En torno al republicanismo (III)
Robespierre: virtud republicana y capacidad política
Joan Tafalla
El Viejo Topo, nº 205-206, 2005“… el destino de
Héctor, o sea, el hecho de que el hombre que sufre la derrota tenga la razón y sea el héroe bueno, se convirtió en determinante de toda mi evolución posterior.”
-
Georg Lukács[2]El próximo 28 de julio se cumplirán 211 años desde que Robespierre y 22 de sus camaradas subieron los escalones del cadalso, condenados sin juicio por una increíble conjura de liberales burgueses y de la extrema izquierda, que el día anterior había realizado un golpe de estado en la
Convención. Los robespierristas muertos en los días siguientes al 9 de
Thermidor llegaron a la cifra de 108 personas. El
Terror blanco se desató a lo ancho y largo del Francia, en una premonición de todas las represiones con las que la burguesía ha obsequiado a quienes osaban lanzarse al asalto del cielo:
junio de 1848 y
mayo de 1871. Pronto, los extremistas de izquierda que se habían unido a la coalición antirrobespierrista lamentaron su craso error, o bien otros (como
Fouché) se integraron en la política termidoriana, y su carrera política se prolongó durante la etapa napoleónica en incluso durante la restauración
[3].
Tras ese brutal frenazo a la igualdad, tras esa recuperación del carácter burgués de la Revolución, que significó el primer paso hacia la restauración de la desigualdad y a la implantación del capitalismo, Robespierre y sus camaradas fueron víctimas de una campaña difamatoria que aún dura, y durará mientras pervivan los enemigos de la igualdad y de la democracia. Y mientras pervivan algunos despistados de “izquierdas”.
Nombres desatacados de esta campaña difamatoria fueron
Michelet y
Tocqueville en el siglo XIX, o
Talmon y
Hanna Arendt en el siglo XX. Un momento cumbre de esta campaña fue la celebración del bicentenario de la revolución durante el año de 1989. La propia elección de la fecha era significativa, puesto que no se eligió ni el 92 (aniversario de la proclamación de la primera República), ni 1793 (proclamación de la primera constitución republicana de Francia), ni, naturalmente, 1794
[4]. Se eligió el 89 como símbolo del período burgués de la revolución y de la recuperación y el uso y abuso capitalista y liberal de la
Declaración de los Derechos del Hombre.
Georges Labica denunciaba el consenso entre derecha y socialdemocracia que, bajo las órdenes de
François Miterrand y de su ministro del Bicentenario
Jack Lang, había transformado al excomunista François Furet
[5] y al reaccionario
Pierre Chaunu [6] en los sumos sacerdotes mediáticos de los fastos del Bicentenario que debían acabar, de forma escandalosa, celebrando una reunión del
G-7 en París durante el 14 de julio: “Todo pasa como si la lectura de la revolución por Furet fuera la buena lectura, como si se pudiera identificar a Robespierre y Stalin, el Terror y el Gulag”
[7]. En la intensa lucha ideológica que se desarrolló a nivel internacional en 1989, la celebración del Bicentenario jugó un papel clave.
A esa campaña se suman algunos antiguos comunistas e izquierdistas pasados con armas y bagajes al liberalismo
[8]. Lamentablemente algunos despistados de izquierdas, en nombre del radicalismo, se han sumado durante estos doscientos años, y se siguen sumando, de forma irreflexiva a esa campaña
[9].
Ecos izquierdistas de una leyenda negra.Cuando tras la
Segunda Guerra Mundial el capitalismo nos robó la bandera de la democracia y de los derechos humanos, lo tuvo fácil. Contó no sólo con sus ideólogos, sino, además, con la colaboración objetiva de izquierdistas de todos los pelajes, que, despreciando la democracia como cosa poco revolucionaria, abandonaron el concepto en campo enemigo y lo sustituyeron por una “dictadura del proletariado”, alejándose de la idea marxiana y leniniana de régimen democrático donde los haya, y donde se puso en práctica se constituyó en dictadura sobre el proletariado. En ese desprecio a la democracia coincidieron el estalinismo junto a corrientes izquierdistas de vario pelaje. Tan diferentes los unos de los otros, pero tan unidos en la ignorancia de la realidad histórica de la revolución francesa, del papel del jacobinismo en ella, y unidos en la campaña denigratoria contra Robespierre.
La versión stalinista del marxismo, sostenida por poner un ejemplo por N. Efimov, ha creado una imagen falsa de una Revolución Francesa como revolución burguesa y de los jacobinos como “… los representantes más decididos de la clase revolucionaria de su tiempo, la burguesía… los jacobinos representaban a la burguesía revolucionaria que luchaba contra el régimen feudal-absolutista”
[10]. La mejor prueba contra esa tesis de unos jacobinos y un Robespierre burgueses la proporcionaría el propio Efímov cuando, al narrar el viraje derechista de julio del 1794, dice: “Tras el golpe de estado thermidoriano contrarrevolucionario, llega al poder la nueva burguesía”
[11]. Esta tesis, que falta a la verdad histórica, forma parte de un dispositivo teórico que tanto permitía justificar las estupideces del viraje sectario de la
Internacional Comunista de la “lucha de clase contra clase”, del “socialfascismo”, como la traición estalinista a los ideales del
Frente Popular, de la resistencia antifascista europea y de las incipientes democracias populares, anuladas por las depuraciones estalinistas y por la
Guerra Fría [12].
La interpretación de
Daniel Guérin, aunque sea más simpática políticamente y recoja una visión más completa de la realidad (“La revolución francesa no fue sólo una revolución burguesa”
[13]), llega a conclusiones similares a las de Efímov. Los jacobinos eran representantes de la burguesía, aunque el jacobinismo tenía una composición interclasista: “Gracias a este partido (el jacobino, JT), partido ambiguo, a caballo sobre dos clases, burgués en su cabeza y
sans-culotte en la base, la línea de demarcación entre las clases queda borrada, la naturaleza clasista del Estado queda disimulada… Los líderes jacobinos, Robespierre y su clan… tiene que amortiguar los choques entre las dos clases, tiene que disipar, gracias a su prestigio personal, gracias a su doblez política, las sospechas –muy fundadas- que abrigan los más clarividentes entre los
sans-culottes frente a los altos funcionarios. En una palabra, hacen de pantalla para impedir que las masas populares descubran el verdadero rostro del estado”
[14]. El mismo Guérin, en una comparación entre
Danton y Robespierre (“dos tipos de demagogos”) llega a afirmar: “Robespierre identificaba su interés personal con el de la revolución burguesa. Aunque era ambicioso, lo era en el sentido más noble de la palabra. Iba a morir sin dejar ni un céntimo. A Danton lo movía el vulgar incentivo de la ganancia. Mientras que Robespierre era incorruptible”
[15]. La obra de Guérin, como muchas otras, tiene un grave inconveniente metodológico: el presentismo. Analiza los problemas y los dilemas con los que se encontraron los jacobinos con criterios y conceptos que fueron acuñados mucho más tarde. Guérin trata de resolver problemas de debate político de la década de los cuarenta y cincuenta del siglo XX mediante la crítica ucrónica a Robespierre y sus compañeros. A menudo confunde algo que no debería ser confundido: el jacobinismo con la
Montaña, y el robespierrismo con el jacobinismo. La realidad era mucho más compleja y dinámica.
Este presentismo
historicista, junto al despiste político de Guérin y su odio al Robespierre-Stalin construido en su imaginación, lo llevan a aceptar la retórica más reaccionaria al narrar el golpe de estado de Thermidor: “Los robespierristas acabaron como vulgares delincuentes cogidos por sorpresa en su guarida… Robespierre, arrastrado a pesar suyo en aquella aventura lamentable, se disparó un tiro con un revólver… En resumen, Robespierre cayó por no haber sabido escoger entre los dos personajes que había en su interior, entre el pequeñoburgués, el jacobino, el mediador amigable, y el hombre fuerte, el árbitro autoritario situado por encima de las clases, el único capaz de estabilizar la revolución burguesa. En vísperas de Thermidor, sólo supo mostrar veleidades de dictadura. Dejó adivinar bastantes aspiraciones al poder personal como para espantar, pero no suficientes para imponerse. No supo deshacerse, en el momento oportuno, del viejo traje de jacobino”
[16].
El antirrobespierrismo lleva a Guérin a realizar un nuevo y difícil ejercicio de presentismo histórico al criticar el robespierrismo de
Babeuf: “Incluso Babeuf, precursor del comunismo moderno, no supo sacar la lección política de la Revolución francesa: en lugar de poner en evidencia el papel jugado por la burguesía revolucionaria y por el jacobinismo, hizo la apología póstuma de Robespierre; no osó desplegar la bandera comunista e intentó defender los restos políticos de la Montaña. Pero no fue seguido por sus camaradas: otros, como Bodson, se entregaron a una crítica en regla del robespierrismo”
[17]. Curiosamente, esta crítica no aparece en el colofón a la obra mayor de Guérin, en la que, al hablar de Babeuf y
Buonarroti, expone de forma muy sesgada sus posiciones con el fin de convertirlos en los ancestros de su peculiar versión del comunismo libertario
[18]. Insisto que estas observaciones no disminuyen el interés de la lectura de la obra de Guérin.
No menos injusto con Robespierre es
Piotr Kropotkin, aunque su historia de la revolución, publicada en 1909 y producto de estudios e investigaciones que el revolucionario ruso inició ya en 1880, sea una obra importante, que está colocada como un hito en el largo recorrido de la historiografía sobre la Revolución Francesa. Podríamos resumir su posición sobre Robespierre con el siguiente párrafo: “La burguesía comprendió que Robespierre, por el respeto que inspiraba al pueblo, por su moderación y por sus veleidades de poder, sería el más capaz de ayudar a la constitución de un gobierno, de poner fin al período revolucionario, y le dejó hacer como enemigo de los partidos avanzados; pero cuando hubo ayudado a derribar esos partidos, fue a su vez derribado para entregar a la Convención a la burguesía girondina e inaugurar la orgía reaccionaria de thermidor”
[19]. La característica incomprensión anarquista hacia la necesidad de una amplia unidad popular democrática y republicana (o sea: hacia la necesidad de la construcción de un nuevo bloque histórico) y hacia la complejidad de los procesos revolucionarios aparece reflejada en este obra. Una obra, sin embargo, escrita con gran vigor y erudición que la hacen de recomendable lectura.
El jacobinismo como “conciencia activa de la necesidad histórica”.En los
Cuadernos de la Cárcel,
Antonio Gramsci usa la experiencia jacobina como elemento central de su reflexión sobre la política y sobre la revolución. En los
Cuadernos menudean las menciones a Robespierre, al jacobinismo, a la revolución francesa. Estas referencias se concentran en los cuadernos 10 (“La filosofia di Benedetto Croce”), 13 ( Notas sobre la política de Maquiavelo) y 19 (“Risorgimento Italiano”). Más, el asunto recorre el conjunto de los
Cuadernos.
La ausencia en
la Italia del Risorgimento de un partido que adoptase posiciones similares a las de los jacobinos es una de las claves usadas para explicar las diferencias entre la conclusión del proceso unitario italiano (una monarquía liberal, capaz de prohijar y presidir al fascismo) y el estado republicano francés, producto de una transformación radical del antiguo régimen. La revisión de la obra de
Maquiavelo y del jacobinismo permiten a Gramsci perfilar un nuevo uso para un concepto tan importante como el de hegemonía, o acuñar otros como bloque histórico, acumulación de fuerzas, guerra de movimientos y de posiciones o el importantísimo de revolución pasiva. Aquí nos detendremos solamente en el uso peculiar que hace Gramsci del concepto "jacobinismo".
¿Qué diferencias esenciales ofrece la reflexión gramsciana con respecto a las posiciones criticadas más arriba? Señalemos, en primer lugar, que Gramsci rechaza la concepción (dominante en el marxismo de la época) del jacobinismo como corriente política abstracta, ideologista, incapaz de analizar la realidad y de actuar para cambiarla. Por el contrario, para Gramsci: “frente a una corriente tendenciosa y en el fondo antihistórica, hay que insistir en que los jacobinos fueron realistas a lo Maquiavelo y no ilusos visionarios. Los jacobinos estaban convencidos de la absoluta verdad de las consignas acerca de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Y lo que es más importante: de tales verdades estaban convencidas también las grandes masas populares que los jacobinos suscitaban y a las que llevaban a la lucha”
[20]. Alejándose del presentismo histórico, tratando de comprender la esencia del fenómeno jacobino, Gramsci prosigue: “El lenguaje de los jacobinos, su ideología, sus métodos de actuación, reflejaban perfectamente las exigencias de la época, aunque 'hoy', en una situación distinta y después de más de un siglo de elaboración cultural, aquellos puedan parecer 'abstractos' y 'frenéticos'. Reflejaban las exigencias de la época siguiendo, naturalmente, la tradición cultural francesa”
[21].
Con relación al carácter burgués de la política jacobina, Gramsci nos ofrece una visión más compleja del problema: los jacobinos se habrían impuesto a la propia burguesía como partido dirigente “conduciéndola a una posición mucho más avanzada que la que habrían querido ocupar 'espontáneamente' los núcleos burgueses más fuertes en un primer momento, e incluso mucho más avanzada que lo que iban a permitir las premisas históricas. De ahí los contragolpes y el papel de
Napoleón I [22]. Es ya un matiz muy importante y marca la diferencia con las teorías marxistas al uso en la época, sobre Robespierre y los jacobinos. Se nota la influencia de la lectura de
Albert Mathiez, que consta en los
Quaderni como uno de los autores manejados por Gramsci en la cárcel.
Gramsci extrae de esta premisa conclusiones para su teoría de la revolución: “… los jacobinos fueron el único partido de la revolución en acto, en la medida en que representaban no sólo las necesidades y las aspiraciones inmediatas de los individuos realmente existentes que constituían la burguesía francesa, sino también el movimiento revolucionario en su conjunto, en tanto que desarrollo histórico integral”. Es decir, sólo sería capaz de abarcar el conjunto de un proceso revolucionario aquella agrupación de gentes (sea movimiento, partido o red de asociaciones como es el caso del jacobinismo) capaz de comprender no sólo “las necesidades y aspiraciones inmediatas” (el momento económico-corporativo) sino las del movimiento en su conjunto (el momento ético-político).
Dejemos, como nota marginal, pendiente de un mayor desarrollo imposible de realizar aquí, el tema del uso gramsciano del concepto de partido. Digamos, para lo que interesa aquí, que no deberíamos confundir la organización del club jacobino y de su red de sociedades de correspondencia con el tipo de partido corriente durante los años veinte y treinta del siglo XX. Los jacobinos, en contra de la leyenda negra, no fueron un partido monolítico, ni férreamente centralizado, no eran una premonición de los partidos comunistas del siglo pasado
[23]. Eran, eso sí, un antecedente directo del movimiento democrático y socialista del siglo XIX.
Un uso que trasciende ya la descripción de un movimiento político concreto situado en un época histórica concreta y que transforma el jacobinismo en una categoría que nos permite pensar la globalidad del proceso histórico: “El carácter ‘abstracto’ de la concepción
soreliana del ‘mito’ se manifiesta en la aversión (que asume la forma pasional de una repugnancia ética) por los jacobinos que, ciertamente, fueron una ‘encarnación categórica’ del Príncipe de Maquivelo. El moderno Príncipe debe tener una parte dedicada al jacobinismo (en el significado integral que esta noción ha tenido históricamente y debe tener conceptualmente), como ejemplificación de cómo se ha formado en concreto y ha operado una voluntad colectiva que al menos en algunos aspectos fue creación ex-novo, original. Y es preciso que se defina la voluntad colectiva y la voluntad política en general en el sentido moderno, la voluntad como conciencia activa de la necesidad histórica, como protagonista de un real y efectivo drama histórico”
[24]. ¿Estarían nuestros lectores de acuerdo en la necesidad, para cualquier intento de regeneración de la izquierda, de recuperar este tipo de jacobinismo? ¿Nos sirve este concepto gramsciano no para realizar la enésima repetición nostálgica del relato de la revolución francesa, sino para adentrarnos en el debate político actual? ¿Cómo construir hoy esa “conciencia activa de la necesidad histórica”?
Oposición entre “democratismo popular y liberalismo parlamentario”.Georg Luckács poseía una caracterización compleja del papel de Robespierre y de los robespierristas en la revolución, aunque aún sujeta a la idea de la revolución francesa como revolución democrático-burguesa: “En el hecho de que Robespierre haya puesto cada vez más enérgicamente la cuestión de la moral en el centro del terror revolucionario de los jacobinos se refleja su lucha desesperada contra las tendencias capitalistas desencadenadas por la revolución misma, las cuales empujaban ineluctablemente hacia la liquidación de la dictadura jacobina de la plebe y hacia la abierta dictadura sin adornos de la burguesía, o sea hacia thermidor. El terror en nombre de la virtud republicana, de la lucha contra todas las formas de degeneración y corrupción, es en Robespierre el aspecto ideológico de su defensa del modo plebeyo de dirigir la revolución democrático-burguesa no sólo contra la contrarrevolución realista, sino contra la misma burguesía también”
[25].
Lukács tampoco cayó en la trampa de considerar a Robespierre como un político burgués o al servicio de la burguesía. Si bien la sujeción del Lukács de 1946 a la idea del desarrollo progresista de las sociedades humanas lo llevaba a considerar ineluctable la derrota de Robespierre y de los demócratas jacobinos frente a las fuerzas capitalistas; si bien consideraba que la etapa capitalista del desarrollo de la sociedad era inevitable; si consideraba las soluciones igualitaristas de los jacobinos como ilusiones, no caía en el presentismo y en el reductivismo de considerar a Robespierre como defensor de la burguesía: “Pero en Francia misma esas ilusiones eran ilusiones heroicas de políticos revolucionarios plebeyos, es decir, que aparte de su carácter ilusorio, estaban estrechamente relacionadas con momentos concretos de la acción política real del partido plebeyo en circunstancias concretas de los años 1793-1794… Este carácter ilusorio no destruye, por tanto, en modo alguno la esencia democrática, el carácter revolucionario de sus actos. Antes al contrario, precisamente esa indisoluble mezcla de correcta política plebeya, realista, democrática y revolucionaria, con ilusiones fantásticas acerca de las perspectivas de desarrollo de las fuerzas de la sociedad burguesa desencadenada por la revolución democrática, es precisamente la viva contradicción dialéctica que caracteriza este periodo de la revolución”
[26].
La revolución francesa sigue presente en la reflexión del Lukács maduro. A principios de 1968, empieza la redacción de un texto sobre la democracia
[27] que le hizo retrasar la redacción de su
Ontología del ser social. Tras los acontecimientos de
mayo en Francia y de
agosto en Checoslovaquia, Lukács concreta la intención con que aborda la redacción del texto: “… escribir un amplio ensayo acerca de los problemas socio-ontológicos de una moderna democratización (en ambos sistemas)”
[28]. En este esfuerzo de elaboración “en caliente” de la relación entre democracia y socialismo, las referencias a la revolución francesa y a sus debates ocupa un papel importante. En este contexto Lukács afirma la contradicción entre el parlamentarismo (como “realización central de este idealismo estatal -aparentemente independiente, formalmente autónoma de la vida real de la sociedad”) y la democracia plebeya que se expresó en la revoluciones inglesa y francesa y que fue liquidada respectivamente con la
“Gloriosa revolución” inglesa y con la
tercera república francesa que “… fueron capaces de impedir tales intromisiones ‘no deseadas’ y de asegurarle al parlamento esa libertad e igualdad formal que se correspondía con los intereses de los grupos capitalistas dominantes”
[29]. A continuación Lukács afirmaba en fecha tan temprana como 1968 una idea trágicamente ignorada por el tardoestalinismo de la soberanía limitada brezneviana y también por esa variante crítica del mismo que fue el
eurocomunismo: “la oposición entre el democratismo consolidado en el pueblo y el liberalismo parlamentario”. Para Lukács, la única alternativa al estalinismo era la democracia socialista y no la aceptación acrítica del liberalismo y del secuestro de la soberanía popular por parte de los parlamentos realizada durante los años 70 del siglo XX por algunos partidos comunistas
[30].
Poco antes del inicio de la escritura de
El hombre y la democracia, en setiembre de 1966
Abendroth,
Holz,
Kofler y
Pinkus sostuvieron unas
Conversaciones con Lukács en su casa de Budapest, posteriormente editadas en un libro hace tiempo descatalogado y pendiente de una reedición cada vez más urgente
[31]. En estas conversaciones tenemos acceso a la cocina del pensamiento del Lukács maduro, que nos muestra la potencia de su elaboración y nos produce una cierta nostalgia por lo penetrante y premonitorio de su análisis del capitalismo maduro y por la escasa atención que la izquierda le ha dedicado en estos últimos cuarenta años. La reflexión sobre la democracia y sobre el papel del jacobinismo que se reflejará después en
El hombre y la democracia están ya presentes en estas conversaciones.
Con el fin de explicar la cesura que se produjo en el pensamiento emancipatorio entre la experiencia jacobina y el comunismo moderno Lukács afirma: “… el heroico fracaso de la izquierda jacobina en la revolución francesa da lugar, dentro del utopismo, a la noción de que el socialismo nada tiene que ver con el movimiento revolucionario. A mi entender, esto no es, en rigor, otra cosa que la desilusión respecto al desarrollo de Francia en 1793 y 1794. Sin embargo, surtió sus efectos sobre el movimiento obrero durante largos años; si bien se mira, fue
Marx quien situó en el centro de atención de la teoría revolucionaria la conquista violenta de la revolución democrática como fase previa a la conquista violenta del socialismo. En la actualidad no contamos con políticos capaces de convertir en praxis política estos conocimientos”
[32]. Es decir, la cesura continúa a pesar del esfuerzo de Marx y del ejemplo del “importante teórico y gran político que se daba en la persona de Lenin”.
Más adelante Lukács insiste en la oposición que encontraremos en
El Hombre y la democracia entre liberalismo y democracia: “… La gran revolución francesa planteó la oposición entre sociedad capitalista liberal y sociedad democrática, oposición que antes sólo se intuía. Y a principios del siglo XIX parecía que el ideal de la burguesía, es decir, el capitalismo liberal, se veía amenazado de manera creciente por la democracia…”. Sin embargo, “con el desarrollo de la sociología moderna se torna posible de mil diversas maneras una manipulación técnica en la ideología burguesa y, sobre la base de la manipulación, una reconciliación del liberalismo y la democracia. Tal reconciliación cesa en el momento en que la democracia deja de ser una democracia manipulada”
[33]. Comprobamos otra vez cuán importante es poseer una concepción adecuada del jacobinismo y de la democracia y cuán limitados son los esquemas radicales a la Guérin o liquidadores, a la
Carrillo, a la hora de poner en pie una política emancipatoria actual. En este terreno también pedimos: un poco de jacobinismo, por favor.
¿Por qué somos robespierristas?Tanto Gramsci como Luckács usaron para sus reflexiones sobre el jacobinismo y sobre Robespierre la importante obra histórica de Albert Mathiez. Hemos observado en ambos que comparten la crítica del presentismo histórico, formulada por nuestro historiador: “Yo no he estudiado los personajes de la revolución francesa en función de nuestra época sino de la suya… Yo no estudio las ideas y los programas en abstracto por su valor permanente e ideal, sino siempre en función de las circunstancias y de la época. La sociedad es un ser complejo en el que chocan permanentemente, pero bajo formas perpetuamente móviles, todo un mundo variado de intereses y pasiones”
[34].
Hace 85 años que Mathiez pronunció su conferencia “¿Por qué somos robespierristas?”
[35]. En ella, la vibrante reivindicación política de la figura de Robespierre, llena de fineza y erudición histórica, sirve directamente a un objetivo político, sin caer en el presentismo. La Francia de la post-guerra ofrecía un espectáculo de crisis moral y de deslegitimización de las instituciones republicanas. Para Mathiez, en 1920 : “… el partido republicano se ha dormido en el poder. Se ha deslizado insensiblemente hacia el moderantismo del justo medio que ha oscurecido la visión de sus orígenes, de los que no se reclama más que por una especie de costumbre ritual y de rutina. Las leyendas más contrarrevolucionarias han encontrado crédito entre sus dirigentes”
[36]. El moderantismo dominante, la adaptación al papel de gestor de los intereses de las clases dominantres, comportaba la admiración hacia los que “… fueron en la revolución el equívoco, la debilidad, los negocios o la traición. A ellos se les han levantado estatuas”. Mientras que a “… los grandes obreros de la democracia, aquellos que no consiguieron victorias pírricas, aquellos que entregaron a Francia con abandono total el sacrificio de sus trabajos, de sus amistades, los desinteresados, los incorruptibles, los enérgicos y los clarividentes, los que domeñaron a la Europa monárquica y reprimieron las
Vendées interiores, aquellos que levantaron la República sobre sus cadáveres al umbral de un mundo nuevo, éstos fueron calumniados y ridiculizados a placer”
[37].
La crítica de Mathiez a la degeneración del tardorepublicanismo francés de la postguerra conserva todo su frescor y su actualidad. Si uno no estuviera leyendo una conferencia pronunciada en la Francia de 1920, podría encontrar párrafos enteros aplicables a la izquierda oficial de cualquier país europeo actual: “… a medida que la mentira y la ingratitud hacían su obra, a medida que el partido republicano se alejaba de sus verdaderos fundadores, un viento de pillería y de pequeñez atravesaba nuestras costumbres políticas: ¡qué indulgencia escéptica para las abdicaciones más graves, qué aversión instintiva por las resoluciones vigorosas, qué costumbres de apatía y de abandono, qué de compromisos malsanos pintados con nombres de adaptación, de apaciguamiento, de habilidad, de astucia…! Los cálculos de interés, el espíritu de partido y de intriga, las costumbres feudales de la clientela, han reemplazado la noble y necesaria emulación por el bien público, sin la que los estados perecen”
[38].
El mismo año 1920, Mathiez publicó un folleto titulado "El bolchevismo y el jacobinismo"
[39], cuyo examen nos aclara los motivos que le llevan a ingresar en el
Partido Comunista Francés tras la creación del mismo en el
congreso de Tours, en diciembre del mismo año. El folleto arranca con fuerza: “Entre el jacobinismo (entiendo por ello el gobierno de la Montaña desde el mes de junio de 1793 al mes de julio de 1794) y el bolchevismo, el acercamiento no tiene nada de arbitrario, dado que el mismo Lenin se complace en ello en sus discursos y que ha hecho erigir recientemente una estatua a Robespierre. Lenin, como todos los socialistas rusos, se ha alimentado de la historia de nuestra gran revolución, se inspira con sus ejemplos y los pone en práctica adoptándolos a su país y a sus circunstancias”
[40]. A lo largo de veinte vibrantes páginas, nuestro historiador recorre los paralelismos entre la revolución jacobina y la bolchevique.
El paralelismo entre Robespierre y Lenin era evidente para Mathiez. Destaquemos aquí el siguiente paso: “He leído en algún sitio que Lenin se inspiraba en los métodos
hebertistas. Todos sus actos y todas sus palabras protestan contra este juicio. Como Robespierre, él pretende guardarse de dos excesos en que se hundiría la revolución, el moderantismo y la exageración”
[41]. La concepción gramsciana del jacobinismo mencionada más arriba queda iluminada aquí de pronto, si recordamos que la fuente principal del comunista italiano sobre la revolución francesa era nuestro historiador.
Otro aspecto que Mathiez destaca es la similitud de las relaciones entre el movimiento de masas y la vanguardia en ambas revoluciones: “Se engaña o se intenta engañar cuando se representa el gobierno bolchevique y al gobierno jacobino como una construcción artificial, salida del cerebro de algunos iluminados o de algunos ambiciosos a golpe de
prikases y de decretos. Los bolcheviques no crearon los
soviets, que ya existían antes de su acceso al poder. Los soldados rusos no esperaron
Brest-Litovsk para hacer la paz con los alemanes. Los
mujiks no esperaron el decreto del 25 de octubre de 1917 para entrar en posesión de las tierras de los monjes y de los señores. En las fábricas, los obreros se habían organizado en comités de centro de trabajo antes de que Lenin hubiera triunfado en su golpe de fuerza… [por su parte] La mayor parte de las grandes medidas revolucionarias del año II no salieron de la iniciativa del
Comité de Salud Pública, ni de los diputados de la Convención. Fueron impuestas bajo la presión de los clubs… Jacobinos y bolcheviques son empujados por una corriente más fuerte que ellos mismos. Estos dictadores obedecen a sus tropas, para poderlas comandar”
[42]. Una precaución de lectura, la palabra "dictadura" no tenía para el Mathiez de 1920, ni para sus contemporáneos, el significado que adquiriría después del fascismo y del stalinismo. Tenía el significado que le daba Marx: el que se desprendía de la experiencia de la
Comuna de París. Y una sorpresa: ¿no nos encontramos aquí ante un antecedente ucrónico del
zapatista "mandar obedeciendo"?
Mathiez proponía en su conferencia “Por qué somos robespierristas” (pronunciada el 14 de enero de 1920 en la
Escuela de Altos Estudios Sociales) aplicar a la república francesa de post-guerra el “elixir Robespierre”. El mismo mes de enero de 1920 publica en otra sede (la editorial del partido socialista y de
L’Humanité) el texto sobre jacobinismo y bolchevismo que deja bien claro qué cosa entendía nuestro historiador por ese "elixir Robespierre”. Nuestro autor moriría en 1932, sin ver la aplicación vigorosa que las masas populares hicieron del mencionado elixir en 1936, con el
Frente Popular democrático antifascista y con
la oleada de ocupaciones de fábricas. Lástima que los “gestores leales del capitalismo” secuestraran la potencia de las reivindicaciones obreras y populares. ¡Lástima que el movimiento democrático-popular de los años treinta y cuarenta no hubiera sido un poco más jacobino!
Mathiez abandonó en 1928 el Partido Comunista, impresionado sin duda por el triunfo en la historiografía comunista de la concepción del jacobinismo como partido burgués, un preludio claro de la mezcla entre
hebertismo y
bonapartismo que acabaría presidiendo muchos de los actos del movimiento comunista.
La actualidad de un político irrecuperable.¿Es aplicable hoy el “elixir Robespierre”? ¿Sería útil para la izquierda la revitalización de un republicanismo democrático radical, profundamente igualitario? ¿Hay motivos para ser robespierrista hoy en dia?
Quizás algunos de nuestros lectores consideren caduca esta pregunta. Si nos atenemos a la literalidad de la expresión, si pensamos que hoy fuera posible proponer sin ninguna mediación el robespierrismo como panacea a los males de la política, de la democracia y de la izquierda, efectivamente la pregunta sería extemporánea. No, no existe el “elixir Robespierre” que vaya a curar a la izquierda actual de su endeblez moral, de su acomodación ideológica, de su ya adquirido vicio de gestionar el sistema con los mismos procedimientos del sistema. En definitiva, de su ausencia de virtud republicana.
Las formas en que hoy se plantea la cuestión social, o sea, la cuestión de la democracia y de la igualdad, son muy diferentes hoy a cómo se planteaba en la última década del siglo XVIII. Además, para el 99% de la población, el nombre de Robespierre es desconocido y los pocos que lo conocen suelen asociarlo a la leyenda del personaje maquiavélico (Maquiavelo: otro gran desconocido y calumniado de la tradición republicana), fanático y perverso cortador de cabezas. ¿Tiene sentido, pues, tratar de rescatar a Robespierre del olvido y de la calumnia a la que ha estado sometido durante más de doscientos años? En el caso de que sea posible desmontar la leyenda negra que la reacción feudal y burguesa lanzaron contra él, ¿tiene alguna utilidad, más allá de la erudición, interesarse por su pensamiento político (republicano y democrático) y, más allá, por su pensamiento social? ¿No habrá quedado su pensamiento obsoleto?
Como el lector que me haya acompañado hasta aquí habrá adivinado, la tesis que subyace en este artículo es que sí, que el robespierrano es un pensamiento útil para interrogarnos sobre los problemas sociales y políticos contemporáneos. A condición, claro, que no lo entendamos cual bálsamo de Fierabrás, aplicable tal cual, sin mediación de ningún tipo a cualquier coyuntura y situación.
Florence Gauthier tiene razón cuando en su introducción a la antología de discursos robespierrianos
Por la felicidad y por la libertad habla del Incorruptible como hombre político irrecuperable y actual al mismo tiempo
[43].
Robespierre es actual e irrecuperable al propio tiempo. Durante los más de doscientos años que nos separan de la revolución francesa, el capitalismo ha sido capaz de recuperar muchas de las reivindicaciones y de las banderas de las clases trabajadoras y populares. El concepto de democracia nos fue sustraído tras la
segunda guerra mundial y ha pasado a ser bandera de la derecha tras haber sido durante más de cien años sinónimo de anarquía y de comunismo, tanto para la burguesía como para los sectores populares. Sin embargo, “lo llaman democracia y no lo es”. Dejarse robar el término y el concepto fue propio de débiles mentales. Llamar democracia al sistema liberal-representativo que secuestra la soberanía popular, significa hacerse cómplice, por despiste ideológico, del robo.
Y observemos que ni Robespierre, ni Saint-Just, ni
Rousseau forman parte de la panoplia de los padres fundadores de la “democracia oligárquica” que nos domina. Quizás no exista un “elixir Robespierre” que nos cure milagrosamente de nuestros males, sin embargo una lectura detenida de los discursos de Robespierre nos ayuda a pensar en la refundación de la democracia y de la política, es una buena aportación para la refundación del republicanismo sobre principios firmes, para la refundación de una izquierda vigorosa hablando moral y políticamente.
Recomiendo hacer esta lectura de los discursos robespierrianos, con
El Contrato Social y una buena historia de la revolución encima de la mesa
[44]. Como decía Mathiez: “Los discursos de Robespierre eran los principios de
El Contrato Social en vía de realización, en lucha con las dificultades y los obstáculos, eran la teoría descendiendo del cielo a la tierra, eran el combate épico del espíritu contra las cosas, en el momento más trágico de nuestra historia, cuando Francia apostaba su existencia para salvar su libertad”
[45]. En nuestro país,
Joaquín Miras ha hecho este ejercicio demostrando, por una parte, el papel de intelectual orgánico del movimiento popular desarrollado por Robespierre y su minoría dentro de los jacobinos así como la continuidad entre el robespierrismo y la tradición democrático-republicana que, procedente de la antigüedad, ha llegado hasta nuestros días, y la permanencia del pensamiento del Incorruptible en el interior de la obra de
Marx y de
Engels [46].
Con los derechos humanos pasó lo mismo.
Jean-Baptiste Say descubrió, como intelectual orgánico del proyecto burgués que se oponía con armas y bagajes al desarrollo igualitario de la revolución, que la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano era básicamente contradictoria con el desarrollo del capitalismo y se dedicó a “estigmatizar el potencial subversivo de un texto que impulsa a los hombres a resistir a la opresión y que fue el instrumento de Robespierre”
[47]. Este discurso es el de los thermidorianos que identificaron Derechos Humanos y Terror. La lucha de Robespierre entre 1789 y 1794 consistió en aplicar y desarrollar la declaración de los derechos que concebía como respuesta idónea a los problemas que la situación política y el movimiento popular iban planteando a cada momento. Comparar la declaración de 1789 con la de 1793 y con las propuestas de Robespierre no recogidas en ésta, así como con la
constitución termidoriana de 1795, es un ejercicio que ilustra a las claras que el proyecto robespierrano se oponía al establecimiento de una república burguesa y capitalista y que, por el contrario, luchaba por el establecimiento de una República que resolviera la cuestión social. “Para Robespierre la revolución política no era nada o poca cosa si no tenía la finalidad de una revolución social”
[48].
Aquello que producía Terror a las clases dominantes no era la aplicación de una violencia por parte de los revolucionarios. Las clases dominantes han aplicado esa violencia a lo largo de los siglos y seguirán haciéndolo cada vez que sea necesario. Lo que producía Terror a la aristocracia y a las nuevas clases burguesas y capitalistas era que el movimiento popular y los jacobinos robespierristas iban encontrando, a cada nuevo paso de la revolución, medidas y soluciones que ponían en cuestión su poder político y también su posición de privilegio social y económico. Que ponían en cuestión su derecho a la propiedad. Y lo que les producía más terror todavía es que esas propuestas y soluciones venían acompañadas de una voluntad enérgica de ponerlas en marcha, de una capacidad política para desarrollarlas y de un extremado realismo en la lucha cotidiana. Robespierre y los suyos eran virtuosos no sólo por incorruptibles. Sus principales virtudes eran su capacidad y su determinación políticas.
Notas a pie de página[1] Estas notas han surgido durante la traducción de dos libros de temática robespierrista: Georges Labica, Robespierre, Puf, París, y Maximilien Robespierre, Pour le bonheur et pour la liberté, Discours, Choix et presentation par Yannick Bosc, Florence Gauthier et Sophie Wahnich, La fabrique editions, París, 2000. Ambos libros, de inminente publicación en El Viejo Topo.
[2] Hans Heinz Holz, Leo Kofler, Wolfgand Abendroth, Conversaciones con Lukács, Alianza editorial, Madrid,1971, pág. 43.
[3] Fouché, paradigma de todos los ultraradicales cooptados por el poder que en el mundo han sido. En España tenemos numerosos ejemplos de ello. Léase la interesante biografía de Stefan Zweig, Fouché, el genio tenebroso, editorial Juventud, Barcelona, 1937.
[4] Véase un excelente dossier sobre la celebración recuperadora de la Revolución Francesa en 1989 en la revista Raison Présente, nº 91, París, 1989, bajo el título "Bicentenaire: la Révolution sans la révoluction?".
[5] Véase François Furet, Pensar la revolución francesa, Barcelona, Petrel, 1980, o Furet y Ozouf, M. Diccionario de la revolución francesa, Madrid, Alianza Editorial, 1989; o Véase por ejemplo la obra de François Furet, Pensar la revolución francesa, Barcelona, Petrel, 1980, o Furet y Ozouf, M. Diccionario de la revolución francesa, Madrid, Alianza Editorial, 1989. Para un análisis crítico, de los objetivos de Furet, véase: Elisabeth G. Sledziewski, "La stratégie-Furet", en la citada Raison présente, nº 91.
[6] Pierre Chaunu, Le grand déclassement. À propos d’une commémoration, éditions Robert Laffont, París, 1989.
[7] Entrevista de Cristian Ruby a Georges Labica, Le consensus contre la Revolución, en el número citado de la Raison Présente.
[8] Ferenc Feher, La revolución congelada, ed. Siglo XXI, Madrid, 1989.
[9] Véase Daniel Guérin, La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795, Alianza Editorial, Madrid, 1974; o del mismo autor, La revolución francesa y nosotros, Editorial Villalar, Madrid, 1977. En la tradición libertaria, léase Pedro Kropotkin, La gran revolución francesa, editorial Proyección, Buenos Aires, julio de 1976.
[10] N. Efimov, Historia social de la revolución francesa, Miguel Castellote editor, Madrid, 1973, pág 52.
[11] Efímov, ibid. Pág. 67.
[12] Para acercarse al clima de la resistencia y a las esperanzas que suscitaron las democracias populares, así como a las consecuencias de la involución estalinista, véase el primer capítulo de la biografía del historiador británico Thompson. Escrita por Bryan D. Palmer E. P. Thompson: objeciones y oposiciones, Universitat de Valencia, 2004. Véase también los magníficos capítulos 13 y 14 del libro de Luciano Canfora, La democracia. Historia de una ideología, Crítica, Barcelona, 2004.
[13] Este es el título del primer capítulo de su “La revolución francesa y nosotros”, obra citada, páginas 13 a 19.
[14] Daniel Guérin, La revolución francesa y nosotros, pág. 62 y 63.
[15] Daniel Guérin, La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795, págs. 162-163.
[16] Ibid. Págs. 277,278.
[17] Daniel Guérin, La revolución francesa y nosotros, pág. 65.
[18] Daniel Guérin, La lucha de clases…, obra citada, págs. 298 a 301.
[19] Kropotkin, Obra citada pág. 399.
[20] Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, Edizione critica dell’Instituto Gramsci, a cura di Valentino Gerratana, Einaudi editore, Torino, 1975., Quaderno 18. Niccolò Machiavelli, Tomo III, página 2028. Utilizo aquí la traducción hecha por Franscisco Fernández Buey, incluida como apéndice al libro de E. J. Hobsbawm, Los ecos de la marsellesa, Editorial Crítica, Barcelona, 1992, págs. 161 a 163.
[21] A. Gramsci, obra citada, pag. 2028.
[22] A. Gramsci, obra citada, pag. 2027.
[23] Uso aquí un magnífico resumen del debate historiográfico sobre el tema: el capítulo “Jacobinos y jacobinismo” del libro de Irene Castells, La revolución francesa (1789-1799), editorial Síntesis, Madrid 1997, págs. 168 a 173.
[24] A. Gramsci, Quaderno nº 13, Noterelle sulla política del Machiavelli, Obra citada, Tomo III, pág. 1559.
[25] Georg Lukács, El Joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, Ediciones Grijalbo, Barcelona-México, 1970. Traducción española de Manuel Sacristán, pág. 45.
[26] Ibid. Págs. 66 y 67.
[27] Georg Lukács, El hombre y la democracia, Editorial Contrapunto, Buenos Aires, 1989.
[28] Georg Lukács, obra citada, pág. 217.
[29] Georg Lukács, obra citada, pág. 55.
[30] Compárese la elaboración lukacsiana con el lamentable capítulo 4 de Eurocomunismo y estado, de Santiago Carrillo, Editorial Crítica, Barcelona, 1977.
[31] Conversaciones con Lukács, obra citada.
[32] Conversaciones con Lukács, obra citada, pág. 83.
[33] Conversaciones con Lukács, obra citada, págs. 147 y 148.
[34] Albert Mathiez, Avertissement, en Girondins et Montagnards, Editorial Firmin-Didot et cie., París, 1930, pág. VI.
[35] Publicada en Albert Mathiez, Études sur Robespierre, Préface de Georges Lafebvre, Société des Études Robespierristes, Editions Sociales, París, 1958.
[36] Ibid, pág. 36.
[37] Id.
[38] Ibid. 37.
[39] Albert Mathiez, Le Bolchevisme et le Jacobinisme, Librairie du Parti Socialiste et de l’Humanité, París, 1920.
[40] Mathiez, Le Bolchevisme…, Pág. 3
[41] Ibid. Pág. 10.
[42] Ibid, págs. 17 a 19.
[43] Florence Gauthier, “Actualité d’un homme politique irrécuperable” en Ibid., Págs. 8 a 21.
[44] Para una buena historia de la revolución, la ya citada de Albert Mathiez, o bien, para una historia más actual, que incluye los últimos hallazgos y resuma los últimos debates historiográficos la ya citada de Irene Castells.
[45] "Por qué somos robespierristas", pág. 23.
[46] Joaquín Miras Albarrán, Repensar la política, refundar la izquierda, El Viejo Topo, Barcelona, 2002.
[47] F. Gauthier, “Actualité d’un homme…”, en obra citada, pág. 9.
[48] Albert Mathiez, “porque somos…” , ob. cit. Pág. 24.