La crisis global
Su evolución hasta ahora, las tendencias de futuro, y las percepciones y posibilidades de actuación desde abajo
Karl Heinz Roth
Stiftung für Sozialgeschichte des 20. Jahrhunderts // 15 de junio de 2010
Traducido por Javier Fernández Retenaga y Vicente Romano para TlaxcalaVersión escrita de la conferencia pronunciada en diversas ciudades de habla alemana entre mediados de septiembre y finales de noviembre de 2009. En función de la composición del auditorio se dio prioridad a unos puntos u otros. En esta versión escrita se ofrece en cierto modo una síntesis de las diversas versiones. Con alguna excepción, hemos evitado incluir notas a pie de página.
IntroducciónLa actual crisis económica alcanzó su primer pico hace más de dos años —en agosto de 2007— con el colapso de los mercados financieros. Pero antes de que en la primera quincena de septiembre de 2008 se derrumbaran en EE. UU. las dos mayores sociedades hipotecarias del país, la mayor empresa aseguradora del mundo y dos bancos de inversión de alto nivel, mucha gente era ya consciente de que el curso de los acontecimientos podía tener efectos inmediatos en su vida profesional y personal. Durante esas semanas el sistema capitalista al completo empezó a tambalearse. Hoy la crisis se ha extendido y atemoriza a las sociedades del mundo entero. Se hace de nuevo palpable que la vida social está determinada por los ciclos y crisis de la acumulación del capital. También se discute cada vez más acaloradamente acerca de quién afrontará los costes sociales y el inmenso gasto de los paquetes de rescate y programas de estímulo que, financiados con fondos públicos, se pusieron en marcha en la primera fase de la crisis.
En esa situación, a finales del verano pasado dejé a un lado los proyectos en marcha para ocuparme de este asunto. Comencé por documentar el proceso actual de la crisis, investigué sus causas últimas y la comparé con las anteriores crisis económicas mundiales del capitalismo industrializado. En el primer apartado de este trabajo presentaré los resultados de dichas investigaciones a fin de delimitar su marco analítico
[1]. Pero no me detendré ahí. En el segundo apartado haré un balance de la evolución de la crisis en los últimos meses y me ocuparé de la cuestión que a todos nos acucia: ¿qué sucederá con la crisis?, ¿nos dará un respiro?, ¿se producirá quizá una rápida recuperación?, ¿o bien debemos prepararnos para una prolongada depresión? A continuación, en un tercer apartado, me ocuparé de la experiencia de la crisis desde la perspectiva de los de abajo. En el cuarto y último apartado plantearé algunas hipótesis en torno a las posibilidades de actuación alternativas.
1. La primera fase de la actual crisis económica mundialLa primera crisis económica mundial del s. XXI comenzó a finales de 2006 con una crisis estructural y de sobrecapacidad de la industria automovilística, y una crisis inmobiliaria en la región trasatlántica cuyo centro de gravedad se localizaba en EE. UU. y Europa occidental. Hubo ahí cuatro factores que se reforzaron mutuamente. En primer lugar, el consumo en EE. UU. se desplomó a consecuencia de la crisis hipotecaria. Esto provocó una recesión sostenida en ese país que produjo una caída de las exportaciones en todo el mundo. En segundo lugar, la crisis hipotecaria e inmobiliaria se trasladó a los mercados financieros internacionales. Esto llevó, en tercer lugar, a una masiva y prolongada retirada de capitales e inversiones de los países emergentes y en vías de desarrollo. En cuarto lugar, la sobrecapacidad que primeramente se apreció en la industria automovilística y el sector del transporte, a continuación se hizo manifiesta en todos los ramos de la economía industrial, lo cual provocó una drástica caída de los beneficios a la que los directivos de las empresas respondieron con una reducción de las inversiones y despidos en masa. Estos cuatro fenómenos, entrelazados entre sí, provocaron desde la primavera de 2008 un incendio global de baja intensidad que, acentuado por cinco ondas expansivas, se mantiene hasta hoy. La crisis tocó fondo en abril-mayo de 2009. Hasta ese momento se destruyeron capitales e ingresos por valor de al menos 30 billones de dólares estadounidenses. En un primer balance podemos constatar que se trata de una típica coyuntura crítica del capitalismo industrializado: a la aguda sobreacumulación del capital que se hace patente en la actualidad se añade una fuerte reducción de consumo, puesta de manifiesto en el momento en que los presupuestos familiares de las clases bajas no han sido ya capaces de compensar mediante el endeudamiento el progresivo descenso de sus ingresos reales experimentado en los últimos años.
Tras este proceso había no obstante causas estructurales más profundas cuyo origen se sitúa en el gran ciclo que va de los años 1966/67 hasta 2006/2007. En primer lugar, las nuevas necesidades de las masas y el estilo de vida de las nuevas generaciones quedaron condicionadas por las precarias relaciones laborales del postfordismo. En segundo lugar, a esta situación contribuyó el hecho de que en el terreno de la informática hubo innovaciones básicas que fueron utilizadas en todo el mundo por los directivos de las empresas para aplicar estrategias de subempleo. En tercer lugar, se formaron nuevas redes de empresas que reorganizaron las cadenas de valor y se desplazaron a los lugares con menores costes laborales. Paralelamente, en cuarto lugar, los poseedores de grandes capitales impulsaron la globalización de los mercados financieros, sustituyendo el anterior régimen de ganancias moderadas y a medio plazo por un plan para una acelerada maximización de los beneficios. En quinto lugar, el colonialismo informal se convirtió en un abierto colonialismo fundado en protectorados y en la creación de reservas (
bantustanes) a fin de tener bajo control la pobreza en el sur. Especial relevancia tuvo, en sexto lugar, el acuerdo para un nuevo eje económico mundial entre Pekín y Washington, con el que se invirtió la tradicional relación deudor-acreedor entre el centro y la periferia: China exportó los productos baratos de sus nuevos sectores con bajos costes laborales y refinanció así su consumo, al ingresar en el banco central una creciente cantidad de dólares y bonos estadounidenses. De especial importancia fue también, por último, la particular relación que se estableció entre destrucción del medio ambiente y ecocapitalismo. En los pasados decenios, los recursos naturales —tierra, agua y aire— se han revalorizado en una medida nunca antes conocida. Empresas y gobiernos pasaron a contabilizar en sus balances las consecuencias destructivas en forma de derechos de contaminación. La incursión ecocapitalista en este nuevo sector se antepuso a las exigencias medioambientales, lo que agravó el desastre ecológico.
En este punto quisiera hacer una digresión para referirme al método seguido en mi análisis, ya que juega un importante papel orientativo en el tratamiento de las causas profundas de la crisis. Parto de un desarrollo empírico de la teoría
marxista del ciclo, impulsada desde los años 20 del siglo pasado por algunos socioeconomistas e historiadores de la economía. La idea del “gran ciclo” de entre 50 y 60 años, del economista soviético
Nikolai Kondratiev, me marcó el camino a seguir. El modelo de la “innovación endógena”, de
Joseph A. Schumpeter, me sirvió para ahondar en esa idea, luego complementada por las investigaciones del socioeconomista francés
François Simiand [2] en torno a la evolución de los precios a largo plazo, y completada por las apreciaciones de
Emil Lederer relativas a la conexión entre innovaciones técnicas y desempleo. Pero también debo mucho a los historiadores de la economía.
Fernand Braudel demostró que los grandes ciclos están siempre marcados por un doble cambio generacional, y esto nos permite situar a los sujetos como actores en las idas y venidas de las “largas olas”. A esto hay que añadir las investigaciones históricas sobre las anteriores crisis económicas mundiales del capitalismo industrializado, que en los últimos decenios han alcanzado un alto grado y han puesto la base para las comparaciones sistemáticas. Por último, pero no menos importante, quisiera señalar un tercer plano de investigación que acompañó a mi análisis de la crisis: la confrontación de la relaciones laborales pasadas y presentes con la teoría marxiana del valor
[3]. Ahí se hizo patente que limitar el concepto de trabajo al denominado trabajo asalariado doblemente libre no basta en modo alguno para dar razón de la enorme variedad de las relaciones laborales globales. Comprenderlo fue especialmente importante a la hora de ocuparme de la percepción de la crisis desde la perspectiva de los de abajo, así como para elaborar hipótesis sobre las alternativas para superarla.
Pero regresemos de nuevo al estado de cosas de la crisis actual. Para la clase política de las economías nacionales y las instituciones internacionales, el estallido de la crisis global ha supuesto un reto gigantesco e inesperado. Su reacción fue también contundente. Desde el verano de 2007, en la región trasatlántica se lanzaron una serie de paquetes de rescate para apuntalar determinadas compañías financieras que se consideraban fundamentales para el sistema. A ello le siguieron, a partir de septiembre de 2008, potentes programas de estabilización nacionales y supranacionales, siguiendo el modelo de un
Troubled Assets Relief Program (TARP - Programa de auxilio para activos financieros con problemas) por valor de 700 mil millones de dólares, puesto en marcha en los EE. UU. A finales de octubre, el montante se amplió hasta los 2,4 billones, y a finales de marzo de 2009 alcanzó la enorme cantidad de cinco billones de dólares, de manera que al final se taparon todas las grietas del sector financiero a fin de poner a salvo el centro nervioso del sistema capitalista: gigantescos fondos de garantía de créditos; subsidios para reponer el capital propio, con participación del Estado como contrapartida; la puesta a salvo e inmovilización de valores afectados por la crisis; y la refinanciación pública de créditos hipotecarios y créditos al consumo. En el último trimestre de 2008, la mayoría de las economías nacionales siguieron los pasos de la tríada, y a finales de marzo de 2009 los subsidios públicos destinados a salvar al sector financiero alcanzaron un volumen de nueve billones de dólares estadounidenses.
No menos importantes fueron las acciones emprendidas por los grandes bancos centrales. Desde el verano de 2007, sus directivos movilizaron varios cientos de miles de millones de dólares a fin de estabilizar los mercados monetarios e interbancarios internacionales. A ello le siguieron acciones coordinadas para reducir los tipos de interés, que finalmente tendieron a cero. Acto seguido, muchos bancos emisores se inclinaron por la llamada expansión monetaria cuantitativa, esto es, adquirieron valores y bonos del Estado a fin de inundar los mercados monetarios y de capitales con liquidez adicional y compensar así la contracción del crédito bancario.
También el Fondo Monetario Internacional se involucró en la gestión de la crisis y salió enormemente fortalecido. Se le facultó para conceder créditos puente a fin de moderar la bancarrota de Estados como
Islandia, Ucrania, Hungría, los países bálticos y Paquistán, y relajar en alguna medida los programas de saneamiento que llevaban aparejados.
Desde noviembre de 2008, en las grandes economías nacionales de la tríada (EE. UU., Japón y Europa), así como en los países emergentes más destacados (China y Rusia) se emprendieron programas de política fiscal coyunturales, entre los cuales cobraron especial importancia los paquetes de estímulo de China (de 600 mil millones de dólares al cambio) y el de la nueva administración de
Obama, en febrero de 2009 (de 789 mil millones de dólares). A finales de marzo de 2009 alcanzaron un montante total de 2,9 billones de dólares y su propósito consistía en reactivar la creación de capital privado mediante la inversión en infraestructuras (carreteras y vías de ferrocarril, sector de la construcción, tecnología medioambiental, etc.).
El resto de los grandes países emergentes siguieron sus pasos entre finales de 2008 y el comienzo de 2009. Así, Kuwait, los Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Hong Kong y Kazajistán movilizaron más del 10% de su PIB a fin de estabilizar sus respectivas monedas y balanzas de pagos, así como para reactivar la economía nacional.
Particular revuelo provocaron, por último, las acciones emprendidas por varios gobiernos —con Francia y España a la cabeza— para evitar el hundimiento del sector automovilístico. Se facilitaron cuantiosas subvenciones y créditos puente, se concedieron ayudas para la adquisición de vehículos nuevos y se hicieron aportaciones a fin de estabilizar los recursos financieros de las compañías automovilísticas. No obstante, en algunos casos esto no sirvió para evitar procedimientos de insolvencia. Especialmente espectacular fue el saneamiento de las compañías estadounidenses
General Motors y
Chrysler, protegiendo a los acreedores frente a los procedimientos de insolvencia. Ello posibilitó duros planes de reestructuración, asegurados mediante la participación del Estado en el accionariado y la creación de fondos accionariales sindicales como contrapartida a la disminución del salario de las plantillas —reducidas drásticamente—. En este contexto se produjo también el intento de “germanización” de
General Motors Europe, con una alianza corporativista entre la dirección de
Opel, el comité intercentros alemán,
IG Metall, órganos gubernamentales (del Gobierno Federal y de los
länder implicados) y un grupo inversor austro-ruso. Sin embargo, desde el primer momento podía preverse que este intento proteccionista estaba destinado al fracaso.
Pero éste fue más bien un episodio marginal. Desde una perspectiva global se constata que, en la primera fase de la actual crisis económica, los actores de los organismos reguladores pusieron en marcha un potente programa anticrisis que se aplicó en diversos ámbitos al mismo tiempo y eclipsó a todos los precedentes históricos.
Otro fenómeno destacado de la primera fase de la crisis consistió en que los programas de rescate y estímulo estuvieron por un tiempo ligados a grandes declaraciones de intenciones en torno a reformas sociopolíticas. En esta línea, el Comité central del
Partido Comunista Chino aprobó un amplio proyecto de reforma agraria que desarrollaba las reformas emprendidas al comienzo del proceso de transformación chino de los años 78/79 y se proponía reforzar los derechos de propiedad de los pequeños agricultores, establecidos en el “sistema agrario dual”
[4]. Se pretendía así que los agricultores pudieran tomar créditos y arrendar sus tierras, fragmentadas en extremo, a fin de posibilitar un uso más eficiente de las mismas. En principio quedaba en el aire si los más de 200 millones de familias de agricultores chinas —unos 700 millones de personas en total— acometerían la reestructuración agrícola por la vía cooperativa, o bien se produciría una evolución agrocapitalista que los acabaría expulsando del campo.
No menos ambicioso fue el intento de la Administración de Obama, que asumió sus funciones el 20 de enero de 2009, de emprender una amplia reforma sanitaria en los EE. UU. La médula de la reforma consistía en implementar un seguro sanitario para toda la ciudadanía estadounidense, cuyo capital operativo, de apenas 900 mil millones de dólares, se reuniría en un plazo de diez años mediante una subida de impuestos a las rentas más altas y programas de racionalización y reducción del gasto en seguros y productos farmacéuticos. Desde principios del s. XX varios gobiernos demócratas habían fracasado en el intento.
A esto se añadieron las promesas de reformas de alcance en el ámbito internacional. En abril de 2009, los jefes de Estado y de gobierno del
G-20 acordaron adoptar amplias medidas para la regulación del sector financiero global. En ese marco reforzaron la posición del
FMI, que sería la instancia ejecutiva encargada de coordinarlas. Su capital se amplió en 250 mil millones de dólares, pasando a disponer de 750 mil millones de dólares de capital propio. Se le adjudicaron 250 mil millones adicionales para que los transfiriera a los bancos de desarrollo, y se acordó elevar los derechos especiales de giro —una especie de unidad de cuenta internacional, junto al dólar como moneda patrón— en 250 mil millones de dólares. Por aquellas fechas, el G-20 se encontraba visiblemente en competencia con una comisión de expertos de Naciones Unidas que, bajo la dirección del economista
Joseph E. Stiglitz, proponía reformas de mucho mayor alcance, como la sustitución del dólar estadounidense por una nueva moneda mundial, el establecimiento de una autoridad global que controlara los mercados financieros y la creación de un fondo de crédito global.
No obstante, el análisis de la primera fase de la actual crisis y de los programas anticrisis implementados hasta el momento requiere que establezcamos una comparación con las anteriores crisis globales del capitalismo industrializado: la crisis de 1857 a 1859, la de 1873 a 1876 y la subsiguiente larga depresión hasta 1895, así como la crisis mundial de 1929 a 1933 y la subsiguiente
Gran Depresión hasta el comienzo de la
2ª Guerra Mundial. Se nos ofrecen ahí sorprendentes similitudes en lo tocante a los factores geográficos y estructurales desencadenantes: las cuatro crisis mundiales precedentes tuvieron su origen en los EE. UU., y todas partieron de la especulación hipotecaria y/o bursátil. Pero también en las medidas para combatirlas encontramos asombrosas coincidencias. Por ejemplo, ya en 1857/58 se crearon fondos de garantía de créditos, se canalizaron activos tóxicos y se salvó del colapso a grandes compañías de importancia estratégica. Basta este rápido repaso para mostrar lo absurdo que es calificar los actuales paquetes de rescate y estímulo en su conjunto como
“keynesianos”. Entonces como ahora, las clases dominantes trataban simplemente de mantener en pie la “arquitectura financiera”, de librar a los circuitos comerciales de los capitales destruidos y de evitar el derrumbe de los sectores clave del proceso de acumulación capitalista. De los “costes improductivos” de todo ello tuvo que hacerse cargo, entonces como ahora, la “comunidad”, sobre todo las clases bajas.
En las anteriores crisis globales del capitalismo industrializado cobraron también gran importancia las consecuencias a medio plazo. A excepción de la crisis de 1857 a 1859, todas dieron lugar a una “desglobalización” proteccionista del sistema, con la formación de bloques monetarios, comerciales y político-económicos de diferente alcance, y sus correspondientes consecuencias político-militares.
Lo que aquí más nos interesa es, no obstante, la comparación con la crisis económica del siglo XX. En este contexto resulta revelador que no pocos de los responsables de las instituciones que luchan contra la crisis hayan conseguido sus títulos universitarios con trabajos sobre la gran Depresión de 1930. Por ejemplo, el presidente de la Reserva Federal de EE. UU.,
Ben Bernanke, y la profesora de Historia de la economía en Berkeley,
Christina Romer, una de las asesoras económicas de Obama. De sus trabajos se puede extraer reveladora información que explica la contundencia de las intervención frente a la crisis. Ahí se justifica la actual inyección masiva de liquidez en los mercados monetarios y de capitales por el fracaso de los grandes bancos emisores a comienzos de los años 30. Los potentes programas fiscales de estímulo representan una respuesta diferida a las supuestamente poco decididas actuaciones coyunturales de la era
Roosevelt, intentándose enérgicamente disuadir a aquellos políticos que tengan la tentación de aplicar medidas proteccionistas con el propósito de sanear las cuentas a costa de la economía de otros países. El examen de estos modelos nos permite comprender los enormes esfuerzos que en los últimos dos años y medio han hecho las élites dominantes para controlar la crisis. Cundió el pánico entre ellos, y nadie pensó entonces en las consecuencias que los programas anticrisis acarrearían.
2. La situación actual y su previsible evoluciónDesde la finalización del manuscrito han pasado cinco meses. En este espacio de tiempo han pasado muchas cosas, especialmente que hemos dejado atrás el punto álgido de la crisis. Los programas de rescate y estímulo han empezado a surtir efecto, y se reanuda el juego confiando en una rápida recuperación y un pronto relanzamiento de la economía. ¿Qué sucederá después? ¿Podemos contar con un nuevo periodo de crecimiento o se sumirá el sistema en una prolongada depresión? Esta cuestión reviste una importancia estratégica para el desarrollo de la resistencia y de la perspectivas antagónicas. Se impone por tanto una minuciosa evaluación comparativa de las tendencias económicas actuales.
No hay duda de que existen claros signos de recuperación. Muchas economías nacionales de la tríada han superado la recesión y se estabilizan a un bajo nivel; entre ellas, sobre todo, Francia, Alemania, Suiza y los EE. UU. Paralelamente, algunos grandes países emergentes -sobre todo, China y Brasil- parecen recuperar las altas tasas de crecimiento de los años anteriores a la crisis; y en China, los programas públicos para promover la construcción de carreteras y autovías, unidos a la recuperación de la industria automovilística, podrían dar lugar a una pronunciada motorización del país.
Al mismo tiempo, los poseedores de grandes capitales empiezan a cobrar aliento. A los mercados financieros han llegado cientos de miles de millones de dólares procedentes de los paquetes de rescate. La cotización de las acciones ha subido en todo el mundo, alcanzando de nuevo la mitad del nivel anterior a la crisis. Similar tendencia puede observarse en los mercados de materias primas y divisas. Crecen de nuevo sobre todo los precios de los metales industriales, y los cazadores de réditos vuelven a la carga en los mercados de divisas. Mientras que antes de la crisis tomaban préstamos principalmente en francos suizos y yenes, para luego colocarlos en las regiones con altos intereses de los
mercados emergentes, sus especulaciones monetarias -llamadas
carry trade- se basan ahora en un dólar estadounidense sin intereses. Tan pronto se consoliden los primeros signos de recuperación de la economía real, los especuladores volverán a realizar operaciones arriesgadas en los mercados de capitales.
Frente a estos signos de recuperación, existen no obstante fuertes tendencias efectivas y estructurales en sentido opuesto. La economía mundial se encuentra en la actualidad en una situación deflacionaria. La caída de precios tiene su epicentro en Japón, y se mantiene sobre todo debido al descenso de los ingresos familiares y al estancamiento del comercio mundial. A ello hay que añadir que sectores estratégicos de la economía se encuentran en una profunda y prolongada crisis. Aquí es sobre todo digno de mención el sector del transporte de mercancías y personas. El volumen de los contenedores que circulan por el mundo se ha reducido a la mitad. La totalidad de las grandes compañías navieras registran números rojos. La construcción naval se encuentra en una profunda crisis. Los efectos de la crisis se dejan sentir también en las compañías aéreas y la industria aeronáutica, y la industria automovilística tiene que enfrentarse de nuevo a una caída del volumen de ventas, una vez han cesado las ayudas estatales a la compra de vehículos.
Pero también el consumo estadounidense ha quedado descartado como motor del crecimiento a medio plazo. Aun cuando la recuperación económica se consolide, el desempleo continuará creciendo, se mantendrá la caída de los ingresos familiares y la sobrecapacidad de importantes sectores industriales no se superará de inmediato. Tampoco en el sector financiero puede darse por acabada la crisis. Los mercados hipotecarios e inmobiliarios están lejos de haberse estabilizado, como lo muestra la reciente suspensión de pagos del consorcio
Dubai World. En los EE. UU., el número de instituciones financieras locales y regionales en concurso de acreedores es de centenares. Una parte considerable de los activos tóxicos transferidos aún no han sido amortizados y, a consecuencia de la crisis del comercio mundial, aumenta la tasa de morosidad de los grandes bancos transnacionales.
A todos estos fenómenos se les suma un fuerte endeudamiento en las cuentas públicas, que ha alcanzado sobre todo a las economías de las zonas más desarrolladas: Japón, Europa y EE. UU. El volumen de su nuevo endeudamiento anual oscila entre el 6% y el 14% del PIB, con Japón, Gran Bretaña y EE. UU a la cabeza. Más preocupante aún es la deuda total acumulada en los presupuestos públicos, que en la eurozona alcanza entre el 60% y el 70% del PIB, mientras que en Japón, Gran Bretaña y EE. UU es superior a sus PIB respectivos. El volumen total del endeudamiento global de los Estados se eleva a una cantidad entre 12 y 13 billones de dólares. Según datos oficiales, sólo a los EE. UU le corresponden 4,3 billones. Apreciaremos las dimensiones de esta cantidad si hacemos una comparación histórica. Para financiar el New Deal y los gastos militares de la 2ª Guerra Mundial, en los años 30 y 40 los EE. UU. movilizaron —al tipo de cambio de 2009— 500 mil millones y 3,5 billones de dólares respectivamente. En consecuencia, sólo en la primera fase de la actual crisis, el déficit presupuestario de EE. UU. ha hecho saltar los patrones de comparación históricos. ¿Es posible saldar tan enormes deudas de la manera habitual, elevando los impuestos y reduciendo los gastos sociales? Muchos cerebros de los
think tanks internacionales lo dudan. Cada vez apuntan más abiertamente a una estrategia de elevada inflación controlada, para seguir así reduciendo la renta de las familias por la vía de una depreciación acelerada de la moneda y disminuir discretamente la deuda del Estado.
Pero también hemos de tomar en consideración las importantes tendencias estructurales que van en sentido opuesto. La peculiar simbiosis entre China y EE. UU. -ahora llamada
Chimerica- no puede ser reemplazada a medio plazo por otro modelo de crecimiento. Al contrario de lo que profetizan los propagandistas de un New Deal verde, no hay innovaciones a la vista que permitan augurar un nuevo impulso del crecimiento global basado en el desarrollo de tecnologías ecológicas y energías renovables. Los desequilibrios económicos entre las regiones en vías de recuperación y las regiones deprimidas se agravarán. Y, por último, no se tiene la menor idea de qué sistema monetario mundial sucederá al actual, con el dólar como moneda de referencia global, cuya era se acerca a su fin.
Una más precisa ponderación de las tendencias que apuntan a la recuperación y las que se orientan a su profundización, aquí esbozadas a grandes rasgos, nos lleva a la conclusión de que lo más probable es que nos hallemos ante una larga depresión. Tendremos que prepararnos para un periodo deflacionario del gran ciclo que durará varios años y que estará marcado por precios bajos, caída de la renta, estancamiento de los beneficios y las inversiones, fusiones empresariales forzosas, intermitentes incrementos de la productividad, desempleo persistente y escaso crecimiento global de la economía.
Otra característica de la segunda fase de la crisis, iniciada en abril-mayo de 2009, ha sido la volatilización de las promesas de reformas estructurales, durante algunos meses ligadas a los potentes paquetes de medidas de rescate y estímulo. Las iniciativas del G-20 para domeñar a los poseedores de grandes capitales y redimensionar el sistema monetario y financiero se han limitado a alguna operación cosmética para poner fin a los llamados paraísos fiscales. Las ulteriores perspectivas de reforma de la comisión de la ONU dirigida por Joseph Stiglitz han quedado relegadas al olvido. Pero tampoco los gobiernos de las grandes economías nacionales se disponen a adoptar ninguna medida seria. Una pronunciada elevación del coeficiente de fondos propios exigible habría reducido los beneficios de los bancos; también se habló en algún momento de dividir las compañías financieras transnacionales, pero se aplazó la decisión, y ahora asistimos, por el contrario, a un rápido proceso de concentración. Este proceso prepara el camino para que en el futuro vuelvan a realizarse operaciones extremadamente arriesgadas, pues los gobiernos, a fin de mantener el sistema en pie, aún menos que antes podrán permitir la quiebra de estas mastodónticas instituciones.
También la reforma sanitaria de Obama, anunciada a bombo y platillo, ha perdido su empuje inicial. Se sigue intentando crear un seguro sanitario público, pero cada vez es más dudoso que pueda superar los obstáculos que pone el Congreso. No sólo los
republicanos, también un sector cada vez mayor del
Partido Demócrata se opone a la creación de un seguro sanitario para toda la ciudadanía estadounidense cubierto con fondos públicos. De esta manera se han disipado todas las esperanzas de aliviar sustancialmente el extremo rigor de las condiciones laborales y sociales estadounidenses, empezando por una reforma de la sanidad. Fue más bien un mero episodio de la contienda electoral, que la nueva administración del
Washington Consensus enseguida guardó en el cajón.
¿Y en qué situación se encuentra la segunda reforma agraria china, anunciada en 2008? Todas las informaciones disponibles indican que las iniciativas para la reestructuración cooperativa del sistema agrario dual se debilitan. La decisión del Gobierno central de dar la máxima prioridad a los programas anticíclicos de estímulo, y de sacrificar más tierras de cultivo en favor de la construcción de infraestructuras, la han dejado sin sostén. Al reducirse de este modo la superficie agraria útil, han aparecido nuevos mercados para negociar con los derechos de arriendo y se abierto el camino a la intensificación agrícola capitalista. En consecuencia, se acelerará el abandono del campo por los pequeños agricultores y seguirá aumentando la cantidad de trabajadores y trabajadoras itinerantes. Ya en 2008 sumaban 254 millones, y constituyen desde entonces un tercio de la fuerza laboral potencial china. No hay duda de que el giro capitalista que está dando la reforma agraria tendrá consecuencias históricas. Si la burocracia china consigue combinar la eliminación de la propiedad estatal de la tierra con una oportuna y eficiente ampliación de los sistemas de compensación social en el campo, la reforma podría ser el foco de la superación de la crisis y de la reestructuración del sistema mundial. Pero en el caso de que fracase nos aguarda una época de revueltas sociales en cuyo epicentro estarán las agricultoras y agricultores chinos.
Por último, no menos problemática es la situación de la coordinación mundial para la protección del clima y del medio ambiente. Si bien en los preliminares de la
Conferencia climática de Copenhague, además de los protagonistas, Japón y Europa, también quienes juegan un papel destacado, China y EE. UU, manifestaron el propósito de reducir los gases de efecto invernadero, es más que dudoso que allí se alcance un acuerdo vinculante para atajar la catástrofe climática que tome el relevo del
Protocolo de Kioto, cuyo plazo expira en 2012. Probablemente todo se quedará, al igual que en el sector financiero, en grandilocuentes declaraciones de intenciones a las que no acompañará ningún plan concreto de acción global: los desastres climáticos aumentarán, a la vez que se seguirá acelerando la incursión ecocapitalista en la biosfera y geosfera.
Estos son sólo los cuatro ejemplos más importantes. Los engañosos y frágiles síntomas de recuperación de los últimos meses parecen haber sido suficientes para dejar a un lado los proyectos de reformas estructurales, desvinculándolos de los paquetes de rescate y estabilización. El keynesianismo de crisis se desembaraza progresivamente de sus funciones sociopolíticas de integración a medio plazo, en particular en lo tocante a la estabilización de los salarios y la búsqueda del pleno empleo.
Mientras las reformas estructurales van desapareciendo de los programas anticrisis, las élites dominantes utilizan la crisis como palanca para adentrarse en el terreno de la producción y el trabajo intelectuales. No obstante, en ese campo no se hace más que acelerar procesos puestos ya en marcha en la última fase del anterior gran ciclo. Podemos concebirlos como una etapa cualitativamente nueva de la subordinación de la ciencia al capital. Ya conocemos los factores desencadenantes de la crisis, de modo que podemos limitarnos a tratar algunos puntos destacados.
Las fundaciones universitarias estadounidenses han perdido en los dos últimos años un tercio de su capital. Simultáneamente, cientos de miles de créditos estudiantiles están en situación de mora. Esta desestabilización del que sigue siendo centro científico puntero provocó una onda expansiva que alcanza a las regiones de la tríada y de los países emergentes, agravando la tendencia a la crisis que también allí se aprecia. En todas partes la burocracia del sector responde al recorte presupuestario condensando y jerarquizando los planes de formación (en Europa: desdoblamiento de los planes de estudio en licenciatura y máster), mientras la mayoría de licenciados y licenciadas que salen de estas fábricas del conocimiento obtienen empleos precarios, quedando todos ellos expuestos a una competencia despiadada en el mercado de trabajo intelectual. Al mismo tiempo, se acelera la subordinación directa de la producción intelectual a las estrategias del capital: se reestructuran y jerarquizan sus instituciones y se colocan bajo mando de las empresas (proliferación de fundaciones universitarias y universidades privadas). A ello hay que añadir, en tercer lugar, una peligrosa redefinición de los contenidos de la producción intelectual. El sector científico pierde los últimos restos de su teórica autonomía y se orienta abiertamente hacia la investigación bélica y armamentística, hacia la búsqueda de nuevas técnicas de exploración de materias primas y materiales sustitutorios, y se adentra en la esfera de las relaciones de poder en el plano internacional.
Estas tendencias están en conexión con una profunda reestructuración en el ámbito de las relaciones de poder internacionales. Hace tiempo que la hegemonía mundial de los Estados Unidos de América camina hacia su fin, pero desde el comienzo de la crisis este proceso se ha acelerado de forma considerable. Somos ahora testigos de una formación de bloques multipolar, con viejos y nuevos núcleos imperialistas. China controla ya no sólo los mercados del sudeste asiático, sino que va tomando también el control del sector de las materias primas en Australia, la región del Pacífico y el África subsahariana. El Gobierno central potencia la marina de guerra y reorganiza el ejército de tierra, preparándolo para intervenciones en el extranjero con el propósito de asegurar las nuevas rutas y lugares de origen de las materias primas. El Gobierno brasileño ha cerrado un pacto armamentístico estratégico con Francia para rearmar la marina y la aviación, a fin de asegurar los yacimientos de gas y petróleo descubiertos recientemente en la costa atlántica: la lógica geoestratégica ha tenido el peso suficiente para crear una alianza, antes impensable, entre el entorno del presidente
Lula da Silva y el ejército. También India se rearma con fuerza para poder controlar las rutas comerciales del Indo-Pacífico y de la costa oriental africana. De igual modo en Rusia el complejo-militar-industrial ha sido desde el comienzo de la crisis una piedra angular de la intervención anticíclica del Estado, y desde hace poco tiempo somos testigos de un renacimiento de la ideología zarista en torno a Eurasia, destinada una vez más a legitimar la intervención en Asia Central. Mientras tanto, EE. UU. ha puesto de nuevo la vista en su “patio trasero” latinoamericano: la implantación de
nuevas bases militares estratégicas en Colombia ha desencadenado de inmediato una nueva espiral armamentista. En vista de estas inequívocas tendencias, tampoco la Unión Europea ha querido quedarse atrás. Los países con más peso en la UE han puesto discretamente en marcha un proceso de rearme, que inequívocamente tiene como objetivo la expansión hacia la región de Mar Negro. Casi nadie habla de estas amenazadoras tendencias. Ahora quedan eclipsadas por la asimétrica coalición bélica de EE. UU. en Afganistán. Pero es sólo cuestión de tiempo; tarde o temprano este legado colonialista colectivo, herencia del ciclo precedente, dejará de ocultar la formación de bloques de poder propia de la larga depresión que se avecina.
Hay no obstante tendencias opuestas que distinguen esta evolución de los procesos de formación imperialista de bloques de los años 1880/1890 y de los años 30 del siglo pasado. En la última cumbre, celebrada en Pittsburgh, los Gobiernos del G-20 se constituyeron como nuevo centro de coordinación del sistema mundial. No quedo aquello en meras declaraciones de intenciones, sino que dieron impulso al FMI y, viendo en él un futuro banco central mundial, lo convirtieron en un órgano ejecutivo que contribuya a reducir los desequilibrios económicos y que, como prestamista de último recurso, ayude a disminuir las enormes reservas de divisas de los grandes países emergentes. A la vista de la ampliación de capital y de los derechos especiales de giro del FMI que se produjo en abril de 2009, éstas son decisiones que hay tomar muy en serio. Pero también en este caso —como en lo que se refiere al curso que siga la reforma agraria china— hay que esperar todavía. En la actualidad nadie puede saber si de verdad nos encontramos en la antesala de una era del imperialismo coordinado de forma conjunta, cuyos rasgos ya esbozó
Karl Kautsky hace más de 90 años y a la que dio el nombre de “ultraimperialismo”. Y en caso de que el G-20 consiguiera apaciguar la rivalidad cada vez más fuerte de las grandes potencias multipolares, quedaría aún por saber durante cuánto tiempo se mantendría ese escenario. Sólo cuando la larga depresión que se avecina esté llegando a su fin, sabremos si este escenario constituía únicamente una fase de transición hasta el surgimiento de un nuevo centro hegemónico, o bien se mantendrá en el tiempo.
Sea como sea, para los asalariados, desempleados y empobrecidos del planeta no hay aspectos positivos en ninguno de los posibles efectos de la crisis actual sobre la política del poder internacional. Las reformas estructurales han desaparecido de los programas que se plantean para combatir la crisis. Las clases bajas tienen que prepararse para un keynesianismo de crisis que complementará los arcaicos programas de estabilización de la “arquitectura financiera” —ya desarrollados en el periodo postindustrial—, y que habrá quedado desprovisto de cualquier concesión sociopolítica que contribuya a la estabilidad de los ingresos y al crecimiento del empleo.
3. Experiencia de la crisis desde abajoA nivel global, para las clases bajas de los asalariados, parados y depauperados la crisis iniciada a finales del 2006 y principios del 2007 les aportó, en parte, experiencias traumáticas, y en parte también, paradójicas. Actualmente, y a pesar de todos los esfuerzos, todavía no es posible perfilar ni siquiera aproximadamente los horizontes de estas experiencias. Tan sólo parece confirmarse que la tripartición del sistema mundial en centro, semiperiferia y periferia, acaecida en el ciclo anterior, también se ha acelerado en lo referente al trabajo, los ingresos y las experiencias. La pobreza masiva ya no es solamente un fenómeno del Sur global, sino que también se extiende cada vez más por los países limítrofes y la región de la triada. Y, al contrario, los sectores todavía ocupados de la clase obrera mundial han podido mantener en cierto modo su nivel de ingresos en todas las regiones del mundo, mientras que los nuevos parados, debido al desmontaje de los sistemas de seguridad efectuado en el ciclo anterior, se sumaron rápidamente a los desempleados o subempleados de larga duración y quedaron marginados socialmente. Al mismo tiempo, la crisis aceleró la extensión de las relaciones precarias de trabajo en todos sus matices. Incluso en las grandes economías nacionales de Japón, los Estados Unidos y Europa, las relaciones laborales indefinidas y en cierto modo seguras han perdido el carácter de “relación laboral normal” dominante. Además, a nivel global, las clases inferiores tienen en común que también en los grandes países limítrofes y en la región de la tríada se enfrentan a pérdidas medias de entre el 5% y el 15% de sus ingresos. En el primer decenio del segundo milenio, el multiverso global de los empleados, desempleados y depauperados se ve en la posición del perdedor socioeconómico.
En conjunto, a pesar de algunas destacadas tendencias, lo que predomina a nivel mundial es el descenso social. Esta tendencia la documentan sobre todo las estadísticas periódicas de los organismos de la ONU. Según las estimaciones de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), la cifra mundial de parados aumentará a finales de 2009 de 40 a 60 millones de personas. La base de partida del desempleo global comprendía a principios de la crisis a 239 millones de personas. Más dramáticos todavía son los informes actuales de la
Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que parte de un aumento del número de los desnutridos y hambrientos crónicos de 160-200 millones a 1.020 millones de personas. Pero esto significa que, a finales de este año, mil millones de personas dispondrán de oportunidades de trabajo en empleos extremadamente mal pagados y nocivos para su salud, a fin de combatir el hambre y la carencia de techo. Las proporciones de semejante depauperación masiva, en constante aumento, rebasa todo lo imaginable. Pero también el historiador se halla perplejo ante ello, pues la actual crisis económica mundial es el brutal reverso de las crisis de hambre y subsistencia de la era preindustrial, ocasionadas por las malas cosechas de cereales, y que en ese sentido fueron típicas crisis de subproducción. Pero hoy día la agricultura mundial sufre también de sobrecapacidades, y los precios de las materias primas agrícolas han caído drásticamente. En las regiones deprimidas especialmente afectadas por la crisis mundial del comercio impera, sin embargo, una alta inflación, y por eso la bajada de los precios agrícolas mundiales no se refleja en los precios reales de los alimentos. Los precios, desde su explosión en el verano de 2008, se siguen manteniendo en una cuarta parte del nivel anterior a la crisis. Además, esta paradójica trampa del hambre se mantiene porque las instituciones internacionales de la lucha contra el hambre ya no distribuyen alimentos, lo que reduciría sus elevados precios, sino que en su lugar ofrecen pagos en dinero para la compra de alimentos a cambio de trabajo, aun cuando, ante unas tasas de paro que oscilan entre el 50 y el 75%, sólo unos pocos pueden acceder a ellos.
Pero esas cifras de conjunto no dicen mucho acerca de la realidad social. Para hacerlas más comprensibles se requieren estudios concretos. A continuación me voy concentrar en tres coyunturas que debieran ser representativas de las experiencias globales de la crisis desde la perspectiva de abajo y, al mismo tiempo, tener en cuenta los diferentes estadios de desarrollo de las más de 190 economías nacionales. Pues una y otra vez hemos de tener presente que la tripartición clásica del sistema industrializado mundial pertenece al pasado y ha hecho sitio a una diversidad de capitalismos que, en sus diferentes estructuras y fases de desarrollo, condicionan los altibajos de la globalización y desglobalización.
En los Estados Unidos, la tasa de desempleo oficialmente registrada ha ascendido mientras tanto, desde finales de 2007 y principios de 2008, al 10,2% de la población asalariada. Esto es, unos 16 millones de personas. Pero la situación real es mucho peor, pues en las estadísticas oficiales de desempleo sólo figuran aquellas personas que se han esforzado activamente en la búsqueda de trabajo durante las cuatro últimas semanas. Tan sólo el número de quienes, tras una pausa de doce meses de desaliento, volvieron a apuntarse al paro se estima en 2,3 millones. A ellos hay que sumar unos nueve millones de trabajadores con jornada reducida. Según estimaciones serias de institutos sociológicos, a comienzos de 2009 la tasa de desempleo era del 17,0% al 17,5%, o de 26 a 27 millones de personas. Y en los estados especialmente afectados por la crisis inmobiliaria o las quiebras industriales, como California, Arizona, Florida, Nevada, Michigan, Ohio y Rhode Island, llega entre tanto al 20%.
Para entender la situación social de los afectados y poderla comparar con los parados de otras regiones del mundo hay que saber, además, que en los Estados Unidos el plazo de preaviso de despido es sumamente corto, que por regla general no se paga indemnización alguna y que normalmente el subsidio de desempleo no supera los seis meses, al cual por lo demás sólo tienen derecho el 43% de los asalariados… Pero, sobre todo, con su puesto de trabajo los asalariados pierden también su seguro médico, puesto que no pueden costearse las carísimas pólizas individuales. La caída en la pobreza y la pérdida de la vivienda se produce con la misma rapidez, puesto que con la
gentrificación de las ciudades, las viviendas sociales baratas han desaparecido junto con las iniciativas de implantar sistemas de protección mínimos oriundas de los años 60 y 70. Las redes privadas para desahuciados, con sus locales para dormir, albergues para los sin techo y cocinas sociales, viven una época de prosperidad. Tan sólo en los asilos infantiles residen actualmente 1,5 millones de niños. En el año 2008 había unos 45 millones de personas (13,2% de la población total) que estaban registradas oficialmente como pobres y recibían paquetes de comida; de ellas, el 24,7% negros, el 23,6% latinos y el 8,6% blancos. 46,3 millones carecen de seguro médico, y más de 2 millones de personas, en su mayoría negros y latinos de las clases bajas, están internados en las prisiones y cárceles.
Como ejemplo para documentar la evolución en los países emergentes y en vías de desarrollo puede servir un estudio sobre México. Debido al colapso de las posibilidades de ingresos desde el comienzo de la crisis y a la subida de los precios de los alimentos, se ha acelerado la depauperación masiva de amplios sectores de las clases bajas. Entre 2006 y 2008, la proporción de desnutridos y hambrientos crónicos ha aumentado del 13,8% al 18,2%, y a lo largo de 2009 ha superado la cota del 20%. En paralelo con esto, la proporción de quienes pueden permitirse los alimentos básicos y una asistencia sanitaria mínima pero tienen que renunciar a un alquiler, a nueva vestimenta y a los medios públicos de transporte ha subido del 42,6% al 47,4%. Mientras tanto, una salida inmediatamente efectiva de esta desoladora situación la ofrece tan sólo el crimen organizado, puesto que la “válvula social” de la emigración a los Estados Unidos está taponada por la crisis y las remesas de los trabajadores y trabajadoras para ayudar a sus familias de pequeños agricultores de subsistencia se han reducido en un tercio. Además, desde la primavera de 2009, debido a la reducción de los ingresos de la exportación de petróleo y la disminución del producto interior bruto, los programas sociales se han reducido en un 8%. Todos estos factores hacen que la sociedad mexicana camine lentamente hacia el abismo. Estas tendencias son típicas para la mayoría de los países emergentes y en vías de desarrollo del Sur a nivel global.
Vayamos finalmente a una región que en la perspectiva laboral y social parece haber pasado por la crisis, hasta ahora, de una forma comparativamente suave, la zona euro (E-15) de la Unión Europea. En ella, el paro de los grupos sociales asalariados ascendía en octubre de 2009 al 9,7%, esto es, a 15,3 millones de personas. No obstante, las diferencias entre las economías nacionales son considerables. En ese momento, el número de asalariados parados en Holanda era del 3,5% mientras que en España era del 19,3%. Alemania, por el contrario, se encuentra en una posición intermedia. En el otoño de 2009 había 3,2 millones de parados oficialmente registrados, el 7,7% de todos los asalariados. La cifra de trabajadores y trabajadoras a jornada reducida ascendía a 1,4 millones en el mismo periodo, mientras que el espectro de los perceptores del mínimo existencial oficial (
“Hartz IV” y asistencia social) se amplió muy poco. Sin embargo, muchos pasaron a engrosar el número de pobres con trabajo y sueldo bajo, que mientras tanto han pasado a constituir una quinta parte de toda la población asalariada. Además, en Alemania apenas la mitad de los asalariados dispone de un contrato de trabajo indefinido y de una seguridad social duradera contra las vicisitudes de la vida, y mientras tanto aumenta la pobreza entre las personas de edad avanzada. Sin embargo, este sorprendente cambio de las relaciones laborales y sociales, a diferencia de otras muchas economías nacionales, es de fecha muy reciente. Hace ocho años nadie podía imaginarse semejante desmantelamiento social. Como sus etapas decisivas se impusieron antes de que empezase la crisis, a las elites dominantes no les costó mucho amortiguar desde 2008 las consecuencias de la crisis mediante la ampliación de la regulación del trabajo de jornada reducida, y al mismo tiempo dimensionar sus medidas de tal manera que los mecanismos de flexibilización de las relaciones laborales se extendieron a los
asalariados regulares. El dinero de la jornada reducida no sólo sirve como válvula de escape social para limitar el desempleo masivo, sino también como instrumento de división y disciplina. A decir verdad, la distancia entre los empleados fijos y los precarios (trabajadores temporales) se ha mantenido, pero, al mismo tiempo, los que han visto reducida su jornada laboral se han transformado en un ejército de reserva disponible y utilizable en cualquier momento que somete a una presión ilimitada a los que tienen empleos más seguros, dando lugar al abandono “voluntario” de su nivel actual de trabajo y de ingresos.
La vida cotidiana de los asalariados, parados y depauperados que viven en Alemania está marcada actualmente por estas técnicas sociales de fragmentación de clases. Su estatus subalterno se restablece constantemente mediante la cooperación entre las direcciones empresariales y las autoridades laborales. Desde finales de 2008 y principios de 2009 es habitual enfrentar a los trabajadores fijos con los trabajadores temporales. Que los comités de empresa y los representantes sindicales actúan como cogestores de las empresas y refuerzan las tendencias antisolidarias de los trabajadores fijos se evidenció de forma espectacular en marzo-abril de 2009, con motivo de una huelga de hambre de los trabajadores temporales en la empresa
VW de Hannover para reclamar su readmisión. Mas puede ocurrir también que los trabajadores temporales se utilicen para disciplinar a los fijos. Así, hace poco a los trabajadores fijos de un astillero ocupados en la reconstrucción de un buque se les impuso la “jornada reducida 0”, y una empresa de trabajo temporal realizó la tarea con menos de la mitad de trabajadores en el plazo contratado. Quien está en contacto con trabajadores y trabajadoras de la gran industria observa continuamente cómo los cuadros de las diversas compañías compiten unos con otros. Y es testigo de un descenso agobiante, “contractualmente” moderado, con el que se regatean despidos escalonados, indemnizaciones compensatorias, prejubilaciones y el traslado de los seleccionados a sociedades de reconversión laboral dirigidas sindicalmente.
Desgraciadamente, en el marco de este resumen no es posible profundizar más en la vertiente de las experiencias subalternas de la crisis en lo que se refiere al diálogo social. La diferencia con la dureza e inmediatez social de las experiencias de la crisis en la clase trabajadora estadounidense es manifiesta, y entre estas dos realidades y las experiencias de la crisis del proletariado de los países limítrofes y en desarrollo hay un mundo. ¿Pero quién se atreve a afirmar que la fragmentación de clase y la falta de solidaridad en el diálogo social, esbozada con el ejemplo alemán, representa el mal menor? Si atendemos a esa mentalidad del mirar a otro lado, de la falta de solidaridad y de la esperanza en que sólo afecte a los otros, entonces las dudas están más que justificadas. Sin embargo, estas reflexiones no nos deben llevar a minimizar el sentimiento de impotencia de los proletarios o los procesos, en auge en EE. UU., de afrontar la crisis mediante tratamientos psicosomáticos individualizados. La dimensión subalterna del multiverso de las clases bajas tiene muchas caras. En tiempos de crisis se desarrolla con gran fuerza y se diferencia en facetas siempre nuevas.