Panero. Locura familiar. González Duro trató –tanto personal como profesionalmente– al poeta maldito por excelencia de la España última, hijo de escritor franquista, dandi homosexual de la transición, después carne de manicomio y de la prensa poco escrupulosa. “Me odiaba, pero venía al despacho a pedirme 500 pelas”, recuerda. Hubo una época en que González Duro se sintió “el temido” (son palabras suyas), cuando sus intentos de reformar la psiquiatría en España le llevaron a enfrentarse al franquismo y, más tarde, a Felipe González.


Aníbal Malvar: Tú llegas a la psiquiatría franquista aún heredera de las directrices del Mengele español, el inefable Antonio Vallejo-Nágera, una especie de doctor loco y torturador que intentaba encontrar una explicación psiquiátrica al hecho de ser marxista.

Enrique González Duro: Vallejo-Nágera ya había muerto cuando me licencio en 1964. En mi época, la psiquiatría española ya estaba totalmente controlada por Juan José López-Ibor. Fue el sucesor de Vallejo-Nágera. Controlaba las oposiciones a cátedra y las instituciones públicas, los tribunales, los nombramientos. Era un cacique absoluto. Tenía una visión muy clásica del tratamiento psiquiátrico. Pero la psiquiatría, que estaba en una situación miserable, al menos empezaba a recibir algo de dotación económica con el primer plan de desarrollo.

También aparecen profesionales más abiertos, incluso ideológicamente, como Carlos Castilla del Pino, comunista, que empieza a publicar los primeros libros en los años 60. Era una especie de luz abierta, aunque ahora ha caído en el olvido. Conectaba una visión social psicoanalítica y situacional. Hoy está bastante olvidado, porque tenía más relevancia su aperturismo que su contenido.


A.M.: ¿Cómo era la psiquiatría franquista que te encuentras?

E. G. D.: Cuando era estudiante de Medicina, me fui al manicomio de mi pueblo, Jaén, para ver cómo era, para enterarme. Me enseñaron lo peor. Vi a niños atados a árboles. Una cosa espantosa. Enfermos vestidos con una especie de mandilón que cagaban en el suelo. Te enseñaban lo peor porque te consideraban un competidor. Los psiquiatras de entonces vivían sobre todo de la psiquiatría privada. El que tenía dinero se pagaba una consulta particular. En los manicomios no atendían porque les pagaban muy poco. Estaban allí para ponerlo en las tarjetas profesionales y en las placas de sus consultas privadas. Los manicomios estaban realmente en manos de las monjas y de los carceleros, los auxiliares, a los que elegían por la fuerza que tuvieran, todo músculos.


A.M.: ¿Qué tipo de tratamientos eran habituales?

E. G. D.: El tratamiento era básicamente el electrochoque y el choque insulínico, todo dirigido por la santa monjería. Más que curativo, el tratamiento era represivo para calmar al paciente. Eso de las monjas de los manicomios lo tuve que sufrir yo, incluso ya en 1983. No veas tú cómo se ponían las monjas. Eran un factor de retraso tremendo. Tenían todo el poder delegado de los directores de manicomios. Les daban cuatro instrucciones y luego las monjas hacían con los internos lo que les parecía.


A.M.: Supongo que los jóvenes psiquiatras os sentíais decepcionados al encontraros ante esa realidad profesional.

E. G. D.: Nosotros intuíamos, por libros que llegaban de Argentina, por algunas informaciones europeas y por otra serie de cosas, que fuera de España había un importante movimiento de reforma de la psiquiatría. En Inglaterra sobre todo. Por eso mucha gente se iba a Inglaterra a encontrarse con médicos y psiquiatras de ideas nuevas. Lo decisivo era que la psiquiatría que se hacía aquí no nos gustaba, y que desde el Estado empezaba a fluir dinero, porque en el plan de desarrollo se incluía una partida presupuestaria. Pero era una partida sin planificación, caótica. España quería entrar en la Unión Europea, y para lavar su imagen se invirtió mucho en manicomios. Para nuestra generación eso acabó trayéndonos los primeros contratos con dedicación exclusiva. Se contrata a médicos jóvenes y, al ver cómo funciona aquello, no podemos soportarlo. Es cierto que los manicomios se habían reformado arquitectónicamente, pero en el aspecto de tratamientos seguían siendo lo mismo que lo que vi yo en Jaén cuando estudiaba. Y, claro, nos rebelamos.


A.M.: ¿Llegaste a conocer a López-Ibor, el icono de la psiquiatría franquista tras la muerte de Nágera?

E. G. D.: Yo era un chaval muy estudioso, y cuando hice la especialización en psiquiatría la hice con López-Ibor, que después me contrató para su clínica privada. Eso me resolvía el problema económico. La psiquiatría que se hacía allí era una porquería, un engaño, una mitificación. Y nosotros teníamos que seguir esos dictados o nos echaban a la calle. El mito López-Ibor era una mierda. Carecía de contenido real. A mí, particularmente, me vino muy bien, porque allí tuve la oportunidad de conocer a todo tipo de enfermos. No podíamos hacer nada por aquellos clientes ricos, pero por lo menos aprendíamos.


A.M.: Pero López-Ibor era algo más avanzado que Nágera...

E. G. D.: López-Ibor odiaba el psicoanálisis por su incidencia en el sexo, en la libido... Estando con él, como yo ganaba dinero, empecé a tener sesiones con psicoanalistas. De forma clandestina. Necesitaba un enfoque distinto.


A.M.: Una de las cosas que me llama más la atención en tu biografía es tu faceta como creador del primer hospital de día en España.

E. G. D.: Aquello no surge de la nada. El sistema era muy paternalista. López-Ibor me echó al final, pero como él lo dominaba todo me dio un carguito de becario en el Hospital Francisco Franco. No se percató de la bomba que metía allí. Y no solo por mí. Se empezaba a generar entre los psiquiatras un movimiento espontáneo de rechazo a la situación, y nos vamos agrupando clandestinamente a finales de los años 60. En el año 70, ya el conflicto se hace abierto. Ir a la huelga era peligroso. Hicimos lo contrario. Un encierro indefinido. La prensa fue importantísima. El encierro fue en agosto. Los directores de los periódicos estaban de vacaciones. Nadie se enteraba mucho de nada. Y los periodistas jóvenes aprovecharon para apoyarnos. Tuvimos la habilidad de plantear el conflicto eludiendo cualquier connotación política. Con el conflicto, además, las ventas de los periódicos aumentaron tremendamente.


A.M.: ¿Así de fácil os impusisteis?

E. G. D.: Qué va. La resonancia que conseguimos nos llevó a movilizar a 7.000 médicos de toda España y de todas las especialidades, que se encerraron como nosotros. Pero a nosotros nos despidieron, naturalmente. Llegó al hospital la brigada político-social y nos sacó a la calle. A mí el primero. Yo le salí al paso a aquellos mastodontes: “¿Dónde van ustedes?” Me dieron un empujón y después, uno a uno, nos llevaron a un despacho y nos leyeron el despido fulminante. Cuando salimos vimos que toda la manzana estaba plagada de jeeps policiales. Pero los otros médicos siguieron con las movilizaciones. Al final, nos llamaron a negociar. Y nos permitimos el lujo de no ir. Por la presión popular, fuimos reingresados en nuestros puestos de trabajo. El ministro de Gobernación, Tomás Garicano, se dio cuenta de que no podía pararnos y acabaron readmitiéndonos. Y después conseguimos sacarle mucho más de lo que pedíamos al principio. Nos convocaron para formar parte de una comisión paritaria con la administración para reformar la psiquiatría. Algo increíble. Y, entre otras cosas, conseguimos la apertura del primer Hospital de Día de España. Algo que en principio no estaba entre nuestras demandas. El régimen estaba rendido. Nos habíamos convertido en intocables.


A.M.: Enseguida llega la transición.

E. G. D.: Sí, y con la transición se produce una escisión en aquel grupo de psiquiatras renovadores o reformistas. Los más posibilistas se pusieron a la vera del surgimiento del PSOE. Pero un grupo minoritario nos opusimos totalmente a olvidar nuestras demandas. Nos llamaban los ayatolás.


A.M.: Sin embargo, el PSOE al principio cuenta contigo.

E. G. D.: El PSOE me nombró director del Psiquiátrico de Jaén en 1981 para reformarlo. Ya tenían poder municipal y autonómico, los socialistas. Yo sabía que el que da primero da dos veces, así que me puse a hacer la reforma a salto de caballo. Sabía que, si la ejecutaba tranquilamente, no iba a llegar a ninguna parte. Hice reformas simbólicas, pero también significativas. Por ejemplo, permití al personal médico y auxiliar elegir si llevar bata o uniforme, o ir de paisano. Yo no llevaba bata. A mí esta medida me resultó muy útil. Distinguía de qué lado estaban los profesionales. Los que no usaban bata eran los reformistas. Con los otros había que tener cuidado. También tiré todas las llaves de las celdas del manicomio.


A.M.: Estuviste solo dos años como director.

E. G. D.: Cuando llega el PSOE al gobierno central, me despiden. “Lo que estás haciendo no es lo que nosotros queremos”, me dijo un director general. Yo contesté que mi plan había sido aprobado por la diputación de Jaén. Luego gané el juicio en magistratura y tuvieron que indemnizarme. Ahí me di cuenta ya de cómo iba a ser Felipe González. No sabéis lo que os espera, pensaba cuando veía a los españoles tan ilusionados con él. El PSOE pensaba que una reformita de mierda, limpiando la fachada de la psiquiatría, iba a bastar. Por eso nos despidieron a los cuatro directores de psiquiátricos que nos coordinábamos para emprender reformas. E incluso nos represaliaron: yo no podía dar ni una conferencia en toda Andalucía. Me vetaron. Incluso intentaron no readmitirme en mi plaza en Madrid. Se cebaron en mí. No sé por qué razón, pero yo era el temido. Quizá porque mantenía cierta ascendencia entre los medios después de lo que había pasado en 1970.


A.M.: Se critica mucho a ciertos psiquiatras de abusar de las medicaciones. Hay quien dice que es por presiones de la industria farmacéutica.

E. G. D.: Y lo es. Totalmente. El PSOE de Felipe González, el de la modélica transición, fue un traidor en todos los ámbitos. En el primer ministerio de Sanidad de FG, había un director general que era bastante progre y reformista. Primera orden que recibe de Felipe: “A los laboratorios ni tocarlos”. Y los laboratorios empiezan a sobornar a los psiquiatras con viajes, congresos exóticos, regalos etc. Pero es que, además, el gobierno concede a los laboratorios categoría para formar personal. El lobo en el gallinero. Lo que hace el PSOE es dar primacía a la psiquiatría biologicista y farmacológica hasta un grado invasivo. Fue un retraso, y la industria farmacéutica, gozosa.


A.M.: Frivolizando un poco. ¿Qué trastorno mental sufre la izquierda española, que nunca se atreve a ser izquierda?

E. G. D.: Solo hay que observar cómo sube al poder Felipe González, como consecuencia de la intervención de la CIA en el año 70. Este dato lo publicó ni más ni menos que un subdirector de la CIA. Este se entrevista con Franco, que lo recibe medio adormilado: “Déjese usted de experimentos, de reyes nuevos y tal. Queremos que en el futuro de España haya una democracia con un partido socialista moderado y un partido neofranquista”. Y eso es lo que salió. De ahí viene la enfermedad de nuestra izquierda.


A.M.: En el libro sobre Leopoldo María Panero sugieres malas praxis.

E. G. D.: Es mentira eso que se dice de que Panero entraba al manicomio voluntariamente. Le dejaban salir con una cantidad de medicación tremenda y con un medicamento antagonista del alcohol, para que no pudiera beber. Iba sobremedicado, tambaleándose, pero era la única forma en que le dejaban salir.


A.M.: Sin embargo, llama la atención que, a pesar de la sobremedicación, siguiera manteniendo una producción literaria inmensa.

E. G. D.: Porque era su salvación. Cuando tenía que dormir en el manicomio, porque lo otro que le quedaba era la calle, su salvación era la hoja en blanco. Él tenía un proceso de identificación con el padre, el poeta franquista Leopoldo Panero. Muchos dicen que lo odiaba, pero no era cierto. Le tenía miedo. Leopoldo María era homosexual. Lo supo desde muy pequeño. Lo que tenía era miedo a que el padre lo rechazara. Yo lo conocí y lo traté personalmente. Y a mí me odiaba solo por el hecho de ser psiquiatra. Me ponía verde. Gajes del oficio. Aunque luego venía al despacho a pedirme 500 pelas. Venía con un perro y se peleaba con el portero, porque el perro no podía entrar. Nunca me devolvía las 500 pelas, claro. Pero yo le tomé cariño. Creo que ese cariño está presente, también, en el libro. Él nos dedicó un poemario a mí y a mi equipo: “Con afecto incurable”, escribió.