José Luis López-Aranguren: las insuficiencias del moralismo político
Pedro Carlos González Cuevas
El Catoblepas, nº 53, julio 2006IntroducciónEn una de sus obras más célebres y lúcidas,
Raymond Aron distinguió tres actitudes básicas de los intelectuales ante el orden social y político:
la crítica técnica, que sugiere medidas que atenúen sus deficiencias, aceptando la servidumbre de la acción, la tradición de las sociedades y las leyes del régimen existente;
la crítica moral, que rechaza y denuncia los males del statu quo, «aún ignorando las consecuencias de tal rechazo y los medios de traducirlo en actos»; y
la crítica ideológica o histórica, que considera la sociedad presente en nombre de una sociedad futura, trazando «el esbozo de un orden radicalmente distinto, donde el hombre cumpliría su vocación»
[1]. En la España de los años sesenta y setenta, la primera actitud fue defendida, entre otros, por
Gonzalo Fernández de la Mora; la segunda, por José Luis López-Aranguren; y la tercera, por
Manuel Sacristán Luzón. A los diez años de su muerte, resulta, a nuestro juicio, pertinente hacer un balance de la obra de López-Aranguren, y en particular de su actitud ante el proceso de transición al Estado de partidos y el rendimiento intelectual y político de su concepción moralizante de la vida pública.
El contexto en el que se desarrolló su obra fue el de la transformación radical de las estructuras de la sociedad española, a partir de los años sesenta. En aquellos momentos, se abrió un período fundamental en la evolución de su sistema económico. Como consecuencia de un desarrollo sin precedentes en la historia contemporánea española, se agudizó la desintegración de la sociedad agraria tradicional, y la fuerza de trabajo liberada de la agricultura alimentó la espiral del movimiento de concentración urbana, que supuso la redistribución espacial de la población, y que constituiría la base demográfica de la industrialización y terciarización de la estructura económica
[2]. La modernización socioeconómica y tecnológica no se limitó a los cambios de infraestructura, sino que acabó por abrir las puertas a la secularización cultural, deslegitimando progresivamente la tradición católica, base que se consideraba de la identidad nacional, y que fue erosionada de manera radical. La tradición fue perdiendo plausibilidad en el proceso en que la sociedad industrial se consolidaba definitivamente y quedó despojada de su carácter paradigmático para la actualidad. Pero en este proceso de cambio no tuvieron sólo influencia factores de carácter socioeconómico, sino igualmente culturales y religiosos. Las repercusiones del
Concilio Vaticano II en la sociedad española fueron determinantes. El
aggionarmento eclesiástico fue de la mano de un intento de responder a las condiciones sociopolíticas y económicas del mundo moderno. Ya nos servía la estrategia que había predominado en la crítica y condena eclesiástica al proyecto de la modernidad. Catolicismo comenzaba a no ser, al menos en cierta medida, sinónimo de conservadurismo político
[3]. Para la sociedad española, y sobre todo para su sistema político, la situación inaugurada por el Concilio fue enormemente problemática, porque el catolicismo en España no era solamente una religión; era un sistema de creencias y mores que había marcado a todo el país, sus ideas, su política; objeto de luchas internas y externas. Por eso, la crisis del catolicismo tradicional resultó ser una crisis auténticamente nacional, sobre todo política. De hecho, las modificaciones introducidas por el Concilio conmovieron toda la vida política española como en pocas partes. Desde entonces, un considerable sector del catolicismo español terminó enfrentándose al Estado, levantando la voz en favor, curiosamente, de lo que, con anterioridad, se había juzgado contrario a la esencia dogmática del catolicismo: la democracia liberal e incluso, en algunos casos, el socialismo marxista. Los católicos, tras la experiencia conciliar, no podían aparecer ya en la vida pública como un bloque doctrinalmente homogéneo. Lo que podríamos llamar la izquierda cultural católica, uno de cuyos principales representantes fue López-Aranguren, disfrutó, a partir de esos años, de una importante influencia. La teología política tradicionalista fue progresivamente sustituida por una teología política izquierdista, cuyos profetas eran
Johann B. Metz,
Jürgen Moltnam,
Ignacio Ellacuría,
José María González Ruiz, Alfonso Alvárez Bolado, etc.
[4] Además, una parte importante del clero catalán y vasco dio su apoyo a los movimientos nacionalistas surgidos a finales de los años cincuenta.
Casi al mismo tiempo, aunque sus orígenes podrían remontarse a la crisis universitaria de 1956, se fue desarrollando un amplio movimiento de disidencia de los intelectuales, algunos de los cuales procedían directamente del franquismo, como
Pedro Laín Entralgo,
Antonio Tovar,
Dionisio Ridruejo,
José Antonio Maravall y el propio José Luis López-Aranguren. Se inició entonces un proceso de deslegitimación de los fundamentos doctrinales y políticos del régimen de Franco, y que abarcó diversas perspectivas políticas e ideológicas: marxismo, liberalismo, democracia cristiana, socialdemocracia, etc. Al socaire de la legislación liberalizadora franquista de los años sesenta, este proceso tuvo como soporte la aparición de nuevos órganos de expresión y nuevas editoriales, como
Cuadernos para el Diálogo,
Triunfo,
Revista de Occidente,
Cambio 16,
Anagrama, Ariel, Ayuso,
Seix Barral, Fontanella, Fundamentos, Península,
Siglo XXI, etc.
I Una trayectoria intelectual: del orsismo al sesentayochismoJosé Luis Feliciano López-Aranguren Jiménez Gallástegui nació el 9 de junio de 1909 en Ávila, en el seno de una familia «burguesa, acomodada» y devotamente católica; su padre era banquero y la madre, hija de un arquitecto. El entorno familiar le inculcó, desde niño, los principios básicos de la moral católica, decisivos en su formación, desarrollada en el Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, de la
Compañía de Jesús, como alumno interno. A diferencia de
Ortega y
Pérez de Ayala, López-Aranguren no renegó de la educación jesuítica. En ocasiones, se describió como «semijesuita» o «medio jesuita»
[5]. Concluido el bachillerato, cursó la carrera de Derecho en la Universidad Central de Madrid, donde obtuvo la licenciatura en 1931. Ese mismo año decidió matricularse en Filosofía y Letras, prolongando sus estudios universitarios hasta 1936. Durante estos años, estuvo en contacto con
Ortega y Gasset,
García Morente,
Zubiri,
Zaragüeta,
Gaos,
Besteiro,
Menéndez Pidal,
Américo Castro,
Sánchez Albornoz, etc. Y fue lector asiduo de
Cruz y Raya, de la
Revista de Occidente y de
El Debate.
Al estallar la guerra civil, López-Aranguren optó por el bando nacional. A lo largo de la contienda, su vida se caracterizó por la soledad y el aislamiento, dado que cayó enfermo; y por el fervor religioso que le condujo, a través de la lectura de las obras de
San Juan de la Cruz,
Chesterton,
Landsberg,
Dostoievski,
Mauriac, etc., a la mística y la poesía. Otra de sus lecturas predilectas fue el «Glosario» de
Eugenio D'Ors, que conocía ya a través de
El Debate. Y es que el filósofo catalán se había convertido, por entonces, en «la gran figura intelectual de la España Nacional»
[6]. Colaboró, además, en algunas publicaciones, como la revista
Vértice, donde se mostraba partidario de la elaboración de «una teoría política genuinamente española», porque la Unificación de 1937 estaba aún «por realizar en el orden doctrinal»
[7].
Tras el final de la contienda, según sus propias confesiones, las autoridades del nuevo régimen le encargaron informar sobre los intelectuales que todavía se encontraban en el extranjero, pero que pretendían retornar a España, como
Xavier Zubiri [8]. Luego entraría en contacto con el grupo intelectual falangista organizado en torno a la revista
Escorial, cuyos principales representantes eran
Pedro Laín Entralgo,
Dionisio Ridruejo,
Antonio Tovar y
Gonzalo Torrente Ballester. Su amigo
José María Valverde le describiría como un «feliz rentista, que vivía leyendo y escribiendo tranquilamente en su gran piso de la calle Velázquez»
[9]. Tuvo ocasión igualmente de conocer a
Eugenio D'Ors, tras haber sido premiado por un trabajo sobre la filosofía del pensador catalán por la Junta Restauradora del Misterio de Elche. Precisamente, López-Aranguren dedicó su primer libro a
La filosofía de Eugenio D'Ors, publicado en 1945. Se trataba de una obra más bien asistemática, cuyo contenido se haya plenamente inserto en el espíritu del falangismo intelectual de
Laín Entralgo y sus acólitos de
Escorial. Su leitmotiv no era otra que presentar a
D'Ors como uno de los precursores, no sólo del nacional-sindicalismo, sino del régimen nacido de la guerra civil. En sus páginas, López-Aranguren hacía suya «la filosofía militante» de «Xenius», «una Aüfklarung católica, esto es, religioso-universal y tradicional». Celebraba, además, su lucha contra «el sentido espiritual del luteranismo y todo su cortejo de males para la inteligencia, a saber, soledad, abstracción, vida interior, individualismo, libre examen, antitradicionalismo y nacionalismo religioso». Y es que, a su juicio, era imposible separar lo político de lo teológico: «Toda gran política es «política católica», en el pleno, unitario y total sentido de la palabra.»
[10]López-Aranguren no sólo colaboró en
Escorial, sino en otras revistas y periódicos oficiales, como
Arriba,
Revista de Estudios Políticos,
La Hora,
Finisterre,
Arbor,
Cuadernos Hispanoamericanos, etc. Plenamente inserto en el proyecto de lo que posteriormente denominaría, impropiamente, «falangismo liberal»
[11], en todo momento reconoció a
Pedro Laín como «figura rectora», cuyo pensamiento siempre tendía a la «síntesis», a la «integración»: «
José Antonio Primo de Rivera había dicho que era menester poner el modo de ser tradicionalmente español al nivel intelectual de nuestro tiempo. Claro que una cosa es decirlo y otra hacerlo.
Pedro Laín lo ha hecho». Y lo había logrado a través del «análisis de la obra y la actitud espiritual de
Menéndez Pelayo (también de
Ramón y Cajal), de los hombres de la generación del 98 y de
Ortega»
[12]. Su célebre artículo sobre «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración» es una muestra más de su participación en el proyecto lainiano. López-Aranguren, en ese artículo, realiza una distinción clara entre los intelectuales y los políticos del exilio. Mientras los primeros sufrían «la visible mordedura del tiempo», los segundos padecían «la ceguera y el resentimiento», «la imperturbable monotonía ajena a la realidad», «ajena a la Historia». Estimaba que mayoría de los intelectuales podría retornar a España «a estas alturas sin la menor dificultad». Y se ocupaba de la opinión de los exiliados sobre
Menéndez Pelayo, la mayoría de los cuales «le elogian sin mezquindad». También de su actitud ante el catolicismo, llegando a la conclusión de que tendían a reconocerlo como «una realidad esencial al ser mismo de España, tal y como ésta se ha constituido históricamente». Igualmente, hacía referencia a la preocupación religiosa evidente, según él, en la obra de
García Bacca y
Ferrater Mora [13].
Pionero entre los estudiosos españoles del luteranismo, López-Aranguren se mostraba entonces partidario de un «diálogo con los protestantes», a condición de «mantener cuidadosamente, por los menos ante nuestros propios ojos, las discrepancias esenciales». Y añadía: «¿Qué duda cabe, por ejemplo, de la fecundidad del influjo de
Unamuno sobre nosotros mismos? Pero sin dejar de ver su origen
luterano-
kierkegardiano; es decir, completamente protestante, de su religiosidad. Para unir es necesario distinguir; el peor enemigo de la comprensión es la confusión»
[14]. En su obra
Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, López-Aranguren utiliza por vez primera su concepto de «talante», a la hora de diferenciar y contraponer ambas perspectivas religiosas. Talante viene a ser una forma natural de enfrentarse a la realidad, un «estado de ánimo», que «condiciona y colorea nuestro mundo de percepciones, pensamientos y sentimientos». A partir de ahí, enfrenta el talante protestante que ve la existencia religiosa como «fardo que es menester transportar sobre los débiles hombros humanos», trágico y angustiado, a la concepción católica «clasicista, guardiniana, benedictina, orsiana». Partía el autor de la necesidad de buscar un talante católico esencial, para concluir que, en un plano estrictamente religioso, no existía un talante católico privilegiado
[15]. López-Aranguren dedicó, además, su tesis doctoral al tema de
El protestantismo y la moral, luego publicada en libro. Allí analizó las relaciones del protestantismo con la moral y la secularización de ésta a partir del
calvinismo, «una religión fuertemente ética desde su origen, la que, devorándose a sí misma, ha hecho posible el
eticismo. Un eticismo que, en ciertos casos extremos, va emparejado con el ateísmo»
[16].
Estos libros suscitaron las críticas de ciertos sectores católico-integristas, que los juzgaron heterodoxos. De ahí los ataques intempestivos de Pacios, Ricart Torrens, etc.
[17] Pero, como ya hemos señalado, esta etapa de su producción se encontraba perfectamente inserta en uno de los más significados sectores político-intelectuales del régimen. En sus escritos y artículos, exaltaba a los teólogos y filósofos jesuitas del siglo XVI, a
Feijoo y
Jovellanos, a
Balmes y
Menéndez Pelayo, como ejemplos de aquellos católicos que se habían distinguido por sus intentos de «armonizar su tiempo con la fe». Consideraba a la revista
Cruz y Raya como un hito histórico-intelectual del catolicismo español, pero le reprochaba haber pretendido «fundar un movimiento católico de espaldas a la religiosidad, buena o mala, de los españoles, advenir sin la más mínima voluntad de diálogo con los hermanos en la fe (pues sólo le importaba el
raillement a la República), mostrar una manifiesta hostilidad para el catolicismo constituido». Exaltaba a
José María Pemán como «predicador seglar»; lo mismo que al católico inglés antiliberal
Hilaire Belloc. Como ya había hecho en
Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, veía en
Unamuno un talante protestante, lo que indudablemente entrañaba un peligro; pero, en una época caracterizada por la lucha entre cristianismo y ateísmo, era un autor útil, porque contribuía a «renovar la conciencia religiosa» y llevaba a «las gentes a una preocupación religiosa de la que, en general, están muy faltas». Y concluía: «Con la Iglesia –dirá– hay que estar incondicionalmente, cueste lo que cueste, siempre»
[18].
A mediados de los años cincuenta, a instancias del nuevo ministro de Educación Nacional
Joaquín Ruiz Giménez, su amigo
Laín Entralgo, a la sazón rector de la Universidad de Madrid, propuso a López-Aranguren opositar a la cátedra de Ética y Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras. Su candidatura fue, por lo tanto, una escaramuza más en la lucha entre los diversos grupos político-intelectuales integrados en el régimen de Franco. En otoño de 1955, ganaría la oposición, gracias al voto de filósofo escolástico
Juan Zaragüeta [19]. El logro de la cátedra le permitió contactar con ciertos sectores estudiantiles y difundir nuevas corrientes filosóficas, prácticamente desconocidas hasta entonces en la Universidad española, como el neopositivismo, el marxismo, el existencialismo, etc. Aunque no pretendió fundar escuela, su magisterio tuvo una indudable impronta en un sector de la élite estudiantil, que luego se significaría políticamente por su militancia izquierdista. Tal fue el caso de
Ignacio Sotelo,
Luis Gómez Llorente,
Pedro Cerezo,
Luis García San Miguel,
Javier Muguerza,
Jesús Mosterín,
Xavier Rubert de Ventós, etc., etc.
[20]De este período data la redacción y publicación de su obra más ambiciosa,
Ética, que debía servir como libro de texto para la asignatura. Las fuentes de esta obra son muy tradicionales y ortodoxas:
Aristóteles,
Santo Tomás de Aquino,
Xavier Zubiri, etc. Su punto de partida es básicamente escolástico, aunque abierto a otras problemáticas filosóficas, como el existencialismo. En su desarrollo, predomina lo expositivo y crítico sobre lo original y creador. López-Aranguren se basa en la distinción, tomada de
Zubiri, entre «moral como estructura» y «moral como contenido». El hombre es constitutivamente moral, porque toda vida humana es formalmente ética, con independencia del contenido que luego se pueda dar a esa formalidad, cayendo incluso en lo inmoral. Lo más llamativo de su tesis es lo que llama «la apertura de la moral a la religión»; y es que, a su juicio, el hombre, para no perderse en el error moral, necesita de «la Revelación» y «para no perderse en la injusticia moral necesita absolutamente de la gracia divina»
[21].
Tuvo igualmente oportunidad de participar, al lado de
Julián Marías,
Pedro Laín,
José Antonio Maravall y otros, en la polémica surgida a raíz de la publicación del libro del
Padre Santiago Ramírez,
La filosofía de Ortega y Gasset, donde se defendía la incompatibilidad global de ésta con el dogma católico, denunciaba su «laicismo radical» y pedía la inclusión de sus obras en el
Índice de Libros Prohibidos [22]. López-Aranguren vio en aquella polémica la lucha por «una noble causa, comprometida por el oscurantismo»; porque «al defender a
Ortega, simbólicamente se luchaba por el porvenir de la vida intelectual en España»
[23]. A su juicio, la concepción orteguiana de la ética era «esencialmente metafísica», ya que concebía la vida humana como «quehacer», como proyecto, en «mantenernos fieles a nuestro destino o misión», a «la perfección del ser», a «la conquista de la felicidad»; lo que era perfectamente asumible por los creyentes, al suponer «unos hermosos vasos prestos a ser colmados de contenidos cristianos»
[24].
Más militante y crítico era ya su libro
Ética y política, un intento de introducción al estudio del Estado y su posible moralización. López-Aranguren partía de la idea de que, a diferencia de lo sustentado por los teóricos del derecho natural, la ética no consiste en un orden dado, sino en una exigencia, «la justicia sobre la tierra». La ética social se propone mejorar a los hombres; mientras que la política es el juego de las fuerzas sociales reales. Al preguntarse por la relación entre ambas, López-Aranguren rechaza, entre otras soluciones, el realismo político, que pretende, según él, «suprimir toda problemática moral en el ámbito de la política»; un intento que juzga «inconsecuente por limitado y, sobre ello, imposible e irrealista». En ese sentido, afirmaba la compatibilidad entre ética y política, es decir, la posible moralización del Estado. Al analizar las fórmulas para ese posible logro, López-Aranguren estudia las soluciones de
Montesquieu,
Rousseau,
Marx y
Sartre. Una segunda vía es la de los que intentan moralizar el Estado desde sí mismo y no desde los gobernados. Así, el liberalismo, que reduce el Estado al mínimo y lo condena a la pasividad; el comunismo, que pone su dictadura al servicio del igualitarismo; y el
Welfare State, que, a su juicio, sólo es apto para sociedades económicamente muy desarrolladas, y que tiene el inconveniente de relajar la tensión moral. López-Aranguren rechaza igualmente, en sus conclusiones, el liberalismo por anacrónico. Y el comunismo, por su incapacidad para fomentar una moral personal, pero lo considera superior al fascismo, porque «el totalitarismo fascista se funda en la desigualdad –el mito de la raza superior y las razas inferiores– y, por tanto, no es el racionalismo, sino el biologismo», mientras que el marxismo-
leninismo pretendía, según él, «realizar los fines de lo que nosotros llamamos «moral social», por medios no morales, sino estrictamente técnicos». Como solución, propugna el «Estado de justicia social», que «justamente para hacer posible el acceso de todos los ciudadanos al bien común material, a la democracia real y a la libertad, tendrá que organizar la producción y tendrá que organizar también la democracia y la libertad». Así, el Estado debía limitar, mediante «fuertes gravámenes», «los gastos antisociales, la publicidad chocarrera y desencadenada, la dilapidación industrial y favorecer, en cambio, las actividades y los servicios sociales, la salud pública, la instrucción, la educación para el tiempo libre». La democracia política tenía que ser promovida, «organizada socialmente», a través de «una auténtica educación política y mediante la socialización, sin estratificación centralizadora, de la enseñanza y de los medios de comunicación de masas». La libertad habría de ser limitada «precisamente para su salvaguardia y para la democratización de su núcleo esencial». Y es que la «moralización social» no podía ser confiada a los individuos, sino que requería «ser institucionalizada, convertida en una función, en su servicio público». A los intelectuales correspondía la tarea de «autoexigirse éticamente y conservar despierto el espíritu de lucha, de iniciativa y de entusiasmo»
[25].
Con su habitual sagacidad,
Gonzalo Fernández de la Mora vio en
Ética y política una clara ruptura con la anterior trayectoria intelectual de López-Aranguren, «un acusado despegue del liberalismo y una voluntad de comprensión del marxismo que contrasta con un menosprecio bastante marcado hacia la filosofía tradicional, que el autor silencia de modo casi total»
[26].
Fernández de la Mora predecía que la figura de López-Aranguren se perfilaba «más como la de un moralista y un predicador que como un metafísico y un teórico puro»
[27].
A partir de este libro se inicia, pues, una clara inversión de la trayectoria político-intelectual de López-Aranguren. Fue su última obra sistemática y digna de tenerse en cuenta. Su producción posterior se convirtió en una larga retahíla de artículos periodísticos, conferencias y libros coyunturales y apresurados, en cuyo contenido destaca, sobre todo, la pasión política y crítica. En ello tuvo que ver, desde luego, su errónea e injusta expulsión de la Universidad en 1965. Y es que, a su labor docente, López-Aranguren añadió frecuentes críticas a la Universidad española
[28], que culminarían el 24 de febrero de 1965, cuando, tras aceptar la invitación de una Asamblea Libre Estudiantil, en la que se iba a plantear la formación de asociaciones universitarias independientes del
S.E.U. y ponerse a la cabeza de una manifestación silenciosa reivindicativa de aquella petición, junto con los también catedráticos
Enrique Tierno Galván y
Agustín García Calvo, fue detenido, procesado y separado de la cátedra. Lo que, por parte del régimen, resultó ser, a la larga, un tremendo error, que no sólo radicalizó las posiciones políticas de López-Aranguren, sino que contribuyó de manera importante a enajenarle el apoyo de los intelectuales, en gran parte ya hegemonizados por una izquierda, que florecería a finales de los años sesenta y tendría su cenit en los años de la transición al Estado de partidos.
Tras su expulsión, impartió conferencias y cursos en Suecia, Dinamarca, Francia, Italia y México; tuvo estancias en Estados Unidos: en las universidades de Texas (Austin), California (San Diego), Indiana, Puerto Rico, hasta obtener un puesto de profesor permanente en la Universidad de Santa Bárbara, en plena euforia hippie y efervescencia del pathos sesentayochista. Conoció, en aquellos momentos, a
Herbert Marcuse. Y de ahí en adelante siempre existiría en su pensamiento una profunda nostalgia de aquel espíritu de rebeldía e iconoclastia. En uno de sus últimos artículos sostuvo que «el de joven del 68 sigue siendo un no mal disfraz»
[29]. Fue entonces cuando profundizó en su concepción de lo que debía ser un intelectual. En realidad, se trató tan sólo de la radicalización izquierdista de su anterior elitismo, heredado, en parte, de
Ortega y, sobre todo, de la «Política de Misión» de su antiguo maestro
Eugenio D'Ors. Para López-Aranguren, el intelectual es «el moralista de nuestro tiempo». No es lo mismo que el filósofo o el ensayista, porque éstos pueden «proporcionar satisfacción a la sociedad o a grupos minoritarios y selectos». «El intelectual, no. El intelectual es incómodo, es un aguafiestas, con su manía de estar diciendo siempre que no a la injusticia». Era, en fin, «la conciencia moral de la sociedad»
[30]. Nada menos.
Su ya explícita rebeldía política se tradujo las opiniones sustentadas en un análisis sobre los planteamientos morales dominantes en el siglo XIX español. López-Aranguren comenzó criticando a los ilustrados por haber abrazado «con entusiasmo la causa de la libertad económica, pero retrocedieron ante la libertad política por considerar al pueblo, todavía, como menor de edad»; se trataba, en el fondo, de una «instrucción paternalista». El liberalismo, por su parte, nació tarado por la ausencia de infraestructura económica y de una burguesía fuerte. El reinado de
Fernando VII supuso «la caída en el Absolutismo más odioso, más cerrado al mundo moderno, más ignaro y más cruel». La Iglesia apoyó este absolutismo; y el catolicismo liberal estuvo por completo ausente de la sociedad española. Durante el período romántico, España se convirtió, gracias a los escritores extranjeros, en «el país romántico por excelencia»; algo que se extendía a la situación de los años sesenta, cuando, con el turismo, nuestro país era otra vez «el ensueño (barato), la aventura, casi el paraíso (terrenal; ya no queda otro)». El moderantismo se basó en «la desamortización y la nueva concepción, totalmente individualista, de la propiedad territorial. Y es que el doctrinarismo supuso «el gobierno de los propietarios». Las convicciones religiosas de los moderados eran «mucho más una actitud pública que una auténtica disposición espiritual»; se trataba de un catolicismo «paternalista y puramente caritativo». En fin, el moderantismo supuso una política «pseudoliberal», «pseudoindustrial», «pseudopatriótica» y «una pseudomoral amorosa y sexual». Sus alabanzas iban hacia el
Partido Demócrata, porque fue, según él, el primer movimiento político español que «se decidió a tomar en serio el principio de soberanía nacional».
Frente a
Menéndez Pelayo, al que acusa de entender poco de historia de la filosofía, defendía al
krausismo, cuyos planteamientos eran centrales para comprender «todo el pensamiento que preparó la revolución de 1868». La
Restauración canovista fue «una solución tan escéptica como ecléctica», «la vuelta a un moderantismo más doctrinario que isabelino», «fomento del desarrollo económico y la industrialización», «bipartidismo... carente de infraestructura socioeconómica». Cánovas era un «positivista de derechas, salvaguarda del orden establecido». La Iglesia, en esos momentos, adoptó «una aptitud defensiva, expresión, en definitiva, de inseguridad y falta de fe en sí misma»; lo que le impidió ejercer una auténtico magisterio en la sociedad española. Los pedagogos católicos, como
Andrés Manjón, no fueron sino «bienintencionados autodidactos y descubridores de Mediterráneos». La verdadera labor pedagógica fue llevada a cabo por
Giner de los Ríos y la
Institución Libre de Enseñanza. Pero el personaje histórico más criticado por López-Aranguren fue
Menéndez Pelayo. Sus trabajos sobre la ciencia española fueron «un nuevo parto de los montes»; su humanismo clasicista lo califica de «obstaculizador»; «no fue nunca joven», «no se interesó seriamente por la actualidad», «existencialmente fue un hombre completamente ajeno a su tiempo»; «le sentimos enormemente lejano, no teniendo nada que ver con nosotros»; su obra no era sino «una gran enciclopedia erudito-literaria». En su balance, López-Aranguren señalaba que la alianza de la Iglesia y el poder político continuaba en la actualidad; lo mismo que el integrismo y la lucha eclesiástica por el control estatal de la enseñanza, «otro error del siglo pasado que más bien se tiende a acrecentar». Lo fundamental era, en esos momentos, el logro de una auténtica «reforma moral» de la sociedad.
[31]En la búsqueda de esa «reforma moral», López-Aranguren se interesó por el marxismo, sobre todo en su vertiente ética. El marxismo, a su juicio, era «vivido hoy, con frecuencia, como símbolo de distinción sociointelectual». Su importancia no radicaba en su pretensiones cientificistas, sino su «función moral», es decir, la denuncia de las injusticias propias del capitalismo. La condena marxista del capitalismo era fundamentalmente moral, un «voluntarismo», en el que la intervención de la libertad podía ayudar a la transformación de la sociedad. En ese sentido, criticaba su interpretación estructuralista, en la que «el elemento moral queda más radicalmente eliminado», convirtiéndose en «una metafísica neocientista y estructuralmente determinista». No obstante, ello no alteraba, a su juicio, el hecho de que el «intelectual progresista partidario de un orden socialista sigue después del estructuralismo como antes de él: desgarrado entre su compromiso y su opción política por un lado y su escepticismo metafísico por el otro». Con respecto al diálogo cristiano-marxista, estimaba que éste tendría que desarrollarse en el plano moral, en «la oposición al capitalismo», en la «reacción muy explicable frente al individualismo religioso anterior»
[32].
Otra de las preocupaciones del abulense fue la crisis del catolicismo tradicional. En ese aspecto, López-Aranguren pensaba que se había llegado a un punto de «total secularización», es decir, de «destrucción del esquema de las dos realidades sacra y profana, celestial y terrenal, sobrenatural y natural: no hay más que una realidad, la del mundo». Esta situación era una consecuencia más de «la crisis del mundo occidental, de sus instituciones, orientación cultural, principios, ideologías». Y su repercusión en el cristianismo era muy honda y significaba «crisis de fe, ateísmo puro y simple». La crisis del catolicismo se había manifestado abiertamente en el pontificado de
Juan XXIII y el
Concilio Vaticano II. E incidía en la propia teología, con la discusión en torno a los dogmas, «la noción de ortodoxia –señalaba, en ese sentido– posee un dinamismo, unas posibilidades de cambio y adaptación insospechadas hasta hace poco, lo que le ha dotado de una elasticidad y también de ambigüedad». Ejemplos de ello era la crítica «contextual» de los dogmas, la interpretación del alcance de la revelación y las polémicas en torno al sentido del pecado original. Igualmente, se asistía a la «crisis de la moral católica establecida», con la aceptación del pluralismo político entre los católicos, el replanteamiento de las relaciones con los miembros de otras religiones, la revisión de los problemas de moral sexual, etc., etc. No menos intensa era la crisis de disciplina, que se había debilitado extraordinariamente, lo que había puesto en crisis «el mismo concepto de Iglesia». Además, las corrientes filosóficas más características de nuestro tiempo contribuían a socavar desde la raíz los supuestos católicos. El neopositivismo lógico relegaba la religión «a la esfera de lo psicológico»; la teología protestante llevaba a «la reducción de la religión a moral». Y se había llegado a la paradoja de una teología sin Dios. Tras este análisis, López-Aranguren criticaba a la Iglesia preconciliar. Tachaba de «verdaderamente desesperado» el pontificado de
Pío IX. Acusaba de «reaccionarismo» al
Concilio Vaticano I, que presenta a la Iglesia «abrazada al absolutismo». Calificaba de «grave» la «definición de la infalibilidad». Denuncia el «culto a la personalidad» de
Pío XII y el «final lamentable» de su pontificado. Estas críticas se extendían a ciertas decisiones recientes. La encíclica
Humanae vitae le parecía de «estilo preconciliar» y de «lenguaje hermético». No se mostraba partidario de las órdenes religiosas, porque consideraba que su época «ha pasado ya». A los institutos seculares los consideraba «espiritualmente pobres». A la hora de preveer el futuro próximo, López-Aranguren no se mostraba excesivamente optimista. Estimaba que se habían desencadenado «fuerzas muy difíciles de contener» y que «no se sabe cómo terminará ni en qué desembocará la crisis actual». Pero confesaba que si se cayera en «la cada vez más agobiante amenaza de una nueva cerrazón jerárquica... humanamente hablando, no puede esperarse mucho del catolicismo»
[33].
Sus críticas se centraron, sin embargo, en el régimen de Franco, al que prácticamente no reconocía mérito ni virtud alguna. Era un sistema «no sólo completamente cerrado..., sino también casi estático, pues su escaso dinamismo –determinado por causas exógenas al país– es contrarrestado por reacciones involutivas y de regresión»
[34]. Según el sociólogo
Juan González-Anleo, fue López-Aranguren quien acuñó el término «nacional-catolicismo» para definir la ideología del régimen
[35]. En una obra absolutamente de circunstancias, inicialmente encargada según parece a
Ramón Serrano Súñer, López-Aranguren identificó esta ideología con el fascismo español. El franquismo había sido, según él, un régimen totalitario y no meramente autoritario, «otro fascismo», eso sí, «adulterado, venido a menos, inimaginativo, vulgar», «a su modo, sin retórica ni ideología, más que la, efímeramente, tomada al paso», «sin caída de los dioses», basado en la «ciega voluntad de poder»
[36]. El régimen, sostendrá, «culturalmente no ha dado absolutamente nada»
[37]. La tesis del «crepúsculo de las ideologías» le parecía «la fórmula última del conservadurismo»; y la eficacia como base legitimadora del sistema político, «el antimito en el que hay que creer todavía menos que en el más desacreditado de los mitos»
[38].
Además, el desarrollo económico español era artificial, porque sus causas eran exógenas; y se debía a «las masas turísticas extranjeras, la exportación al exterior de la mano de obra española y el neocolonialismo económico de empresas de capital mayoritariamente extranjero establecidas en España». Y sentenciaba: «España se ha convertido, por pura lotería, en un camping veraniego, en la fonda estival de Occidente, o sea, en un pueblo de fondistas»
[39]. En realidad, lo que había logrado el régimen era, en su opinión, la transformación de la mentalidad de los españoles, convirtiéndoles «muy deliberadamente, muy calculadoramente» en consumistas. Un consumismo «inventado por el sistema, difundido por la televisión, impuesto –discriminatoriamente, claro: aparte los que emigran son muchos, los que, todavía, consumen demasiado poco–, para crear en el español medio la sensación de «bienestar» que proporciona en hacer dejación de toda responsabilidad social»
[40]. Tampoco existía, a su juicio, en España una verdadera tecnocracia, porque ésta sólo podía existir «montada sobre el dominio tecnológico»; y nuestro país carecía tanto de tecnología como de técnicos. Lo más subdesarrollado era la «tecnología administrativa, organizatoria y racionalizada». «Quienes tienen poder de decisión en lo que concierne a los servicios públicos, se disfrazan de tecnólogos porque eso está de moda; pero no lo son en absoluto»
[41].
Bien es verdad que López-Aranguren tampoco tomaba excesivamente en serio a la oposición; y denunciaba, desdeñosamente, «la mezquindad de esa «oposición política», que, con razón, el Régimen no toma en serio, sus personalismos, sus envidias, su aprensión de que les quiten «sus» puestos (¿donde?)»
[42]. Y no ocultaba su animadversión, en concreto, por la
democracia cristiana, a la que acusaba de practicar «otra teología política, la de la Iglesia, desde el Vaticano, dictando la política que se ha de seguir»; y cuya influencia se daba «en países de pasajero o permanente subdesarrollo político»
[43]. Además, para colmo, el grueso de esa oposición –
Areilza,
Ruiz Giménez, Satrústegui, «y yo mismo»– pertenecía al «establishment», «aun cuando algunos de nosotros, aparentemente, hayamos sido expulsados de él»
[44].
El gran enemigo la reforma moral era, a su juicio, el consumismo. Sus críticas, al respecto, eran, en la circunstancia española, una muestra típica de la mentalidad de alguien que, como López-Aranguren, al fin y al cabo un intelectual rentista, nunca había tenido que molestarse en obtener alimento, vestido, vivienda, electricidad, etc., pues siempre tuvo satisfechas todas las necesidades. Así, dirá: «Consumir más y más y, cuando esto no es todavía posible, vivir en la expectativa de hacerse consumista, es lo que da sentido a la vida de la mayor parte de los españoles de hoy, aquello en lo que ponen el bienestar»
[45]. Y es que el consumismo era sinónimo de «materialismo práctico»; y había desmoralizado al conjunto de la población: «El talante actual español de irresponsable vivir al día, de «ir tirando», de no plantearse seriamente ningún problema –salvo los privados de cada cual– es la raíz de una increíble «falta de imaginación» para todo, desde lo espiritual a lo municipal, pasando por el peligro atómico»
[46].
Por contra, López-Aranguren fue incapaz de articular un proyecto alternativo mínimamente coherente. A lo más que llegó fue a un inconcreto y vago arbitrismo, presente en alguno de sus escritos, donde se decían insipiencias tales como estas: «El hombre no puede, no debe hacer almoneda de todo, a cambio del bienestar material. Y, dada la precariedad de nuestra situación económica, el dilema es éste: o satelización con bienestar o independencia internacional –en el marco de una solidaridad supranacional– y autonomía intranacional, con un socialismo democrático que reduzca, y de ninguna manera siga elevando, como ahora, el nivel de consumo de los que somos privilegiados, aumente el del pueblo, comience el verdadero desarrollo y nos devuelva a todos el sentido de nuestra inalienable responsabilidad ética y política»
[47]. De acuerdo con esta vena utópica, López-Aranguren cifraba sus esperanzas de cambio político y social en la fuerza de la juventud. El proletariado había «caído en el aburguesamiento con el predominio de la cultura del bienestar», mientras que los jóvenes se sentían unidos «en algo que, operativamente, se parece a una «clase social», cuya función es, si no tanto reemplazar, sí dinamizar la clase considerada por
Marx, como progresiva por antonomasia»
[48].
A la muerte de Franco, López-Aranguren hizo referencia a un posible «desenlace trágico»
[49] de la situación social y política. Pero la historia demostraría que López-Aranguren eran tan mal profeta como sociólogo, historiador o economista. Y es que ni el régimen de Franco eran tan «cerrado», ni el desarrollo económico tan precario, ni la élite política carecía de actitudes ni de alternativas.
II Ante el Estado de partidos: utopía y desencantoEl 30 de julio de 1976, el gobierno presidido por Adolfo Suárez aprobó un decreto de amnistía general. Al mismo tiempo, el Ministerio de Educación y Ciencia dictó una orden por la que quedaba sin efecto la aprobada once años atrás contra López-Aranguren,
Tierno Galván y
García Calvo. De esta forma los tres profesores pudieron reincorporarse a sus cátedras. Con las nuevas reglas administrativas, pronto le llegó la jubilación. Sin embargo, López-Aranguren desarrolló una incesante actividad, participando en toda clase de seminarios y conferencias. Gozó, además, de presencia en televisión y tuvo una privilegiada tribuna de expresión en el influyente diario
El País, al que definió como «nada más y nada menos que nuestro
gramsciano-neocapitalista intelectual colectivo, la empresa cultural de la España postfranquista»
[50].
En sus páginas, tuvo oportunidad de desarrollar sus ideas sobre la función del intelectual, la moral y sus juicios sobre la instauración del Estado de partidos. En aquellos momentos, se sentía próximo, según sus propias palabras, tras su interés por el marxismo, al anarquismo: «El intelectual de hace unos lustros estaba sometido, según
Raymond Aron, a la estupefaciente fascinación del marxismo. Digamos nosotros, con acentos menos psicodélicos, que por entonces pasamos todos por el marxismo. Hoy, en cambio, todos somos, en mayor o menor medida, anarquistas (sin permitir por ello que se borre –esto es importante– la huella del paso anterior). Estamos pasando por la experiencia –puramente utópico-intelectual– de la acracia». Desde esa perspectiva, López-Aranguren retornaba a su crítica somera al realismo político, acusándole de encarnar la «conformidad con la realidad establecida». Y es que, reiteraba, el intelectual genuino debía se portavoz de una actitud, a la vez, crítica y utópica: «El discurso del poeta y el discurso del intelectual entienden ambos la política como «arte de lo no posible», es decir, el arte de lo utópico». La utopía era el espíritu de «toda política que no se conforme con ser mera política», porque se fundaba en «la esperanza, no en la desesperación y su función consiste en la configuración del futuro a través de su dirección o predicción: que el gobierno del pueblo por el pueblo... se cumpla». Así concebido, el intelectual no debía entrar «en ningún establishment, ni en el de la clase en el poder; ni, según la idea de
Gramsci, en el de la clase que se lo disputa y que siempre, se quiera o no, termina por ser representada-suplantada por el partido correspondiente»; pero tampoco debía «marginarse», sino «criticar el sistema y luchar contra él desde relativamente dentro de él, con un píe dentro y otro fuera, desde la base, apoyándose en ella». Y es que, desde un punto de vista pragmático, los intelectuales eran «unos parásitos, no servimos para nada, sólo para fastidiar –es decir, para la crítica– y para proponer modelos que se dirán irrealizables –es decir, para la utopía–»
[51]. Podía existir una intelectualidad de derechas, pero «no del Poder»
[52]. A partir de tales supuestos, la democracia no era sólo un sistema de gobierno; era «un sistema de valores, que demanda una reeducación político-moral». Su fundamento era «la democracia como moral», «en tanto compromiso sin reserva, responsabilización plena» y en tanto «instancia crítica permanente», «siempre vigilante». Y añade: «Crítica de todo lo establecido en tanto que establecido..., porque lo establecido es lo hecho ya y no moral, es decir, lo que está aún por hacer, lo que es todavía una incumplida exigencia». En ese sentido, la democracia venía a ser «un régimen demasiado bueno al que, como «tipo-ideal», no cabe más que aproximarse, sin realizarse nunca». La lucha por la democracia era, en consecuencia, «un constante esfuerzo de desmitologización y demanda de esa sustantivización despersonalizada del poder; y a través de una constante demanda de funcionalización de sus ejecutores: que el Estado como Administración, el Gobierno, los partidos y la clase política, en vez de construir aparatos cerrados sobre sí mismos sea un sistema de comunicación del pueblo mismo, organizado en
populus, y no atomizado, plebe, masa». Los partidos políticos era, sin duda, «imprescindibles, pues constituyen al nivel político más alto, el medio de «organización de la democracia»; pero, a la vez, constituían «un peligro para la democracia: el de su conversión en aparatos de poder, en fines en sí». De ahí que profetizara que la democracia sería «mucho más entusiasmante de víspera que en su día»
[53].
A partir de tales elementos de juicio, la izquierda cultural era definida por López-Aranguren como «el movimiento que se hace cargo de la ligazón estrecha, aunque no siempre percibida, entre la democratización de la vida cotidiana, la democratización de la cultura y la democratización de la política»
[54]. Para el logro de tales objetivos, López-Aranguren seguía sin confiar en el grueso de la sociedad española: «El país goza de buena salud y de plena vitalidad, pero no tiene demasiados escrúpulos ético-políticos y ningún espíritu de sacrificio». El español medio se encontraba alienado por «el frenesí consumista» de carácter «genuinamente burgués decadente». Y es que el consumismo era «la carrera vana tras una fidelidad engañosamente puesta en la incesante, utópica (in) satisfacción de los bienes de consumo». De nuevo, aparecía la juventud como sujeto de sus esperanzas políticas: «La juventud, incluso aún cuando se caiga en la exageración de considerarse como venida a relevar al proletariado, será siempre el estrato social más progresivo, más idealísticamente revolucionario y utópico»
[55].
No debe sorprendernos que, con tales ideas, López-Aranguren no fuese un entusiasta de la política de «consenso» propugnada y seguida por
Adolfo Suárez. Retrospectivamente, vio en ella aspectos positivos. Gracias a esta política se logró «una transición pacífica, con orden, sin derramamiento de sangre y sabiendo, por lo menos, a dónde no se quería ir»; pero supuso igualmente «la renuncia a los ideales y la aceptación de graves condicionamientos: desde arriba, el de una democracia hasta cierto punto otorgada con una Constitución ambigua y «sobre el papel» al estilo de las del siglo XIX; democracia vigilada por el Ejército; democracia sin soberanía plena como resultado de la crisis de los Estados nacionales...»
[56].
Por de pronto, propugnó la abstención en el referéndum sobre la
Ley de Reforma Política, porque juzgaba que era «una empresa para la que no se ha contado con el país»
[57]. Y posteriormente sometió a una crítica permanente la política seguida por Suárez y su partido. La
Unión del Centro Democrático era «ese fantasma, a toda prisa conjurado», «un partido creado desde el poder, una mezcla dosificada de intriga y presión, y la Televisión», «un partido entre postfranquista y
CEDA», «una entelequia, un partido inexistente», que había suplantado tanto a la genuina democracia cristiana como a los liberales antifranquistas. El partido de Adolfo Suárez apostaba por «una continuidad sin continuismo», cuya efectividad había llevado al «desencanto» a los sectores de la izquierda, porque la democracia finalmente fue instaurada «por los franquistas, en continuidad –reforma sin ruptura, es decir, sin revolución, una revolución que no tenía que ser cruenta ni aún violenta–, continuidad rigurosa, incluso desde el punto de vista de la «legalidad», con el régimen anterior»
[58].
Adolfo Suárez era, a ese respecto, el primer político mediático de la historia de España: «Adolfo Suárez es la imagen que de él ha sido forjada, nada más... y nada menos. Suárez es «Adolfo Suárez», en el mismo sentido, aunque naturalmente con una mitificación mucho más pobre, en que
James Dean es el «James Dean» de la leyenda, ya a estas alturas bastante trasnochada»; «un actor de TV, que, porque lo «representa», ha acabado por creerse que el Presidente Suárez». Su proyecto político, el «suarismo», consistía «pura y exclusivamente en su existencia... es un sistema de mera transición... Y, por lo mismo, de mera transacción. Es un sistema de estrategias, de pasillos, conversaciones, arreglos y «pactos»... una estrategia política de puros comportamientos, verbales, no reales». Por ello, la
Constitución de 1978 era «el fiel reflejo de esa transacción en la que el suarismo consiste, y consiguientemente constituye una fiel expresión escrita de la actual estructura de poder (en la que participa la Oposición)». Esa estructura era la «constitución» previa, sociológica, cuya base esencial era la «unidad de poder Rey-Ejército», que no admitía ninguna alternativa a la nación española como ente unitario, ni al sistema socioeconómico vigente. Se trataba de «una soberanía estructural, que no necesita ejercerse, ni, menos aparecer expresamente en el texto de la Constitución, que está ahí, acatada por la mayoría de los españoles y por todos los partidos políticos parlamentarios, que no vacilan en aceptar como infranqueables esos límites preconstitucionales establecidos». De ahí que el texto constitucional no le pareciese otra cosa que «el mediocremente ordenado conjunto de reglas del «juego» superestructural de los poderes jurídico-políticos, al que se dedican, en medio de una cierta indiferencia por parte del pueblo, quiero decir, del pueblo, gobernantes y parlamentarios». Era, en fin, «un mero texto escrito que no constituye nada, que lo deja todo entreabierto y entrecerrado, a lo sumo prendido de alfileres». Pese a todo ello, anunció, finalmente, su voto afirmativo en el referéndum de diciembre de 1978
[59].
La Iglesia católica salía igualmente muy mal parada de sus análisis y reflexiones; era un «curioso fenómeno, digno de estudio»
[60]. La jerarquía eclesiástica, y en concreto el
cardenal Tarancón, había apostado conscientemente por la
Unión del Centro Democrático, para preservar sus privilegios: «Ha elegido a su centro y ha preterido a su izquierda»
[61].