Introducción
- [propia] En 1918 el Imperio alemán queda fuera de juego al claudicar voluntariamente en la I Guerra Mundial. Agotada la propuesta política de la monarquía, afloran dos opciones de transición que son espejo de la coyuntura internacional:
- hacia una república liberal, apoyada por los de siempre y el SPD, que ya había demostrado de qué pasta estaba hecho cuando dio su apoyo a la I Guerra Mundial cuatro años antes;
- hacia una república socialista, muy animada por los acontecimientos de Rusia y una parte significativa del movimiento obrero, muy vital, con mucha iniciativa, que ha entendido en sus carnes que no hay otro modo de dejar atrás el militarismo alemán que superar el capitalismo que lo reclama.
- Es, pues, la revolución alemana de 1918-1919 un proceso espontáneo, masivo, sin unificación de criterio y disputado hasta el final, que se resolverá en favor del SPD y las élites alemanas, con la constitución de la República de Weimar.
Marcello Flores, en Atlas ilustrado del comunismo, ed. Susaeta, 2003, escribió:[...] En Alemania, el fin de la Primera Guerra Mundial pareció llevar a la revolución. Es más, aparentemente se podría decir que fueron los primeros síntomas de la revolución los que acelararon el final de la guerra.
En octubre de 1918, mientras se negociaba un armisticio entre el nuevo gobierno del príncipe Max von Baden y los Aliados, los marineros se amotinaron en Kiel, soldados y obreros formaron los Consejos (Räte), según el celebrado modelo de los Soviets rusos, que proclamaron la república en Baviera. En 1917 más de un millón y medio de obreros habían ido ya a la huelga, y otros tantos se cruzarían de brazos en enero de 1918.
Las clases populares que en agosto de 1914 habían acogido el cambio nacionalista representado por el Partido Socialdemócrata y, en particular, su decisión de votar a favor de los créditos de guerra, reclamaron enérgicamente la finalización del conflicto y el alejamiento de la monarquía y de la dinastía Hohenzollern, es decir, el nacimiento de la república.
Entre los dirigentes socialistas ganaron popularidad los pocos que desde el comienzo del conflicto habían proclamado la necesidad de un "derrotismo revolucionario". Entre ellos se contaban Karl Liebknecht, el único diputado que el 2 de diciembre de 1914 había votado en el parlamento contra los créditos de guerra (que él mismo aprobó, sin embargo, el 4 de agosto por disciplina del partido), y Rosa Luxemburgo, conocida en los ambientes socialistas internacionales por su polémica con Lenin acerca de la concepción del partido de vanguardia como "motor" y guía de una revolución. El grupo que fundaron los espartaquistas, junto con otras pequeñas organizaciones, dio origen en diciembre de 1918 al Partido Comunista Alemán. Mientras tanto, la república había triunfado.
El 9 de noviembre Berlín estaba en manos de los obreros y soldados sublevados; el imperio se disolvió, y el primer Canciller de la República fue el socialista mayoritario (nombre que recibían los socialdemócratas) Friedrich Ebert. El gobierno estaba compuesto por seis "comisarios" (nombre que hacía referencia a la tradición soviética de los Consejos) que formaban parte de los socialistas mayoritarios (SPD) y los socialistas independientes (USPD). Estos últimos dimitieron precisamente durante los días en los que se fundó el Partido Comunista, porque no compartían el objetivo "limitado" de los mayoritarios: una Asamblea Constituyente que confirmara el voto de las mujeres, la jornada laboral de ocho horas, el fin de la censura, y que encaminase al país hacia una democratización gradual.
En cambio, los socialistas independientes y los comunistas querían que continuara la revolución, con el paso del poder a los Consejos. La guerra civil, que se pensaba que estallaría entre los partidarios de la república y los nostálgicos del imperio, en realidad enfrentó a las diversas facciones del socialismo, poniendo a los obreros y a las clases populares en un lado u otro de las barricadas que cruzaban las calles de Berlín. El gobierno destituyó al gobernador civil de la capital, que pertenecía a los socialistas independientes, provocando encendidas protestas callejeras. Fue instituido un comité revolucionario, se ocuparon las sedes de los periódicos y algunos edificios públicos, pero pronto se hizo evidente que entre comunistas e independientes no había acuerdo sobre cómo proseguir la revolución.
El 6 de enero el Partido Comunista y los Consejos decidieron rebelarse y acabar con el gobierno Ebert. Ciertamente, el mito de la revolución rusa no fue ajeno a una opción que Rosa Luxemburgo, con enorme lucidez, consideró prematura y perjudicial, aunque no se retiró de la batalla revolucionaria que dio comienzo.
Entre los socialistas mayoritarios el ministro de Defensa, Gustav Noske, decidió reprimir la insurrección, de acuerdo con los altos mandos del ejército, utilizando para la represión a los Cuerpos Francos (Freikorps), escuadrones civiles paramilitares formados por nacionalistas y veteranos que estaban dispuestos a devolver el orden al país.
Fue la trágica "semana sangrienta": Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron arrestados y asesinados en la noche del 14 al 15 de enero de 1919.
Pocos días después, las elecciones a la Asamblea Constituyente del 19 de enero vieron perfilarse un nuevo equilibrio. Los socialistas mayoritarios obtuvieron más de 11 millones de votos, el 38% de los sufragios. Los independientes no superaron el 8%, y entre los comunistas prevaleció la opción de abstenerse.
En la página de Ediciones La Catara, en 2018, se escribió:La revolución alemana de 1918-1919 es quizás uno de los acontecimientos peor conocidos y más silenciados del siglo XX. La derrota sufrida en la Gran Guerra, con las ominosas cargas que supuso para la población alemana, propició una revolución que si bien trajo consigo el derrocamiento del Estado monárquico y militar del II Reich y la proclamación de la República de Weimar, supuso también el fin, paradójicamente, de toda tentativa de constitución de una democracia socialista. Esta nueva coyuntura política, que recogía las demandas de las distintas burguesías y de buena parte de las clases subalternas, se concretó también en un proyecto socialista que exigía una República de Consejos. Es por ello que puede decirse que la Revolución alemana fue una diversidad de revoluciones, organizada en torno a dos poderes: el sostenido por el Partido Socialdemócrata de Alemania y el encabezado por diferentes grupos radicales como los espartaquistas, que conformaron el Partido Comunista de Alemania, liderado por Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg y Clara Zetkin.
Jordi Corominas i Julián, en "1918 puñaladas: cien años de la Revolución de noviembre en Alemania", en El Confidencial, el 3 de noviembre de 2018, escribió:En la Historia hay algunos momentos tan repletos y trascendentes que el mismo relato oficial oculta -y consolida- una retahíla de tópicos, esferas delimitadoras que sirven para explicar lo ocurrido desde una dirección concreta y asumida por la mayoría. En el siglo XX alemán el engranaje ciego es la llamada Revolución alemana acaecida entre 1918 y 1919, también llamada Revolución de Noviembre. En el imaginario de la cultura general los cadáveres de los espartaquistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht ocupan una destacada pole position. A mucha distancia figura la abdicación del Káiser y luego alcanza el podio la proclamación de la República de Weimar, como si se tratara de un proceso sin matices en los estertores de la I Guerra Mundial.
En realidad, el pistoletazo de salida de esta catarsis esquizofrénica tiene varios natalicios, todos en relación con las metamorfosis del SPD, el partido clásico de la socialdemocracia alemana. Un posible inicio llegaría en 1890, cuando la renuncia de Bismarck levantó las leyes antisocialistas del Reich. Ello hizo posible el renacimiento de los socialdemócratas, hasta entonces paralizados por esas medidas. El partido mantuvo en sus estatutos la voluntad revolucionaria, pero lo cierto es que el levantamiento de las limitaciones los integró en el sistema, hasta el punto de votar a favor de los créditos de guerra en 1914, en los primeros compases del primer conflicto mundial.
Sin embargo, algunos discreparon, en una tendencia manifiesta en el socialismo de esos años, quebrado entre la lealtad al Estado y el pacifismo. 1914 y el problema de apoyar o rechazar la guerra fueron la semilla para desmembrar la unidad. En el caso germánico estas tensiones condujeron a la ruptura de 1916, cuando un núcleo se desmarcó de la connivencia con el poder, se escindió del SPD y fundó el USPD para no perder el sueño de luchar contra el régimen.
Se derrumba el castillo de naipes
Los contrarios a la escisión siguieron apoyándolo con la aspiración de convertir al Imperio en una verdadera monarquía parlamentaria. Se conformaban con ese postulado mientras el desarrollo de la contienda había proporcionado al Alto Comando Militar una posición de preponderancia en forma de dictadura encubierta. La dirigían Erich Ludendorff y Paul Von Hindenburg. El primero mandaba. El segundo asentía. A posteriori sirven para explicar la crisis y el posterior ascenso del nazismo.
El desarrollo de las operaciones en el campo de batalla fue favorable a los intereses de este particular consulado. Hasta 1917 todo iba sobre ruedas para las potencias centrales. La entrada de Estados Unidos iba a ser decisiva para cambiar el curso de la contienda, pero ese año la revolución rusa allanó el frente del Este y posibilitó a Alemania concentrarse en el Occidental para poner toda la carne en el asador. El optimismo se incrementó mediante el más que ventajoso tratado de Brest-Litovsk con la Unión Soviética.
Todas estas perspectivas de victoria se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. En 1918 el bloqueo inglés hizo mella, la producción, aguas, y las trincheras se desmoronaron para abrir la ruta aliada hacia el interior del Reich.
Estas condiciones decidieron a Ludendorff a una insólita renuncia el 29 de septiembre de 1918. Aconsejó firmar un armisticio para frenar el riesgo de una debacle militar. Al ceder su mando pretendía salvar al ejército de la deshonra de la derrota para cargarla al ejecutivo, pues a partir de entonces el bastón pasaba a manos de un gobierno parlamentario donde, por primera vez en la Historia de Alemania, ingresó un socialdemócrata, Philipp Scheidemann.
Con el giro copernicano del 5 de octubre, Friedrich Ebert, líder del SPD, consideró concluido el trayecto deseado por el partido. Ahora tocaban carteras y estaban en la mesa de las responsabilidades. El nuevo y pionero ejecutivo pidió el armisticio al presidente norteamericano Wilson, quien exigió a Alemania la retirada de los territorios ocupados, cesar la guerra submarina y la abdicación del Káiser Guillermo II. Este punto hizo salir de su letargo a Ludendorff, quien a finales de octubre pidió retomar la contienda cuando era imposible; las deserciones abundaban y la mayoría de soldados habían aceptado el desenlace, incubándose en muchos de ellos un deseo de paz y democracia. En un mes Ludendorff devino un fantasma del pasado y desapareció del mapa durante unos años, demasiado pocos. Fue reemplazado como adjunto al jefe del estado mayor por Wilhelm Groener, quien más tarde desarrollaría un papel primordial en el desarrollo de los acontecimientos.
¿Los socialdemócratas en el poder?
Nadie pensaba en Kiel. Desde esta localidad báltica un hombre quería ser dadaísta con galones. El Almirante Scheer codiciaba poner un absurdo broche de oro con un último ataque contra la Royal Navy. El 29 de octubre las tripulaciones de dos buques se amotinaron. Más de mil hombres fueron trasladados a la cárcel, antesala de la corte marcial que debía dictar sentencia y firmar su previsible ejecución.
La detención de los marineros rebeldes prendió la mecha de la revolución. Muchos de sus compañeros pidieron su liberación, rechazada por los mandamases. El 3 de noviembre se reunieron con los astilleros, manifestándose por las calles hasta recibir los disparos de las tropas del teniente Steinhaüser. Los nueve cuerpos tendidos en el suelo de la alianza entre obreros y marineros encendió su reacción. Horas más tarde formaron el primer consejo de soldados y trabajadores, al que fueron uniéndose otros militares llegados al lugar para sofocar la revuelta.
El gobierno de Berlín reaccionó con rapidez y envió al diputado socialista Noske. El consejo de nuevo cuño pensaba que los socialdemócratas estaban de su lado, y por eso no vacilaron en nombrarlo gobernador. Noske respiró tranquilo y pensó tener todo bajo control. El problema es que la llama se había extendido por todo el país. Los revolucionarios ocupaban casernas y administraciones públicas. Según Sebastian Haffner querían un gobierno de la socialdemocracia reunificada para gestar una democracia proletaria donde los obreros reemplazarían a burgueses y aristócratas como clase dominante desde la democracia, nunca desde una coyuntura dictatorial.
El 9 de noviembre fue el día clave: se proclamó la República en Baviera y en Berlín empezó a condensarse el caos en un despacho. El canciller Max von Baden comprendió que la revolución social sólo podía pararse con la abdicación del Káiser, quien tras muchos vaivenes aceptó para evitar el desastre y facilitar la firma del armisticio con los aliados.
Pocas horas después, en otra vuelta de tuerca del enrevesado guión, von Baden cedía su sillón en la cancillería a Friedrich Ebert. De este modo el dirigente socialdemócrata ponía la rúbrica a sus metas políticas. Su partido alcanzaba el vértice de la pirámide. La disyuntiva en apariencia shakesperiana surgía con sólo abrir la ventana. La calle no quería saber nada del orden imperante y ni siquiera contemplaba la vía parlamentaria desde la normalidad.
En todo Berlín se calcaron los hechos ocurridos en otras ciudades. Los soldados encargados de aplacar la revolución abandonaban las armas. Los socialdemócratas, inmersos en un doble juego, convencieron a muchos militares para unirse a la causa del nuevo Estado mientras ofrecían a la USPD unirse al gobierno. No sabían cómo capear el temporal, siempre más próximo al ciclón. El 9 de noviembre clausuró sus puertas con la ocupación obrera del Reichstag, metamorfoseado en cámara revolucionaria que convocó elecciones para el día siguiente con el fin de elegir a los miembros del Consejo de Representantes del Pueblo.
El gatopardo alemán
Esta iniciativa hizo que Ebert diera en el clavo tras muchas intentonas fallidas. Durante toda la semana de revolución, pese a creerlo, no había llevado nunca la iniciativa. El encadenamiento de sucesos, la abdicación del Káiser, su ascenso a la cancillería y, sobre todo, la gobernación de Noske en Kiel le hicieron vivir su propia fantasía de llevar las riendas. El caballo se había desbocado, pero aún le quedaba una carta en la mesa.
Los millones de personas que ocupaban las ciudades de toda Alemania querían ser ciudadanos de pleno derecho. Lo logrado era increíble. La lectura de la tetralogía 'Noviembre de 1918' de Alfred Döblin da voz a implicados de todas las vertientes. Entre lo que aún podía llamarse pueblo nadie tenía en la punta de la lengua un héroe revolucionario, entre otras cosas porque no existían directores de orquesta y el vuelco se había producido de modo espontáneo ante el cortocircuito del sistema. A eso se le suele llamar revolución, pero en noviembre de 1918 la aplastante mayoría de los que votarían en los comicios confiaban en el SPD al identificar sus siglas con otro mundo mejor, no en el gatopardismo de Ebert, quien al ser incapaz de bloquear las votaciones optó por presentarse al Consejo de los Representantes del pueblo.
Fue elegido junto a dos representantes socialdemócratas y tres militantes del USPD para asegurar un simulacro de unidad obrera. La victoria revolucionaria era un espejismo víctima de sus ilusiones y credos de ingenuidad. Al día siguiente se firmó el armisticio. Para los militares, y en eso Ludendorff ganó su envite, la responsabilidad del mismo, con el agravio de Versalles, recaería en los socialdemócratas, a quienes se acusaría de propinar la puñalada por la espalda, el falso pero muy eficaz mito narrativo para explicar la derrota como producto de la traición del que se apropiarían más tarde los nazis.
Ebert interpretó bien su asunción del nuevo poder, que supuestamente comandaba. Quería revertir la situación y pactó con Groener la liquidación de la hegemonía obrera. En diciembre se celebró en Berlín un Congreso de los Consejos. El SPD impuso su abrumadora superioridad numérica y consiguió convocar elecciones para una Asamblea Constituyente que decidiría la forma del Estado.
Otra vez se había parado el golpe, pero la idea previa era impedir la reunión del Congreso. Un regimiento se precipitó y se descubrieron las intenciones, posponiéndose para una mejor ocasión, en la que ya intervendrían los temibles freikorps, fuerzas de choque contrarias a la República y felices de integrar las fuerzas armadas. En enero de 1919 reprimirían con fuerza la revuelta espartaquista, con la que Döblin finaliza su trilogía con el recuerdo de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht encabezando su último volumen, deudor de la épica generada en torno a estos dos ideólogos del KPD, el Partido Comunista Alemán que con su creación zanjaba la división izquierdista para establecer su dualismo entre socialismo y comunismo hasta los estertores de la Guerra Fría.
Rosa desde el periódico fue un bastión ideológico que en enero de 1919 intentó disuadir cualquier intentona revolucionaria, mientras Karl tenía vocación agitadora y era un estorbo para sus enemigos entre arengas y carisma. Lo cierto es que ninguno fue clave en la revuelta espartaquista fracasada de ese mes que los hizo célebres. El 15 de enero los freikorps encontraron a Rosa y a Karl en su escondite berlinés. Los destrozaron a culatazos de rifle y los remataron a tiros. A él le enterraron en una fosa común; a ella la arrojaron al Landwehr Canal. Ebert y sus socialdemócratas habían traicionado a sus acólitos en aras de cimas más altas y conformistas. Para corroborarlas no les importó pactar con el enemigo de clase y dar alas a los extremismos humillados por la derrota, el caldo de cultivo para un mañana incierto. El SPD quería ser el orden y en él figuraba. Otra cosa es que los habituales del mismo lo aceptaran en la familia y le dieran las gracias.
Preludio (1914-1918)
Narrativas del proceso
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Consecuencias: la República de Weimar (1918-1933)
Monografías. (Alemania, 1919-1933) El cine expresionista es una de las corrientes más importantes de la producción fílmica alemana en el período inmediato al fin de la Primera Guerra Mundial... |
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