Andrés de Francisco, en "Tres películas bélicas: Caballeros, medallas y clases", en Rebelión, el 27 de febrero de 2012, escribió:[...] Como era de esperar, en la película de Peckinpah no hay sonrisas finales, ni comuniones sentimentales, ni bondades recuperadas. Como en
"Grupo salvaje", el heroísmo es apocalíptico. Y desde luego no nace del
amor patriae, sino más bien del desprecio a una patria llena de canallas con medallas colgando de la guerrera, y del mero afán de supervivencia. Sólo queda –como en "Grupo salvaje"– la lealtad entre los compañeros –fiables y unidos en un destino común– del pelotón. Esta es la verdadera patria del sargento Steiner. Sin embargo, la película empieza de algún modo como acababa
"Senderos de Gloria", con el encuentro del otro, con el reconocimiento del enemigo. La escena es muy eficaz. El sargento y sus hombres –una unidad del ejército alemán– bajan por la ladera de un bosque, con el máximo silencio, ocultándose entre los árboles. Acechan una posición rusa enemiga. Uno a uno van cayendo los centinelas, estrangulados, asfixiados, apuñalados. El realismo es máximo, como en todo el cine de Peckinpah. Luego lanzan varias granadas por encima del parapeto de la posición alemana, y acto seguido ametrallan a los supervivientes de las explosiones. Una carnicería. Están haciéndose con la munición y las armas más útiles, cuando uno de ellos saca a un ruso vivo del interior del refugio. Es un niño. Lo plantan delante del sargento y ambos se miran. El crío se saca algo del bolsillo, algo que resulta ser una armónica, una armónica que se lleva despacio a la boca y hace sonar mientras todos lo contemplan. Suena la música y la mirada azul y dura del sargento, se abandona furtivamente a la ternura, un instante no más. Porque la guerra no espera. Se llevan al crío con ellos. Ese pequeño ruso es el equivalente de la joven alemana de "Senderos de Gloria". En ambos casos, el enemigo es incorporado a la patria propia por la pureza de la música. En ambos casos, esa humanidad universalmente reconocida cobra un aspecto como angelical. Una bella joven, tímida, inmaculada. Y un niño: inocencia pura. Ya sabemos cómo es Steiner, un soldado acostumbrado al horror de la guerra, a matar y ver morir. Eficaz, solvente, seguro. Pocos como James Coburn para encarnarlo. Pero le hemos visto mirar al crío con una mirada abierta a la comprensión, con inteligencia compasiva.
La escena siguiente –como toda la película– no tiene desperdicio. Llega el capitán Stransky al puesto de mando alemán, un vulnerable refugio en el frente ruso sobre el que no dejan de llegar la vibraciones y deslumbramientos de las bombas enemigas que caen cerca. Luego sabremos que el capitán Stransky, convincentemente encarnado por Maximilian Shell, pertenece a la aristocracia prusiana, es un
Junker, un dato fundamental para la psicología política de la película. Pero ahora entra en el refugio y se presenta al coronel Strauss, un James Mason, como siempre, dando la talla. La conversación es toda una sátira del heroísmo. Sentados a una ruda mesa, y después de brindar por el fin de la guerra, pregunta Strauss:
– “Capitán, ¿por qué pidió que lo trasladaran aquí desde Francia?”
La pregunta tiene todo el sentido, porque el frente ruso es un verdadero infierno, como lo muestra la cara del otro capitán sentado a la mesa, agotado y enfermo, el capitán Kiesel (David Warner).
– “Quiero ganar la cruz de hierro”, responde el capitán Stransky, que acababa de peinarse cuidadosamente el cabello con un ridículo peine, en un lugar donde lo último en que uno piensa es en peinarse. ¡La cruz de hierro! La máxima condecoración por el heroísmo en la batalla.
– “Puedo darle una de las mías” –dice el coronel, hurgándose en el bolsillo y enarcando las cejas en expresión de irónica perplejidad.
– “No, no. Era una broma”, aclara riendo frente a las miradas serias de los otros dos. Y explica que su jefe en Francia tambi én ironizó sobre su decisión: “Vaya, vaya, y demuestre que es un héroe, idiota”, cuenta que le dijo. Y ya más serio, tras un nuevo brindis del capitán Kiesel, esta vez, por los héroes idiotas, el caballero prusiano solemniza la v ulgata consabida de que la guerra se ganará haciendo subir la moral de las tropas, castigando a los insubordinados, recuperando el respeto por los oficiales. Así lograrán vencer el mito de la invencibilidad rusa. Esa es la verdadera razón, viene a decir, por la que ha venido al frente oriental. El coronel, amablemente escéptico, lo saca de su ensoñación con un golpe de realismo:
– “La moral baja cuando se produce derrota tras derrota… Usted es novato en el frente ruso. No le reprocho que hable como… un héroe idiota”. Y ríen los dos para tapar el sarcasmo, cada uno desde un lado del mismo.
El capitán Stransky ríe hasta que una nueva detonación en el exterior lo hace estremecer con un sobresalto. Es el tercer o cuarto sobresalto que tiene en el transcurso de la entrevista. Queda claro que el capitán prusiano n o sólo es un idiota. Es también un cobarde que –como manda el código del honor aristocrático– quiere la cruz de hierro, la medalla al valor. Mucho ha cambiado la aristocracia alemana desde la primera a la segunda guerra mundial. En 1916 todavía se sentía la élite de un orden social que garantizaba su privilegio de clase. Era la clase dominante, con un ejército a su disposición. Ahora, en 1943, con el régimen nazi de por medio, las cosas son distintas. Mantiene sus privilegios pero ya no es clase dominante, pese a su riqueza y sus tierras al este del Elba. Es una aristocracia decadente y cobarde, con inercias de do minio y nostalgia de distinción y de “ideales alemanes”. Pero no nos engañemos:
“El soldado alemán –le explica el coronel– ya no tiene ideal es. No lucha por la cultura de occidente, ni por una forma de gobierno que quiera…, ni por ese odioso partido. Lucha por…, por sobrevivir. Y Dios lo bendiga”.
Pronto se presenta el sargento Steiner. Todavía no se ha producido el encuentro con el capitán Stransky, pero el contraste ya está prefigurado. Al sargento ya lo han descrito como un “magnífico soldado”, como un héroe que ha salvado la vida de compañeros, incluso se ha dicho de él que es un “mito”. El contraste con el capitán es absoluto. Y éste se acentúa cuando final mente se presentan. A la superioridad moral del sargento no se le opone más que la superioridad jerárquica del capitán: “Soy el capitán Stransky, su nuevo jefe”. “A sus órdenes”, contesta Steiner.
Steiner no es un mito, sino tan sólo un hombre curtido, que se ha ganado el respeto y la lealtad de sus hombres a pulso de muchos combates. No necesita ascenso s ni condecoraciones; de hecho se muestra indiferente, para sorpresa de Stransky, cuando éste lo asciende a sargento mayor. La clave la da el propio Steiner: “Generalmente –dice– un hombre es lo que se siente ser”. Steiner lucha, como sabe el coronel, por sobrevivir. No tiene ideales, ni viejos ni nuevos. Y perdió hace tiempo la ilusión de su propia importancia. Sólo tiene lealtades, instinto de supervivencia, y un rincón del alma en el que esconde algunos sentimientos humanos. Por ellos protege al jovencísimo prisionero ruso y lo salva del “ideal del soldado alemán” que hubiera mandado ejecutarlo de inmediato, como que ría Stransky. Termina liberándolo y la escena es maravillosa. Lo saca del barracón y alejándose un poco le dice, algo crípticamente: “todo es accidental, accidental por las manos, las mías, las otras, todas sin mente, de un extremo a otro, y ninguna funciona, ni funcionará jamás”.
En efecto, de mano en mano pasa un azar ciego que ahora sitúa frente a frente a este sargento y a este crío ruso en tierra de nadie. “¡Márchate!”. El crío se dispone a irse y de pronto se vuelve: “¡Steiner!” –le dice en la única y última palabra que pronuncia el pequeño ruso. Y le lanza su armónica. Por entre ese azar ciego que une y rompe las vidas, de mano en mano, vuelve a surgir una conexión. Y otra vez es la música el nexo de unión. Steiner le devuelve una rápida sonrisa, liberadora también para sí mismo. Pero el azar continúa su trabajo manual. Y este caprichoso artesano del destino quiere que el crío, unos metros más allá., se tope con u n pelotón ruso que inicia en ese instante una ofensiva. Steiner ve cómo acribillan al niño, tomándolo por un alemán, y apenas tiene tiempo para soltar un grito de dolor y reprimirlo de inmediato para iniciar la carrera hacia su base y ayudar a su batallón. La guerra no da tregua ni espera.
Tras una increíble escabechina, el ataque es repelido y el sargento cae herido. La imagen cambia y Steiner, con la cabeza vendada, ya ce en la cama de un hospital atendido por una atractiva enfermera (Senta Berger), la que luego le dirá –ingenua– que la violencia debe acabar (
¡como si no estuviera en la naturaleza humana!, piensa entre carcajadas Steiner), y la que le preguntará, cuando el sargento decida volverse al frente antes de tiempo: “¿Tanto amas la guerra?... ; ¿es eso, es eso lo que te pasa, Steiner?..., ¿o tienes miedo a lo que serías sin ella?”. La enfermera ha dado en el clavo: Steiner no tiene casa a la que volver, ni trabajo, es seguramente un obrero al que le espera el paro. Su vida pasada terminó con la guerra. Y ahora, sin la guerra en realidad no es nadie; su familia son sus hombres, sus lealtades están allí, sobreviviendo con ellos, sin más. Ni la hermosa enfermera lo retiene. Steiner es un soldado, eso sí, sin ideales alemanes. Sin ideales.
El reencuentro con sus hombres es elocuente. Todos, de alguna forma, han vuelto a nacer allí, su pasado, sus creencias no importan. Pero dependen unos de otros para su supervivencia. Se deben los unos a los otros la vida. Están unidos, en realidad, por la muerte. Y el lazo es férreo, democrático, sin jerarquías, sin falsedad: las balas del enemigo no entienden de medallas ni de méritos. Pero el compañero puede salvarte. Y el vínculo es tan fuerte que no importa la suciedad y los piojos, las ratas y la hediondez del soldado, el frío y la incomodidad. En medio de todo eso, el sargento Steiner y sus hombres están en casa
[6]. Y pese a todo, como queda patente más tarde en la película, Steiner odia el uniforme que lleva y todo lo que representa, odia la guerra y a toda la oficialidad. Lo cortés no quita lo valiente.
Mientras tanto, el capitán Stransk y ha preparado su gran mentira y ha convencido al regimiento de que él mismo dirigió el contraataque qu e repelió a los rusos, lo que le hace acreedor a la ansiada cruz de hierro. En realidad, como se ha visto, no salió de su refugio, paralizado por el miedo como estaba. La verdad es que fue el teniente Meyer, muerto en la batalla, quien dirigió a las tropas. El capitán pretende robarle su mérito. Llama al sargento y le explica que necesita dos testigos de su hazaña y que ya tiene la declaración firmada del teniente Triebig (al que chantajea tras descubrir su homosexualidad). Sólo necesita otra, y quiere la suya.
“¿Por qué la desea tan ardientemente?– le pregunta Steiner mientras coge su propia cruz de hierro. Y antes de lanzarse la para que la vea, prosigue: “No es más que un trozo de metal sin valor, mire”.
– “Para mí es inapreciable… Sargento –prosigue lentamente en un descuido de sinceridad–, si yo volviera sin la cruz de hierro, no podría mirar a la cara de mi familia”.
Nuevamente el código del honor aristocrático. El mismo que animaba al barón rojo a arriesgar su vida sin miramiento, en obediencia a un deber para con el emperador y su patria. Ahora sólo queda la nostalgia de ese honor, al que se aferra este cobarde, cobarde en la guerra y cobarde en la vida social, en lógica continuidad, porque la cobardía no se fragmenta.
– “Personalmente, señor, yo no creo que se la merezca”. Y levanta la botella del Mosela del 36, que estaba bebiendo a morro y le saca un último trago, satisfecho de su franqueza. El sargento se ha ganado la cruz de hierro, y la desprecia como un vano trozo de metal. El capitán la necesita, no importa cómo la consiga, porque su clase, su pertenencia a la aristocracia, le exige esa distinción. Y tampoco le preguntarán cómo la consiguió. Porque la aristocracia prusiana da por supuesto su propio mérito, su derecho al privilegio, su condición de clase superior.
– “No debe olvidar –explica el capitán– que, tanto en la vida civil como en la militar, se establecen diferencias entre las personas… La diferencia es cuestión de superioridad…, superioridad ética e intelectual, originada –le guste o no– por la diferencia de sangre y clase”. Aquí lo interrumpe el sargento:
– “Si no recuerdo mal, Kant fue hijo de un talabartero; y el padre de Schubert era un pobre maestro de escuela. Quizá el talento, la sensibilidad y el carácter no sean ya privilegio de las llamadas clases superiores”. Y da un trago al Mosela. Entonces, seguro de sí, replica el capitán:
– “Kant y Schubert eran excepciones. Estamos hablando de conceptos generales, no de individuos”.
– “¿Es que yo soy de estos? –pregunta el sargento con intención– ¡Y usted también!: ¿no dijo el Führer que todas las distinciones de clase serían abolidas?”.
– “¡Yo soy un oficial de la Wehrmacht –contesta digno el capitán–, jamás he sido miembro del partido. ¡Soy un aristócrata prusiano y no quiero que se me asimile a esa repugnante categoría!”.
– “Por una vez estamos de acuerdo. Pero sigue siendo nuestro Führer…, desgraciadamente”.
Interesantísimo diálogo entre clases. Steiner es un individuo, pieza insignificante de una sociedad de masas, de la que el fascismo no es más que una versión posible, una sociedad que en cualquier caso lo espera al final de la guerra. Una sociedad de individuos, al menos en su versión democrática, tendría acaso un nervio moral interesante: sería un espacio en el que el talento, la sensibilidad y el carácter de cada cual pudieran abrirse camino por sus propios méritos. Una sociedad democrática, sin clases, de individuos igualmente libres, sin privilegios estamentales, puede y debe ser meritocrática. Por eso triunfa la posición plebeya del sargento cuando pone la verdad sobre la mesa: el prusiano no se merece la cruz de hierro. Con lo que queda refutada la pretensión del aristócrata a la superioridad moral de la clase a la que pertenece.
Por si quedaran dudas al respecto, y después de una investigación, el coronel Strauss aclara las categorías morales:
– “En mi opinión –dice, contenido pero firme– no hay nada más despreciable que robar los laureles a un hombre muerto en acción de guerra”.
Ahí radica la superioridad moral del capitán, en la usurpación. Tal vez toda una metáfora de su propia condición social. ¿Acaso detrás de las aristocracias no hay también una historia de usurpación, de usurpación de tierras y de medios de vida, a las clases campesinas que trabajaban por sus manos?
Pero no acaba aquí la cosa. A la usurpación, el capitán une la bajeza y la traición. Sabedor de que Steiner se interpone entre él y su cruz de hierro, decide contravenir la orden del coronel y aislarlo en la retaguardia, mientras todas las tropas se retiran. Contra todo pronóstico, sin embargo, a base de astucia, pericia y suerte, Steiner y sus hombres logran escapar, sortean las líneas enemigas y reconectan con las propias. Entre medias hay una serie de accio nes bélicas impresionantes, muy a lo Peckinpah, incluida la de las mujeres rusas a las que sorprenden en una base de comunicaciones. Realismo extremo, la guerra en estado puro, brutal. Aquí le pregunta a Steiner uno de sus hombres si cree en Dios. “Yo creo que a veces Dios es cruel, aunque tal vez ni siquiera lo sabe”. Sin duda la guerra es una de esas crueldades, quizá inconscientes, de Dios. Aunque al final, de alguna manera, se hace justicia, justicia divina, apocalíptica. Steiner llega con sus hombres, pero Stransky y el teniente Triebig lo s esperan para, en vez de acogerlos, ametrallarlos como a enemigos. Steiner, pese a todo, sobr evive. Se encara con Triebig, lo apunta. “¡Órdenes de Stransky –grita el miserable bribón–, yo no tuve la culpa!”. Steiner no se apiada esta vez, y lo accidental –inconsciente crueldad divina– pasa por su mano hasta el gatillo, y de ahí en forma de ráfaga mortal hasta el cuerpo acribillado del traidor. La guerra se los lleva a todos. Avanzan los rusos inexorablemente. Minerva cierra los ojos; Marte se ha vuelto loco; y Steiner acude a saldar su última deuda. A punto estaba de marcharse Stransky, apretándose el cinturón del abrigo de oficial, cuando el sargento aparece en el cuarto, metralleta en mano, apuntándolo desde un extremo. Le explica que Triebig ha muerto, que le salió mal el plan, y ante la última mentira del capitán (“hace tiempo que Triebig no está bajo mi mando”), el sargento ya no se muerde la lengua y le espeta con abierto desdén: “Aristócratas prusianos: ¡valiente montón de mierda!”. E, irónico, le pregunta: ”¿Se marcha sin su cruz de hierro, capitán? Es sólo cuestión de tiempo”. Le entrega un arma, le pregunta si sabe usarla y termina diciéndole : “Yo le enseñaré dónde crecen las cruces de hierro”. Y salen. Salen a donde no hay ya supervivencia posible. Entre el ruido de las detonaciones incesantes, con imágenes de soldados cayendo, vuelve a sonar –ya lo hizo al principio de la película, mientras salían los títulos– la música de la Hänschen Klein, la conocida canción infantil alemana que cuenta la vuelta del pequeño Hans a casa, tras vagar solo por el mundo y después del mucho llorar de mamá. El horror de la guerra y la inocencia infantil, nuevamente en un mismo plano: ¿Será porque en la guerra mueren sobre todo los inocentes?
Y mientras suena la cancioncita, Steiner ríe a carcajadas: no es la sonrisa triste y esperanzada de Kirk Douglas al final de "Senderos de Gloria". Ríe porque el petimetre que ansiaba la cruz de hierro, el aristócrata prusiano, el oficial del ejército alemán, capitán Stransky, ni siquiera sabe cargar su metralleta. Un detalle más de la ironía grotesca de la guerra.
Notas[6] La idea de la transformación del individuo a través de la guerra, su resocialización en una nueva forma de solidaridad radical entre compañeros de refugio y trinchera, está muy clara y bellamente expuesta en el clásico antibelicista de Lewis Milestone, "Sin novedad en el frente" ("All quiet on the western front", 1930). La relación entre el joven Paul y el veterano cabo Kat Katczinsky es sencillamente memorable: en la vida civil jamás habrían intimado (edad, clase y cultura habrían sido obstáculos insalvables), pero la guerra los une en una amistad sin mácula ni fisuras.