La obra de teatro de Peter Weiss fue representada por vez primera en Berlín Occidental en el año 1964 con un notable éxito, lo mismo que en Nueva York bajo la dirección de Peter Brook, quien la adaptaría al cine en 1965, dentro de los esquemas dramáticos del llamado teatro de la crueldad. Este teatro fue definido por el dramaturgo y actor
Antonin Artaud como la introducción en la escena de los principios surrealistas, sometiendo al espectador a un ataque a su inconsciente con el fin de liberar sus miedos e inquietudes reprimidas bajo la capa protectora de la civilización.
La película está fundamentada en la anécdota histórica sobre las representaciones que tenían lugar en el manicomio de Charenton para distracción de los burgueses de París napoleónico bajo la dirección del marqués de Sade, el más célebre de los pacientes del asilo, donde permanecía internado con carácter forzoso. El film permite un conjunto interesante de lecturas entre las que destacaríamos la la crítica del régimen custodial, con la exposición del fracaso de las reformas ilustradas del viejo modelo asilar y la incapacidad para socavar los cimientos de la propia institución; la histórica, con una amarga reflexión sobre los resultados de la Revolución Francesa - orientada por el espíritu contestatario y la efervescencia ideológica del Mayo del 68 -, y, la más llamativa de todas, la discusión sobre el poder y su carácter patológico realizada en el marco más apropiado: el de la locura confinada en el manicomio como institución total. Es esta última la que constituye el elemento provocador de la obra bajo la fusión de dos figuras emblemáticas en una aleación quizás imposible: el revolucionario Marat y del perverso marqués de Sade.
Muchas personas encontrarían razonable la reclusión de Sade en un manicomio, pero ¿y Marat?. Esta pregunta formulada al principio de la película se convierte en su motivo central: ¿era Marat inocente o culpable, loco o normal? El diálogo entre Sade y Marat quiere resaltar estas disyuntivas desvaneciendo la condena inmediata de Sade que estarían dispuestos a formular los espectadores y dirigiendo sus crecientes sospechas sobre un Marat que, bajo el ropaje del revolucionario puro, no dudaría en proclamarse dictador o por amor a las masas vertería la sangre de los enemigos de la revolución sintemblarle el pulso. El debate sobre la locura del poder adquiere mayor intensidad por el carácter positivo del personaje que, en largos discursos, ha expresado su amor por los pobres, su disposición a entregarlo todo por la causa, cosa que no se hubiera producido con un personaje maléfico.
En la película Marat está representado por un enfermo mental, con apariencia de estupor catatónico y deterioro residual, pero la energía y coherencia de sus discursos y parlamentos refuerza en el espectador la sensación de que está viendo al auténtico Marat, más todavía cuando en la ficción se enfrenta al Sade supuestamente real. Los breves diálogos de Marat y Sade descubren una compleja red de contradicciones: Marat lleva una vida privada espartana sufriendo con resignación una dolorosa enfermedad de la piel. Es un moralista obsesionado con acabar con la contrarrevolución mediante la eliminación de todo tipo de corruptelas y de sus practicantes. Sade, es sabido, llevó una vida privada escandalosa que le costó la prisión; paradójicamente en su vida pública fue un moderado. Integrado en un tribunal revolucionario en calidad de secretario - tras ser liberado de la prisión al tomarse La Bastilla en la que estaba encerrado y de la que era uno de sus prisioneros más antiguos -, intentó salvar la vida a diversos condenados y se porto con tan poco fervor revolucionario que estuvo a punto de perder la cabeza. Así, el escritor que había descrito los ritos más sofisticados de dominación y humillación que una persona puede ejercer sobre otra, que había sido juzgado por intentar realizar alguna de estas fantasías sobre prostitutas engañadas bajo secuestro, fue incapaz de ejercer de verdugo político.
El discurso de Sade en el film es una mezcla de defensa del Yo, pesimismo respecto de la humanidad y elogio del egoísmo. A la vez Sade realiza una crítica feroz al optimismo revolucionario y los mitos generados por éste, que se concreta a lo largo de la película en cinco intervenciones: el ataque a la pena de muerte como instrumento político, al patriotismo - incomprensible para un defensor feroz del individualismo - que transforma a la masa en un rebaño manipulado bajo una supuesta voluntad nacional, contra la transformación de la clase política en una tecnocracia inhumana, la desconfianza en la apelación a la solidaridad que esconde para él una lucha de poder propia de naturaleza malvada del ser humano y, sobre todo, contra el intento de conservar en los nuevos valores morales la antigua represión e ignorar el poder de los cuerpos: sin copulación - gritan las masas representadas por los locos de Charenton - no habrá revolución. Sade aparece en la película como un excelente dialéctico, razonador brillante y equilibrado en su carácter. Con su apariencia de viejo adivino nada parece sorprenderle, ¿Por qué está en el manicomio? El film sugiere que es la víctima de un simple delito de opinión.
Marat, por el contrario, aparece como un hombre exasperado. Un líder decidido a evitar que la Revolución se transforme en una gran estafa para los pobres, un titán que se enfrenta a fuerzas enormes y que, interiormente, se sabe derrotado. Marat es la única esperanza de las masas, L'ami du peuple, sometido a un rápido proceso de culto a la personalidad que le empuja a ser más y más radical y, al mismo tiempo, destruye su vida privada arrebatándole cualquier momento de intimidad o de descanso a pesar de la furiosa guardia de su compañera. Esta guardiana de la tranquilidad de Marat, que impide dos veces el acceso de Charlotte Corday - la Judith de la Revolución - al interior de la vivienda, muestra también uno de los habituales problemas de los líderes políticos: el progresivo aislamiento de la realidad, la generación de un círculo privado que no dice más que lo que se quier oir, reforzando una atmósfera solipsista y asfixiante. Es este uno de los requisitos de la más usual y versátil de las patologías del poder político: la paranoia en sus múltiples presentaciones.
En la primera escenificación de su diálogo, Marat habla emocionado de la represión del Antiguo Régimen y de los ideales de cambio que ha traído la Revolución. Entregado por completo a la causa, Marat expresa la firme voluntad de alcanzarlos, no importa a qué precio, con el fervor del fanático. En su diálogo con Sade, Marat no le escucha realmente y, en especial, no contesta a sus críticas que son ignoradas en un discurso que gira siempre alrededor de cómo hacer avanzar la Revolución.
La creación del enemigo constituye el elemento clave de los procesos paranoicos y la lista de enemigos de Marat (y por tanto de la Revolución con la que se identifica) crece sin parar: Talleyrand, Necker,
Robespierre, Danton... Su voz en la calle, representada en la película por el agitador Jacques Roux, no duda en hacer a la Revolución víctima de una conjura universal. La historia nos explica la situación extrema a la que se enfrentaron les montagnards, invadidos por ejércitos extranjeros y acosados por la contrarrevolución interior ¿Respondía Marat a una reacción defensiva ante los acontecimientos? ¿ Era la conocida fórmula "quien no está conmigo está contra mí"? ¿O pudiera ser fruto de una obsesión por crear hostilidades, ver enemigos, necesitar culpables, entre delirios persecutorios, ideas de perjuicio o alucinaciones autorreferentes típicas de la psique paranoide?
Al final, el film insinúa la necesidad de revisar la dualidad entre dos hombres, dos símbolos que representan dos puntos de vista opuestos pero que podrían ocultar algún lazo más de unión de lo que podría parecer a simple vista. También la revolución francesa es enjuiciada de manera sumarísima en este singular establecimiento frenopático, que estalla en una apoteosis subversiva de locos amotinados sublevándose en un brutal asalto a la razón ciudadana, simbolizada en el poder de sus guardianes: celadores, monjas, médicos y alcaide.
En el cine, la pareja ha obtenido un éxito dispar. Mientras que Marat no volverá a aparecer como personaje central de una película - si exceptuamos aquella primera aparición en el Napoleón de Abel Gance (1927) que personificara otro maldito, el poeta
Antonin Artaud--, Sade ha sido llevado a las pantallas en varias ocasiones entre las que destacan: Saló o los 120 días de Sodoma (Pasolini 1975), una identificación entre la obra de Sade y las bases del fascismo. Marquis (Henri Xhonneux 1989) con guión de Topor, combinando imagen y dibujo, y en la que Sade dialoga con su insaciable pene; y Quills (Philip Kaufman, 2000), la más reciente de ellas, basada en la obra teatral de Dong Wright, que ofrece una versión diferente de las representaciones de Charenton. Ahora se dibuja un Sade histrión hasta extremos delirantes, arrebatado por la pasión ególatra de dejar constancia escrita de sus perversas obsesiones, ante la oposición autoritaria y celosa del director del manicomio, un típico médico del momento protopsiquiátrico encarnado por el siempre eficaz Michael Caine, más próximo a la figura del funcionario carcelero que a la del alienista filantrópico que surgiría de la Revolución francesa. La película es una loa a la capacidad transgresora de la literatura y la inevitable ambigüedad que todo arte genuino provoca. Sade no sólo fustiga con su sinceridad brutal a los hipócritas - con un apoyo convencido a la maldad natural del ser humano; a Hobbes contra Rousseau -, sino que libera sus pulsiones más inconfesables a través de la grafomanía, incluso con sus excrementos y una escobilla en las paredes de su celda, cuando le son requisados sus útiles de escribanía.