RebeldeMule

DELGADO, Manuel

Libros, autores, cómics, publicaciones, colecciones...

DELGADO, Manuel

Nota Mié Feb 23, 2011 3:15 am
Manuel Delgado Ruiz

Portada
(página personal | wikipedia | dialnet)


Introducción

Barcelona, 1956. Antropólogo.

Es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona y doctor en Antropología por la misma universidad. Realizó estudios de tercer ciclo en la Section de Sciences Religieuses de l’École Pratique des Hautes Études, en la Sorbona de París. Desde 1986 es profesor titular de antropología religiosa en el Departament d'Antropología Social de la Universitat de Barcelona (UB). Es director de las colecciones "Biblioteca del Ciudadano" en Editorial Bellaterra y "Breus clàssics de l’antropologia", en la Editorial Icaria. Es miembro del consejo de dirección de la revista Quaderns de l'ICA. Actualmente forma parte de la junta directiva del Institut Català d'Antropologia. Es ponente en la Comisión de Estudio sobre la inmigración en el Parlament de Catalunya. Ha trabajado especialmente sobre la construcción de las identidades colectivas en contextos urbanos, tema en torno al cual ha publicado artículos en revistas nacionales y extranjeras.





Bibliografía compilada (fuente | fuente)





Ensayo





Artículos





Recursos de apoyo

    Entrevista con Manuel Delgado (a cargo de Imatges per a la Solidaritat, publicada en su bitácora "La Entrevista del Mes" el 14 de marzo de 2012)

    También en vimeo

    Lo común y lo colectivo (charla impartida por Manuel Delgado el 31 de enero de 2008 en el centro Medialab-Prado de Madrid)

    También en archive

    Reflexión sobre las redes sociales (en el marco del Foro de las Ciudades 2012 organizado por el ayuntamiento de Fuenlabrada)


    Ciudadanía, Política y Espacio Público (por Manuel Delgado, dentro del IV Ciclo de Conferencias "Sociedade en movemento, redes sociais e participación cidadá"; organizado por la Comisión de Extensión Universitaria, Actividades Culturais e Prácticas de la Facultade de Socioloxía de la Universidade da Coruña, el 11 de novembro de 2013)




Relacionado:



[ Add all 36 links to your ed2k client ]

Nota Dom Abr 10, 2011 12:53 pm
Una charla interesante: "Lo común y lo colectivo" (Manuel Delgado, 2008) (v. en pdf)

[Editado por el comité de RBM para incluir el vídeo en el primer mensaje. Muchas gracias, compañera Noemi.]

Un comentario sobre la misma:

Dani, en "Manuel Delgado. Lo común y lo colectivo", en Medialab-prado, el 1 de febrero de 2008, escribió:La cuestión del espacio público como espacio de diálogo desde la Modernidad es la clave para entender las esperanzas, sospechas y nuevas mitologías construidas sobre los nuevos “lugares” sociales. La consabida funcionalidad consensualizadora que se le atribuye, la reunión de la discrepancia con el objetivo de lograr el reconocimiento de las partes del “mejor argumento” y la anulación consecuente de la confrontación en una armonía terrenal-celestial, no es nada alentadora. De eso parece que va este encuentro. Tönnies está en los albores de la sociología como ciencia, allá por la gloriosa etapa de la revolución industrial y el despegue del modelo capitalista-financiero, con las transformaciones en el ámbito de las relaciones humanas que promovía. El abandono del modelo comunitario propio de los pequeños núcleos de población, fundamentado en lo inmediato y en un sistema deontológico de origen religioso (re-ligare re-legere), que liga a un colectivo humano determinado a un cierto modelo de producción y a la normativa que asegura su supervivencia, va a dar paso al nacimiento de un nuevo sistema de distribución relacional, una nueva lógica del acuerdo y del desacuerdo, y a la necesidad de dar a luz a nuevos formatos de articulación de este nuevo contexto. Se habla entonces de sociedades como se habla ya de Estados en toda su amplitud, un sistema de distribución del poder que mana del nuevo contexto des-articulado, des-ligado, des-unificado.

Manuel nos invita a pensar de nuevo ese rechazo reaccionario de lo social y la funesta nostalgia de lo originario, de las primeras relaciones comunitarias, fundamentadas en lo inmediato sentimental contra la lógica legislativa de las sociedades modernas. Pre-modernismo en una cierta -ligera- interpretación de lo post-moderno. Mordaz crítica de los intentos contemporáneos por retroceder hacia posiciones radicalmente reaccionarias, partiendo de una cierta deconstrucción de los mitos subyacentes -a qué remite lo común: exégesis de la comunidad, operando como Heidegger nos enseñó-, desestabilizando la ataraxia reinante en determinados círculos mesiánico-alternativos. La crítica al supuesto consenso habermasiano, a saber, aquel que brota espontáneamente del “mejor argumento” -en tanto que reconocido por la comunidad de “seres racionales”-, desde ese nefasto “republicanismo kantiano” que a mí, personalmente, tantos recuerdos me evoca del pasado -y presente- colonial europeos -ciertamente: el gringo es un apéndice del tumor ilustrado (vaya con el palabro)-, me emociona tanto, que a poco tiro la toalla y me perdono por no decir algunas cosas que también deben ser dichas.

Vamos allá porque -no todo en el monte es orégano- siempre habrá un pero -y también un quizás…-, máxime en unos encuentros que se quieren multidisciplinares, conflictivos, heterogéneos, anti-dogmáticos. Se me ocurre plantear alguna otra posible lectura del acontecimiento post-moderno (sí, ya sé que, por insistente, es un término hoy vacío/repleto/desbordante de sentido) para ver si acaso fuera posible un porvenir sin mesianismos, si no conviene apostar por lo indeci(di)ble que nos acecha en el horizonte tecnológico, aunque sólo fuera porque lo otro -lo ya visto, las líneas de análisis ya trazadas unaymilveces- no alienta sino al suicidio -esto es un golpe bajo. Es decir, cabe la posibilidad de entender “la comunidad” en un sentido alternativo -y no me estoy refiriendo ni a la cresta y las tachuelas, ni al mercado Fuencarral-. ¿No es acaso el modelo Blanchot un ejemplo de Comunidad (inconfesable) ajena a la paz espiritual del consenso habermasiano? ¿No es cierto que por todas partes están surgiendo micro-comunidades que se alimentan del disenso, de la discrepancia, que crecen a partir de sus diferencias, que no comparten sino un objetivo claro de resistencia? En definitiva, ¿podemos hablar de “multitudes”, o de “masa” -en sentido Baudrillard- en el espacio público por excelencia? ¿Puede hoy día ser pensado un espacio público en el que se encuentre la alteridad, confrontada a sí misma, y puede entenderse ese paso en camino hacia un modelo democrático de gestión de lo colectivo?

Entender que un modelo político no trasciende, no debe extenderse, a la gestión cotidiana es entender que la política la hacen los políticos. Nadie habla de violar la esfera del oikos, pero ¿no es la política aquello que concierne a la polis, aquello que se gestiona en el ágora -espacio público de la cuna de la política occidental? (y esto va por las alusiones a Arendt. ¿Qué es la Política?) Porque quizás -ya dije que siempre hay un quizás- si analizamos el fenómeno del nuevo ágora, como espacio de diálogo -dia-logos: “contraposición de ideas, discursos, argumentos”-: la red de redes, las comunidades digitales que viven, se expresan, se in-forman en Internet, podríamos ver ahí esa múltiple percepción, esa diversidad de visiones, de lecturas, de puntos de vista, que nos permiten pensar en la diferencia y que a la vez nos invitan continuamente (nos exigen incluso) a alojar en ese espacio público global nuestra propia percepción sobre el objeto-acontecimiento. Desde luego, lo común entendido así, como el espacio de interacción e intercambio significante, de encuentro de lo diferente, puerto de llegada de lo otro que invita a alterizarse (devenir imperceptible), nada tiene que ver, creo yo, con el idealismo alemán -objetivo, subjetivo y absoluto-, nada tiene que ver con la reducción absoluta a la idea, ahí sí, el error Habermas. El espacio público no como lugar de reducción de la diferencia al Logos universal, sino como lugar de destrucción de la identidad, lugar donde alguien tira una piedra contra el espejo en el que nos estamos mirando, y que luego señala al suelo incitando a una reconstrucción cubista de “ese maldito yo”. ¿Ciudadanía?, ¡No!, MULTITUD (T. Negri & M. Hardt).

En su intervención durante la presentación de ese magnífico esfuerzo llevado a cabo por el Observatorio Metropolitano de Madrid, materializado en Madrid. ¿La suma de todos?, Manuel Delgado lanzaba una idea fundamental: la clave está en las prácticas (de subjetivación), “¿cómo es posible que hayan pasado? Porque han pasado, ¿no?”. Cierto, los mecanismos de enunciación en manos de aquellos que detentan el poder político -vs la política-, en la era del capitalismo cognitivo se vuelven determinantes: la enunciación es el producto; la subjetivación es el efecto del sistema de producción post-industrial. ¿Cómo nos la han colado? Por la escuadra y con elegancia, porque no hay plaza pública, porque sólo existe el púlpito y el auditorio, porque no estamos confiando en la capacidad de las comunidades adyacentes para el agenciamiento (agencement) colectivo. Hacerlo no conduce al paraíso, pero no hacerlo nos lleva a Auschwitz, y amigos: después de Auschwitz, no hay metafísica.
No necesito tener fe para moverme, es solo la necesidad, ¡es que estoy vivo!
Abro una puerta y ahí estás tú, hermana curiosidad, vamos a abrir otras muchas más, ¡es un buen juego!

Nota Lun Mar 19, 2012 4:27 pm
fuente: http://www.espacioabisal.org/new/blog/w ... i_redu.jpg



Entrevista con Manuel Delgado, antropólogo urbano

"La actividad más banal de cualquier transeúnte es una labor poetizadora"






Profesor de Antropología de la Universidad de Barcelona, Manuel Delgado visita Bilbo con ocasión del seminario "Posibilidad de un pensamiento y acción críticos", organizado por Iskandar Rementería en Espacio Abisal. Su obra El animal público recibió el Premio Anagrama de Ensayo en 1999.



María PTQK

Gara, 8 de octubre de 2007




Se resiste a ser un "intelectual comprometido", pero es posiblemente una de las figuras que mejor encarna este papel en la actualidad. Autor prolífico, agitador de movimientos sociales y polemista contumaz, Manuel Delgado es también profesor de Antropología de la Universidad de Barcelona y miembro del Grupo de Investigación Etnográfica de los Espacios Públicos del Institut Catalá de Antropología. Su obra El animal público recibió el Premio Anagrama de Ensayo en 1999. En 2007 ha publicado Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropologización de las calles.



En su última obra alerta contras las políticas urbanísticas que diseñan las ciudades al margen de la socialidad. ¿Estamos ante una hiper-producción urbanística en detrimento de la vida en las calles?

Las políticas urbanísticas no diseñan las ciudades al margen de la socialidad sino contra ella, advirtiendo hasta qué punto la consideran algo así como una usurpación indebida por parte de los usuarios, como si prefirieran no verlos ahí, en la calle. Creo que, en el fondo, los diseñadores de ciudades y aquellos a quienes sirven no sólo desconfían de las prácticas reales de los urbanitas, sino que creen que lo mejor es que en las ciudades sólo hubiera las confirmaciones de su sueño imposible de una ciudad pacificada, amable, desconflictivizada, por la que una pléyade de seres sonrientes y sumisos se limitaran a ir de casa al trabajo o al centro comercial y, de vez en cuando, pasear tranquilamente por lugares debidamente indicados.


Como disciplina, el urbanismo es relativamente joven, pero los poderes públicos siempre han utilizado el diseño de las calles para gestionar la vida en la ciudad. ¿Qué formas toma hoy en día el urbanismo y cuáles son sus objetivos?

Ahora más que nunca el urbanismo demuestra que, en gran medida, su vocación última ha sido la de constituirse en máquina de guerra contra lo urbano, con su crónica tendencia a la opacidad y al enturbamiento. Eso es consustancial al urbanismo como artefacto de control técnico y como discurso. No obstante, se impone un matiz. Esa crítica del urbanismo no implica dar por buena la premisa de que las ciudades no deben ser planificadas. Ojalá los urbanistas se limitaran a planificar las ciudades. El problema es que lo que planifican no es la ciudad sino lo urbano. El capitalismo ha concebido ciudades cuanto menos planificadas mejor -en eso consiste el liberalismo- pero en las que nada de lo que pasa en la calle queda fuera de vigilancia. Los poderes político-urbanísticos están obsesionados en monitorizar el espacio público y lo que suceda en él, pero abandonan la ciudad al despotismo del mercado.


Dice que la "ideología ciudadanista" es hipócrita. ¿Por qué?

Porque lleva a cabo su adoctrinamiento a partir de una falsa e imposible igualdad de los seres humanos, muchos de los cuales, en nuestras ciudades, ni siquiera son ciudadanos de pleno derecho. Es una mera retórica, como si todos los problemas sociales fueran teóricos. Nadie sufre, a nadie le echan de su casa, a nadie le despiden del trabajo y todo se soluciona con buen rollo. Ni una palabra que insinúe que lo que fallan son estructuras que no es que produzcan injusticia, sino que se alimentan de ella.


Desde las primeras vanguardias y, muy especialmente, desde el situacionismo, la calle ha sido un espacio de intervención privilegiado para muchos artistas. ¿Cree que el arte es un lenguaje adecuado para subvertir la realidad urbana?

La calle puede ser una fuente inagotable de inspiración. Ahí fuera, siempre está a punto de pasar cualquier cosa, cuando menos te lo esperas puedens encontrar lo que o a quien no esperabas, pero que habrá de cambiar tu vida. En la vida cotidiana uno puede recibir constantemente pruebas de la labor incansable del azar como institución social. Sin duda, el lenguaje del arte puede ser indicado para subvertir la realidad urbana. Otra cosa es que pueda contribuir en algo a cambiarla. Desde luego, si creemos que podemos transformar algo a base de performances, lo tenemos claro.


¿Qué experiencias de poetización del espacio le parecen más interesantes?

La actividad más banal de cualquier transeúnte ya es una labor poetizadora. El viandante que va de un punto a otro pone de manifiesto cómo una ciudad no es otra cosa que una sociedad de lugares, un orden de puntos que dialogan entre ellos. Parafraseando a Spinoza, diríamos que nadie sabe lo que puede un transeúnte. De pronto, seres humanos que no se conocen y que es probable que nunca más vuelvan a coincidir en un punto, un mismo día a una misma hora, para hacer lo mismo en una misma dirección. Que sea para participar de una fiesta o para hacer una revolución es sólo una cuestión de intensidad, de una intensidad que señala la diferencia entre poder cambiar la sociedad y cambiarla de verdad. Pero el acto primero siempre es el mismo: bajar a la calle, para reunirte con otros y otras.


Entre la ciudad y lo urbano

Bajo el título "No somos nada. Una experiencia de apropiación insolente de espacios públicos en Barcelona", la intervención de Manuel Delgado en Espacio Abisal ha presentado algunas iniciativas surgidas estos últimos años en la ciudad condal en contral del afamado "modelo Barcelona", basado en la construcción de una optente marca de ciudad a menudo desvinculada de la vida de sus habitantes. Una de ellas es Adriana Pi, personaje virtual "sin ubicación ideológica clara" que ha realizado acciones como secuestrar un bus turístico para llevarlo a un centro de internamiento para extranjeros, expropiar simbólicamente el Gran Teatre del Liceu para convertirlo en un ateneo popular o celebrar una fiesta de pijamas en Ikea. A medio camino entre la agitación social y la perfomance de herencia situacionista, estas experiencias ponen de manifiesto una distinción fundamental en materia urbanística que ya apuntó el sociólogo francés Henri Lefevbre: una cosa es la ciudad y otra muy distinta lo urbano. La ciudad como estructura es estable y, por tanto, susceptible de ser diseñada mientras que lo urbano, integrado por el conjunto de relaciones que conforman nuestra manera de vivir en los espacios urbanizados, es siempre inestable y efímero. Es lo que Manuel Delgado llama "la ciudad practicada" o, también, "la ciudad menos su arquitectura", que sólo existe en los acontecimientos, los encuentros o el azar.

Nota Lun Mar 19, 2012 4:27 pm
fuente: http://www.soliobrera.org/actualidad/delgado.html



Entrevista con Manuel Delgado

Un antropólogo entre las llamas sagradas



Mateo Rello

Solidaridad Obrera // Septiembre de 2005





Desde un cuerpo recio y una cabeza rotunda, el antropólogo Manuel Delgado lanza un discurso igualmente riguroso -pero no menos irreverente y provocador. Su frecuente presencia en los medios, preciso es reconocerlo, constituye una estimulante –y ¡popular!- reivindicación de la inteligencia como herramienta para las relaciones humanas. Sus investigaciones han iluminado sugerentes facetas del anarquismo y del urbanismo.

En la resaca mediática del Fórum, y tras haber sido presentado, muy a su pesar, como un profeta de los enemigos del evento, Delgado nos demuestra en esta entrevista que sigue siendo, eso sí, una de las voces que nos ayudan a pensar mejor.



Pregunta. Tus tesis sobre el anarquismo ibérico y su iconoclastia como expresión tardía de la Reforma religiosa que nunca llegó a España han sido muy polémicas. ¿Has seguido trabajando sobre el tema?

Respuesta. De hecho, es en realidad mi tema de investigación y nadie me pregunta nunca al respecto. Escribí La ira sagrada después de trabajar mucho sobre anarquismo e iconoclastia y ha quedado como un libro perdido. En fin.

Para empezar, hay que matizar que yo no he pretendido ofrecer una lectura total o general del anarquismo como fenómeno histórico. Otra cosa es plantear –y no he sido yo el primero- que el Movimiento Libertario cultiva, en su discurso, ciertos elementos salvíficos que ya estaban en las revoluciones protestantes europeas desde el siglo XVI. Esto cobra sentido en un contexto histórico de macroprocesos en los que algunas fuerzas revolucionarias, sin pertenecer al fenómeno religioso, necesitan atravesarlo de una forma u otra.

Tampoco se debe ignorar que, cuando el anarquismo intenta redimir el presente de la ignominia mediante una revolución en términos escatológicos asume, sí, una tarea sagrada y, en su caso, la viste con una escenografía milenarista: su revolución llega entre negras tormentas y nubes oscuras. A la vez, este anarquismo evoca otras impugnaciones del presente (viejas de siglos y, a veces, vinculadas a las religiones del Libro) que tuvieron una fuerte raíz religiosa porque, en realidad, no disponían aún de otro lenguaje con el que expresar su lucha. Más allá de esto, resulta sugerente pensar que toda lucha por la justicia y la libertad es religiosa porque es sagrada. Siempre, claro está, en un ámbito humano, demasiado humano.

Menos simbólicamente, si digo que los motines anticlericales iconoclastas son un fenómeno religioso, es porque, de alguna manera, interpelan, aunque sea con una impugnación total y virulenta, un objeto o un espacio que sí es religioso. No se trata, en ningún caso, de que su acción busque propiciar la salvación en el más allá; de lo que se trata es de depurar un lugar depositario o transmisor de energías diabólicas. Recalco esto porque se trata de un matiz fundamental.

Por otro lado, el anarquismo es –insisto, entre otras cosas- una forma de ascetismo intramundano que busca la salvación aquí y ahora. Y no olvidemos que éste es un rasgo que se vuelve a encontrar hoy en algunos de los movimientos de la antiglobalización.


P. Es el célebre puritanismo anarquista que rechazaba el alcohol, el juego, la prostitución...

R. Porque son manchas del sistema. Y porque aquel anarquismo desconfiaba de las fiestas, como el carnaval, durante las que el proletario se narcotiza.

En todo caso, es un error pensar en los viajeros del Mayflower cada vez que se habla de puritanismo, convirtiéndolo en un concepto despectivo. En términos de equivalencias, ahí están las guerras campesinas en Alemania de las que habla Marx, durante las cuales católicos y protestantes se alían contra los “revolucionarios” anabaptistas, o el caso posterior de los rangers que acompañaron a Cromwell; dos ejemplos de los muchos en que aparece un cierto protestantismo que exige una inmediata liberación del presente para propiciar un futuro justo y venturoso, como luego harán los anarquistas.

Hay que contar también con el anticlericalismo ilustrado y toda la corriente de librepensamiento que desemboca en el liberalismo político, del que, por cierto, el anarquismo toma su ideología aunque radicalizándola.

Así se va gestando un anticlericalismo que los ácratas compartirán con socialistas o poumistas en una gran revuelta milenarista y quiliasta que en la Península no se había vuelto a ver desde los irmandiños medievales.

Y éste es el hilo rojo que une una revolución con otra a lo largo de toda la historia, el mismo que, en cierto momento, pasa por las barricadas anarquistas. Si yo señalo su fase protestante, Gerard Horta, por ejemplo, es más radical y retrotrae esa línea roja hasta los gnósticos de los siglos I y II que ya dicen que sólo hay un infierno: la ignorancia.


P. En este sentido, la obra de Gerard Horta parece estar fuertemente influida por tu pensamiento.

R. Es que Gerard y yo trabajamos en el mismo equipo de investigación. Y cuando se trabaja en equipo, las mejores ideas de uno mismo las tiene otro. Ahora bien, su venganza ha sido terrible.

La verdad es que mi distanciamiento de ciertas posturas políticas que para mí eran incontrovertibles es cosa suya. Verás, creo que él diría que esta ciudad vuelve libertario a quien la habita; es una cuestión de medio ambiente, de clima. ¿Soy anarquista ahora? No lo sé, ni sé quién expende el certificado de anarquista. Pero ya no creo, como en los años 70, cuando militaba en la izquierda maoísta, que los anarquistas –o anarcotrotskistas, como los llamábamos- son agentes infiltrados de la burguesía o, en el mejor de los casos, defensores de una expresión de infantilismo reaccionario.

Ojo, todo esto que digo no es un simple juicio de valor, sino un testimonio personal, tan cuestionable –o no- como cualquier otro.


P. Cuando se habla de la violencia anticlerical, se la presenta como un fenómeno espontáneo y visceral, como una explosión ciega; éste es el análisis habitual, incluso entre gentes libertarias como Federica Montseny o García Oliver. ¿De qué hilo empezaste a tirar para establecer que esa violencia contiene, en realidad, toda una liturgia invertida o negativa que se repite en la mayoría de estos ataques?

R. Es una constante: cada sociedad ama su propia forma de violencia. Los iconoclastas de la Península recurren a los protocolos de acción que tienen más a mano, en este caso a formas de violencia codificadas en las fiestas populares (monigotes, árboles de mayo, fogatas de Sant Joan, tan evocadoras de las barricadas....).

Y es que, en el folclore español, abundan tradiciones festivas en las que la agresión contra lo religioso está permitida, cuando no incluso concitada. En el fondo, no es más que un elemento regulador surgido de la conciencia de que la violencia no es algo intrusivo sino que forma parte del propio orden social; estos ritos vienen a ser, pues, una válvula de escape para mantener estable el sistema. Pero cuidado: esa misma violencia puede estallar y es entonces cuando sirve para refundar el mundo.

Pienso, por ejemplo, en el episodio anticlerical de Centelles en 1936. Si se analizan los hechos, se descubre que las acciones de los anticlericales siguen con una fidelidad pasmosa los códigos de la Festa del Pi. Los ejemplos son múltiples. Otro paradigmático y muy interesante es el de la agresión, por las mismas fechas, al Santo Cristo de Piera: en los distintos actos del ataque aparecen, invertidos, los términos de la leyenda del siglo XIII que narra la aparición de esa cruz.

Y, si quieres un ejemplo de violencia ritualizada, contenida, lo tienes cada año en la Passió d’Esparraguera, donde la multitud es un conjunto ondulante que responde a estímulos contradictorios: ora insulta o alaba, ora destruye o loa. La Passió, además, es un ejemplo perfecto de la mentalidad que subyace con frecuencia en estos ritos, y que considera a “las masas” incapaces de pensar bien, por lo que deben ser dirigidas; verás cómo se emparenta a la multitud con los niños, la mujer o el salvaje, grupos a los que esa mentalidad contempla igualmente como expresiones de la alteridad carentes de raciocinio.

Y, en realidad, las masas saben pensar, ya lo creo; lo único que ocurre es que lo que quieren, lo quieren ya. Cuando esa voluntad se desencadena, en lugar de jugar a insultar, se insulta; en lugar de jugar a colgar de un árbol y abrir en canal, se ahorca y destripa; en lugar de jugar a arrancar los ojos, se ciega. Así, las temidas “masas” superan el rito para entrar en la historia.


P. Otro de tus ámbitos de trabajo es el de la ciudad, concretamente en todo lo referente a procesos fluidos o manifestaciones espontáneas y efímeras. ¿No sería esto, más bien, terreno para la poesía antes que materia de estudio antropológico?

R. De la misma manera que las estrategias de descripción o de análisis se pueden buscar más allá de la propia disciplina, desde las ciencias duras a la danza o el cine, el objeto de estudio es igualmente variado siempre y cuando se le apliquen las herramientas adecuadas.

Por lo que respecta a mi interés por la ciudad, tiene que ver también con la iconoclastia en tanto que ejemplifica perfectamente esa dimensión que podríamos llamar diabólica de lo urbano. Hablo de momentos en los que la multitud entra en la historia rompiendo los códigos y de una forma, por qué no, poética.

De hecho, la poesía moderna está íntimamente vinculada a lo urbano por el juego de desacatar el lenguaje como se desacatan las formas más estructuradas. Este parentesco lo vieron y reflejaron muy claramente los surrealistas y, antes que ellos, Baudelaire. En este contexto, la forma más radical de poesía, cuando la palabra resulta insuficiente, es la acción; y aquí intervienen esas muchedumbres trágicas y atroces, pues la poesía no tiene por qué ser amable.


P. Por último, y ya que se ha hablado mucho del tema últimamente, ¿puede la antropología proporcionar perspectivas o herramientas para la convivencia entre quienes han nacido aquí y aquellos que vienen como exiliados laborales?

R. En realidad, la convivencia ya es un hecho que se demuestra en nuestras calles. Otra cosa es que sea conflictiva, aunque ese conflicto sea inherente a la vida urbana. Ten en cuenta, eso sí, que cuando se habla tendenciosamente de los conflictos de la inmigración se pasa por alto que, si es un problema, lo es fundamentalmente para quienes vienen de fuera a buscar trabajo aquí y se encuentran en situaciones de absoluta indefensión.

Construir la convivencia es algo que compromete a tod@s l@s que convivimos. Y un ejemplo magnífico es el de los movimientos que se han volcado para desenmascarar lo que suponía el Fórum.

Por cierto, me gustaría que publicarais esto: los medios me han convertido en una especie de gurú de los anti-Fórum y ya estoy cansado de repetir, sin que me hagan caso, que es todo lo contrario: yo no he sido un referente para los movimientos que han luchado contra el Fórum: ellos me han sido útiles para pensar lo que ocurría. Ellos han sido un referente para mí.

Nota Lun Mar 19, 2012 4:27 pm
Portada

Manuel Delgado, en "Liturgias militantes" (sección 2 del capítulo 5), en Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles, ed. Anagrama, en Barcelona, 2007, páginas 163-174, escribió:[...] Hemos visto hasta aquí cómo las movilizaciones en la calle no son, de hecho, sino motilidades corales que implican un uso intensivo de la trama urbana por parte de sus usuarios habituales, que establecen una coalición transitoria entre ellos para hacer de una determinada parcela de la red de calles y plazas un espacio tematizado con fines expresivos. En estos casos, el peatón pasa de moverse a movilizarse. Las movilizaciones en la calle implican concentrarse en un centro predeterminado para permanecer en él o para desplazarse en comitiva de un punto a otro de una ciudad. Decíamos que ese ámbito especial al que damos en llamar fiesta es el ejemplo más emblemático de este tipo de reclamaciones ambulatorias del entramado viario de una ciudad. Añadamos que las manifestaciones ciudadanas no son sino variantes de esa misma lógica apropiativa del espacio urbano que consiste en que un grupo humano que antes no existía y que desaparecerá después, transforme un determinado escenario urbano en vehículo para pronunciamientos que son este caso de temática civil. Los congregados que se manifiestan desfilan por las calles en nombre de una causa, de un sentimiento o de una idea con la que comulgan con la máxima vehemencia, convencidos de que hacen lo que tienen que hacer y que lo hacen, como corresponde, con la máxima urgencia, puesto que constituye, respecto de una determinada circunstancia que se ha producido, una respuesta que "no puede esperar".

Desde el punto de vista de la teoría política, la manifestación de calle concreta el derecho democrático a expresar libremente la opinión, derecho personal ejercido colectivamente. A través de él, las personas pueden apoyar a veces, pero mucho más frecuentemente oponerse a los poderes administrativos o a cualquier otra instancia por medio de una asociación transitoria que se hace presente en un sitio de paso público, apropiándose de él u ocupándolo sólo en tanto que lo usa y sólo mientras lo está usando. Este espacio público deviene, así, en efecto, público, en el sentido ilustrado del término, es decir en espacio de y para la publicidad en que personas que se presumen racionales, libres e iguales se visibilizan para proclamar -individualmente o asociados con otros, a veces sólo para la ocasión- su verdad con relación a temas que les conciernen. La manifestación de calle implica una de las expresiones más entusiastas y activas de participación política y de involucramiento personal en los asuntos colectivos, así como una modalidad especialmente vehemente y eficaz de control social sobre los poderes públicos.

En ese orden de cosas, y como mínimo en teoría, en los sistemas políticos que se presumen democráticos las instancias de gobierno saben ceder su monopolio administrativo sobre el espacio público -interpretado en este caso no como espacio accesible a todos, sino como espacio de titularidad pública- a sectores sociales en conflicto, de manera que éstos pueden hacer usufructo pacífico con finalidades de índole expresivas, para dirimir en público todo tipo de desavenencias con los distintos poderes políticos, sociales o económicos. En condiciones no democráticas, sin embargo, el Estado impide todo manejo no consentido del espacio público, en la medida en que se atribuye la exclusividad de su control práctico y simbólico e interpreta como una usurpación toda utilización no controlada de éste. Es en estos casos cuando el poder político puede abandonar cualquier escrúpulo a la hora de demostrar sus seculares tendencias antiurbanas, consecuencia de una desconfianza frontal frente al espacio urbano, territorio crónicamente incontrolable de una forma plena.

A esta aprensión a lo imprevisible que está a punto de suceder en todo momento en los exteriores urbanos, se añade la prevención que siempre han despertado los grupos humanos que sólo existen en movimiento, como es el caso de los cuajos que forman en la calle las alianzas transeúntes de transeúntes, que sólo existen en y para la itinerancia. Es comprensible: todo movimiento y todavía más toda movilización se oponen, por principio y como veíamos en un capítulo anterior, a cualquier forma de estado, incluyendo su expresión más rotunda y generalizada: el Estado. Por su suspicacia ante la calle como espacio abierto -que alcanza en el toque de queda su explicitación más rotunda-, los sistemas políticos centralizados tienden a convencer a sus administrados de que la vía pública ha de servir sólo para que individuos o grupos reducidos vayan de un sitio a otro para fines prácticos o trabajen para mantenerla en buen estado -policías, empleados públicos, etc.-, y sólo excepcionalmente para que participen en movilizaciones colectivas patrocinadas o consentidas oficialmente. Cualquier otro usufructo de la calle es sistemáticamente contemplado como peligroso y sometible a estrecha fiscalización y, eventualmente, a prohibición o disolución violenta.

Una manifestación es, por tanto, una forma militante de liturgia, lo que implica que su descripción y análisis no deberían apartarse de lo que continúa siendo una ritualización del espacio urbano por parte de una colectividad humana, en este caso un segmento social agraviado por una causa u otra. En tanto que objeto de estudio, las manifestaciones han sido objeto de la atención desde la antropología y la historia social [1], que han puesto de manifiesto la condición que tienen de recurso cultural al servicio de la enunciación y la conformación identitarias. Las manifestaciones funcionan, en efecto, técnicamente como fiestas implícitas o parafiestas, en el sentido de que no aparecen homologadas como actividades festivas, pero responden a lógicas que son en esencia las mismas que organizan las fiestas de aspecto tradicional en la calle. Y no se trata sólo de que las marchas de protesta civil nacieran a finales del siglo XIX inspiradas en el modelo que le prestaban las procesiones religiosas o que, ahora mismo, no hagan más que agudizarse las tendencias a incorporar en las manifestaciones políticas o sindicales elementos de índole festival. Es, sobre todo, que las marchas civiles se revelan enseguida al servicio de ese mismo dispositivo de producción identitaria del que las fiestas han sido reconocidas una y otra vez como paradigma y, para llevar a cabo tal tarea, ponen en marcha mecanismos performativos que hacen moralmente elocuente el entorno físico que los convocantes y los convocados consideran apropiado y apropiable para llevar a término su acción [2].

Con todo, es obvio que, una procesión, por ejemplo, no es lo mismo que una manifestación. Una procesión tiene contenidos asociados a la sumisión a poderes divinos o divinizados, que son -si damos por bueno el viejo paradigma teórico propuesto por Durkheim- los de la comunidad misma que afirma de este modo su existencia y su autoridad. Ahora bien, no deja de ser igualmente cierto que -formalmente al menos- de una manifestación se podría decir casi lo mismo que de una comitiva procesional, en el sentido de que es un transcurso por un determinado itinerario por las calles de "un conjunto de personas ordenadamente dispuesto, que discurre por un trayecto tradicionalmente prescrito en compañía de sus símbolos sagrados...; movimiento colectivo, relativamente sincronizado a través de un espacio determinado y en un tiempo previsto" [3]. Una manifestación tampoco es exactamente lo mismo que un pasacalles de fiesta mayor o una rúa carnavalesca, actos peripatéticos consistentes en moverse por un determinado espacio para hacer saber a todos que ha sido declarado el estado de excepción festivo en un determinado territorio. El pasacalles no presume un contenido expreso, no hace ninguna proclamación sobre las necesidades o las exigencias de un colectivo, cosas que sí hace una manifestación. No obstante, y como se ha hecho notar, no se puede negar que las manifestaciones han ido incorporando, cada vez más, elementos formales de inequívoca extracción festiva y son muchas -casi todas- las que incluyen charangas, pirotecnias, gigantes y cabezudos, parodias, grupos de percusión que interpretan ritmos de samba o batucada o, en una última etapa, camiones cargados con altavoces gigantes que emiten música dance, imitando al estilo de las love parades. Todos esos elementos acaban produciendo una comitiva cuya singularidad tiende a quedar reducida a veces a sus contenidos explícitamente civiles.

A diferencia de una procesión o un pasacalles, una manifestación es un acto en el que un segmento social determinado reclama alguna cosa o publicita alguna situación que atraviesa. Al mensaje genérico que toda fiesta emite -¡somos!-, la manifestación añade otros más específicos, que exclaman: ¡... y queremos!, ¡... y decimos!, ¡... y exigimos!, ¡... y denunciamos! La voluntad de los manifestantes, a diferencia de quienes participan en un acto festivo tradicional, no es precisamente hacer el elogio de lo socialmente dado, sino modificar un estado de cosas. En ese sentido, la manifestación de calle no glosa dramatúrgicamente las condiciones del presente para acatarlas, sino para impugnarlas del todo o en alguno de sus aspectos, y por ello se convierte en uno de los instrumentos predilectos de los llamados movimientos sociales, es decir corrientes de acción social concertadas para incidir sobre la realidad y transformarla. Los movimientos sociales, en efecto, mueven y se mueven: mueven o tratan de mover la realidad y lo hacen a base de moverse topográficamente en su seno.

A pesar de todas esas diferencias, también casi todo lo que se ha escrito en torno de las manifestaciones como producciones culturales podría ser, una vez descontada la especificidad de su contenido declamatorio contra el presente, extrapolable a las deambulaciones festivas más canónicas. De las manifestaciones civiles se ha dicho que son una acumulación y concentración de signos, que implican sonidos, gestualidades, formas excepcionales de usar el lenguaje, elementos emblemáticos -pancartas, banderas, alegorías políticas-, despliegue organizado y jerarquizado de cuerpos itinerantes por un espacio privilegiado, es decir prácticamente lo mismo que podríamos decir -en función del grado de solemnidad de que el acto se invista- de un pasacalles o una procesión. Las manifestaciones, por otra parte, hacen explícita esta voluntad de proclamar cosas concretas con relación a contextos no menos específicos, y cierran esa deambulación ritual en el clímax que representan el mitin o la lectura de manifiestos a cargo de personas significativas que dan voz al conjunto de los congregados. Este rasgo todavía resulta más claro en el caso de concentraciones públicas, que no dejan de ser marchas inmóviles y que son respecto de los actos deambulatorios lo que la plaza es a la calle. En todos los casos, las ocupaciones extraordinarias de la calle por parte de fusiones humanas que tienen intención de decir o hacer una sola cosa al mismo tiempo y en el mismo sitio, obtienen cierta prerrogativa sobre el espacio que usan transitoriamente, definen su acción con relación a un territorio que afirman como provisionalmente propio y al que atribuyen unos valores simbólicos determinados.

Todas las deambulaciones festivas -incluyendo las manifestaciones civiles- implican un accidente significativo en el tiempo, que ha quedado alterado por una actividad prevista, pero no cotidiana. Todas implican una transformación visual y acústica del espacio por el que circulan, un abigarramiento especial, una ornamentación deliberadamente espectacular y un conjunto de sonidos, músicas y ruidos que no son los habituales en la calle. Todas implican una idealización de ese núcleo de tiempo/espacio que, por decirlo así, trabajan, que manipulan apropiándose de él o convirtiéndolo en representación pertinente de lo que quisieran que fuese. Lo que se expresa entonces al exterior es justamente lo que habitualmente permanece oculto, por mucho que resulte del todo fundamental: lo sagrado por antonomasia, aquello que Durkheim no enseñó a reconocer como hipóstasis de cualquier forma de comunidad, la esencia invisible de todo socius que periódicamente practica sus propias epifanías para recibir un derecho a la existencia sustantiva que acaso la realidad ordinaria no le depararía nunca. Por eso, toda celebración -laica o religiosa, vindicativa o tradicional, tanto da- es una manifestación en el sentido teológico de la palabra, es decir una proclamación externa del misterio, tal y como la liturgia católica establece al designar como acto de manifestar la acción de exhibir el Santísimo Sacramento a la adoración pública de los fieles.

La diferencia más importante que podemos encontrar entre las deambulaciones explícitamente festivas y los itinerarios rituales de índole civil es que las primeras pretenden expresar cíclicamente la existencia de una supuesta comunidad estable, un grupo humano que se exhibe como coherente y que presume tener la perdurabilidad como uno de sus atributos. En cambio, las manifestaciones de calle son prácticas significantes marcadas por su condición esporádica y porque hacen evidentes las virtudes cohesionadoras del conflicto. Esto implica que estos actos fusionales sean, en efecto, un ejemplo de ritualización de los antagonismos sociales, a la manera como ha sido estudiado por la etnología clásica en sociedades exóticas, pero también como recoge la moderna politología, que ha sabido reconocer la manera como los grupos sociales copresentes pero enfrentados pueden sustituir las agresiones lesivas por demostraciones protocolizadas de fuerza, de las que las manifestaciones serían uno de los ejemplos más clásicos.

Ahora, el grupo humano que ha cristalizado de pronto en las calles -donde antes no había más que viandantes dispersos- ya no tiene por fuerza en común una cosmovisión determinada, ni invoca su pertenencia a ningún tipo de congregación identitaria estable, sino que es una entidad polimorfa y multidimensional que se organiza ex professo en nombre de asuntos concretos que han motivado la movilización, susceptibles, eso sí, de generar formas de identificación transversal con frecuencia tanto o más poderosas que las de base religiosa o étnica uniforme. Podríamos decir que la manifestación suscita un grupo social por conjunción contingente, mientras que la deambulación festiva tradicional pretende consignar la existencia de un grupo social basado en la afiliación o la pertenencia a una unión moral más duradera. La manifestación de calle hace patentes las contradicciones y las tensiones sociales existentes en un momento dado en la sociedad y las personas que se reúnen objetivan una agrupación humana provisional convocada en función de intereses y objetivos colectivos específicos, provocan un acontecimiento con un fuerte contenido emocional que, al margen de los objetivos concretos de la convocatoria, procuran a los participantes una dosis importante de entusiasmo militante y de autoconfianza en la fuerza y el número de quienes piensan y sienten como ellos. Saben, ahora con seguridad, que ciertamente no están solos. Eso no implica que los conjuntados tengan que mostrarse como una unidad homogénea. Al contrario, con frecuencia las manifestaciones son puestas en escena de una diversidad de componentes en juego, unidos para la ocasión, pero que cuidan de señalar su presencia delegada a través de indicadores singularizados, como su pancarta, sus consignas o su bandera.

Este principio conocería sus excepciones relativas, que coinciden precisamente con aquellas formas de manifestación civil que más cerca se encuentran del modelo que le prestan las celebraciones deambulatorias tradicionales. Es el caso de las protestas conmemorativas cíclicas y regulares, fijadas en el calendario y repetidas años tras año, como las del 8 de Marzo, el Primero de Mayo o las cercanías del 28 de junio, la fecha de los enfrentamientos de 1969 en Nueva York entre gays y la policía. En estos casos, la actividad deambulatoria por las calles es una especie de monumento dramatúrgico en que un grupo reunido se arroga la representación de colectivos humanos víctimas de un determinado agravio histórico que, en la medida en que no se ha reparado, ha de ver recordada cada año su situación de pendiente de resolución. Los congregados evocan una herida infligida, una derrota injusta, una ofensa crónica, pero no se presentan como una colectividad contingente, sino como la epifanía de un sector de ciudadanos habitualmente invisibilizados en su identidad y que tienen en común algo más que sus vindicaciones. Las mujeres, la clase obrera o los gays y lesbianas ritualizan, siguiendo las palabras escritas por Teresa del Valle con relación a las manifestaciones del 8 de Marzo en Donosti, "un pacto colectivo que se estrena cada año [...], un pacto que tiene su parte de denuncia, de la actualización de la memoria histórica" [4]. Francisco Cruces ha coincidido en apreciar esta funcionalidad de las manifestaciones urbanas como dispositivos de reificación de identidades habitualmente negadas en la vida pública y, por tanto, como mecanismos con una tarea no demasiado diferente de la que ciertas fiestas tradicionales garantizan: "La marcha significa hacerse visible en un orden particular regido por el anonimato, las reglas abstractas -impersonales- de convivencia y la prioridad del desplazamiento lineal sobre el encuentro en el espacio público. Es decir, supone un reconocimiento de diferencias en un contexto de igualación e invisibilización cultural" [5].

Las actividades fusionales que asumen contenidos asociados a los principios de civilidad y ciudadanía son parte sustantiva de la vida cívico-política en el mundo contemporáneo, al mismo tiempo que testimonian la capacidad del ritual de adecuarse a los requerimientos comunicacionales de los mass media, cuya atención es siempre un objetivo a alcanzar. Las manifestaciones son actos rituales destinados a crear solidaridades basadas en el consenso circunstancial, fundar legitimidades, canalizar la percepción pública de los acontecimientos..., siempre combinando una intensificación interna del grupo congregado con una funcionalidad como vehículos de información dirigida al público en general.

Para la teoría política, la manifestación de calle concreta el derecho democrático a expresar libremente la opinión, derecho personal ejercido colectivamente. A través de ella, las personas pueden oponerse a los poderes administrativos o a cualquier otra instancia por medio de una asociación transitoria que se hace presente en un sitio de paso público. Este espacio público se convierte así en mucho más que un pasillo: deviene en efecto público, en el sentido ilustrado del término que tanto han enfatizado autores como Habermas, es decir en espacio de y para la publicidad. En este sentido, la concentración o la marcha de un grupo humano en la calle implica una fusión no orgánica, puesto que lo generado no es una comunidad, sino un pacto entre personas individuales que prescinden o ponen provisionalmente entre paréntesis lo que les separa, al haber encontrado una unidad moral más o menos eventual. Por todo ello, de la manifestación podría decirse algo más que se constituye un ejemplo emblemático de ritual político moderno, puesto que en cierto modo es la ritualización de los valores políticos de la propia modernidad [6].

Recordemos que, para la ciencia política, la manifestación implica una de las expresiones más entusiastas y activas de participación política, así como una de las modalidades más vehementes de control social sobre los poderes públicos. Participar en manifestaciones, bajar o salir a la calle para expresar mensajes relativos a asuntos públicos constituye lo que un clásico de la politología llama modalidad gladiadora de acción política [7], aquella que implica el máximo grado de involucramiento personal de los miembros de una sociedad en las cosas comunes. En ese orden de cosas, si es verdad que todo poder político institucionalizado reclama hoy su correspondiente escenificación, parece inevitable la espectacularización asimismo de instancias civiles y políticas que son constantemente evocadas, pero que, en caso de que no existiesen las manifestaciones y otras ceremonias políticas análogas, no tendríamos la oportunidad de contemplar en vivo jamás. Si el Estado y las diferentes esferas gubernamentales tienen su teatro, este dispositivo de efectos escénicos que dibujan lo que Abélès ha llamado un "círculo mágico" alrededor de los políticos [8], lo mismo podría decirse de instituciones al mismo tiempo fundamentales e hiperabstractas, como el pueblo, la ciudadanía, la opinión pública..., es decir, todo aquello que se supone que el sistema político representativo representa.

En estas ocasiones, se suscita la imagen de que todos esos personajes no son entidades protagonistas pero pasivas, que se limitan a depositar su voto en una urna cada equis tiempo, sino un conjunto de individuos conscientes y responsables que pueden tomar la determinación de hacer oír su voz directamente, sin la intermediación de sus mediadores políticos. Las manifestaciones políticas acaban haciendo, entonces, lo mismo que los rituales suelen hacer, que es convertir en realidad eficaz las ilusiones sociales, constituirse en prótesis eficientes que, como se ha escrito en relación a los mítines, "hacen pensable lo etéreo, sensible lo abstracto, visible lo invisible, material lo efímero, creíble lo paradójico y natural lo misterioso" [9]. Lo que vemos desfilar en cada manifestación son los estudiantes, los trabajadores, el pueblo, los inmigrantes, los antifascistas..., es decir objetivizaciones en que un grupo más o menos numeroso de personas que usan expresivamente el espacio público se presentan y son reconocidas como encarnación de colectivos muchos más amplios, cumpliendo una función más que simbólica, sacramental, en tanto que logran el prodigio de convertir la metáfora -o mejor la sinédoque- en metonimia: se convierten en aquello que representan.

Se entiende también, por todo ello, que el centro de la ciudad sea el escenario privilegiado para que un colectivo sobrevenido hable de sí mismo en y a través de sus calles y plazas. Los urbanitas -es sabido- acuden al centro urbano para llevar a cabo todo tipo de actividades: burocráticas, laborales, administrativas, lúdicas, de aprovisionamiento y consumo... El centro es entonces un campo de encuentro de todos, escenario de una actividad múltiple, paraje permanentemente vigilado, es cierto, pero donde puede pasar cualquier cosa en cualquier momento. Este marco hace más tangible en cualquier otro sitio la actividad escindida y contradictoria de la vida urbana, pero también su paradójica capacidad integradora. Resulta lógico, entonces, que aquellos grupos que quieran objetivarse lo hagan en ese espacio que es escenario de y para las reverberaciones, las amplificaciones y los espectáculos que, de manera ininterrumpida, protagoniza el público o/y que son destinados al público. Cuando una colectividad quiere proclamar alguna cosa lo hace preferentemente en el centro, y no sólo por sus virtudes magnificadoras, ni porque allí residan las instancias políticas interpeladas, sino por la propia elocuencia que se atribuye a un territorio donde pasa todo aquello que permite hablar -en el sentido que sea- de una sociedad urbana.





Notas al pie de página

    [1] Cf., por ejemplo, S. Collet, "La manifestation de rue comme production culturelle militante", Ethnologie française, vol. XII/2 (1982), pp. 167-177, y "Les pratiques manifestantes comme processus révélateur des identités culturelles", Terrain, 3 (octubre de 1988), pp. 56-58.

    [2] D. Cochart, "La Fête dan la protestation", en N. Marouf, ed., Pour une sociologie de la forme. Mélanges Sylvia Ostrowetsky, Université de Picardie Jules Verne/CEFRESS, Picardía, 2000, pp. 413-315.

    [3]
    H. Velasco, "El espacio transformado, el tiempo recuperado", Antropología, núm. 2 (marzo de 1992), p. 8.

    [4] T. del Valle, Andamios para una nueva ciudad, Cátedra, Madrid, 1997.

    [5] F. Cruces, "El ritual de la protesta en las marchas urbanas", en N. García Canclini, ed., Cultura y comunicación en Ciudad de México, Grijalbo, México D.F., 1998, vol. II, p. 66. Véase también, del mismo autor, "Las transformaciones de lo público. Imágenes de protesta en la Ciudad de México", Perfiles Latinoamericanos, VII/12 (1998), pp. 227-256.

    [6] D. I. Kertzer, "Rituel et symbolisme politiques des sociétés occidentales", L'Homme, XXXI/1 (enero-marzo de 1992), pp. 79-90.

    [7] L. W. Milbrath y M. L. Goel, Political Participation: How and why do people get involved in politics?, University Press of America, Lanham, 1977.

    [8] M. Abélès, "Modern Political Ritual", Current Anthropology, vol. 29/3 (1988), p. 188.

    [9] F. Cruces y A. Díaz de Rada, "Representación simbólica y representación política: el mitin como puesta en escena del vínculo electoral", Revista de Occidente, 170-171 (julio-agosto de 1995), p. 165.

Nota Lun Mar 19, 2012 4:52 pm
Nunca había leído/visto nada de este hombre, pero llevo un buen rato escuchando la entrevista realizada por Imatges per a la Solidaritat y me está gustando mucho. Muchas gracias una vez más por las maravillosas cosas que se encuentran en este foro :D

Salud!

EDIT: frase memorable de la entrevista "hoy por hoy, la mayor parte de veces, la policía es un factor de desorden" (11:20)

Nota Lun Mar 02, 2015 1:14 am
fuente: http://manueldelgadoruiz.blogspot.com.e ... el_23.html



El anticlericalismo como ideología burguesa



Manuel Delgado Ruiz

El Cor de les Aparences // 1 de marzo de 2015




    Sobre la "niebla diabólica" que propició la violencia religiosa en la España contemporánea. A partir de unas declaraciones del cardenal Angelo Amato en octubre de 2013, consideraciones para los estudiantes de la asignatura Nuevos Entornos Religiosos del Máster de Antropologia y Etnografía de la UB.


Me ha interesado la expresión que el cardenal Angelo Amato ha empleado para referirse a las raíces ideológicas de la persecución religiosa en España en 1936 -y antes-, en términos de una "niebla diabólica". Una pregunta pertinente sería cuál es esa doctrina infinitamente perversa a la que cabe atribuir la responsabilidad intelectual de miles de asesinados por causa de su religión y la destrucción de un incalculable patrimonio cultural y artístico.

Lo primero es entender cómo las proclamas y las acciones favorables a la eliminación del catolicismo de la faz de la tierra y los acontecimientos iconoclastas quisieron afectar el nivel más estratégico de la organización social, aquel de cuya desarticulación dependía la incorporación de España al orden de la modernidad capitalista. El objetivo de las agresiones era, por encima de todo, la eliminación o la desactivación de los elementos del paisaje considerados incompatibles con un orden civilizatorio en proceso de construcción. Los lugares y momentos a aniquilar eran interpretados como focos desde los que actuaban, más allá de la política y la economía, los niveles más profundos y determinantes del sistema de mundo todavía hegemónico. Las explosiones milena­ristas –incluso tan laicas como las españolas contemporá­neas– se producen en re­lación con esa dislocación en la organiza­ción de la experiencia que se deriva de la transi­ción al mun­do moderno. El desplazamiento histórico actúa aquí en el sen­tido de desarbolar urgente y violentamente los vie­jos pode­res que lastraban la emancipación de lo privado.

La icono­clastia de masas, tal y como se da en España hasta 1936, suce­de como lugar fundamen­tal de una dinámica, ya con­cluida en la mayor parte de países de Europa occidental y largamente apla­zada aquí, que desem­bocaba en la implan­tación de un nuevo estado de cosas social, económico y político, a costa del sacrifi­cio, traumático casi siempre, de los antiguos mo­de­los de insti­tucio­nalización re­ligiosa del orden societario. Las grandes corrientes heréticas y reformistas que recorrieron Europa durante siglos, expresando a su paso un odio cerval contra el clero, deben ser pensadadas en tanto que forzadoras ya del confrontamiento entre una cultura tradicional fundada en la omnipresencia de Dios en el mundo y una cultura de la modernidad centrada en la autonomización de lo mundano. Ese cambio no se había produ­cido en España. Es­pa­ña, sin Reforma, era un país rezagado, pendiente todavía lo que Trevor‑­Roper había llamado la «asignatura pro­testante», una apreciación que, si hubiera que dar por bue­na una lectura secuencializada más o menos homologable del acceso a la modernidad religiosa, podría ser exten­sible a ese otro episodio ignorado que fue el propio milena­rismo en España, que no sólo no conoció las revoluciones puritanas que se extienden por Europa a partir del siglo XVI, sino que tampoco fue escenario de algo que se pareciese a las grandes movilizacio­nes populares de signo apoca­líp­tico que recorrieron el continente durante siglos, con la excepción de los irmandiños del siglo XV, un movimiento quiliásmico de nulo contenido iconoclasta.

Lo cierto es que en demasiados aspectos, repitámoslo, era escasa la diferencia entre el lenguaje de los amotinados anticlericales de la España contemporánea y el de, por ejemplo, los que asolaron las iglesias católicas en los Países Bajos en el último trimestre de 1566, sobre todo por lo que hace a una parecida ansiedad suscitada por las imágenes religiosas. Hobsbawm estaba convencido de que alguien, algún día, haría figurar en los libros a los anarquistas en el mismo apartado que los anabaptistas, lo que da a entender que no estaba al corriente de que Karl Mannheim ya lo había hecho en uno de los suyos –el más influyente Ideología y utopía–, al definir a los seguidores de Bakunin como continuadores del milenarismo utópico de tipo extático, del que el más sobresaliente ejemplo histórico fueron precisamente los campesinos de Müntzer. Ni en los códigos desplegados, ni en la furia desatada en saqueos e incendios por los movimientos mesiánicos bajomedie­vales y las revoluciones puritanas modernas, deberían resultarles desconocidos a quienes supieran de los argumentos, formas y re­sultados de la icono­clastia española reciente, empezando por la convicción de que era mucho más perentorio e inaplaza­ble el desguace del aparato simbólico-ritual en vigor que la lucha con­tra los poderes temporales o de clase, y acabando por un acen­to escatológico que se tra­ducía en violencias típicamente asociadas durante siglos al cumplimiento de las profe­cías de redención so­cial.

Que librepensamiento o masonería implican casi consustancialmente anticlericalismo, pero no por fuerza iconoclastia, queda todavía más claro en el caso latinoamericano. No se puede hablar allí de algo parecido al anticlericalismo de masas español, con la excepción del ya aludido populismo callista en el México de los años 30, o de algún otro caso esporádico, como el del incendio de la Curia, el asalto a la catedral y los ataques con cócteles molotov contra iglesias en Buenos Aires en junio de 1955, consecuencia del ambiente que había creado la derogación de la ley de enseñanza religiosa por Perón el año anterior, la airada reacción eclesial al respecto y, sobre todo, la intentona militar del día 11 de aquel mes. El siglo XIX conoció en América Latina movimientos de independencia fuertemente influenciados por los ideales ilustrados, liberales y masónicos, con su consecuente factor jacobino, librepensador y anticlerical. A pesar de que en todos los casos se registran dinámicas de secularización, destinadas a restringir al máximo el papel de la religión en la vida civil, la presencia de agitaciones iconoclastas es prácticamente nula en los respectivos procesos de construcción nacional. En casi todos los casos, los nuevos Estados se autoproclamaron católicos y no pretendieron una laicización taxativa de la sociedad. Por ejemplo, en Perú, las posiciones anticlericales de Vigil son una relativa excepción, cuya incidencia real en la construcción del país fue relativa, y el furibundo anticlericalismo de los seguidores de González-Prada, la expresión local del radicalismo, a lo más que llegó fue a mermar en algunas provincias el índice de práctica religiosa. A pesar del modelo que en todo momento le prestó el PRI y haber convivido durante la época de exilio –la dictadura de Juan Vicente Gómez– con el fenómeno iconoclasta en México, al Partido Revolucionario Venezolano le pareció que «el desbordado anticlericalismo callista era erróneo e irrepetible para Venezuela». En Colombia, a pesar del encono entre liberales y conservadores a lo largo de todo el siglo XIX, ni siquiera durante la guerra de 1876 se conocieron actividades masivas de signo anticlerical, y las agresiones aisladas contra miembros del clero –sin que ninguno resultara asesinado– y los actos sacrílegos o blasfemos corrieron a cargo de la soldadesca.

En España, tampoco el socialismo español tenía inscrito un contenido anticlerical explícito, cuanto menos de entrada o como cuestión prioritaria, y mucho menos se le podría encontrar alguna responsabilidad ideológica en la destrucción ritual de imágenes, a pesar de que hay destrucciones y atentados en masa en zonas bajo dominio de la UGT y el PSOE, como el País Vasco, Asturias o Castilla-La Mancha. En Francia, el antieclesialismo republicano‑burgués decimonónico había sido denunciado por los socialistas, que siempre contemplaron la in­sistencia antieclesial de teóricos como Gambetta como un ejemplo –y esta sería una cuestión en la que tanto habría de insistir Jules Guesde frente a Jaurès– de la duplicidad de la burgue­sía, una estratagema banalizado­ra que garantizaba «el atonta­miento del obrero y la tranqui­lidad del burgués», por decirlo en palabras de Émile Faguet. En España Pa­blo Igle­sias había advertido del error que implicaba excitar al proleta­ria­do para que diri­giese su actividad y su ener­gía contra la Iglesia antes que contra la patronal. Los trabajos sobre los ambientes socialistas en la Andalucía rural de los años 30 ponen de manifiesto cómo, con relación al papel de la Iglesia, UGT y el PSOE no hacen sino adaptar los cánones del anticlericalismo liberal.

Lo mismo podría decirse del comunismo, a pesar de que el POUM aparece con frecuencia mezclado en los incendios de julio del 36 en Cataluña y que el franquismo atribuyó sistemáticamente los desmanes contra el culto católico a los «rojos». En 1909 Lenin se vio obligado a alertar sobre un anticlericalismo que contemplaba como una deformación específicamente liberal-burguesa. En algunos países en que se impuso el «socialismo real» –Unión Soviética, Camboya, Albania–, se derribaron lugares de culto, pero no hubo grandes tumultos populares, ni se destruyó el patrimonio artístico, ni se montaron escenificaciones incendiarias... Cuando, por ejemplo, en los años treinta se derroca la catedral ortodoxa de la Santa Madre de Kazán, en la Plaza Roja de Moscú, para instalar en su lugar unos urinarios, los actores son obreros de la construcción y el motivo la remodelación urbanística de la capital. El exhaustivo trabajo de Ricard Vinyes sobre el ambiente social-marxista en la Cataluña contemporánea no sólo no recoge una presencia inmanente del anticlericalismo, sino que muestra a los primeros comunistas catalanes atravesados por ideas y modelos inspirados en la cultura religiosa popular de su época, de los martirios de los santos a la obra de mosén Cinto Verdaguer.

Ni siquiera el anarquismo tenía en su programa un lugar para la destrucción sistemática de templos e imágenes, por mucho que fuera a la CNT-FAI a quien más se aluda en las culpabilizaciones. Ha habido quien ha interpretado, en ese sentido, que el anticlericalismo anarquista fue parte de una astucia del librepensamiento burgués y masónico en orden a atraer al proletariado hacia un movimiento interclasista estable afín a sus intereses. Es posible que los anarquistas hubieran encabezado motines anticlericales, pero es del todo presumible que de no haber estado presentes militantes anarcosindicalistas en los hechos, éstos se hubieran producido exáctamente igual. Los asesinatos rituales, las profanaciones, las parodias y los incendios que tienen en lugar en España antes de los años 30 y a lo largo de más de un siglo son obra de grupos no organizados políticamente, la identificación ideológica de los cuales es poco menos que imposible. Ni siquiera los «malvados» radicales republicanos, a los que sistemáticamente se atribuye la orientación interesada, reaccionaria y demagógica de los disturbios anticlericales de 1909 en Barcelona, fueron culpables directos de aquellos acontecimientos. Como ha señalado Romero Maura, el Partido Radical nunca asumió como su enemigo objetivo a la I­glesia y sólo a posteriori incorporó la de­fensa apologé­tica de las quemas de templos y conventos.

Tampoco la violencia revolucionaria en España tenía incorporada a sus lógicas los ataques contra el clero como un requisito indispensable. Las insurreciones en las que a principios de los años 30 se proclama el comunismo libertario se mantienen indiferentes ante los representantes y representaciones de la Iglesia, con alguna excepción aislada como la de Sollana, en enero del 32, cuando un sacerdote fue herido por los anarquistas en un intercambio de disparos. Hubo significativos casos de revuelta popular en las que la cuestión religiosa y el papel del clero pasan desapercibidos. Así, entre 1932 y 1934, levantamientos anticaciquiles tan importantes como los de Castilblanco, Arnedo o Jeresa transcurren trágicamente, pero sin que se interpele a los curas ni se ataque iglesias o conventos. En los sucesos de la población extremeña de Castilblanco, en que cuatro guardias civiles fueron linchados por los vecinos, la documentación del proceso, recopilada por los defensores socialistas de los acusados, no menciona apenas a la Iglesia ni al «problema religioso». De hecho, durante la revolución anarquista de enero de 1933 no se produce énfasis alguno en atacar edificios religiosos, y sí instalaciones militares o policiales. En el episodio mejor estudiado de aquella revuelta –el de Casas Viejas–, no se registra ninguna agresión anticlerical, a pesar de que el papel atribuido a la Iglesia en aquel contexto la hubiera hecho merecedora de ataques violentos como los que había padecido o habría de padecer más tarde.

No quiero hincharos de bibliografía, que sé cómo vais de trabajo ahora. En cualquier caso dejadme unas recomendaciones por si os interesa el caso lationamericano que ha planteado en clase como fuente de comparaciones. El anticlericalismo en Colombia aparece apunta en G. M. Arango, La mentalidad religiosa en Antioquia. Prácticas y discursos, 1828-1885 (Universidad Nacional, Medellín, 1993). Interesantísimo el caso del México callista, sobre todo bajo el mandato de Garrido en Tabasco. Miraros [1] Cf. C. Martínez Assad, El laboratorio de la revolución. El Tabasco garridista, Siglo XXI, México DF., 1991. Interesante igualmente el caso argentino, Roberto di Stefano sobre su Ovejas negras. Historia de los anticlericales argentinos, Sudamericana, Buenos Aires, 2010.

Otro tema que me interesa que os interese es el del descarmamiento de la izquierda socialista de lo que entendía que era el desviacionismo burgués que suponía el anticlericalismo, es decir, la instalación de la Iglesia como primer enemigo a batir. Para eso miraros A. Mellor, Historia del anticlericalismo francés, Mensajero, Bilbao, 1967. Sobre la actitud de Pablo Iglesias y los socialistas respecto de la Iglesia, véase V. M. Arbeloa, Socialismo y anticlericalismo, Taurus, Madrid, 1973, o el artículo de J. Lalouette, «El anticlericalismo en Francia, 1877-1914», en Cruz, dir., "El anticlericalismo", monográfico de la revista Ayer, 2002, pp. 15-38. Y sobre la denuncia de Lenin al respecto, la encontraréis en «Actitud del Partido Comunista ante la religión», en C. Marx, F. Engels y V. I. Lenin, Acerca del anarquismo y el anorsindicalismo, Progreso, Moscú, 1976. Sobre la “contaminación” reformista de los anarquistas, sobre todo por la influencia masona, miraros el artículo de Pere Sánchez Ferré, «Maçoneria, anarquisme i republicanisme», en Ies. Jornades sobre Moviment Obrer, Associació d'Amics de la Biblioteca Pública Arús, Barcelona, 1991. Me parece muy significativo el que en Castilblanco no se produjeran altercados anticlericales. Al respecto utilísimo me fue encontrar el libro de L. Jiménez de Asúa y A. Rodríguez Sastre, Castilblanco, Editorial España, Madrid, 1933. Le agradezco a Gabriele Ranzato que me pusiera sobre la pista de este interesantísimo documento. En cuanto a Casas Viejas, lo mismo, miraos J. R. Mintz, Los anarquistas de Casas Viejas, Diputación de Granada, Granada, 1999.


Volver a Biblioteca

Antes de empezar, un par de cosas:

Puedes usar las redes sociales para enterarte de las novedades o ayudarnos a difundir lo que encuentres.
Si ahora no te apetece, puedes hacerlo cuando quieras con los botones de arriba.

Facebook Twitter
Telegram YouTube

Sí, usamos cookies. Puedes ver para qué las usamos y cómo quitarlas o simplemente puedes aceptarlo.