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ROTH, Karl Heinz

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ROTH, Karl Heinz

Nota Mar Ago 30, 2011 9:40 pm


Introducción

En Tlaxcala se escribió:Karl Heinz Roth nació en Wertheim am Main, en 1942. Procedente de una familia pequeño-burguesa proletaria, en 1961 terminó el bachillerato en el Humanistischen Gymnasium, en Würzburg. Después hizo el servicio militar obligatorio en el ejército del aire, negándose a jurar bandera debido a su mentalidad postnazi. En el otoño de 1962 comenzó los estudios de Medicina en Würzburg y colaboró como redactor en una revista cultural de izquierda. Tras los exámenes intermedios de carrera, en 1965 se marchó a Colonia, donde ingresó en la Liga de Estudiantes Socialistas Alemanes (SDS). Durante las vacaciones de ese año, trabajó varios meses como médico de primeros auxilios en la nave principal de montaje de la fábrica de Ford en Colonia, y esta experiencia le incitó a buscar una alianza estratégica entre trabajadores y trabajadoras de todas las naciones, los técnicos y los intelectuales. Durante los agitados años siguientes, con sus revueltas sociales, cambió varias veces de Universidad (Bonn, Düsseldorf, Hamburgo), y por delegación del comité ejecutivo del SDS coordinó la campaña contra las leyes de emergencia, además de intervenir en la coordinación de las luchas en los barrios (Rote Punkt-Aktionen - "Acciones Punto Rojo") y contribuir a la extensión de las movilizaciones y las huelgas a las escuelas técnicas y de ingenieros. Desde 1968 fue criminalizado por ello y aprovechó una amnistía a comienzos de 1970 para terminar los estudios de Medicina y, a continuación, doctorarse.

En 1970, sus horizontes se internacionalizaron. Roth, entonces joven médico, conoció las extremas condiciones de vida en los campos de refugiados y en los barrios marginales que iban surgiendo en las ciudades de Oriente Próximo y Medio. Como militante de uno de los grupos integrantes del movimiento Wir Wollen Alles ("Lo queremos todo") entró en contacto con el movimiento de Autonomía proletaria, en el norte de Italia, y estudió a fondo el operaísmo. Al mismo tiempo, prosiguió su formación médica en diversos hospitales y comenzó a estudiar Historia, graduándose con un trabajo acerca del papel que jugaron los intelectuales del campo de las ciencias sociales en la dictadura nazi. En 1974, él y su compañera, Angelika Ebbinghaus, publicaron el libro Die 'andere' Arbeiterbewegung in Deutschland ("El 'otro' movimiento obrero en Alemania"), en el que se ocuparon de la fundamentación histórica de los planteamientos operaístas.

En mayo de 1975 se produjo otro vuelco: Roth se vio envuelto en un tiroteo de la policía cuando llevaba provisiones a unos militantes clandestinos. Resultó gravemente herido, mientras que uno de sus acompañantes —Werner Sauber— y un policía murieron. Tras un proceso judicial que despertó gran expectación, en julio de 1977, gracias a una amplia campaña de solidaridad, fue absuelto y puesto en libertad. A partir de 1978 volvió a ejercer la medicina. En 1980, con un equipo de colegas comprometidos abrió un consultorio de medicina general en el barrio de St. Pauli, en Hamburgo. Se involucró en la lucha ciudadana, apoyó las ocupaciones de viviendas en la Hafenstraße y asesoró a los movimientos obreros que luchaban contra las insalubres condiciones laborales. Al mismo tiempo, participó en la fundación de un instituto independiente para la investigación de la historia obrera, social, económica y científica, que dirigió en su fase inicial.

En 1997, abandonó el ejercicio de la medicina debido a una enfermedad ocular. Desde entonces se dedica por completo, junto a Angelika Ebbinghaus y el historiador holandés del movimiento obrero Marcel van der Linden, al desarrollo de los planteamientos interdisciplinares del pequeño Instituto de Investigación de la Fundación para la Historia Social del S. XX y a su revista. En este campo, al tiempo que estudiaba la historia social y económica del fascismo, Roth se ha ocupado cada vez con más intensidad de las cuestiones empíricas y metodológicas de una historia global de los trabajadores y trabajadoras. Trata ahí de vincular los resultados más recientes de la investigación histórica con una continuación de los modelos marxianos y operaístas de la crítica de la economía política del trabajo. Permaneció políticamente activo y, desde una perspectiva global.

Desde 1998, Karl Heinz Roth vive y trabaja en Bremen.





Bibliografía compilada (fuente)





Ensayo



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Re: ROTH, Karl Heinz

Nota Mié Dic 14, 2011 2:22 pm
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=3030



La crisis global

Su evolución hasta ahora, las tendencias de futuro, y las percepciones y posibilidades de actuación desde abajo



Karl Heinz Roth

Stiftung für Sozialgeschichte des 20. Jahrhunderts // 15 de junio de 2010

Traducido por Javier Fernández Retenaga y Vicente Romano para Tlaxcala







    Versión escrita de la conferencia pronunciada en diversas ciudades de habla alemana entre mediados de septiembre y finales de noviembre de 2009. En función de la composición del auditorio se dio prioridad a unos puntos u otros. En esta versión escrita se ofrece en cierto modo una síntesis de las diversas versiones. Con alguna excepción, hemos evitado incluir notas a pie de página.



Introducción

La actual crisis económica alcanzó su primer pico hace más de dos años —en agosto de 2007— con el colapso de los mercados financieros. Pero antes de que en la primera quincena de septiembre de 2008 se derrumbaran en EE. UU. las dos mayores sociedades hipotecarias del país, la mayor empresa aseguradora del mundo y dos bancos de inversión de alto nivel, mucha gente era ya consciente de que el curso de los acontecimientos podía tener efectos inmediatos en su vida profesional y personal. Durante esas semanas el sistema capitalista al completo empezó a tambalearse. Hoy la crisis se ha extendido y atemoriza a las sociedades del mundo entero. Se hace de nuevo palpable que la vida social está determinada por los ciclos y crisis de la acumulación del capital. También se discute cada vez más acaloradamente acerca de quién afrontará los costes sociales y el inmenso gasto de los paquetes de rescate y programas de estímulo que, financiados con fondos públicos, se pusieron en marcha en la primera fase de la crisis.

En esa situación, a finales del verano pasado dejé a un lado los proyectos en marcha para ocuparme de este asunto. Comencé por documentar el proceso actual de la crisis, investigué sus causas últimas y la comparé con las anteriores crisis económicas mundiales del capitalismo industrializado. En el primer apartado de este trabajo presentaré los resultados de dichas investigaciones a fin de delimitar su marco analítico [1]. Pero no me detendré ahí. En el segundo apartado haré un balance de la evolución de la crisis en los últimos meses y me ocuparé de la cuestión que a todos nos acucia: ¿qué sucederá con la crisis?, ¿nos dará un respiro?, ¿se producirá quizá una rápida recuperación?, ¿o bien debemos prepararnos para una prolongada depresión? A continuación, en un tercer apartado, me ocuparé de la experiencia de la crisis desde la perspectiva de los de abajo. En el cuarto y último apartado plantearé algunas hipótesis en torno a las posibilidades de actuación alternativas.


1. La primera fase de la actual crisis económica mundial

La primera crisis económica mundial del s. XXI comenzó a finales de 2006 con una crisis estructural y de sobrecapacidad de la industria automovilística, y una crisis inmobiliaria en la región trasatlántica cuyo centro de gravedad se localizaba en EE. UU. y Europa occidental. Hubo ahí cuatro factores que se reforzaron mutuamente. En primer lugar, el consumo en EE. UU. se desplomó a consecuencia de la crisis hipotecaria. Esto provocó una recesión sostenida en ese país que produjo una caída de las exportaciones en todo el mundo. En segundo lugar, la crisis hipotecaria e inmobiliaria se trasladó a los mercados financieros internacionales. Esto llevó, en tercer lugar, a una masiva y prolongada retirada de capitales e inversiones de los países emergentes y en vías de desarrollo. En cuarto lugar, la sobrecapacidad que primeramente se apreció en la industria automovilística y el sector del transporte, a continuación se hizo manifiesta en todos los ramos de la economía industrial, lo cual provocó una drástica caída de los beneficios a la que los directivos de las empresas respondieron con una reducción de las inversiones y despidos en masa. Estos cuatro fenómenos, entrelazados entre sí, provocaron desde la primavera de 2008 un incendio global de baja intensidad que, acentuado por cinco ondas expansivas, se mantiene hasta hoy. La crisis tocó fondo en abril-mayo de 2009. Hasta ese momento se destruyeron capitales e ingresos por valor de al menos 30 billones de dólares estadounidenses. En un primer balance podemos constatar que se trata de una típica coyuntura crítica del capitalismo industrializado: a la aguda sobreacumulación del capital que se hace patente en la actualidad se añade una fuerte reducción de consumo, puesta de manifiesto en el momento en que los presupuestos familiares de las clases bajas no han sido ya capaces de compensar mediante el endeudamiento el progresivo descenso de sus ingresos reales experimentado en los últimos años.

Tras este proceso había no obstante causas estructurales más profundas cuyo origen se sitúa en el gran ciclo que va de los años 1966/67 hasta 2006/2007. En primer lugar, las nuevas necesidades de las masas y el estilo de vida de las nuevas generaciones quedaron condicionadas por las precarias relaciones laborales del postfordismo. En segundo lugar, a esta situación contribuyó el hecho de que en el terreno de la informática hubo innovaciones básicas que fueron utilizadas en todo el mundo por los directivos de las empresas para aplicar estrategias de subempleo. En tercer lugar, se formaron nuevas redes de empresas que reorganizaron las cadenas de valor y se desplazaron a los lugares con menores costes laborales. Paralelamente, en cuarto lugar, los poseedores de grandes capitales impulsaron la globalización de los mercados financieros, sustituyendo el anterior régimen de ganancias moderadas y a medio plazo por un plan para una acelerada maximización de los beneficios. En quinto lugar, el colonialismo informal se convirtió en un abierto colonialismo fundado en protectorados y en la creación de reservas (bantustanes) a fin de tener bajo control la pobreza en el sur. Especial relevancia tuvo, en sexto lugar, el acuerdo para un nuevo eje económico mundial entre Pekín y Washington, con el que se invirtió la tradicional relación deudor-acreedor entre el centro y la periferia: China exportó los productos baratos de sus nuevos sectores con bajos costes laborales y refinanció así su consumo, al ingresar en el banco central una creciente cantidad de dólares y bonos estadounidenses. De especial importancia fue también, por último, la particular relación que se estableció entre destrucción del medio ambiente y ecocapitalismo. En los pasados decenios, los recursos naturales —tierra, agua y aire— se han revalorizado en una medida nunca antes conocida. Empresas y gobiernos pasaron a contabilizar en sus balances las consecuencias destructivas en forma de derechos de contaminación. La incursión ecocapitalista en este nuevo sector se antepuso a las exigencias medioambientales, lo que agravó el desastre ecológico.

En este punto quisiera hacer una digresión para referirme al método seguido en mi análisis, ya que juega un importante papel orientativo en el tratamiento de las causas profundas de la crisis. Parto de un desarrollo empírico de la teoría marxista del ciclo, impulsada desde los años 20 del siglo pasado por algunos socioeconomistas e historiadores de la economía. La idea del “gran ciclo” de entre 50 y 60 años, del economista soviético Nikolai Kondratiev, me marcó el camino a seguir. El modelo de la “innovación endógena”, de Joseph A. Schumpeter, me sirvió para ahondar en esa idea, luego complementada por las investigaciones del socioeconomista francés François Simiand [2] en torno a la evolución de los precios a largo plazo, y completada por las apreciaciones de Emil Lederer relativas a la conexión entre innovaciones técnicas y desempleo. Pero también debo mucho a los historiadores de la economía. Fernand Braudel demostró que los grandes ciclos están siempre marcados por un doble cambio generacional, y esto nos permite situar a los sujetos como actores en las idas y venidas de las “largas olas”. A esto hay que añadir las investigaciones históricas sobre las anteriores crisis económicas mundiales del capitalismo industrializado, que en los últimos decenios han alcanzado un alto grado y han puesto la base para las comparaciones sistemáticas. Por último, pero no menos importante, quisiera señalar un tercer plano de investigación que acompañó a mi análisis de la crisis: la confrontación de la relaciones laborales pasadas y presentes con la teoría marxiana del valor [3]. Ahí se hizo patente que limitar el concepto de trabajo al denominado trabajo asalariado doblemente libre no basta en modo alguno para dar razón de la enorme variedad de las relaciones laborales globales. Comprenderlo fue especialmente importante a la hora de ocuparme de la percepción de la crisis desde la perspectiva de los de abajo, así como para elaborar hipótesis sobre las alternativas para superarla.

Pero regresemos de nuevo al estado de cosas de la crisis actual. Para la clase política de las economías nacionales y las instituciones internacionales, el estallido de la crisis global ha supuesto un reto gigantesco e inesperado. Su reacción fue también contundente. Desde el verano de 2007, en la región trasatlántica se lanzaron una serie de paquetes de rescate para apuntalar determinadas compañías financieras que se consideraban fundamentales para el sistema. A ello le siguieron, a partir de septiembre de 2008, potentes programas de estabilización nacionales y supranacionales, siguiendo el modelo de un Troubled Assets Relief Program (TARP - Programa de auxilio para activos financieros con problemas) por valor de 700 mil millones de dólares, puesto en marcha en los EE. UU. A finales de octubre, el montante se amplió hasta los 2,4 billones, y a finales de marzo de 2009 alcanzó la enorme cantidad de cinco billones de dólares, de manera que al final se taparon todas las grietas del sector financiero a fin de poner a salvo el centro nervioso del sistema capitalista: gigantescos fondos de garantía de créditos; subsidios para reponer el capital propio, con participación del Estado como contrapartida; la puesta a salvo e inmovilización de valores afectados por la crisis; y la refinanciación pública de créditos hipotecarios y créditos al consumo. En el último trimestre de 2008, la mayoría de las economías nacionales siguieron los pasos de la tríada, y a finales de marzo de 2009 los subsidios públicos destinados a salvar al sector financiero alcanzaron un volumen de nueve billones de dólares estadounidenses.

No menos importantes fueron las acciones emprendidas por los grandes bancos centrales. Desde el verano de 2007, sus directivos movilizaron varios cientos de miles de millones de dólares a fin de estabilizar los mercados monetarios e interbancarios internacionales. A ello le siguieron acciones coordinadas para reducir los tipos de interés, que finalmente tendieron a cero. Acto seguido, muchos bancos emisores se inclinaron por la llamada expansión monetaria cuantitativa, esto es, adquirieron valores y bonos del Estado a fin de inundar los mercados monetarios y de capitales con liquidez adicional y compensar así la contracción del crédito bancario.

También el Fondo Monetario Internacional se involucró en la gestión de la crisis y salió enormemente fortalecido. Se le facultó para conceder créditos puente a fin de moderar la bancarrota de Estados como Islandia, Ucrania, Hungría, los países bálticos y Paquistán, y relajar en alguna medida los programas de saneamiento que llevaban aparejados.

Desde noviembre de 2008, en las grandes economías nacionales de la tríada (EE. UU., Japón y Europa), así como en los países emergentes más destacados (China y Rusia) se emprendieron programas de política fiscal coyunturales, entre los cuales cobraron especial importancia los paquetes de estímulo de China (de 600 mil millones de dólares al cambio) y el de la nueva administración de Obama, en febrero de 2009 (de 789 mil millones de dólares). A finales de marzo de 2009 alcanzaron un montante total de 2,9 billones de dólares y su propósito consistía en reactivar la creación de capital privado mediante la inversión en infraestructuras (carreteras y vías de ferrocarril, sector de la construcción, tecnología medioambiental, etc.).

El resto de los grandes países emergentes siguieron sus pasos entre finales de 2008 y el comienzo de 2009. Así, Kuwait, los Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Hong Kong y Kazajistán movilizaron más del 10% de su PIB a fin de estabilizar sus respectivas monedas y balanzas de pagos, así como para reactivar la economía nacional.

Particular revuelo provocaron, por último, las acciones emprendidas por varios gobiernos —con Francia y España a la cabeza— para evitar el hundimiento del sector automovilístico. Se facilitaron cuantiosas subvenciones y créditos puente, se concedieron ayudas para la adquisición de vehículos nuevos y se hicieron aportaciones a fin de estabilizar los recursos financieros de las compañías automovilísticas. No obstante, en algunos casos esto no sirvió para evitar procedimientos de insolvencia. Especialmente espectacular fue el saneamiento de las compañías estadounidenses General Motors y Chrysler, protegiendo a los acreedores frente a los procedimientos de insolvencia. Ello posibilitó duros planes de reestructuración, asegurados mediante la participación del Estado en el accionariado y la creación de fondos accionariales sindicales como contrapartida a la disminución del salario de las plantillas —reducidas drásticamente—. En este contexto se produjo también el intento de “germanización” de General Motors Europe, con una alianza corporativista entre la dirección de Opel, el comité intercentros alemán, IG Metall, órganos gubernamentales (del Gobierno Federal y de los länder implicados) y un grupo inversor austro-ruso. Sin embargo, desde el primer momento podía preverse que este intento proteccionista estaba destinado al fracaso.

Pero éste fue más bien un episodio marginal. Desde una perspectiva global se constata que, en la primera fase de la actual crisis económica, los actores de los organismos reguladores pusieron en marcha un potente programa anticrisis que se aplicó en diversos ámbitos al mismo tiempo y eclipsó a todos los precedentes históricos.

Otro fenómeno destacado de la primera fase de la crisis consistió en que los programas de rescate y estímulo estuvieron por un tiempo ligados a grandes declaraciones de intenciones en torno a reformas sociopolíticas. En esta línea, el Comité central del Partido Comunista Chino aprobó un amplio proyecto de reforma agraria que desarrollaba las reformas emprendidas al comienzo del proceso de transformación chino de los años 78/79 y se proponía reforzar los derechos de propiedad de los pequeños agricultores, establecidos en el “sistema agrario dual” [4]. Se pretendía así que los agricultores pudieran tomar créditos y arrendar sus tierras, fragmentadas en extremo, a fin de posibilitar un uso más eficiente de las mismas. En principio quedaba en el aire si los más de 200 millones de familias de agricultores chinas —unos 700 millones de personas en total— acometerían la reestructuración agrícola por la vía cooperativa, o bien se produciría una evolución agrocapitalista que los acabaría expulsando del campo.

No menos ambicioso fue el intento de la Administración de Obama, que asumió sus funciones el 20 de enero de 2009, de emprender una amplia reforma sanitaria en los EE. UU. La médula de la reforma consistía en implementar un seguro sanitario para toda la ciudadanía estadounidense, cuyo capital operativo, de apenas 900 mil millones de dólares, se reuniría en un plazo de diez años mediante una subida de impuestos a las rentas más altas y programas de racionalización y reducción del gasto en seguros y productos farmacéuticos. Desde principios del s. XX varios gobiernos demócratas habían fracasado en el intento.

A esto se añadieron las promesas de reformas de alcance en el ámbito internacional. En abril de 2009, los jefes de Estado y de gobierno del G-20 acordaron adoptar amplias medidas para la regulación del sector financiero global. En ese marco reforzaron la posición del FMI, que sería la instancia ejecutiva encargada de coordinarlas. Su capital se amplió en 250 mil millones de dólares, pasando a disponer de 750 mil millones de dólares de capital propio. Se le adjudicaron 250 mil millones adicionales para que los transfiriera a los bancos de desarrollo, y se acordó elevar los derechos especiales de giro —una especie de unidad de cuenta internacional, junto al dólar como moneda patrón— en 250 mil millones de dólares. Por aquellas fechas, el G-20 se encontraba visiblemente en competencia con una comisión de expertos de Naciones Unidas que, bajo la dirección del economista Joseph E. Stiglitz, proponía reformas de mucho mayor alcance, como la sustitución del dólar estadounidense por una nueva moneda mundial, el establecimiento de una autoridad global que controlara los mercados financieros y la creación de un fondo de crédito global.

No obstante, el análisis de la primera fase de la actual crisis y de los programas anticrisis implementados hasta el momento requiere que establezcamos una comparación con las anteriores crisis globales del capitalismo industrializado: la crisis de 1857 a 1859, la de 1873 a 1876 y la subsiguiente larga depresión hasta 1895, así como la crisis mundial de 1929 a 1933 y la subsiguiente Gran Depresión hasta el comienzo de la 2ª Guerra Mundial. Se nos ofrecen ahí sorprendentes similitudes en lo tocante a los factores geográficos y estructurales desencadenantes: las cuatro crisis mundiales precedentes tuvieron su origen en los EE. UU., y todas partieron de la especulación hipotecaria y/o bursátil. Pero también en las medidas para combatirlas encontramos asombrosas coincidencias. Por ejemplo, ya en 1857/58 se crearon fondos de garantía de créditos, se canalizaron activos tóxicos y se salvó del colapso a grandes compañías de importancia estratégica. Basta este rápido repaso para mostrar lo absurdo que es calificar los actuales paquetes de rescate y estímulo en su conjunto como “keynesianos”. Entonces como ahora, las clases dominantes trataban simplemente de mantener en pie la “arquitectura financiera”, de librar a los circuitos comerciales de los capitales destruidos y de evitar el derrumbe de los sectores clave del proceso de acumulación capitalista. De los “costes improductivos” de todo ello tuvo que hacerse cargo, entonces como ahora, la “comunidad”, sobre todo las clases bajas.

En las anteriores crisis globales del capitalismo industrializado cobraron también gran importancia las consecuencias a medio plazo. A excepción de la crisis de 1857 a 1859, todas dieron lugar a una “desglobalización” proteccionista del sistema, con la formación de bloques monetarios, comerciales y político-económicos de diferente alcance, y sus correspondientes consecuencias político-militares.

Lo que aquí más nos interesa es, no obstante, la comparación con la crisis económica del siglo XX. En este contexto resulta revelador que no pocos de los responsables de las instituciones que luchan contra la crisis hayan conseguido sus títulos universitarios con trabajos sobre la gran Depresión de 1930. Por ejemplo, el presidente de la Reserva Federal de EE. UU., Ben Bernanke, y la profesora de Historia de la economía en Berkeley, Christina Romer, una de las asesoras económicas de Obama. De sus trabajos se puede extraer reveladora información que explica la contundencia de las intervención frente a la crisis. Ahí se justifica la actual inyección masiva de liquidez en los mercados monetarios y de capitales por el fracaso de los grandes bancos emisores a comienzos de los años 30. Los potentes programas fiscales de estímulo representan una respuesta diferida a las supuestamente poco decididas actuaciones coyunturales de la era Roosevelt, intentándose enérgicamente disuadir a aquellos políticos que tengan la tentación de aplicar medidas proteccionistas con el propósito de sanear las cuentas a costa de la economía de otros países. El examen de estos modelos nos permite comprender los enormes esfuerzos que en los últimos dos años y medio han hecho las élites dominantes para controlar la crisis. Cundió el pánico entre ellos, y nadie pensó entonces en las consecuencias que los programas anticrisis acarrearían.


2. La situación actual y su previsible evolución

Desde la finalización del manuscrito han pasado cinco meses. En este espacio de tiempo han pasado muchas cosas, especialmente que hemos dejado atrás el punto álgido de la crisis. Los programas de rescate y estímulo han empezado a surtir efecto, y se reanuda el juego confiando en una rápida recuperación y un pronto relanzamiento de la economía. ¿Qué sucederá después? ¿Podemos contar con un nuevo periodo de crecimiento o se sumirá el sistema en una prolongada depresión? Esta cuestión reviste una importancia estratégica para el desarrollo de la resistencia y de la perspectivas antagónicas. Se impone por tanto una minuciosa evaluación comparativa de las tendencias económicas actuales.

No hay duda de que existen claros signos de recuperación. Muchas economías nacionales de la tríada han superado la recesión y se estabilizan a un bajo nivel; entre ellas, sobre todo, Francia, Alemania, Suiza y los EE. UU. Paralelamente, algunos grandes países emergentes -sobre todo, China y Brasil- parecen recuperar las altas tasas de crecimiento de los años anteriores a la crisis; y en China, los programas públicos para promover la construcción de carreteras y autovías, unidos a la recuperación de la industria automovilística, podrían dar lugar a una pronunciada motorización del país.

Al mismo tiempo, los poseedores de grandes capitales empiezan a cobrar aliento. A los mercados financieros han llegado cientos de miles de millones de dólares procedentes de los paquetes de rescate. La cotización de las acciones ha subido en todo el mundo, alcanzando de nuevo la mitad del nivel anterior a la crisis. Similar tendencia puede observarse en los mercados de materias primas y divisas. Crecen de nuevo sobre todo los precios de los metales industriales, y los cazadores de réditos vuelven a la carga en los mercados de divisas. Mientras que antes de la crisis tomaban préstamos principalmente en francos suizos y yenes, para luego colocarlos en las regiones con altos intereses de los mercados emergentes, sus especulaciones monetarias -llamadas carry trade- se basan ahora en un dólar estadounidense sin intereses. Tan pronto se consoliden los primeros signos de recuperación de la economía real, los especuladores volverán a realizar operaciones arriesgadas en los mercados de capitales.

Frente a estos signos de recuperación, existen no obstante fuertes tendencias efectivas y estructurales en sentido opuesto. La economía mundial se encuentra en la actualidad en una situación deflacionaria. La caída de precios tiene su epicentro en Japón, y se mantiene sobre todo debido al descenso de los ingresos familiares y al estancamiento del comercio mundial. A ello hay que añadir que sectores estratégicos de la economía se encuentran en una profunda y prolongada crisis. Aquí es sobre todo digno de mención el sector del transporte de mercancías y personas. El volumen de los contenedores que circulan por el mundo se ha reducido a la mitad. La totalidad de las grandes compañías navieras registran números rojos. La construcción naval se encuentra en una profunda crisis. Los efectos de la crisis se dejan sentir también en las compañías aéreas y la industria aeronáutica, y la industria automovilística tiene que enfrentarse de nuevo a una caída del volumen de ventas, una vez han cesado las ayudas estatales a la compra de vehículos.

Pero también el consumo estadounidense ha quedado descartado como motor del crecimiento a medio plazo. Aun cuando la recuperación económica se consolide, el desempleo continuará creciendo, se mantendrá la caída de los ingresos familiares y la sobrecapacidad de importantes sectores industriales no se superará de inmediato. Tampoco en el sector financiero puede darse por acabada la crisis. Los mercados hipotecarios e inmobiliarios están lejos de haberse estabilizado, como lo muestra la reciente suspensión de pagos del consorcio Dubai World. En los EE. UU., el número de instituciones financieras locales y regionales en concurso de acreedores es de centenares. Una parte considerable de los activos tóxicos transferidos aún no han sido amortizados y, a consecuencia de la crisis del comercio mundial, aumenta la tasa de morosidad de los grandes bancos transnacionales.

A todos estos fenómenos se les suma un fuerte endeudamiento en las cuentas públicas, que ha alcanzado sobre todo a las economías de las zonas más desarrolladas: Japón, Europa y EE. UU. El volumen de su nuevo endeudamiento anual oscila entre el 6% y el 14% del PIB, con Japón, Gran Bretaña y EE. UU a la cabeza. Más preocupante aún es la deuda total acumulada en los presupuestos públicos, que en la eurozona alcanza entre el 60% y el 70% del PIB, mientras que en Japón, Gran Bretaña y EE. UU es superior a sus PIB respectivos. El volumen total del endeudamiento global de los Estados se eleva a una cantidad entre 12 y 13 billones de dólares. Según datos oficiales, sólo a los EE. UU le corresponden 4,3 billones. Apreciaremos las dimensiones de esta cantidad si hacemos una comparación histórica. Para financiar el New Deal y los gastos militares de la 2ª Guerra Mundial, en los años 30 y 40 los EE. UU. movilizaron —al tipo de cambio de 2009— 500 mil millones y 3,5 billones de dólares respectivamente. En consecuencia, sólo en la primera fase de la actual crisis, el déficit presupuestario de EE. UU. ha hecho saltar los patrones de comparación históricos. ¿Es posible saldar tan enormes deudas de la manera habitual, elevando los impuestos y reduciendo los gastos sociales? Muchos cerebros de los think tanks internacionales lo dudan. Cada vez apuntan más abiertamente a una estrategia de elevada inflación controlada, para seguir así reduciendo la renta de las familias por la vía de una depreciación acelerada de la moneda y disminuir discretamente la deuda del Estado.

Pero también hemos de tomar en consideración las importantes tendencias estructurales que van en sentido opuesto. La peculiar simbiosis entre China y EE. UU. -ahora llamada Chimerica- no puede ser reemplazada a medio plazo por otro modelo de crecimiento. Al contrario de lo que profetizan los propagandistas de un New Deal verde, no hay innovaciones a la vista que permitan augurar un nuevo impulso del crecimiento global basado en el desarrollo de tecnologías ecológicas y energías renovables. Los desequilibrios económicos entre las regiones en vías de recuperación y las regiones deprimidas se agravarán. Y, por último, no se tiene la menor idea de qué sistema monetario mundial sucederá al actual, con el dólar como moneda de referencia global, cuya era se acerca a su fin.

Una más precisa ponderación de las tendencias que apuntan a la recuperación y las que se orientan a su profundización, aquí esbozadas a grandes rasgos, nos lleva a la conclusión de que lo más probable es que nos hallemos ante una larga depresión. Tendremos que prepararnos para un periodo deflacionario del gran ciclo que durará varios años y que estará marcado por precios bajos, caída de la renta, estancamiento de los beneficios y las inversiones, fusiones empresariales forzosas, intermitentes incrementos de la productividad, desempleo persistente y escaso crecimiento global de la economía.

Otra característica de la segunda fase de la crisis, iniciada en abril-mayo de 2009, ha sido la volatilización de las promesas de reformas estructurales, durante algunos meses ligadas a los potentes paquetes de medidas de rescate y estímulo. Las iniciativas del G-20 para domeñar a los poseedores de grandes capitales y redimensionar el sistema monetario y financiero se han limitado a alguna operación cosmética para poner fin a los llamados paraísos fiscales. Las ulteriores perspectivas de reforma de la comisión de la ONU dirigida por Joseph Stiglitz han quedado relegadas al olvido. Pero tampoco los gobiernos de las grandes economías nacionales se disponen a adoptar ninguna medida seria. Una pronunciada elevación del coeficiente de fondos propios exigible habría reducido los beneficios de los bancos; también se habló en algún momento de dividir las compañías financieras transnacionales, pero se aplazó la decisión, y ahora asistimos, por el contrario, a un rápido proceso de concentración. Este proceso prepara el camino para que en el futuro vuelvan a realizarse operaciones extremadamente arriesgadas, pues los gobiernos, a fin de mantener el sistema en pie, aún menos que antes podrán permitir la quiebra de estas mastodónticas instituciones.

También la reforma sanitaria de Obama, anunciada a bombo y platillo, ha perdido su empuje inicial. Se sigue intentando crear un seguro sanitario público, pero cada vez es más dudoso que pueda superar los obstáculos que pone el Congreso. No sólo los republicanos, también un sector cada vez mayor del Partido Demócrata se opone a la creación de un seguro sanitario para toda la ciudadanía estadounidense cubierto con fondos públicos. De esta manera se han disipado todas las esperanzas de aliviar sustancialmente el extremo rigor de las condiciones laborales y sociales estadounidenses, empezando por una reforma de la sanidad. Fue más bien un mero episodio de la contienda electoral, que la nueva administración del Washington Consensus enseguida guardó en el cajón.

¿Y en qué situación se encuentra la segunda reforma agraria china, anunciada en 2008? Todas las informaciones disponibles indican que las iniciativas para la reestructuración cooperativa del sistema agrario dual se debilitan. La decisión del Gobierno central de dar la máxima prioridad a los programas anticíclicos de estímulo, y de sacrificar más tierras de cultivo en favor de la construcción de infraestructuras, la han dejado sin sostén. Al reducirse de este modo la superficie agraria útil, han aparecido nuevos mercados para negociar con los derechos de arriendo y se abierto el camino a la intensificación agrícola capitalista. En consecuencia, se acelerará el abandono del campo por los pequeños agricultores y seguirá aumentando la cantidad de trabajadores y trabajadoras itinerantes. Ya en 2008 sumaban 254 millones, y constituyen desde entonces un tercio de la fuerza laboral potencial china. No hay duda de que el giro capitalista que está dando la reforma agraria tendrá consecuencias históricas. Si la burocracia china consigue combinar la eliminación de la propiedad estatal de la tierra con una oportuna y eficiente ampliación de los sistemas de compensación social en el campo, la reforma podría ser el foco de la superación de la crisis y de la reestructuración del sistema mundial. Pero en el caso de que fracase nos aguarda una época de revueltas sociales en cuyo epicentro estarán las agricultoras y agricultores chinos.

Por último, no menos problemática es la situación de la coordinación mundial para la protección del clima y del medio ambiente. Si bien en los preliminares de la Conferencia climática de Copenhague, además de los protagonistas, Japón y Europa, también quienes juegan un papel destacado, China y EE. UU, manifestaron el propósito de reducir los gases de efecto invernadero, es más que dudoso que allí se alcance un acuerdo vinculante para atajar la catástrofe climática que tome el relevo del Protocolo de Kioto, cuyo plazo expira en 2012. Probablemente todo se quedará, al igual que en el sector financiero, en grandilocuentes declaraciones de intenciones a las que no acompañará ningún plan concreto de acción global: los desastres climáticos aumentarán, a la vez que se seguirá acelerando la incursión ecocapitalista en la biosfera y geosfera.

Estos son sólo los cuatro ejemplos más importantes. Los engañosos y frágiles síntomas de recuperación de los últimos meses parecen haber sido suficientes para dejar a un lado los proyectos de reformas estructurales, desvinculándolos de los paquetes de rescate y estabilización. El keynesianismo de crisis se desembaraza progresivamente de sus funciones sociopolíticas de integración a medio plazo, en particular en lo tocante a la estabilización de los salarios y la búsqueda del pleno empleo.

Mientras las reformas estructurales van desapareciendo de los programas anticrisis, las élites dominantes utilizan la crisis como palanca para adentrarse en el terreno de la producción y el trabajo intelectuales. No obstante, en ese campo no se hace más que acelerar procesos puestos ya en marcha en la última fase del anterior gran ciclo. Podemos concebirlos como una etapa cualitativamente nueva de la subordinación de la ciencia al capital. Ya conocemos los factores desencadenantes de la crisis, de modo que podemos limitarnos a tratar algunos puntos destacados.

Las fundaciones universitarias estadounidenses han perdido en los dos últimos años un tercio de su capital. Simultáneamente, cientos de miles de créditos estudiantiles están en situación de mora. Esta desestabilización del que sigue siendo centro científico puntero provocó una onda expansiva que alcanza a las regiones de la tríada y de los países emergentes, agravando la tendencia a la crisis que también allí se aprecia. En todas partes la burocracia del sector responde al recorte presupuestario condensando y jerarquizando los planes de formación (en Europa: desdoblamiento de los planes de estudio en licenciatura y máster), mientras la mayoría de licenciados y licenciadas que salen de estas fábricas del conocimiento obtienen empleos precarios, quedando todos ellos expuestos a una competencia despiadada en el mercado de trabajo intelectual. Al mismo tiempo, se acelera la subordinación directa de la producción intelectual a las estrategias del capital: se reestructuran y jerarquizan sus instituciones y se colocan bajo mando de las empresas (proliferación de fundaciones universitarias y universidades privadas). A ello hay que añadir, en tercer lugar, una peligrosa redefinición de los contenidos de la producción intelectual. El sector científico pierde los últimos restos de su teórica autonomía y se orienta abiertamente hacia la investigación bélica y armamentística, hacia la búsqueda de nuevas técnicas de exploración de materias primas y materiales sustitutorios, y se adentra en la esfera de las relaciones de poder en el plano internacional.

Estas tendencias están en conexión con una profunda reestructuración en el ámbito de las relaciones de poder internacionales. Hace tiempo que la hegemonía mundial de los Estados Unidos de América camina hacia su fin, pero desde el comienzo de la crisis este proceso se ha acelerado de forma considerable. Somos ahora testigos de una formación de bloques multipolar, con viejos y nuevos núcleos imperialistas. China controla ya no sólo los mercados del sudeste asiático, sino que va tomando también el control del sector de las materias primas en Australia, la región del Pacífico y el África subsahariana. El Gobierno central potencia la marina de guerra y reorganiza el ejército de tierra, preparándolo para intervenciones en el extranjero con el propósito de asegurar las nuevas rutas y lugares de origen de las materias primas. El Gobierno brasileño ha cerrado un pacto armamentístico estratégico con Francia para rearmar la marina y la aviación, a fin de asegurar los yacimientos de gas y petróleo descubiertos recientemente en la costa atlántica: la lógica geoestratégica ha tenido el peso suficiente para crear una alianza, antes impensable, entre el entorno del presidente Lula da Silva y el ejército. También India se rearma con fuerza para poder controlar las rutas comerciales del Indo-Pacífico y de la costa oriental africana. De igual modo en Rusia el complejo-militar-industrial ha sido desde el comienzo de la crisis una piedra angular de la intervención anticíclica del Estado, y desde hace poco tiempo somos testigos de un renacimiento de la ideología zarista en torno a Eurasia, destinada una vez más a legitimar la intervención en Asia Central. Mientras tanto, EE. UU. ha puesto de nuevo la vista en su “patio trasero” latinoamericano: la implantación de nuevas bases militares estratégicas en Colombia ha desencadenado de inmediato una nueva espiral armamentista. En vista de estas inequívocas tendencias, tampoco la Unión Europea ha querido quedarse atrás. Los países con más peso en la UE han puesto discretamente en marcha un proceso de rearme, que inequívocamente tiene como objetivo la expansión hacia la región de Mar Negro. Casi nadie habla de estas amenazadoras tendencias. Ahora quedan eclipsadas por la asimétrica coalición bélica de EE. UU. en Afganistán. Pero es sólo cuestión de tiempo; tarde o temprano este legado colonialista colectivo, herencia del ciclo precedente, dejará de ocultar la formación de bloques de poder propia de la larga depresión que se avecina.

Hay no obstante tendencias opuestas que distinguen esta evolución de los procesos de formación imperialista de bloques de los años 1880/1890 y de los años 30 del siglo pasado. En la última cumbre, celebrada en Pittsburgh, los Gobiernos del G-20 se constituyeron como nuevo centro de coordinación del sistema mundial. No quedo aquello en meras declaraciones de intenciones, sino que dieron impulso al FMI y, viendo en él un futuro banco central mundial, lo convirtieron en un órgano ejecutivo que contribuya a reducir los desequilibrios económicos y que, como prestamista de último recurso, ayude a disminuir las enormes reservas de divisas de los grandes países emergentes. A la vista de la ampliación de capital y de los derechos especiales de giro del FMI que se produjo en abril de 2009, éstas son decisiones que hay tomar muy en serio. Pero también en este caso —como en lo que se refiere al curso que siga la reforma agraria china— hay que esperar todavía. En la actualidad nadie puede saber si de verdad nos encontramos en la antesala de una era del imperialismo coordinado de forma conjunta, cuyos rasgos ya esbozó Karl Kautsky hace más de 90 años y a la que dio el nombre de “ultraimperialismo”. Y en caso de que el G-20 consiguiera apaciguar la rivalidad cada vez más fuerte de las grandes potencias multipolares, quedaría aún por saber durante cuánto tiempo se mantendría ese escenario. Sólo cuando la larga depresión que se avecina esté llegando a su fin, sabremos si este escenario constituía únicamente una fase de transición hasta el surgimiento de un nuevo centro hegemónico, o bien se mantendrá en el tiempo.

Sea como sea, para los asalariados, desempleados y empobrecidos del planeta no hay aspectos positivos en ninguno de los posibles efectos de la crisis actual sobre la política del poder internacional. Las reformas estructurales han desaparecido de los programas que se plantean para combatir la crisis. Las clases bajas tienen que prepararse para un keynesianismo de crisis que complementará los arcaicos programas de estabilización de la “arquitectura financiera” —ya desarrollados en el periodo postindustrial—, y que habrá quedado desprovisto de cualquier concesión sociopolítica que contribuya a la estabilidad de los ingresos y al crecimiento del empleo.


3. Experiencia de la crisis desde abajo

A nivel global, para las clases bajas de los asalariados, parados y depauperados la crisis iniciada a finales del 2006 y principios del 2007 les aportó, en parte, experiencias traumáticas, y en parte también, paradójicas. Actualmente, y a pesar de todos los esfuerzos, todavía no es posible perfilar ni siquiera aproximadamente los horizontes de estas experiencias. Tan sólo parece confirmarse que la tripartición del sistema mundial en centro, semiperiferia y periferia, acaecida en el ciclo anterior, también se ha acelerado en lo referente al trabajo, los ingresos y las experiencias. La pobreza masiva ya no es solamente un fenómeno del Sur global, sino que también se extiende cada vez más por los países limítrofes y la región de la triada. Y, al contrario, los sectores todavía ocupados de la clase obrera mundial han podido mantener en cierto modo su nivel de ingresos en todas las regiones del mundo, mientras que los nuevos parados, debido al desmontaje de los sistemas de seguridad efectuado en el ciclo anterior, se sumaron rápidamente a los desempleados o subempleados de larga duración y quedaron marginados socialmente. Al mismo tiempo, la crisis aceleró la extensión de las relaciones precarias de trabajo en todos sus matices. Incluso en las grandes economías nacionales de Japón, los Estados Unidos y Europa, las relaciones laborales indefinidas y en cierto modo seguras han perdido el carácter de “relación laboral normal” dominante. Además, a nivel global, las clases inferiores tienen en común que también en los grandes países limítrofes y en la región de la tríada se enfrentan a pérdidas medias de entre el 5% y el 15% de sus ingresos. En el primer decenio del segundo milenio, el multiverso global de los empleados, desempleados y depauperados se ve en la posición del perdedor socioeconómico.

En conjunto, a pesar de algunas destacadas tendencias, lo que predomina a nivel mundial es el descenso social. Esta tendencia la documentan sobre todo las estadísticas periódicas de los organismos de la ONU. Según las estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la cifra mundial de parados aumentará a finales de 2009 de 40 a 60 millones de personas. La base de partida del desempleo global comprendía a principios de la crisis a 239 millones de personas. Más dramáticos todavía son los informes actuales de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que parte de un aumento del número de los desnutridos y hambrientos crónicos de 160-200 millones a 1.020 millones de personas. Pero esto significa que, a finales de este año, mil millones de personas dispondrán de oportunidades de trabajo en empleos extremadamente mal pagados y nocivos para su salud, a fin de combatir el hambre y la carencia de techo. Las proporciones de semejante depauperación masiva, en constante aumento, rebasa todo lo imaginable. Pero también el historiador se halla perplejo ante ello, pues la actual crisis económica mundial es el brutal reverso de las crisis de hambre y subsistencia de la era preindustrial, ocasionadas por las malas cosechas de cereales, y que en ese sentido fueron típicas crisis de subproducción. Pero hoy día la agricultura mundial sufre también de sobrecapacidades, y los precios de las materias primas agrícolas han caído drásticamente. En las regiones deprimidas especialmente afectadas por la crisis mundial del comercio impera, sin embargo, una alta inflación, y por eso la bajada de los precios agrícolas mundiales no se refleja en los precios reales de los alimentos. Los precios, desde su explosión en el verano de 2008, se siguen manteniendo en una cuarta parte del nivel anterior a la crisis. Además, esta paradójica trampa del hambre se mantiene porque las instituciones internacionales de la lucha contra el hambre ya no distribuyen alimentos, lo que reduciría sus elevados precios, sino que en su lugar ofrecen pagos en dinero para la compra de alimentos a cambio de trabajo, aun cuando, ante unas tasas de paro que oscilan entre el 50 y el 75%, sólo unos pocos pueden acceder a ellos.

Pero esas cifras de conjunto no dicen mucho acerca de la realidad social. Para hacerlas más comprensibles se requieren estudios concretos. A continuación me voy concentrar en tres coyunturas que debieran ser representativas de las experiencias globales de la crisis desde la perspectiva de abajo y, al mismo tiempo, tener en cuenta los diferentes estadios de desarrollo de las más de 190 economías nacionales. Pues una y otra vez hemos de tener presente que la tripartición clásica del sistema industrializado mundial pertenece al pasado y ha hecho sitio a una diversidad de capitalismos que, en sus diferentes estructuras y fases de desarrollo, condicionan los altibajos de la globalización y desglobalización.

En los Estados Unidos, la tasa de desempleo oficialmente registrada ha ascendido mientras tanto, desde finales de 2007 y principios de 2008, al 10,2% de la población asalariada. Esto es, unos 16 millones de personas. Pero la situación real es mucho peor, pues en las estadísticas oficiales de desempleo sólo figuran aquellas personas que se han esforzado activamente en la búsqueda de trabajo durante las cuatro últimas semanas. Tan sólo el número de quienes, tras una pausa de doce meses de desaliento, volvieron a apuntarse al paro se estima en 2,3 millones. A ellos hay que sumar unos nueve millones de trabajadores con jornada reducida. Según estimaciones serias de institutos sociológicos, a comienzos de 2009 la tasa de desempleo era del 17,0% al 17,5%, o de 26 a 27 millones de personas. Y en los estados especialmente afectados por la crisis inmobiliaria o las quiebras industriales, como California, Arizona, Florida, Nevada, Michigan, Ohio y Rhode Island, llega entre tanto al 20%.

Para entender la situación social de los afectados y poderla comparar con los parados de otras regiones del mundo hay que saber, además, que en los Estados Unidos el plazo de preaviso de despido es sumamente corto, que por regla general no se paga indemnización alguna y que normalmente el subsidio de desempleo no supera los seis meses, al cual por lo demás sólo tienen derecho el 43% de los asalariados… Pero, sobre todo, con su puesto de trabajo los asalariados pierden también su seguro médico, puesto que no pueden costearse las carísimas pólizas individuales. La caída en la pobreza y la pérdida de la vivienda se produce con la misma rapidez, puesto que con la gentrificación de las ciudades, las viviendas sociales baratas han desaparecido junto con las iniciativas de implantar sistemas de protección mínimos oriundas de los años 60 y 70. Las redes privadas para desahuciados, con sus locales para dormir, albergues para los sin techo y cocinas sociales, viven una época de prosperidad. Tan sólo en los asilos infantiles residen actualmente 1,5 millones de niños. En el año 2008 había unos 45 millones de personas (13,2% de la población total) que estaban registradas oficialmente como pobres y recibían paquetes de comida; de ellas, el 24,7% negros, el 23,6% latinos y el 8,6% blancos. 46,3 millones carecen de seguro médico, y más de 2 millones de personas, en su mayoría negros y latinos de las clases bajas, están internados en las prisiones y cárceles.

Como ejemplo para documentar la evolución en los países emergentes y en vías de desarrollo puede servir un estudio sobre México. Debido al colapso de las posibilidades de ingresos desde el comienzo de la crisis y a la subida de los precios de los alimentos, se ha acelerado la depauperación masiva de amplios sectores de las clases bajas. Entre 2006 y 2008, la proporción de desnutridos y hambrientos crónicos ha aumentado del 13,8% al 18,2%, y a lo largo de 2009 ha superado la cota del 20%. En paralelo con esto, la proporción de quienes pueden permitirse los alimentos básicos y una asistencia sanitaria mínima pero tienen que renunciar a un alquiler, a nueva vestimenta y a los medios públicos de transporte ha subido del 42,6% al 47,4%. Mientras tanto, una salida inmediatamente efectiva de esta desoladora situación la ofrece tan sólo el crimen organizado, puesto que la “válvula social” de la emigración a los Estados Unidos está taponada por la crisis y las remesas de los trabajadores y trabajadoras para ayudar a sus familias de pequeños agricultores de subsistencia se han reducido en un tercio. Además, desde la primavera de 2009, debido a la reducción de los ingresos de la exportación de petróleo y la disminución del producto interior bruto, los programas sociales se han reducido en un 8%. Todos estos factores hacen que la sociedad mexicana camine lentamente hacia el abismo. Estas tendencias son típicas para la mayoría de los países emergentes y en vías de desarrollo del Sur a nivel global.

Vayamos finalmente a una región que en la perspectiva laboral y social parece haber pasado por la crisis, hasta ahora, de una forma comparativamente suave, la zona euro (E-15) de la Unión Europea. En ella, el paro de los grupos sociales asalariados ascendía en octubre de 2009 al 9,7%, esto es, a 15,3 millones de personas. No obstante, las diferencias entre las economías nacionales son considerables. En ese momento, el número de asalariados parados en Holanda era del 3,5% mientras que en España era del 19,3%. Alemania, por el contrario, se encuentra en una posición intermedia. En el otoño de 2009 había 3,2 millones de parados oficialmente registrados, el 7,7% de todos los asalariados. La cifra de trabajadores y trabajadoras a jornada reducida ascendía a 1,4 millones en el mismo periodo, mientras que el espectro de los perceptores del mínimo existencial oficial (“Hartz IV” y asistencia social) se amplió muy poco. Sin embargo, muchos pasaron a engrosar el número de pobres con trabajo y sueldo bajo, que mientras tanto han pasado a constituir una quinta parte de toda la población asalariada. Además, en Alemania apenas la mitad de los asalariados dispone de un contrato de trabajo indefinido y de una seguridad social duradera contra las vicisitudes de la vida, y mientras tanto aumenta la pobreza entre las personas de edad avanzada. Sin embargo, este sorprendente cambio de las relaciones laborales y sociales, a diferencia de otras muchas economías nacionales, es de fecha muy reciente. Hace ocho años nadie podía imaginarse semejante desmantelamiento social. Como sus etapas decisivas se impusieron antes de que empezase la crisis, a las elites dominantes no les costó mucho amortiguar desde 2008 las consecuencias de la crisis mediante la ampliación de la regulación del trabajo de jornada reducida, y al mismo tiempo dimensionar sus medidas de tal manera que los mecanismos de flexibilización de las relaciones laborales se extendieron a los asalariados regulares. El dinero de la jornada reducida no sólo sirve como válvula de escape social para limitar el desempleo masivo, sino también como instrumento de división y disciplina. A decir verdad, la distancia entre los empleados fijos y los precarios (trabajadores temporales) se ha mantenido, pero, al mismo tiempo, los que han visto reducida su jornada laboral se han transformado en un ejército de reserva disponible y utilizable en cualquier momento que somete a una presión ilimitada a los que tienen empleos más seguros, dando lugar al abandono “voluntario” de su nivel actual de trabajo y de ingresos.

La vida cotidiana de los asalariados, parados y depauperados que viven en Alemania está marcada actualmente por estas técnicas sociales de fragmentación de clases. Su estatus subalterno se restablece constantemente mediante la cooperación entre las direcciones empresariales y las autoridades laborales. Desde finales de 2008 y principios de 2009 es habitual enfrentar a los trabajadores fijos con los trabajadores temporales. Que los comités de empresa y los representantes sindicales actúan como cogestores de las empresas y refuerzan las tendencias antisolidarias de los trabajadores fijos se evidenció de forma espectacular en marzo-abril de 2009, con motivo de una huelga de hambre de los trabajadores temporales en la empresa VW de Hannover para reclamar su readmisión. Mas puede ocurrir también que los trabajadores temporales se utilicen para disciplinar a los fijos. Así, hace poco a los trabajadores fijos de un astillero ocupados en la reconstrucción de un buque se les impuso la “jornada reducida 0”, y una empresa de trabajo temporal realizó la tarea con menos de la mitad de trabajadores en el plazo contratado. Quien está en contacto con trabajadores y trabajadoras de la gran industria observa continuamente cómo los cuadros de las diversas compañías compiten unos con otros. Y es testigo de un descenso agobiante, “contractualmente” moderado, con el que se regatean despidos escalonados, indemnizaciones compensatorias, prejubilaciones y el traslado de los seleccionados a sociedades de reconversión laboral dirigidas sindicalmente.

Desgraciadamente, en el marco de este resumen no es posible profundizar más en la vertiente de las experiencias subalternas de la crisis en lo que se refiere al diálogo social. La diferencia con la dureza e inmediatez social de las experiencias de la crisis en la clase trabajadora estadounidense es manifiesta, y entre estas dos realidades y las experiencias de la crisis del proletariado de los países limítrofes y en desarrollo hay un mundo. ¿Pero quién se atreve a afirmar que la fragmentación de clase y la falta de solidaridad en el diálogo social, esbozada con el ejemplo alemán, representa el mal menor? Si atendemos a esa mentalidad del mirar a otro lado, de la falta de solidaridad y de la esperanza en que sólo afecte a los otros, entonces las dudas están más que justificadas. Sin embargo, estas reflexiones no nos deben llevar a minimizar el sentimiento de impotencia de los proletarios o los procesos, en auge en EE. UU., de afrontar la crisis mediante tratamientos psicosomáticos individualizados. La dimensión subalterna del multiverso de las clases bajas tiene muchas caras. En tiempos de crisis se desarrolla con gran fuerza y se diferencia en facetas siempre nuevas.

Re: ROTH, Karl Heinz

Nota Mié Dic 14, 2011 2:23 pm
(continúa...)

4. Posibilidades de actuación desde abajo

Pero ¿es este análisis acertado para todas las fases de la crisis? En sus “fases principales” suelen predominar los fenómenos de regresión social y de fragmentación de clase. Mas, por regla general, no son de larga duración. La disposición al sufrimiento de las clases bajas no es ilimitada. Cuando las elites dominantes abusan de ella se despiertan los recuerdos del caminar con la cabeza alta y de la dignidad humana. En todas las crisis anteriores hubo momentos en los que el temor, la resignación y los sentimientos de encontrarse en un callejón sin salida se transformaron en rabia y rebelión.

Las vías estratégicas de la revuelta social empiezan a abrirse siempre que las elites dominantes creen que “ya ha pasado lo peor”. Así ocurre, sobre todo, en los periodos de recuperación reales o supuestos que siguen a la primera etapa de la crisis, antes de que se pase a una segunda crisis o a una larga depresión. En estas situaciones, las direcciones de las empresas y los gobiernos pierden el control y la lucha de clases se agudiza por arriba. En su afán por aumentar sus beneficios lo más rápidamente posible, los empresarios impulsan los programas agresivos de reducción de costes. Retrasan las nuevas contrataciones y aceleran en su lugar el ritmo de trabajo. Así consiguen, precisamente en esta segunda fase de la crisis, sorprendentes incrementos de la productividad. Pero si les va mal, se deciden rápidamente por el cierre de la empresa y el despido masivo. Por lo general, en tal situación los secundan las clases políticas de los sistemas reguladores. También ellas creen que ha llegado el momento de aliviar la deuda pública aumentando los impuestos y haciendo que las consecuencias de la reducción de los presupuestos sociales caigan sobre las clases bajas.

Esta es la situación a la que hemos llegado. Aunque muchas empresas se han adaptado a las capacidades reducidas a medio plazo y las han consolidado, siguen disminuyendo las plantillas e incrementando el ritmo de trabajo. En varios sectores económicos de los EE. UU. se anuncian aumentos de la productividad de entre el 8% y el 15%, y trabajadores industriales alemanes informan que el trabajo que antes hacían tres turnos ahora lo realizan dos. Y, por lo general, eso no se hace mediante costosas inversiones en racionalización, sino únicamente con cambios organizativos y el cierre de los últimos poros de la jornada laboral. En cambio, muchos gobiernos dudan todavía hacer lo mismo que los directivos empresariales porque aún no están convencidos de que la situación económica actual sea verdaderamente estable. Tratan de ganar tiempo. Pero cuando llegue el momento no dudarán un instante en cargar los principales gastos de la superación de la crisis sobre las clases inferiores, de forma directa o mediante expropiación monetaria. En cuanto empiecen a actuar de la misma manera que las direcciones de las empresas, se habrá llegado al umbral en el que las elites dominantes pierden la visión de lo todavía razonable y abren la puerta a las revueltas sociales.

Este escenario ya se ha dado varias veces en la historia. En la larga depresión de las décadas de 1870 y 1880 surgió el nuevo movimiento obrero del sistema capitalista mundial, y en toda su amplitud, desde los anarquistas y sindicalistas revolucionarios hasta las distintas corrientes de la socialdemocracia. Hasta en los sombríos años 30 hubo rayos de esperanza, por ejemplo en mayo-junio de 1936, cuando una revuelta social totalmente inesperada de los trabajadores y trabajadoras de Francia llevó al Frente Popular al poder. Desde el punto de vista histórico, más importantes aún fueron, unos meses después, las huelgas de los marineros y estibadores estadounidenses, así como las de los trabajadores del automóvil en el estado de Michigan, que contribuyeron a la ruptura de los sindicatos industriales y ejercieron una presión considerable sobre la política del New Deal del presidente Roosevelt. Pero rupturas semejantes se dieron también después de la II Guerra Mundial contra la instrumentalización de las consecuencias de la crisis. Piénsese tan sólo en la primera recesión germano-occidental de posguerra de 1966-67, a la que siguieron las huelgas de septiembre de 1969.

No pocos síntomas indican que también hoy nos hallamos en vísperas de una nueva ruptura social. Hace un año se inició en Grecia una revuelta juvenil totalmente inesperada que en unas pocas semanas cambió el país de forma notable. Durante meses presenciamos una revuelta social de los trabajadores franceses que bloquearon las fábricas y retuvieron a los directivos en sus despachos. Incluso tras la revuelta iraní contra el fraude de las elecciones presidenciales se ocultaban motivos sociales. Como en Grecia y Francia, los jóvenes y trabajadores proclamaban que no estaban dispuestos a soportar una crisis que ellos no habían ocasionado. Son tan sólo tres ejemplos destacados. Todas estas revueltas se desarrollan en contextos geográficos diferentes y hasta ahora han permanecido descoordinadas, a pesar de las sorprendentes coincidencias en algunos de sus eslóganes. Pero esto podría cambiar pronto y su fuerza podría aumentar de golpe.

Incluso en Alemania parece haber llegado a su fin la contención de los conflictos de clase a través de los agentes sociales. Desde hace años presenciamos protestas y huelgas contra el despotismo laboral de algunas cadenas comerciales y las condiciones insalubres del trabajo en asilos y guarderías. Y en el curso actual de la crisis, lejos de haberse atajado, se han recrudecido. Por primera vez tuvo éxito una huelga organizada en el segmento de los sueldos bajos, la cual terminó con un aumento considerable del salario mínimo de los limpiadores y limpiadoras. En los concesionarios de automóviles provinciales se llegó a duras huelgas de bloqueo en las que los trabajadores aprovecharon hábilmente la producción just in time de sus fábricas y obtuvieron algunas concesiones de importancia. A esto se suman desde hace poco tiempo las ocupaciones estudiantiles de diversas universidades que, como ocurre en otros muchos países, se rebelan contra la condensación y el empobrecimiento de sus planes de estudios con fines comerciales. Con sus demandas de “Solidaridad en lugar de elitismo” se incorporan al escenario de las luchas sociales.

Podemos afirmar, pues, que la todavía fase “molecular” de la resistencia social no sólo se ha consolidado desde el paso a la segunda fase de la crisis, sino que se expande también a una amplia red de resistencia. Todavía no hay motivos para ser optimistas, pues los factores disgregadores entre los diversos componentes del proceso de resistencia son grandes y no pueden ser superados por los activistas de las iniciativas de base —al límite de la extenuación— y las iniciativas de los sindicalistas de izquierdas. Parece indispensable un salto cualitativo. Es urgente vincular las embrionarias luchas que tienen lugar en todos los sectores fabriles con las luchas sociales que se dan en los barrios, los centros de formación y en las esferas del trabajo supuestamente autónomo. ¿Cómo podría realizarse este salto? A continuación voy a presentar algunas reflexiones que podrían contribuir a superar estas barreras. Parten de la hipótesis básica de que la coordinación de las diversas microestructuras de la resistencia presupone el desarrollo de una utopía concreta que tiene como meta la superación creíble y práctica del sistema. Yo entiendo esta utopía concreta como estrategia para la introducción de una sociedad autodeterminada en la que todos los seres humanos son iguales y que se hacen cargo de sus necesidades de producción y servicios mediante una organización democrática de base.

Es indudable que una opción estratégica semejante se estaba haciendo esperar, y es que muchos la consideran irreal señalando las hipotecas históricas de las izquierdas obreras. Por eso, de momento, deberíamos ponernos de acuerdo en algunos presupuestos elementales que podrían conducir a una nueva iniciativa organizativa a fin de vincular las luchas masivas de la larga depresión que se nos avecina.

La primera premisa la veo en el acuerdo sobre el hecho de que han fracasado históricamente todos los intentos anteriores de la mayoría de las izquierdas obreras por derrocar “políticamente” la estructura social capitalista mediante la conquista del Estado. La vía estatista al socialismo es obsoleta. Ha producido una profunda brecha entre las clases explotadas y las burocracias obreras que no se ha podido superar hasta el ocaso de sus partidos y de las “democracias populares” calificadas de “socialismo real”. También han sido refutados históricamente los modelos económicos vinculados a la vía estatista: las economías de administración y planificación centrales. Porque no estaban orientadas a satisfacer las necesidades genuinas de los productores directos sino los intereses de poder de las burocracias obreras. Este hecho puede trasladarse también a las variantes “reformistas” del modelo estatista de transformación, que en la posguerra condujeron a una simbiosis entre la socialdemocracia y los anticíclicos programas de pleno empleo del keynesianismo. Sí, suavizaban la confrontación de intereses y estilos de vida de los trabajadores y el capital, pero esto ocurrió al precio de una técnica social que bloqueaba la superación de la división del trabajo entre los que mandan y los que ejecutan las órdenes, poniendo coto a cualquier intento de desarrollo de una sociedad igualitaria y autodeterminada. Todas estas variantes de la superación estatista del sistema no sólo han quedado rebasadas históricamente, sino también desacreditas por completo desde la perspectiva de abajo. Se han convertido en una pesada hipoteca que todavía impide a la izquierda obrera liberarse de la pesadilla de sus generaciones anteriores y tomar el destino en sus manos. Suponen tal lastre que debemos renunciar a los conceptos comprometidos con ellas (“socialismo”, “comunismo”, “socialismo real”) y abrir un debate sobre una alternativa conceptual que pudiera liberarnos de las cadenas semánticas de un movimiento obrero desaparecido.

Ahora bien, también han existido siempre corrientes minoritarias de la izquierda obrera que advirtieron y criticaron el carácter autoritario y jerárquico del socialismo estatista y su fe determinista en el progreso. Cobraron mayor fuerza sobre todo cuando se produjeron rupturas revolucionarias, como sucedió, por ejemplo, con el sindicalismo revolucionario a consecuencia de las huelgas internacionales de 1905, el movimiento internacional de Consejos a finales de la I Guerra Mundial o la revolución obrera española de 1936. Pero tampoco podemos adherirnos sin más a estas tradiciones, puesto que no se ajustan a las complejas estructuras del multiverso actual. Además, debemos plantearnos la pregunta y abrir un debate de por qué los intentos de ubicación de nuestra generación, que alcanzaron su cenit entre 1967 y 1970, abrazaron mayoritariamente una ortodoxia estatista —a pesar de algunos impulsos heterodoxos notables, como el operaísmo [*] de principios de la década de 1970—, mientras que en otros sectores la primacía de lo político se convirtió en una primacía de la lucha armada como fin en sí, de manera que tan sólo en casos excepcionales se mantuvo el nexo con la realidad de las luchas sociales.

Pero la vía para la superación del trabajo dependiente y la apropiación de la riqueza de la sociedad con vistas a la autodeterminación y al despliegue de la subjetividad social tampoco dispone actualmente de mediación institucional ni de ningún “puente de reforma” político. Como demuestran los ejemplos de la reforma agraria china, la reforma sanitaria estadounidense y los intentos de regulación financiera del G-20, se han evaporado casi por completo en la transición a la segunda fase de la crisis. El Foro Social Mundial, antes esperanza de los nuevos movimientos sociales y plataforma de las ONG, no es ya más que una sombra de sí mismo, arruinado por los procesos de institucionalización y la exclusión de las tendencias radicales. Entre tanto, también en Alemania se ha hecho insostenible la situación. La mayoría de las iniciativas de ATTAC se esfuerzan por su integración en el nuevo bloque dominante para impedir así “lo peor”. La mayoría de los sindicatos y los comités de empresa se han limitado a una “cogestión” subalterna a fin de mantener el control sobre los trabajadores fijos en la gran industria. Y la dirección del Partido de la Izquierda pende cada vez más de un hilo con su afán por empujar al SPD hacia un reformismo keynesiano. Claro que la situación en otros países es todavía más desoladora. En Europa, África, América del Norte y Asia casi ha desaparecido por completo la izquierda políticamente activa. Quizá la más dramática es la situación de los EE. UU.: no existe ningún movimiento reformista extrainstitucional que pueda empujar hacia delante a la administración de Obama. Más bien, ésta se ve cada vez más atenazada por el ala reaccionaria del Consenso de Washington. Y se refuerza la impresión de que esta evolución le viene bien a la corriente mayoritaria del Partido Demócrata. Ante esta deriva, sería ilusorio y una pérdida de tiempo esforzarse por separar estas minorías “reformistas” y utilizarlas como punto de partida para reactivar campañas políticas. La izquierda radical no tiene más opción que volver a la vida social cotidiana y, ante la depresión económica que se avecina, prepararse para la perspectiva de nuevas luchas de masas. No tendrá fuerza suficiente para poner por sí misma en marcha estas luchas de masas. Pero puede establecer las condiciones para que no se desvirtúen de inmediato, haciéndose “compatibles con el sistema” e integrándose en él.

¿Cómo podría darse tal anticipación? Yo propongo un procedimiento doble. En un primer momento deberíamos esforzarnos por involucrarnos en las luchas sociales presentes y futuras de nuestros respectivos entornos. Al mismo tiempo deberíamos imbricar a nivel mundial estas iniciativas, pues las perspectivas de transformación sólo se hacen tangibles cuando desde un principio las liberamos de las trabas del “nacionalismo metódico” (Marcel van der Linden) y socavan por arriba y por abajo las economías nacionales o supranacionales.

En nuestros respectivos ámbitos de actuación locales o regionales deberíamos fijarnos el objetivo de poner en contacto entre sí a todos los contestatarios de los centros de trabajo y de la sociedad. En un primer paso éstos podrían ponerse en contacto con todos los que están especialmente amenazados por las consecuencias de la crisis y que son los primeros en mostrarse inclinados a defenderse de ellas. Esto podría tener lugar primero en el marco de una “coinvestigación” que permita registrar, almacenar y retransmitir las informaciones y experiencias de los respectivos contextos locales y regionales. El terreno de esa “coinvestigación” entre activistas y afectados podría aprovecharse al mismo tiempo para establecer lazos de confianza a fin de derribar las barreras existentes entre las distintas tradiciones políticas y los diversos grupos sociales, como, por ejemplo, los trabajadores con empleo fijo y los perceptores de la Hartz IV. En cuanto este proceso empiece a consolidarse en las primeras estructuras del contrapoder (comités de acción, comités de huelga, consejos de delegados, etc.), podría abrirse el debate sobre los parámetros fundamentales de una fidedigna superación del sistema sobre el terreno. La lucha por la reducción radical de los tiempos de trabajo debería situarse en primer término. Esta no sólo crea las condiciones para que quienes así lo deseen puedan reintegrarse a los procesos sociales de producción y reproducción, sino que el tiempo autodeterminado es al mismo tiempo la condición para que los procesos de autoorganización y la concomitante superación del trabajo dependiente puedan ponerse en marcha. Únicamente la lucha por el tiempo autodeterminado —el tiempo disponible— puede abrir la puerta a otra sociedad que empiece a liberarse de la explotación, de las jerarquías y de la opresión. Los otros parámetros estratégicos, sobre todo el establecimiento de unos ingresos igualitarios; la apropiación social —derivada de las huelgas de ocupación— de las condiciones de producción y reproducción; el acceso libre a todas las estructuras de la educación y de la sanidad, y la reapropiación de las ciudades vendrán de la mano en el camino hacia una sociedad autodeterminada. Y, naturalmente, también hay que tomar en consideración las correspondientes peculiaridades de los contextos locales y regionales. En las ciudades portuarias y las regiones costeras se plantearán demandas totalmente distintas a las de las regiones con predominio de la agricultura o los núcleos industriales. Hasta que no se resuelva esta tarea no se consolidarán las estructuras nacidas de las luchas de apropiación y se pasará a una sólida contraplanificación que haga irreversible el camino a la autodeterminación regional.

Estas iniciativas regionales deberían ir acompañadas desde un principio del esfuerzo por imbricarlas globalmente. Desde las respectivas co-investigaciones regionales se definirán áreas sociales específicas que necesitarán con urgencia tal imbricación. En el “Detroit” centroeuropeo de la industria automovilística, por ejemplo, se impondrá pronto la idea de que la contraplanificación regional sólo es posible si puede remitirse a una contraplanificación globalmente acordada, que sólo podrá ser obra de una federación mundial de los trabajadores y trabajadoras del automóvil. Las asociaciones portuarias y costeras repartidas por todos los continentes descubrirán muy pronto que, a largo plazo, sólo podrán negociar en el contexto de una federación mundial de trabajadores de las cadenas de transporte. De similar importancia sería una federación mundial de pequeños agricultores, jornaleros y sin tierra de todos los grados económicos de desarrollo, de los trabajadores y trabajadoras que se ocupan del cuidado de los mayores y de la sanidad, y, naturalmente, también de los trabajadores y trabajadoras del saber en todos sus niveles formativos y campos profesionales. Son tan sólo unos cuantos ejemplos que ponen de manifiesto la necesidad de dos vías simultáneas en el proceso.

Quiero ilustrar la urgencia de este proceder con dos ejemplos: el del automóvil y el del saber.

Los actuales planes de reestructuración del capital automovilístico, que opera a nivel mundial, parten de que al término de la gran depresión quedarán unos seis o siete consorcios transnacionales que reducirán en un 30% su capacidad y su personal, deslocalizarán sus centros esenciales a los países periféricos, dispondrán de las tecnologías más avanzadas de plataformas y módulos, producirán anualmente de siete a ocho millones de vehículos y defenderán el transporte individualizado contra las demás alternativas, equipándolo con innovaciones falsamente ecológicas, como autos eléctricos, introducción de pilas de combustión, etc. Tan sólo una federación global de trabajadores está, pues, en condiciones de actuar al mismo nivel y ofrecer una contraplanificación que disminuya las sobrecapacidades de la industria a la vez que reduzca radicalmente los tiempos de trabajo sin renunciar a los ingresos, que dirija el proceso de apropiación de los centros estratégicamente importantes mediante una huelga de ocupación mundialmente coordinada, expropie el capital automovilístico, y desarrolle tecnologías de transporte alternativas que superen el transporte individual, minimicen de manera efectiva los daños al medio ambiente y respondan a las necesidades de la sociedades autodeterminadas. En este contexto globalmente acordado, las asociaciones regionales podrían fijar qué capacidades se apropian y transforman, qué otras paralizan y qué otras reestructuran para procesos de producción regionales alternativos más allá de los sistemas de transporte. Tan sólo en esta interrelación de planificación y praxis coordinadas regional y globalmente pueden pensarse contramodelos que eviten la competencia entre los trabajadores, acaben con la división laboral entre quienes dan las órdenes y quienes realizan el trabajo, sometan los procesos de producción y reproducción al control de la sociedad autorganizada y los utilicen para el desarrollo de nuevos sistemas de transporte.

No menos urgente sería una federación mundial de trabajadores y trabajadoras intelectuales. Las perspectivas son considerablemente más favorables que en la industria del automóvil, en la que actualmente pocas plantillas se oponen a los propósitos corporativistas de las direcciones empresariales, los gobiernos y los sindicatos. Con los trabajadores y trabajadoras del saber es diferente. Desde el otoño de 2009 asistimos a una serie de protestas y huelgas de ocupación en varios países europeos y en los EE. UU. (California). Y, entre tanto, hasta el gobierno chino teme a los tres a cuatro millones de parados egresados de sus universidades como principal potencial social de resistencia. Mas no sólo se mueve el sector educativo, también los trabajadores y trabajadoras intelectuales autónomos empiezan a asociarse y a construir redes suprarregionales. Esta evolución es de gran importancia, pues las mayorías precarias del trabajo intelectual mundial constituyen hoy parte integral del multiverso de las clases bajas y pueden tratar con él de tú a tú. Además, dado que los centros del saber —debido a la expansión mundial de sus mercados de trabajo y de formación— tienen una composición multinacional como en casi ningún otro sector, es muy natural que se funden federaciones globales del trabajo intelectual en el ámbito de la formación y en los mercados de trabajo. Juntos podrían dar el paso hacia una contraplanificación global que se trace como objetivo la apropiación de los centros de formación y científicos, a fin de sustraerlos del sector “cognitivo” del capital mundial y ponerlos a disposición de una contraplanificación autónoma de ese multiverso. La puerta a semejante alternativa podría abrirse mediante un conjunto de demandas sociales y propuestas alternativas. En el terreno social se trata en primer lugar del acceso gratuito a todas las instituciones educativas, pues sólo de esta manera se puede establecer y mantener la imbricación recíproca con los demás sectores del multiverso. Esta perspectiva está íntimamente ligada a la supresión de los planes de formación sumamente comprimidos, recortados y jerarquizados. En tercer lugar está la lucha por la protección social de los trabajadores y trabajadoras intelectuales precarios en el sector de la educación y en los mercados de trabajo mediante la lucha por unos ingresos garantizados y la creación de fondos sociales. A este respecto, en Alemania podría pensarse en un desarrollo democrático del Régimen especial de la seguridad social para artistas. En cuanto a los contenidos, en cambio, habría que exigir la supresión de las ciencias de la guerra y del armamento, así como de las disciplinas naturales, jurídicas, políticas y económicas sometidas a las formaciones de bloques multipolares. Al mismo tiempo se podrían empezar a elaborar proyectos alternativos de investigación que podrían servir de base para establecer los mecanismos de coordinación global entre las asociaciones regionales y las federaciones mundiales en el sentido de una “ciencia de la transformación” integral.

Con todo, la contraplanificación que se apoya en las actuales estructuras y dinámicas del sistema mundial es todavía incompleta. Requiere órganos de coordinación globales creados y sostenidos conjuntamente por las asociaciones regionales y las federaciones globales a fin de dominar las crisis estructurales a largo plazo. Desde la formación del capitalismo industrial, estas crisis estructurales jalonan los grandes ciclos de 50 a 60 años de acumulación de capital. Incluso aun cuando, después de un periodo de depresión de varios años o décadas, la actual crisis económica desembocase en un nuevo ciclo de crecimiento, estos problemas estructurales no disminuirán sino que más bien se mantendrán y reforzarán. Por eso, es en este plano en el que primeramente se plantean los problemas realmente decisivos de la transformación del sistema capitalista mundial. Como con todas nuestras reflexiones no estamos sino al principio, me voy a limitar a esbozar estas “cuestiones finales”.

En primer lugar, será inevitable suprimir los consorcios financieros transnacionales y entregar los grandes capitales a los órganos de coordinación globales que se crearán. Estas masas de capital, en absoluto ficticias, sino producto de la sobreacumulación, pueden, en segundo lugar, ser movilizadas por los órganos de coordinación democráticos para iniciar programas que acaben con la pobreza en todo el mundo, para encaminar la reconsolidación cooperativista de las economías campesinas de subsistencia del Sur y para proporcionarles los recursos necesarios a las asociaciones de los suburbios a fin de que puedan transformarlos en áreas urbanas dignas y con capacidad de desarrollarse. Junto con esta superación estratégica de los desequilibrios socioeconómicos globales, otras asociaciones regionales y federaciones mundiales empezarán a eliminar las deformaciones inhumanas que el capitalismo ha endosado a la sociedad mundial a lo largo de sus seiscientos años de historia. Pondrán en marcha una desmilitarización y desarme a nivel mundial que ponga fin a la destrucción del medio ambiente y estabilice la evolución del clima. Y fomentarán el desarrollo de tecnologías alternativas y energías renovables que no obedezcan ya a la lógica de la acumulación capitalista sino que estén comprometidas con las necesidades de las comunidades libremente asociadas del globo.


4. Conclusión

Solamente he podido esbozar algunas aclaraciones a la crisis global de los últimos dos años y medio, a las actuales tendencias de futuro y a las experiencias y posibles respuestas “desde abajo”. Durante los próximos meses tendremos que examinar y corregir todas estas estimaciones. Sólo así será posible que encontremos respuestas alternativas fidedignas que nos muestren las posibles vías para la construcción de una sociedad libre de opresión, explotación y jerarquías. Aunque debería estar claro que no hay razón para el triunfalismo. Pero es urgente marcar un par de señales contra el desaliento imperante y someter a discusión los esbozos de una utopía concreta para la superación del sistema.

Tras las luchas de masas de los próximos meses se decidirá quién correrá en última instancia con los gastos sociales de la crisis global. Este escenario no puede dejarnos indiferentes. Deberíamos implicarnos en él con nuestras experiencias y propuestas y estar dispuestos a desempeñar un modesto papel en las futuras discusiones.





Notas del autor

    [1] Cfr. Karl Heinz Roth; Die globale Krise, VSA-Verlag, Hamburgo, 2009

    [2] Simiand dividió el gran ciclo en una fase de recuperación (fase A) y una fase de recesión (fase B). Y demostró empíricamente que la fase A lleva siempre aparejado un aumento de los precios inflación) y la fase B un descenso de los mismos (deflación). La certeza de que las fases de deflación dan lugar a prolongados periodos de depresión reviste ahí particular importancia.

    [3] Entretanto se han publicado los 18 artículos que componen la antología de “heterodoxia marxista”: Marcel van der Linden / Karl Heinz Roth, con la colaboración de Max Henninger (eds.); Über Marx hinaus. Arbeitsgeschichte und Arbeitsbegriff in der Konfrontation mit den Arbeitsverhältnissen des 21. Jahrhunderts (Más allá de Marx. Historia y concepto de trabajo en confrontación con las relaciones laborales del s. XXI), Berlin / Hamburg: Assoziation A, 2009.

    [4] Desde la primera fase de la reforma de 1978/79, las administraciones locales y el Gobierno central asumían la propiedad colectiva de la tierra, que repartían a las familias de agricultores en intervalos de 30 años en la mayoría de los casos.





[*] Nota de Tlaxcala: El operaísmo (de operaio = obrero) es una corriente marxista italiana «obrerista» aparecida en 1961 en torno a la revista Quaderni Rossi. Mario Tronti y Toni Negri fueron sus principales teóricos. Ambos crearon una nueva revista en 1963, Classe Operaia.

El operaísmo descansa en la idea que la clase obrera es el motor del desarrollo capitalista. Se considera el socialismo como una nueva forma de capitalismo. Los operaístas predican el rechazo del trabajo, pues de su identidad como trabajadores, y –en un típico proceso de Aufhebung hegeliana– consideran esta autodestrucción como objetivamente necesaria para luchar contra el capitalismo y producir el comunismo.

En 1969, la corriente operaísta se dividió en dos organizaciones rivales: Potere Operaio y Lotta Continua. A partir de 1972, los operaístas emprendieron en la Autonomía Obrera Organizada (Autonomia Operaia organizzata), que se convirtió en un verdadero movimiento de masas que volvió a poner seriamente en entredicho tanto el poder del Estado como a la izquierda tradicional y su hegemonía sobre las clases subalternas.

El Estado, es decir, la Democracia Cristiana, secundado de manera eficaz por el Partido Comunista, puso fin a esta utopía en marcha tras activar en abril de 1979 una feroz represión que llevó centenares de militantes a prisión o al exilio.


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