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SUBIRATS, Eduardo

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SUBIRATS, Eduardo

Nota Mar Abr 06, 2010 12:25 am
Eduardo Subirats

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(wikipedia | dialnet | ensayistas.org)


Introducción

Barcelona, 1947. Filósofo y ensayista. Profesor de la New York University. Anteriormente fue profesor de estética en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, además de otras universidades de Brasil, México y Estados Unidos.

Son obras suyas: Utopía y subversión (1975); Figuras de la conciencia desdichada (1979); La ilustración insuficiente (1981); El alma y la muerte (1983); La flor y el cristal (1986); La cultura como espectáculo (1988); El final de las vanguardias (1989); Metamorfosis de la cultura moderna (1991); La transfiguración de la noche: la utopía arquitectónica de Hugh Ferriss (1992); Después de la lluvia: sobre la ambigua modernidad española (1993); El continente vacío: la conquista del nuevo mundo y la conciencia moderna (1994); Linterna Mágica: vanguardia, media y cultura tardomoderna (1997); Culturas virtuales (2001); Intransiciones: Crítica de la cultura española (2002); El reino de la belleza (2003); Viaje al fin del paraíso (2004); Una última visión del paraíso: ensayos sobre media, vanguardia y destrucción de culturas en América Latina (2004); Violencia y civilización (2006).





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Nota Mar Abr 06, 2010 12:26 am
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Nota Mar Abr 06, 2010 12:26 am
Eduardo Subirats, en "El legado de Auschwitz", en La Jornada, el 1 de julio de 2008, escribió:Los reiterados tributos oficiales a las víctimas de los campos de concentración europeos, creados durante la Segunda Guerra Mundial, pareciera que iban a poner un fin a su lógica del genocidio. A comienzos del siglo XXI es difícil creer que sea éste el caso. Las guerras de los Balcanes, las atrocidades que se sucedieron en África y en las guerras de Iraq y Afganistán señalan más bien una espantosa regresión histórica. Las masacres y genocidios, los desplazamientos de millones de humanos, el confinamiento masivo en campos de concentración o de refugiados y, no en último lugar, los movimientos migratorios provocados por la pobreza y la destrucción ecológica no han cesado de multiplicarse.

Según los datos facilitados por el Committee for Refugees and Immigrants de Estados Unidos, en el año 2006 existían en el mundo 33 millones de personas involuntariamente desplazadas de sus hábitats originales. De ellos, 21 millones los constituyen las llamadas “personas internamente desplazadas”, es decir, relocalizadas dentro de sus propias fronteras nacionales. Los 12 millones restantes son refugiados que han huido a segundos países en busca de seguridad política y económica.

Sudán y Colombia se mencionan como ejemplos de desplazamientos internos promovidos por la violencia militar, con cifras que alcanzan hasta los 5 y 3 millones de refugiados, respectivamente. La crisis humanitaria más reciente la brinda Iraq con un millón setecientos mil desplazados internos y dos millones más que han abandonado el país.

Oficialmente estas movilizaciones son temporales. Pero en países como Colombia, el regreso a sus hogares de los desplazados, que son indígenas y mestizos en su mayoría, es imposible, puesto que sus tierras oficialmente “abandonadas” son apropiadas legalmente por corporaciones y organizaciones militares. Existen más de 2 millones de afganos en campos y refugios provisionales desde hace más de 20 años. La cifra récord la configuran los palestinos: 3 millones de desplazados hace medio siglo. El número de estos llamados “refugiados perpetuos” en el mundo asciende a un total de 8 millones. Y estas cifras no hacen sino multiplicarse de año en año al amparo de lucrativas guerras y tráfico de personas.

En las declaraciones oficiales, los campos de concentración del nacionalsocialismo del siglo pasado se condenan y consagran como un evento único en la historia de la humanidad, cuyos motivos, métodos y objetivos escapan a la luz de la razón. Implícita o explícitamente se atribuye su responsabilidad a voluntades perversas y patologías racistas.

Sin embargo, los genocidios industriales del siglo XX no constituyen un hecho aislado. Las minas y las mitas coloniales de la América española constituyen un paradigma histórico de racionalización militar de un sistema etnocida de producción. Las cifras del genocidio colonial americano son imprecisas. Pero los cálculos más conservadores las sitúan en torno a las decenas de millones.

El tráfico internacional de esclavos africanos constituye un prefacio sórdido a los genocidios europeos del siglo XX, con cifras asimismo escalofriantes. El propio nombre de campos de concentración fue acuñado por el colonialismo británico en África del Sur antes de que lo esgrimiera el imperialismo alemán.

Tras estos crímenes contra la humanidad existen, sin lugar a dudas, voluntades enfermas. Pero sus procesos genocidas están atravesados por la limpia racionalidad que define la acumulación de capital, la expansión de mercados y la concentración de poder y riqueza. Aproximadamente la mitad de las víctimas de los campos de concentración nazis eran campesinos eslavos, gitanos y comunistas que la máquina militar devoraba a lo largo de su expansión hacia el este.

Su exterminio estaba ligado a un principio económico: racionalizar la producción agraria, liberándola de sus trabas precapitalistas. Una de las razones que justificaban la eliminación de los guetos judíos de Europa central eran sus formas de vida tradicional, resistente a la economía de mercado y a las exigencias de la industrialización agraria. Estos genocidios esgrimieron asimismo un principio de seguridad: sus víctimas eran potenciales insurgentes contra el sistema que las desalojaba de sus ciudades y sus tierras.

Aunque jurídica y mediáticamente se contemple como una realidad aparte, el flujo migratorio masivo de nuestros días obedece a los mismos principios: la expansión territorial de poderes corporativos, crecientes desigualdades económicas y sociales entre las naciones ricas y las regiones neocoloniales, la degradación ambiental y la violencia. Sus cifras son asimismo turbadoras. En Europa existen 83 millones de inmigrantes legales y un número indeterminado, entre 4 y 7 millones, de denominados “sin papeles”. En Estados Unidos la cifra oficial de estos inmigrantes no legalizados asciende a 12 millones.

En lugar de confrontar las causas de este desorden global, los intereses económicos y militares que lo sostienen, los líderes mundiales han optado por la criminalización de sus víctimas y la militarización de sus conflictos. El propio concepto de “inmigrante ilegal” es una construcción tan arbitraria. El término fue acuñado por el colonialismo británico para combatir una indeseada inmigración de judíos a Palestina en los años de su persecución nazista en Alemania. Las frases sobre la amenaza que estos inmigrantes representan para el mercado laboral, su viciosa asociación con el crimen organizado y las retóricas de su no integración nacional encubren el efectivo desmantelamiento de los derechos humanos a escala global.

Los campos de detención y concentración, y la militarización de los movimientos migratorios generados por las guerras, la miseria y el expolio no son precisamente una solución a estos dilemas. Son parte del problema. Sólo la confrontación transparente de la creciente extorsión económica de las regiones más ricas del planeta por poderes corporativos multinacionales, de las causas reales del deterioro ambiental, y de los tráficos de armas y humanos, y sólo la implementación de auténticos programas de desarrollo sustentable podría poner un punto final a esta lógica del genocidio: el legado de Auschwitz. Pero la condición primera para poder encontrar una solución a estos dilemas es su debate público.


(Este artículo ha sido censurado por El País, de Madrid, en el momento en que los líderes europeos administran la expulsión de millones de inmigrantes ilegalizados.)


Nota Dom Feb 20, 2011 2:31 am
Eduardo Subirats, en "El fascismo después de Auschwitz", en El Mundo, el 14 de febrero de 2007, escribió:Los bombardeos de ciudades con el objetivo explícito de erradicar a una población étnica y religiosamente definida como islámica, las masacres genocidas perpetradas por organizaciones paramilitares, los campos de concentración, tortura y exterminio indiscriminado de partisanos, ciudadanos inocentes y mujeres clasificados como islámicos, la destrucción intencionada y sistemática de legados culturales de los pueblos y el soberano desprecio por cualquier norma legal y moral irrumpieron súbitamente, al cerrarse el siglo, en una Europa alegremente confiada en las promesas de un neoliberalismo triunfante tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Cerraba aquella Guerra de los Balcanes la absoluta pasividad de la masa electrónica global.

Un historiador europeo, Jacques Julliard, advirtió entonces en el título de su ensayo: Ce fascisme qui vient... En aquel año de 1994, sin embargo, semejante aviso parecía extravagante. La ya olvidada Guerra de los Balcanes respondía, al fin y al cabo, a un conflicto local, y sus estrategias criminales se percibían más bien como un déjà vu. Esto es lo que entonces se creía o se pretendía. Por lo demás, la aldea global consumía alegremente una posmodernidad multicultural y milagrosos índices de crecimiento. ¿Qué podía significar a comienzos de los años noventa un fascismo del mañana?

La palabra «fascismo» ya había adquirido, por otra parte, un perfil desgastado. La academia anglosajona (R. Griffin es un caso tan sintomático como las películas de Hollywood sobre el tema) ha venido trivializando el fascismo histórico y global a la categoría de un poder carismático ligado a ideologías salvadoras y a un concepto de totalitarismo conceptualmente recortado desde una estricta visión jurídica. Estas versiones académicas han identificado además fascismo y nacionalismo con apasionada terquedad. A cambio, han ignorado sus raíces históricas en los imperialismos clásicos y modernos, y en la teología política colonial.

Por decirlo más exactamente: la predominante interpretación academicista norteamericana ha convertido el fascismo en un fantoche nacionalista, al mismo tiempo que lo ha deslindado del colonialismo y el imperialismo financiero y militar, que sin embargo han sido sus fuentes modernas. En consecuencia se siguen ignorando los ostensibles vínculos del fascismo de ayer y de hoy con las corporaciones industriales, energéticas y militares. Y, sobre todo, esta definición políticamente correcta del fascismo se ha preocupado por silenciar las dos interpretaciones críticas más importantes del fascismo, formuladas inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: la de Karl Polanyi, que ponía de manifiesto el intercambio de signos entre neoliberalismo y fascismo, y la de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, que señalaban su continuidad con la tecnociencia baconiana.

Sin embargo, seguimos aplicando corrientemente la palabra fascista (de manera impropia si considerásemos propia la apropiación académica de las palabras) a un concepto agresivo de poder que no respeta límites nacionales ni morales, utiliza los medios del escarnio mediático y la propaganda total, emplea la tortura, el crimen y el terror como instrumentos de coacción, y aplica con perfecta impunidad estrategias genocidas como medio de extender sus megamáquinas militares y políticas. Llamamos fascistas a las estrategias que buscan la destrucción de comunidades históricas, de ecosistemas y legados culturales, y de normas morales establecidas a lo largo de la historia de los pueblos. En este sentido, nos referimos a Hitler, Franco o Pinochet como fascistas. Y en este sentido decimos que las políticas de aniquilación de Oriente Medio apantalladas por Bush o Blair son fascistas. Y que es fascista la estrategia de exterminio terminal que Putin ha desplegado en Chechenia. Y que la aniquilación de las ciudades sagradas de Iraq o los barrios chíitas de Beirut es un genocidio fascista, como lo fue el bombardeo de Guernica y del ghetto de Varsovia.

El carisma de un poder personalizado ha sido otro signo distintivo del fascismo histórico. Y qué duda cabe que esta dimensión no se aplica a los líderes de la Guerra global del siglo XXI. De la dislexia a la simple necedad, las escasas dotes intelectuales de los líderes de la guerra global y la Guerra contra el Mal han sido reiterado motivo de chanzas populares. El nuevo fascismo tampoco se sirve de grandes oradores como Mussolini o Perón. En la sociedad del espectáculo, que ha depuesto al arte, la política ya no se define como gran estilo, sino como design. Sus líderes son máscaras mediáticas sin otra función que la de ocultar con su impenetrable y vacía opacidad la irresponsabilidad histórica del nuevo orden militar del mundo.

Este remozado fascismo no se distingue del viejo en su misticismo regresivo de guerras salvadoras contra el mal, ni en su fanfarria de los valores de Occidente; tampoco en la cultura del odio sin el que esa falsa trascendencia no podría triunfar. Su dimensión fundamental reside en la naturaleza terrorífica de sus armas, y en el desorden y la dominación globales que instauran. Los cientos de toneladas de uranio empobrecido sembrados en Kosovo, Afganistán e Iraq, y la guerra biológica en el Amazonas colombiano son paradigmas de este terror que ha inaugurado el siglo XXI.

Pero la Guerra de los Balcanes puso de manifiesto un subsiguiente aspecto perturbador. No sólo brindaban horribles masacres y cuadros de putrefacción política en sus pantallas. Al mismo tiempo reducían al ciudadano a la condición de consumidor de sus imágenes degradadas y lo evaporaban como conciencia. Este doble proceso de aniquilación, que por un lado comprende la reducción de ciudades y vidas humanas a la condición de ruinas; y por otro la rendición de nuestra existencia a la condición de consumidores, ha adquirido en la producción mediática de nuestra guerra global el carácter de un sistema de escarnio y deshumanización permanentes.

Eso explica la paradójica diferencia entre el fascismo nacionalsocialista y el fascismo global de hoy. La transformación de la democracia en espectáculo permite la implantación masiva de controles totalitarios, desde la vigilancia electrónica de internet hasta la tortura, sin necesidad de modificar sustancialmente su supraestructura jurídica y su apariencia cosmética liberal, feminista y multicultural.

La volatilización digital de las últimas elecciones mexicanas o la escenificación paródica de la democracia bajo los términos constituyentes de la sangrienta ocupación militar en Iraq son dos extremos complementarios de este mismo sistema democrático que hoy ampara un efectivo pero intangible sistema de dominación totalitaria global. Que las megamáquinas del poder financiero y militar contemporáneo no necesitan organizar movilizaciones de masas físicas es precisamente un argumento a favor del nuevo fascismo que acompaña las guerras imperialistas de nuestros días y amenazan nuestro mañana con una regresión política y cultural radical. No tenemos movimientos de masas fascistas como los que teníamos en los años treinta del siglo pasado, porque los highways electrónicos concentran hoy mucho más expeditivamente a la masa humana global en los containers mediáticos, la moviliza más eficazmente a través de sus estímulos virtuales y evaporan terminalmente su existencia a través de su conversión digital y estadística. La guerra contemporánea, con sus consecuencias genocidas cada día más patentes, es la expresión culminante de esta lógica aniquiladora del espectáculo.


Re: SUBIRATS, Eduardo

Nota Mar Dic 20, 2011 4:20 pm
Actualizado.


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