El materialismo filosófico contra las supersticiones del utopismo Gustavo Bueno
Jot Down // 10 de agosto de 2016En la muerte de Gustavo BuenoEl pasado domingo 7 de agosto murió en su casa de Niembro (Asturias), a los noventa y un años de edad, el filósofo Gustavo Bueno, una de las figuras más importantes, influyentes y polémicas del pensamiento español contemporáneo. La nota necrológica recogida por la prensa destacaba en el titular que su fallecimiento se producía justo dos días después del de su mujer, Carmen Sánchez Revilla, a los noventa y cinco años de edad.
Nacido en Santo Domingo de la Calzada en 1924, Gustavo Bueno estudió filosofía en las universidades de Zaragoza y Madrid, se doctoró como becario del
CSIC con una tesis sobre filosofía de la religión y a los veinticinco años aprobó unas oposiciones de enseñanza media en Salamanca, donde empezó a pergeñar los rudimentos de su gran obra inacabada, la Teoría del cierre categorial, merced a sus visitas a un laboratorio de fisiología. Allí también aprovechó para empaparse de las sutilezas racionalistas de la escolástica española de los siglos XVI y XVII, en un ejercicio de virtuosismo filosófico que él, melómano declarado, comparaba con «tocar polifonía para un instrumentista romántico». En 1960 consiguió la cátedra de Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos en la Universidad de Oviedo, en la que siguió impartiendo clases hasta su jubilación.
Marxista prosoviético hasta la caída del Muro, «ateo católico» y materialista platónico de por vida, con enemigos recalcitrantes en todos los bandos ideológicos, Bueno encarna la imagen de un pensador libre y radical ―triturador de mitos, erudito brillante, polemista infatigable, filósofo intempestivo sin miedo al qué dirán― que resulta imposible de reducir a etiquetas.
El triturador de mitos: un nuevo Teatro Crítico UniversalAl concluir su labor docente como catedrático emérito en 1998, Gustavo Bueno optó por lanzarse a la conquista de los medios de comunicación y alcanzó en poco tiempo una popularidad que le permitió ―sin apenas cambiar su forma de hacer filosofía, de una densidad conceptual y metodológica difícil de digerir, sobre todo para el lector no especializado― labrarse un éxito considerable en el mercado editorial español, tan reticente por lo general a la producción filosófica.
Con el objetivo de «triturar» de forma sistemática los principales mitos de nuestro tiempo, Gustavo Bueno fue componiendo, a la manera de su admirado fray
Benito Jerónimo Feijóo, una suerte de Nuevo
Teatro Crítico Universal en el que, sirviéndose de un enorme arsenal de conocimientos (acumulados a lo largo de toda una vida dedicada al estudio) y aplicando su artillería dialéctico-crítica, sometía a un análisis demoledor a todo ese entramado ideológico de conceptos vacíos, buenas intenciones y falsas creencias que se ha ido consolidando en nuestra sociedad bajo la máscara de lo políticamente correcto, cuyas supersticiones suelen originarse a raíz de distintas formas ―más o menos camufladas― de utopismo. Bueno subrayaba en todo momento el carácter ideológico-filosófico de esas ideas, que son expresadas en la sociedad y que conforman lo que él denominaba «filosofía mundana» (frente a la «filosofía académica», propia del gremio de los profesores de filosofía). La filosofía, que para Bueno es un saber del presente y acerca del presente, tiene que encargarse del análisis, clasificación y sistematización de esas ideas.
Además de impulsar numerosas actividades desde la fundación que lleva su nombre, en los últimos veinte años de su vida Gustavo Bueno dio a la imprenta títulos como
El mito de la cultura,
España frente a Europa,
Televisión: apariencia y verdad,
Telebasura y democracia,
¿Qué es la bioética?,
El mito de la izquierda,
Panfleto contra la democracia realmente existente,
La vuelta a la caverna: terrorismo, guerra y globalización,
El mito de la felicidad,
España no es un mito: claves para una defensa razonada,
Zapatero y el pensamiento Alicia,
La fe del ateo,
El mito de la derecha y
El fundamentalismo democrático. Eran libros más o menos de encargo sobre temas de actualidad, que trataban de responder a un interés mediático y a una demanda social. No sabemos cuántas personas de las que compraban sus libros también se los leían (intuyo que serían pocas), pero lo cierto es que su fama televisiva le granjeó notables tiradas y buenas cifras de ventas.
Para quien quiera aproximarse de forma más directa a la concepción filosófica de Gustavo Bueno, recomiendo sobre todo la lectura de sus dos magníficos ensayos breves
¿Qué es la filosofía? y
¿Qué es la ciencia?, editados por
Pentalfa en 1995. En ellos encontrará, formulados con gran claridad, los principales ejes rectores de su pensamiento.
En lo que respecta a su gran obra en marcha, la Teoría del cierre categorial, solo se han publicado cinco de los quince tomos inicialmente proyectados. En una entrevista Bueno explicó que en 2006 había decidido retomar la redacción de la obra pero que justo por entonces su mujer sufrió un ictus, quedando impedida en silla de ruedas, y él prefirió centrarse en su cuidado. Además, esgrimía el filósofo, el poco interés que su sistema de teoría de la ciencia había despertado incluso entre los propios científicos parecía eximirle de tener que completarlo. Una lástima.
El polemista infatigable: «Pensar es siempre pensar contra alguien»Para Bueno la filosofía tiene una función pública y surge del conflicto entre personas y del enfrentamiento entre grupos o sociedades. La idea de que «pensar es siempre pensar contra alguien» presidió en todo momento su concepción de la filosofía y su propia actitud intelectual. Todo lo que se afirma se hace desde una posición, desde un lugar, no flotando angélicamente en el éter o en el vacío. Y para este denodado fabricante de tesis y teorías aquellas opiniones que no tenían detrás de sí un sistema carecían de valor.
En coherencia con todo lo anterior, Bueno no solo no rehuyó sino que potenció la polémica. Ya a finales de los años sesenta protagonizó uno de los escasos debates interesantes que se han celebrado en el monótono campo filosófico español, con su obra El papel de la filosofía en el conjunto de los saberes, en la que respondía al opúsculo de
Manuel Sacristán Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores. Posteriormente trasladaría ese mismo afán polemista al ágora posmoderna de la televisión, convirtiéndose en el terror de cualquier contertulio de buena fe (más de uno debe de estar arrepintiéndose aún de haber osado compartir debate con él). En los «cara a cara» de la contienda de ideas, Bueno no sabía de costumbres versallescas ni hacía distingos entre contrincantes: lo mismo ridiculizaba sin piedad a un futurólogo de tres al cuarto que sacaba de sus casillas al circunspecto educador
José Antonio Marina.
Pero no se trataba de debatir por debatir, de lanzarse al campo de batalla dialéctico por deporte o por diversión, sin importar las ideas o los contenidos esgrimidos. Ni mucho menos. Provisto de una poderosa artillería de conceptos y protegido por un férreo sistema filosófico, el Gustavo Bueno mediático era como un
Sócrates agresivo, nervioso, sarcástico e insolente que venía respaldado desde casa por un
Platón ordenado, frío, sistemático, riguroso. La combinación perfecta para una maquinaria dialéctica despiadada e invencible.
El pensador intempestivo: la vuelta del revés de Marx de un ateo católicoIntempestivo y heterodoxo, Bueno se convirtió en sus últimos años en el principal azote intelectual de esa izquierda autoproclamada «progresista», hurgando con antipatía y brillantez en sus heridas, reincidiendo en la volatilidad e inconsistencia de sus utópicos planteamientos. Es quizá en esa lucha contra la utopía donde se encuentra la mayor potencia política del planteamiento buenista, que no pretende mirar hacia el futuro sino «mantenerse en el análisis sistemático del presente, tratando de “ver lo que hay”, en política efectiva, como una consecuencia o corolario de lo que ya ha ocurrido antes en el pretérito», como dice al final de su
Panfleto.
El materialismo filosófico de Bueno entronca con la corriente hegeliano-marxista, si bien desde una lectura personal. Al igual que
Marx volvió del revés la concepción del mundo de
Hegel, Bueno le dio la vuelta del revés a Marx sustituyendo la lucha de clases por una dialéctica de Estados y situando como clave de bóveda de su filosofía política la idea de Imperio. Además, su pensamiento se mantiene en diálogo permanente con la filosofía clásica griega, examina las formulaciones de las ciencias a la luz de los avances técnicos previos y adopta las sutiles categorizaciones de la escolástica española de los siglos XVI y XVII.
El pensador riojano siempre se consideró a sí mismo un escolástico puro y se llegó a definir como ateo católico, recogiendo por un lado la evidencia de la educación que recibió y el ambiente familiar en que creció («los españoles, aunque quieran, no pueden dejar de ser culturalmente católicos») y por otro lado sus propias conclusiones filosóficas generadas en el rigor de su sistema materialista («No es que Dios no exista, es que no puede existir»). Esta paradoja aparente quedaba ilustrada perfectamente en una anécdota que solía contar: recordaba cómo de pequeño iba a misa de doce en la catedral de Santo Domingo de la Calzada y allí lo pasaba muy bien porque se sentaba en los bancos de la nave central, frente a un retablo de Forment, y leía el
Tratado teológico-político de
Spinoza «que había metido en un devocionario muy
ad hoc de mi tía Ángeles, que era muy devota».
Desde que pronunciara su conferencia
«España» el 14 de abril de 1998 y con la subsiguiente publicación de su libro
España frente a Europa, que provocó un profundo cisma entre las filas de sus seguidores, se le ha tachado en muchas ocasiones de conservador, facha, fascista y poco menos que loco peligroso de extrema derecha. Con cierta perplejidad distanciada, pude asistir en mi universidad (UCM) a los ecos de alguno de aquellos rifirrafes que parecían bastante desgarradores y cruentos, al menos para los interfectos, como el que protagonizó su discípulo aventajado
Juan Bautista Fuentes Ortega, por entonces profesor mío. Un melodrama filosófico entre la catarsis política del trotskismo y el asesinato freudiano del padre putativo. Lo que está claro es que a Bueno nunca le importó el qué dirán ni se plegó jamás a la corrección política. Si algo queda inutilizado en un pensamiento de altura como el de Bueno son los conceptos pobres y las etiquetas de escaso alcance que se manejan en el presente. Simplemente no sirven. A quien supo desvelar la entraña mitológica de conceptos tan nucleares en política como los de «izquierda» y «derecha», poco daño pueden hacer ciertas imprecaciones o invectivas. Supongo que con el tiempo se podrá leer e interpretar su obra con mayor ecuanimidad, al margen del ruido ambiente y de las luchas viscerales a favor y en contra que él mismo gustaba de propiciar a su alrededor.
Como es preciso entrar un poco en harina para calibrar el sentido de lo que vengo diciendo, analicemos brevemente a continuación, por ejemplo, las ideas sobre la democracia y la globalización que expuso en dos de sus libros más controvertidos.
Panfleto contra la democraciaEn
Panfleto contra la democracia realmente existente Gustavo Bueno, reformulando la crítica tradicional a la democracia (cuya nómina estelar estaría encabezada por el imprescindible
Platón), hizo un análisis crudo de ese «fundamentalismo democrático» que le otorga al orden político existente la capacidad de ser una realización más o menos plena de la idea pura de democracia en tanto que «gobierno de todos», cuando en verdad es mero gobierno de la mayoría, y como legítima expresión de una quimérica «voluntad general», que en todo caso solo podría ser una suma de voluntades individuales. Frente a esa posición idealista o utópica se sitúa el «funcionalismo democrático», que considera a las democracias realmente existentes, no ya como realizaciones deficitarias de esa idea pura de democracia, sino como realizaciones determinadas por los hechos, por la
realpolitik, que, partiendo del poder de la mayoría, buscan el equilibrio entre las diversas minorías o grupos y el alejamiento de cualquier forma de despotismo o tiranía.
Desde este punto de vista, que podemos calificar sin más como «realista», no tiene sentido seguir hablando de «soberanía popular» (el pretendido autogobierno de la sociedad civil es una doble ficción), ni aludir a un atávico «contrato social» o a un profético «fin de la historia», ni agarrarse a un concepto meramente formal o procedimental de la democracia, pues, a fin de cuentas, esta no se puede concebir al margen de la «materialidad» de la sociedad política, es decir, del Estado (que tiene el monopolio de la violencia y debe garantizar el cumplimiento de la ley), ni fuera del ámbito del mercado de consumidores y usuarios.
Dicho de otra manera: sin Estado no hay derechos y sin mercado no hay bienestar. Pero que nadie se llame a engaño: en esta constatación del vínculo necesario entre la democracia y la sociedad de consumo no hay ninguna exaltación del individualismo liberal, ni mucho menos; pues para Bueno el individuo es una abstracción, no significa nada (tampoco conceptos como «libertad individual» o «libre decisión»). El individuo solo se concibe en tanto que formando parte de un grupo, que a su vez está en relación con otros grupos.
Después de todo, decía Bueno, «una sociedad democrática, en general, no tendrá por qué sufrir “crisis de gobernabilidad” siempre que los ciudadanos sigan disponiendo, en el Estado de bienestar, antes de recursos que les permitan vender y comprar bienes o servicios, que de ideales como solidaridad, igualdad o respeto mutuo». Además, «la fuerza del Estado de derecho no estriba en la literalidad de sus normas o en la de las sentencias de los jueces, sino en la capacidad coactiva del Estado realmente existente para hacerlas cumplir, o para ejecutarlas. Si esta fuerza no existe o no actúa, el Estado de derecho desaparece, porque él no obra en virtud de su idea pura». A partir de aquí, deducía Bueno algunas de las conclusiones más controvertidas de su libro, pues consideraba que es absurdo continuar pidiendo «más dosis de democracia» ―es decir, seguir apelando a ciertos valores considerados intrínsecamente democráticos, como si fuesen la panacea de la justicia y de la felicidad― para solucionar algunos problemas que seguramente necesitarían de la utilización de otro tipo de métodos. En el caso del terrorismo etarra, Bueno se mostraba partidario de aplicar legalmente la «eutanasia procesual», que es como él denominaba a la pena de muerte. Nunca se le perdonaría tamaña ocurrencia o salida de tono.
En definitiva, Bueno reflexionaba sobre algunas de las contradicciones que corroen por dentro a las democracias «homologadas» tal y como estas se desarrollan
efectivamente en nuestro sistema de partidos políticos y de separación de poderes, que, tras la desaparición en Europa de los totalitarismos, se presenta como la única forma
posible de Estado y de organización de la sociedad, a pesar de las permanentes denuncias sobre su carácter encubierto de partitocracia, oligarquía o plutocracia.
Contra el pacifismoEn
La vuelta a la caverna: terrorismo, guerra y globalización, Gustavo Bueno aplicó su crítica sistemática al análisis de las manifestaciones del «¡No a la guerra!» y los llamados «movimientos antiglobalización». Insistía Bueno en que las reivindicaciones de estos grupos tenían también un carácter ideológico-filosófico (de «filosofía mundana»), pues utilizaban ideas generales tales como las de Guerra, Paz, Globalización, Género humano, Libertad, Identidad, Dios, Humanidad, etc., cuyo significado es preciso estudiar desde una perspectiva filosófica. Parafraseando el célebre título de Sartre, podemos decir que en el fondo del análisis que Bueno hacía de esas ideas latía la convicción de que «el humanismo es un utopismo». Al fin y al cabo, argumentaba Bueno, ningún hecho parece refrendar ese optimismo antropológico que confía en el progresivo avance del género humano hacia la armonía, la libertad y la paz perpetua, idea de clara inspiración
kantiana que constituye la base de muchos mitos del presente.
En cuanto a la idea de Guerra, Bueno se oponía a esas corrientes pacifistas que atribuyen la guerra a la «parte animal» del ser humano, como si fuese un vestigio de su crueldad salvaje o de su animalidad prehistórica. Bueno denominaba «pacifismo fundamentalista» a esta ideología de la Paz que canaliza todos sus sentimientos y pensamientos en un «pensamiento único» excluyente y simplista: «¡Paz! ¡No a la guerra!». Frente a eso, consideraba Bueno que hay que asumir la realidad de la guerra como un hecho característico y propio de la civilización, unido indisolublemente a la política y, más en concreto, a las operaciones tácticas de los Estados. Contraponer guerra y paz como si se estuviese contraponiendo lo salvaje y lo civilizado es, por tanto, un error. Ya decía
Clausewitz que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Por eso para Bueno no tiene sentido hablar de guerra justa o injusta, sino solo de guerra prudente o imprudente (según favorezca o no el mantenimiento de los Estados). Después de todo, solo hay justicia dentro de un ordenamiento jurídico, esto es, dentro de un Estado; eso del derecho internacional —decía Bueno— es una ficción jurídica inventada por iusnaturalistas. Tampoco tiene sentido pedir la Paz, así, en abstracto, puesto que esta supone un orden establecido por la victoria (hay una pax romana, o cristiana…), y para el vencido la paz no es sino sumisión. La disociación entre la esfera de la política y la ética era un presupuesto metodológico para Bueno, que definía las normas éticas por su objetivo material: «la salvaguarda de la
fortaleza de los sujetos corpóreos».
En cuanto a la globalización, Bueno trataba de desenmascarar el idealismo metafísico contenido tanto en la ineficaz
filosofía antiglobalización, formada por esos
rousseaunianos de nuevo cuño —al estilo de Mayo del 68— que denunciaban los mecanismos represivos de las instituciones en general (empresas, familia, escuela, cárcel, etc.) y del sistema capitalista en particular, como en la influyente
filosofía oficial de la globalización, que se había consolidado gracias al acatamiento por parte de los Estados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con la extensión a casi todos ellos del régimen de democracias parlamentarias; en este último caso, consideraba Bueno que «es metafísico ese supuesto de que los hombres, entregados a su libre y esforzada creatividad, lograrán encauzar al género humano hacia Estados de progreso creciente, de libertad, de bienestar y de felicidad. Un supuesto que se empeña en desconocer el hecho de que la resultante de la composición de múltiples operaciones teleológicas inteligentes (individuales o de empresa), no tiene por qué ser teleológica e inteligente».
El
fenómeno de la globalización era definido como el proceso de desbordamiento del orden o sistema económico-político internacional que había quedado establecido tras la Primera Guerra Mundial y que giraba en torno a las economías políticas o nacionales, propias de cada Estado soberano, como si fuese este su «lugar natural»; este proceso de desbordamiento se hizo visible para todos a partir de la caída de la Unión Soviética y la expansión sin límite de las multinacionales. Ahora bien, pueden hacerse varias interpretaciones de este fenómeno y, por eso, hay distintas
ideologías de la globalización.
En el fondo, con sus libros sobre la democracia y la globalización, lo que Gustavo Bueno estaba poniendo en cuestión era, respectivamente, los conceptos mismos de Estado totalitario y de género humano, elementos de referencia necesarios para poder hablar de aquéllas. Se trataba, por lo tanto, de un obús con enorme capacidad destructiva.
Adiós al genio filosóficoComo suele decirse casi de manera automática, el hombre ha muerto pero su pensamiento sigue vivo. Nos quedan sus libros, sus artículos y sus declaraciones, así como multitud de conferencias colgadas en internet. La videoteca de Gustavo Bueno es una Facultad de Filosofía
on line, alternativa, permanente y gratuita, a simple tiro de clic. Basta con entrar en
su canal de YouTube y dejarse imbuir por su sabiduría. Sus antiguos alumnos de la Universidad de Oviedo aducían una destreza especial del maestro para enganchar a la audiencia con su discurso, en unas clases que no dejaban de resultarles adictivas. La influencia en algunos de ellos era tan absorbente que terminaban expresándose con las mismas modulaciones de voz que el profesor y emulaban hasta los más leves gestos de sus manos.
Igual que ocurre con el
Diccionario de filosofía de
Ferrater Mora, la tarea unipersonal de Gustavo Bueno se nos antoja inmensa, hercúlea, irrepetible. Pese a su insistencia en que no hay individuos sino grupos, no parece probable que sus numerosos discípulos ni las entidades vinculadas a su figura (la Fundación Gustavo Bueno, la llamada Escuela de Oviedo, los «nódulos materialistas») puedan continuar con la altura, el rigor y la originalidad necesarios la labor emprendida por el filósofo riojano. Maestro solo hay uno, como ha quedado demostrado en los intentos (fallidos) que se han hecho hasta el momento. De lo que se trata ahora es de pensar desde, con y contra él, sirviéndose de las potentes herramientas conceptuales que nos dejó en herencia. No, Gustavo Bueno no era un grupo ni una institución; era un individuo —brillante, genial, irrepetible—. Sí podrán esas personas y entidades, por supuesto, dedicarse al cuidado, ordenación, interpretación, publicación y propagación de su obra completa. Es, de hecho, su principal deber para el futuro, con la cautela de no acabar degenerando en mera repetición pueril, escolasticismo hagiográfico o doxografía huera. Y esperamos que el extraordinario «Proyecto de Filosofía en Español» pueda tener la continuidad que merece.
Como se puede comprobar con la
Tesela nº 132 grabada el pasado 26 de mayo, donde analiza la expresión «voluntad política», Gustavo Bueno murió como quería: con las botas puestas, pensando hasta el final. Hasta su muerte a los noventa y un años (casi noventa y dos), este filósofo intempestivo no ha dejado indiferente a nadie y ha seguido sacudiendo conciencias, removiendo las creencias más arraigadas y obligándonos a pensar, aunque sea en su contra.