Introducción
- [propia] La corriente así denominada involucra diversos ingredientes, entre los que sobresale la idea de que un concepto vanguardista de la cinematografía debía escapar de la exuberancia formal, tendiendo a un naturalismo expresivo cada vez más alejado de la comercialidad. En esta perspectiva teórica fue muy digna de crédito la revista "La Revue du Cinéma" (1947), fundada por André Bazin y Jacques Doniol-Valcroze. Implicándose en la línea más renovadora del cine francés, ambos cambiaron el título de esta cabecera, que pasó a llamarse "Cahiers du Cinéma" (1951). Aparte de las fórmulas expresivas que fue irradiando dicha revista, fue destacable su primera plantilla de colaboradores, entre los que figuraban Eric Rohmer, Jean-Luc Godard y François Truffaut, el más airado de los colaboradores de la revista, aunque luego, como director, tendería poco a poco hacia el academicismo contra el que había luchado denodadamente. El propósito de todos ellos era redefinir la crítica cinematográfica y, por medio de esa actividad intelectual, ser portavoces de una nueva ola en el cine francés.
En el número 31 (enero de 1954) de "Cahiers", Truffaut publicó un artículo donde suministraba los fundamentos de la Nouvelle vague. En dicho escrito, el crítico y cineasta arremetía contra el academicismo burgués, defendía la necesidad de rodar en escenarios exteriores, así como la espontaneidad en las actuaciones y, sobre todo, la implicación del director en todos los márgenes de la autoría del filme. Esa idea de que el realizador debe ser considerado el autor de la película fue asimismo sostenida por Godard, quien incluyó en el número 65 (diciembre de 1956) de la revista el artículo "Montage, mon beau souci". En sus páginas, el cineasta ponía el montaje por delante de la puesta en escena dentro del índice de responsabilidades del director.
A partir de "Cahiers du Cinéma", los jóvenes creadores pusieron en marcha un cine sencillo, abierto, emancipado de los formalismos. Muestra de alarde juvenil y provocativo, esa tendencia fue acumulando títulos que se ganaron la complicidad de toda una generación de espectadores.
A diferencia de la mayoría de los clásicos, de John Ford a Fritz Lang, de F.W. Murnau a King Widor, de Charles Chaplin a Carl Theodor Dreyer, que inventaron formas de expresión sobre la marcha, de manera más intuitiva que racionalizada, los representantes de la Nouvelle Vague, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette a la cabeza, fueron los primeros en reflexionar sobre el medio en el que estaban trabajando. No desdeñaron para nada las enseñanzas de esos directores clásicos y, tras la criba al cine academicista efectuada por ellos mismos desde las páginas de Cahiers du Cinéma, tomaron como estandartes una serie de cineastas norteamericanos (Howard Hawks, Samuel Fuller, Nicholas Ray) y europeos (Jean-Pierre Melville, Jacques Becker, Robert Bresson, Jacques Tati, Jean Cocteau y Jean Renoir eran de los pocos “amnistiados” entre los franceses) para asentar sus teorías sobre la gramática cinematográfica y su urgente revisión renovadora.
Reflexionaron a fondo sobre los mecanismos industriales y sobre las renovaciones artísticas, y aplicaron con mayor o menor grado de compromiso lo que habían esgrimido como críticos cuando pasaron a la dirección. Por ello debe considerarse al grueso de integrantes de la Nouvelle Vague como representantes de la renovación radical emprendida en las cinematografías europeas a finales de los años 50, en mayor medida que sus contemporáneos en Inglaterra, Alemania, Italia y otros países europeos. Con ello llegó un brote de esperanza exclusivamente artística, visual y narrativa (en otras cinematografías se dieron componentes más sociales y politizados).
Uno de los pocos que supo conciliar prácticamente todos estos estadios fue Jean-Luc Godard, el más reflexivo y radical del teórico movimiento que, como crítico asiduo de Cahiers du Cinéma, ya demostró sus ansias iconoclastas de incordiar, provocar, crear nuevas expectativas y desarrollar un lenguaje propio que, hoy por hoy, continúa sin tener francos y honestos continuadores. Sus variopintos modelos podían ser el cine norteamericano de género, la reflexión sobre la propia escritura cinematográfica, el colonialismo cultural, el melodrama literario o el mismísimo mito de Brigitte Bardot, hasta que el estallido social y político del mayo francés propició una radicalización ideológica de su obra, adscrita durante un largo periodo al cine militante, paralelamente a la abierta tendencia maoísta que se apoderaría de las páginas de Cahiers du Cinéma.
Películas como Al final de la escapada (1959), El soldadito (1960), Vivir su vida (1962), Los carabineros (1963) -co-escrita con Roberto Rossellini-, Le mépris (El desprecio, 1963), Une femme mariée (Una mujer casada, 1964), Lemmy Caution contra Alphaville (1965), Pierrot le fou (Pierrot el loco, 1965), Made in USA (Made in USA, 1966) o, ya en plena fiebre política pre y post mayo del 68, La chinoise (1967), British Sounds (1969) y Le vent d´est (1969), aparecen, por sí mismas, como parte de una obra global -la de Godard- y como piezas emblemáticas de una corriente plural -la Nouvelle Vague-, una de las páginas más brillantes de la historia del cine. De la misma manera que Godard no desdeñaba obviar influencias de cineastas norteamericanos como Jerry Lewis, bien patente en algunas soluciones visuales de su Tout va bien (Todo va bien, 1972), algunos directores estadounidenses recientes intentan reinventar la gramática cinematográfica pensando en las enseñanzas godardianas, caso de Hal Hartley.
La situación político y cultural es ideal para el estallido del nuevo cine. El público francés reclama productos distintos a los que han venido marcando la cinematografía de posguerra. La ley promovida en 1958 por André Malraux, ministro de Cultura, beneficia de manera lógica y consecuente la llegada de nuevas promesas; las ayudas especiales a cineastas noveles hará posible que entre 1958 y 1961 debuten 97 nuevos realizadores y Truffaut, por ejemplo, consigue la financiación de Los 400 golpes gracias al Premio de Especial Calidad obtenido por Los golfillos. Dos veteranos productores, Pierre Braumberger y Georges de Beauregard, optimizan la situación, confían en los nuevos valores y se convierten en los padres económicos de la Nouvelle Vague. Los resultados, a nivel de público, fueron mejor de lo esperado. Como indica M. Torreiro en su artículo “La Nouvelle Vague, una coyuntura precisa” (1981:22), las películas francesas recaudaron en Francia una media de 73,4 millones de dólares anuales entre 1960 y 1964, mientras que en periodo inmediatamente anterior, comprendido entre 1955 y 1959, habían recaudado una media de 65,3 millones.
La espoleta estaba lo suficientemente activada y Francia no tardó en vivir una de la épocas más pletóricas e innovadoras en cuanto al cine se refiere. El año mágico es, sin duda alguna, 1959, momento de la eclosión de los largometrajes con los que cahielistas de muy diverso signo hacen su acto de presencia en sociedad, avalados por los cortometrajes que habían realizado anteriormente y entre los que se encuentran pequeñas obras maestras del calibre de Les mistons (Los golfillos, 1957), expléndida, ensoñadora y equilibrada pieza corta de Truffaut; Charlotte et son Jules (1958), una de las elaboradas miniaturas de Gordard en la que ya interviene uno de sus actores predilectos, Jean-Paul Belmondo, después reciclado en estrella de cine comercial francés; o Le copu du Berger (1956), de Rivette, una especie de film-manifiesto ya que en su elaboración participaron Chabrol como coguionista, Jean-Marie Straub en calidad de ayudante de dirección y Doniol-Valcroze (con el seudónimo de Etienne Loinoid), Gordard, Chabrol y Truffaut como actores.
La Nouvelle Vague, término acuñado por François Girout en L'Éxpress, es una realidad. Truffaut rueda en este revulsivo 1959 Los 400 golpes. Se trata de la rememoración de algunos pasajes en la conflictiva y ardua infancia del propio director, que tienen e el personaje de Antoine Doniel, interpretado por el pequeño Jean-Pierre Leáut, a su significativo alter ego. El apego de Truffaut a este personaje le hará retomarlo puntualmente a lo largo de su obra, definiendo a la vez el estilo de comedia intimista y drama costumbrista en el que se sentía muy cómodo el director.
Godard dirige Al final de la escapada, película que puede considerarse otro manifiesto dado el número de miembros de Cahiers y personajes colindantes con el espíritu de la revista que participan en su elaboración: Truffaut firma la idea original, Chabrol aparece acreditado como consejero técnico, el escritor Daniel Boulanger participa como actor y también figuran en el reparto Jean-Pierre Melville, Jean Douchet, Philippe de Broca, Jean-Louis Richard y el periodista y teórico cinematográfico André S. Labarthe, responsable del programa televisivo Cinéastes de notre temps.
Claude Chabrol fue el más rápido de su generación: en 1958 ya tenía terminado dos largometrajes, El bello Sergio y Los primos, y aún tuvo tiempo para producir con su compañía, creada gracias al dinero de su familia, los primeros trabajos de Rohmer y Rivette. Fiel a lo que había defendido desde las páginas de Cahiers du Cinéma, el cine norteamericano en bloque con especial admiración hacia realizadores como Alfred Hitchcock y Sam Fuller (célebre en la monografía que escribió a medias con Rohmer, en 1957, sobre el llamado mago del suspense, que tendría su prolongación en el espléndido libro de entrevistas con Hitchcock realizado por Truffaut nueve años después), Chabrol orientó su trayectoria, la más fructífera en número de películas, hacia el cine policíaco, sin desdeñar con ello la minuciosa, cuando no irónica, observación de la clase buerguesa en pequeñas ciudades de provincia, temática implícita en alguna de sus obras más notables, como La femme infidèle (La mujer infiel,1968) y Le boucher (El carnicero, 1969).
Posiblemente sean estos los nombres más conocidos, consensuados y definitorios de las directrices esenciales por las que discurrió el fenómeno de la Nouvelle Vague, al menos en su nacimiento, vertebrados en torno a un cine personal y plural, la herencia legítima del neorrealismo italiano según Godard, que, como hemos indicado en algún caso, no desdeñaba nunca las referencias, cuando no simples homenajes generalmente vehiculados hacia el cine norteamericano, incrustadas de manera muy diversa en la obra de los respectivos directores.
Pero hubo muchos otros cineastas importantes dentro, al lado o en torno a la Nouvelle Vague: practicantes convencidos de la heterodoxia narrativa y visual, algunos maestros afines a la idelogía formal del movimiento y otros nombres que, simplemente, empezaron a hacer cine en esta época y se beneficiaron de la plácida situación que generó, como Doniol-Valcroze, Jean-Daniel Pollet y Pierre Kast.
La Novelle Vague tuvo sus rostros, una serie de actores y actrices que, por regla general, fueron parte indisociable de la obra de un determinado cineasta y aprovecharon la coyuntura para erigirse en el relevo, menos estandarizado, de las estrellas que habían dominado el panorama cinematográfico en décadas anteriores. Anna Karina, por ejemplo, impuso su mirada penetrante y sus ademanes suaves en el cine de Godard, el director que mejor supo aprovechar sus cualidades convirtiéndola en una prostituta digna de Zola en Vivir su vida, protagonista cualificada para un musical reflexivo en Une femme est une femme o heroína de cine negro desclasado en Made in USA.
Chabrol también se benefició de una musa particular con Stéphane Audran, actriz que prácticamente no ha hecho nada fuera del cine realizado por el que fuera su marido. Ya hemos citado antes a los actores habituales de Rivette, casi todos procedentes de las mismas compañías teatrales y con especial énfasis en Bulle Ogier, una de las presencias más carismáticas del cine francés de los sesenta y setenta gracias a sus trabajos con Rivette, Schroeder o el suizo Daniel Schmidt. Otro actor que se consumió en un cine de carácter más comercial, después de haberse identificado plenamente con las directrices de la Nouvelle Vague, fue Jean-Claude Brialy, intérprete de las primeras obras de Truffaut, Chabrol, Godard, Rivette, Malle o Kast tanto en formato largo como en corto.
Jules y Jim (François Truffaut, 1961).
François Truffaut nació en París el 6 de febrero de 1932. Era hijo único y se crió con su abuelahasta los ocho años, edad a la que su madre y su padrastro se hicieron cargo de él, aunque no de muy buena gana. Todo esto aparece reflejado en Los cuatrocientos golpes (1959), la historia de un muchacho incomprendido y maltratado por sus padres y profesores, así como por la policía.
En una entrevista, el propio Truffaut dijo que nunca ha sabido quién fue realmente su padre y ni tan siquiera estaba seguro de que fuese de nacionalidad francesa. Su adolescencia fue para él un período especialmente difícil, puntuando por periódicas escapadas del colegio, asistencias clandestinas a salas de cine y al menos un amor no correspondido, que apareció posteriormente reflejado en el episodio Antoine y Colette de El amor a los 20 años (L'amour à vingt ans, 1962), así como la fundación de su propio cine-club cuando tenía sólo 15 años.
Más o menos por esta época conoció al crítico cinematográfico y redactor-jefe de “Cahiers du Cinéma”. André Bazin: un encuentro crucial que habría de llevarle a ejercer la crítica cinematográfica desde muy temprana edad, Truffaut colaboró en otras publicaciones aparte de “Cahiers du Cinéma”, entre ellas “Arts”, “Cinémonde”, “Elle” y “Les temps de París”; y, en 1956, trabajó como ayudante de Roberto Rossellini en guiones que no llegaron nunca a buen puerto.
Como crítico, Truffaut fue una de las figuras claves responsables de la implantación de la teoría del “cine de autor”. Se mostraba a favor de abandonar los estudios y de rodar en exteriores naturales, de sustituir los diálogos literarios por otros más vulgares y casi improvisados, de prescindir de las grandes estrellas y de que el único requisito para poder dirigir una película fuese el deseo de expresarse personalmente con la cámara de manera tan inmediata y directa como un escritor con la pluma.
Truffaut denunció vigorosamente a las figuras consagradas del cine francés de los 40 y de los 50, a los que se desdeñaba como simples “adaptadores”, mientras que se mostraba entusiasmado con realizadores como Howard Hawks o John Ford, a muchos de los cuales “Cahiers du Cinéma” fue la primera en concederles el estatus de “autores”.
En 1959, a los 27 años de edad, Truffaut rodó su primer largometraje, Los cuatrocientos golpes. No era un hombre joven, pero sí con respecto a la norma imperante en Francia durante los 50. Después de Tirez sur le pianiste y Jules et Jim (1962) ha rodado unas veinte películas más. Sin embargo, en esos tres primeros títulos reflejó ya su propia visión del mundo y dijo casi todo lo que tenía que decir, revalidando así su propia teoría de que un cineasta se expresa con mayor plenitud e intensidad en sus tres primeras películas, y luego se limita a reelaborar esos mismos temas y preocupaciones hasta el infinito.
La idea de la fugacidad de la felicidad recorre todo el cine de Truffaut, con mayor intensidad en la escena de Las dos inglesas y el amor (Les deux anglaises et le continent, 1971) en el chalet al lado del lago, o en distintos pasajes de Jules et Jim; y de manera más sutil y transitoria en otras películas. Los personajes de Truffaut disfrutan brevemente de la felicidad antes de que degenere en el aburrimiento y la frustración del matrimonio, como en Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970), o de verse bruscamente interrumpida por la muerte, como en Tirez sur le pianiste, la novia vestía de negro (Le mariée était en noir, 1968) o La chambre verte.
Las mujeres desempeñaban un importante papel en el cine de Truffaut, y pertenecen casi siempre a tres grandes categorías: diosas soñadas, figuras maternales y prostitutas. El último grupo presta consuelo a los protagonistas masculinos cuando los dos primeros han fallado, como en Besos robados (Baisers volés, 1968) o Domicilio conyugal. El hombre es vulnerable, puede verse rechazado (como le ocurrió a él mismo con su madre) y se muestra por tanto propenso, o bien a despreciar, o bien a idealizar a las mujeres, lo que le incapacita para soportar las fluctuaciones e imperfecciones de una relación a largo plazo.
En Les mistons, Bernadette (Bernadette Lafont) es un objeto sexual idealizado y por tanto deseable; en Jules et Jim, Catherine (Jeanne Moreau) no es en principio sino una figura y una sonrisa enigmáticas, en cuya persecución resulta destruida una maravillosa amistad masculina y se producen dos muertes; en La novia vestía de negro, Julie (Jeanne Moreau) es literalmente una asesina de hombres.
No obstante, en El amante del amor (L'homme qui aimait les femmes, 1977), la necesidad compulsiva del protagonista de acostarse con mujeres no es probablemente sino una reacción a la forma de tratarle de su madre cuando era niño y a su larga serie de amantes. Todo esto conduce inexorablemente a Les mistons, y al retrato de la mujer como una verdadera “mantis religiosa” que devora al hombre después de la copulación.
Evidentemente, en el universo de Truffaut predomina la soledad. En los momentos cruciales de sus vidas, la mayoría de los personajes de Truffaut se quedan solos o eligen voluntariamente la soledad.
Pero, aun así, parece haber razones para el optimismo. Piénsese en los niños que aparecen en muchas de las películas de Truffaut. Desde la lucha por la supervivencia de Los cuatrocientos golpes hasta el primer contacto con la civilización de El pequeño salvaje (L'enfant sauvage, 1970). Truffaut parece defender en todo momento la inocencia y pureza de la niñez y la adolecencia, quizás para compensar el abandono e infelicidad que él mismo experimentó durante su infancia.
“El cine es el rey supremo”, como el mismo afirma en La noche americana (La nuit américaine, 1973). Su filosofía en la de que las películas reflejan la vida, son la propia vida y la de que viendo o haciendo películas, o incluso hablando sobre ellas no se siente uno nunca solo. Los actores y el equipo técnico constituyen la familia perfecta: la labor de escribir, dirigir y montar una película es como un proceso de concepción y gestación. Finalmente nace una película y hay que ponerse a pensar inmediatamente en la siguiente. Igual que en la vida, o todavía mejor, pues las películas no mueren nunca.
Hay que llegar a la conclusión de que, aunque no se produjeron nunca revelaciones frontales y espectaculares, los fragmentos del universo mental y emocional que Truffaut ofreció en su filmografía daban una imágen de él cada vez más completa y fascinante. Truffaut murió en 1984.
Chabrol es considerado por lo general como el cronista satírico de la Francia contemporánea, pero esta visión no hace justicia a su peculiar sentido del humor, su gran originalidad y a sus particulares obsesiones.
Nacido en París el 24 de junio de 1930, Claude Chabrol se pasó más tiempo en la Filmoteca y en los cines de arte y ensayo que en la Universidad. Como crítico de “Cahiers du Cinéma”, se le conocía no por su agresividad, sino por su sentido del humor y sus variados gustos cinematográficos. Su libro sobre Hitchcock (en colaboración con Eric Rohmer) era una sutil combinación de sriedad e ironía.
Poco antes había recibido una pequeña herencia, efectuando su debut en el cine como productor y co-guionista de un corto de Jacques Rivette, Le coup de berger (1956). Fue también el consejero técnico de Godard durante el rodaje de Al final de la escapada (1960). Estaba, pues, familiarizado con los problemas financieros de la realización de películas. Para hacer su ópera prima necesitaba dinero. Se le ocurrió entonces la idea de hacer una película de bajo presupuesto pensando en la “prima a la calidad” que concedía el gobierno francés a ciertas películas “intelectuales”.
Pero esa película, Los primos (Les cousins, 1959), fue un fracaso comercial, al igual que las que la siguieron. A Chabrol se le ha acusado de pesimismo, misoginia, e incluso tendencias fascistas, lo que se debe probablemente a que los personajes de sus primeras películas eran siempre estúpidos, débiles y repugnantes.
Volvió a abordar temas serios, especialmente en Las ciervas (Les biches, 1968), pero los gustos del público habían cambiado ya.
Los temas que elige poseen siempre una apariencia realista, en la tradición de un Jean Renoir o un Julien Duvivier: parejas amenazadas por el adulterio, pasiones irreprimibles que llevan a crímenes cometidos por miembros respetables de la clase media o la burguesía, todo ello ambientado casi siempre en alguna pequeña ciudad de provincias. Y, lo que es más importante, la “moraleja” de estas historias es eminentemente racional: La mujer infiel (La femme infidèle, 1968), por ejemplo, es un homenaje a la fidelidad. Al igual que el de Hitchcock, el cine de Chabrol está lleno de pequeños “tics” como su aparición en pequeños papeles cómicos, o la importancia que concede a la gastronomía. Chabrol concede tata importancia a la comida que, antes de iniciar un rodaje, se asegura de que éste transcurrirá en zonas donde se puede comer bien.
El hecho de que Chabrol aborde temas muy parecidos de película en película, y de que haya creado a su alrededor a un equipo semiestable de técnicos, incluyendo al operador Jean Rabier y al compositor Pierre Janssen, así como el que su esposa, Stéphane Audran, intervenga en muchas de sus películas, contribuye a dotar a éstas de un “cierto aire de familia”. El clima que reina en sus películas, el elemento que más se recuerda de ellas es de carácter más profundo y obsesivo.
Si a Chabrol le fascina la estupidez no es simplemente porque “no haya límites a la estupidez humana”, como él mismo ha señalado, sino también “porque es peligrosa”. Muchas veces, sus personajes consiguen huir de la estupidez para caer en otra trampa o peligro, la locura. Pero, al menos, ésta es más fascinante, menos mediocre que la estupidez. En ocasiones, es el fruto de una pasión frustrada o de unas exigencias vitales carentes de toda lógica o razón. Incluso cuando es causada por algún trauma neurótico, la víctima (a los ojos de Chabrol ningún loco puede ser feliz) es propuesta siempre como un objeto de compasión.
La mejor película de Chabrol desde este punto de vista es probablemente El carnicero. Se trata, en esencia, de un drama con dos grandes protagonistas, que terminan enfrentándose: la maestra de escuela, Hélène, y el carnicero, Paul, ambos poseídos por deseos inconfesables. Paul oculta una terrible neurosis que le lleva a asesinar chicas jóvenes. Al principio de la película, Hélène es mostrada como una solterona en potencia, que teme al amor y practica el yoga (según Chabrol, una “religión gimnásticomental que no conduce a ninguna parte”). Poco a poco, Hélène deja de reprimir sus verdaderos sentimientos y se convierte en una mujer apasionada y bella cuando se enamora. Pero, simultáneamente, su inteligencia se va agudizando y empieza a sospechar que el objeto de su amor es un “monstruo”. Y como el “monstruo” en cuestión no es ni un retrasado mental ni un hombre sin sensibilidad, se da cuenta de que la mujer a la que ama sospecha de él, y se suicida delante de ella en un verdadero acto de amor. Chabrol parece interesado por estudiar los problemas de la pareja y del medio social.
Alain Resnais ha colaborado regularmente con guionistas diversos y de talento; sin embargo, su obsesión por los temas del tiempo y la memoria, y su personal estilo, han contribuido ha dotar de unidad y coherencia al reducido número de películas por él dirigidas.
Existen pocos maestros del cine moderno cuya obra se vea más fuertemente marcada por la paradoja que la de Alain Resnais. A pesar de ser creador de un mundo cinematográfico específicamente suyo, Resnais se niega seguir la tendencia predominante en el cine contemporáneo, sobre todo en el llamado “artístico”, y a considerarse como el único autor de sus películas. Hablar del “cine de Alain Resnais” equivale a correr el risgo de simplicación, ya que cada una de sus obras lleva la impronta de un colaborador diferente: guionistas (muchas veces con obras literarias de prestigio a sus espaldas), compositores y, por supuesto, actores y actrices variados. Así, aunque el nombre de Resnais va indisolublemente ligado a la vanguardia cinematográfica y se le considera por lo general como un cineasta personal, distanciado e intelectual, su forma de enfocar el cine se parece mucho a la de los grandes directores de Hollywood.
Alain Resnais nació en Vannes, Bretaña, en 1922, y pertenece por tanto a esa destacada generación de cineastas que tanto contribuyeron a conformar el cine europeo de los años 60 y 70, incluyendo a los italianos Pier Paolo Pasolini y Francesco Rosi, a los guionistas franceses Chris Marker y Alain Robbe-Grillet, al húngaro Miklós Jancsó, y al polaco Walerian Borowczyk. Su carrera debe juzgarse en relación con la obra de estos cineastas y no con la de los directores franceses de la “Nouvelle Vague”. Aunque empezó a dirigir cine más o menos al mismo tiempo que Godard, Truffaut o Chabrol, Resnais tenía diez años más que ellos y las influencias sobre su vida y su obra tenían unos orígenes y unas características completamente distintas.
Resnais estudió interpretación, comenzó un curso de realización cinematográfica en el ID-HEC, la escuela francesa de cine más importante, y trabajó profesionalmente como montador. La carrera profesional de Resnais como director comenzó a causa de una serie de estudios sobre pintores rodados en 16 mm. En 1948 se le encargó la realización en 35 mm. de un documental sobre Van Gogh. A continuación rodó otro sobre Gauguin (1950) y un análisis magistral del Guernica de Picasso (1950). Durante este período tenía ya ideas y planes para futuras películas de ficción: pero, de hecho, los ocho años siguientes los pasó integramente dedicado al cine documental. Junto con Georges Franju, se convirtió en la primera figura del moviento documentalista francés, que, en aquel período, superaba con mucho al cine de ficción. En estos cortos, Resnais desarrolla ya los métodos fílmicos que caracterizarán sus primeros elementos de la imagen, la música y el texto, y perfecciona un sistema de trabajo que implica la colaboración en pie de igualdad con guionistas de gran calidad literaria, como Paul Eluard para Guernica o Raymond Queneau para Le chant du Styrène.
El debut cinematográfico de Alain Resnais en el campo del largometraje tuvolugar con Hiroshima, mon amour (1959), sobre un guión de la novelista Marguerite Duras. En los años 60 rodó cuatro películas más, en cada una de ellas colaboró con un novelista que tenía poca o ninguna experiencia en el campo del guión cinematográfico: Alain Robbe-Grillet para El año pasado en Marienbad (1961); Jean Cayrol, para Muriel (1963); Jorge Semprún, para La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966), y Jacques Sternberg, para Te amo, te amo (1968).
En La guerra ha terminado, la descripción de la vida de un comunista español en el exilio, Resnais recurre con frecuencia a la técnica del “flash-forward” o “salto adelante” para anticipar acontecimientos que pueden o no ocurrirle a su protagonista. Preo, quizá, la película más original a este respecto sea Te amo, te amo, una historia de seudo ciencia-ficción en la que la lógica y la cronología se ven casi totalmente abandonadas en favor de un entretejido aparentemente casual de distintos niveles del tiempo y el espacio, que reflejan una lógica emocional que conduce inevitablemente a la muerte del héroe.
Trumbo, en "El tratamiento de la clase obrera en el cine", en Un debate en mi cabeza, el 24 de junio de 2015, escribió:[...] La Nouvelle Vague fue un movimiento artístico que basó su popularidad en la inmensa capacidad de sus cineastas para innovar en el lenguaje cinematográfico. La mayor parte de sus protagonistas –como Jean-Luc Godard, Francois Truffaut o Claude Chabrol— habían demostrado poseer un abrumador conocimiento del cine en las páginas de la mítica Cahiers du cinemá, revista fundada por el inflyente crítico André Bazin en 1951. La revista admiró el neorrealismo italiano y forjó en su fogón creativo a esta oleada de talento superlativo. Aunque los personajes de películas como "Al final de la escapada" (1960) de Godard o "Los 400 golpes" (1959) de Truffaut no responden al perfil clásico de clase obrera, ya que son personas aisladas de la sociedad con tendencia a la marginalidad, la crítica a la institucionalidad burguesa es evidente en esas obras.
Recursos de apoyo
- Sara Ortega: "Nouvelle vague: tiempos de amor, amigos y aventuras", en Diagonal, 5 de febrero de 2009.