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KURZ, Robert (1943-2012)

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KURZ, Robert (1943-2012)

Nota Mié Feb 03, 2010 8:42 pm
Robert Kurz

Portada
(wikipedia | dialnet | rebelión)


Introducción

En Wikipedia se escribió:Núremberg, Alemania, 24 de diciembre de 1943 - ibídem, 18 de julio de 2012. Filósofo, escritor y periodista alemán.


Biografía

Estudió filosofía, historia y pedagogía. Es cofundador y editor de la revista teórica EXIT-Kritik und Krise da Warengesellschaft ("EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía").

El área de sus obras incluye teoría de la crisis y la modernización, análisis crítico del sistema-mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Difunde sus ensayos con regularidad en periódicos y revistas de Alemania, Austria, Suiza y Brasil.

Su libro El Colapso de la modernización (1991), editado en Brasil, así como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998), provocaron una fenomenal discusión, no sólo en Alemania. Recientemente publicó Schwarzbuch Kapitalismus ("El Libro Negro del capitalismo") en 1999, Weltordnungskrieg ("La guerra del ordenamiento de mundo"), Die Antideutsche Ideologie ("La ideología antialemana") en 2003 y Blutige Vernunft ("La razón sangrienta") en 2004.





Bibliografía compilada (fuente)





Ensayo





Artículos





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Nota Mié Feb 03, 2010 8:43 pm
Robert Kurz, en "La revolución militar como origen de la modernidad", en Rebelión, el 15 de abril de 2005, escribió:
Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la verdadera ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la filosofía del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la industrialización sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha preferida por los historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de su propio mundo, en una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas son tomadas como los impulsos originales.

Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista de la autoresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de salida» del desarrollo social moderno.

Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico». El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las «fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las «relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la fórmula simplificada, habría sacudido «las cadenas de las antiguas relaciones feudales de producción».

Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital», Marx se ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la máquina de vapor. ¿No será esto una autorrefutación del «materialismo histórico»? Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces del desarrollo, tenemos que cavar más hondo.

También es lógico que el primer germen de la modernidad, o el «big bang» de su dinámica, tuviese que surgir de un medio en buena parte aún premoderno, pues de otro modo no podría ser un «origen» en el sentido estricto de la palabra. Así, la «primera causa» muy precoz y la «consolidación plena» muy tardía no representan una contradicción. Si bien es verdad que para muchas regiones del mundo y para muchos grupos sociales el inicio de la modernización se prolonga hasta el presente, es igualmente cierto que el primer impulso tiene que haber ocurrido en un pasado remoto, si consideramos la enorme extensión temporal (desde la perspectiva de la vida de una generación o incluso de una persona aislada) de los procesos sociales.

¿Qué fue finalmente, en un pasado relativamente lejano, lo nuevo que en lo sucesivo engendró de manera inevitable la historia de la modernización? Se puede conceder absolutamente al materialismo histórico que la mayor y principal relevancia no corresponde a un simple cambio de ideas y mentalidades, sino al desarrollo en cuanto a los hechos materiales concretos. No fue, sin embargo, la fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo) siempre le dieron poca importancia.

Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio Guerra y Capitalismo (1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro Cañones y peste (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo La Revolución militar (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker. Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían. Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica fue una invención democrática de Occidente.

La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación precapitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139 el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a figuras legendarias como Robin Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a caballo y envueltos en armaduras.

Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que persiste hasta hoy.

Por obra de las armas de fuego la estructura de los ejércitos se modificó profundamente. Los beligerantes ya no podían equiparse por sí mismos y tenían que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las «fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un cuerpo extraño dentro de la sociedad. El status de los oficiales pasó de ser un deber personal de los ciudadanos ricos a una «profesión» moderna. A la par de esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el contingente de los ejércitos creció vertiginosamente: «Entre 1500 y 1700, las tropas armadas se decuplicaron» (Geoffrey Parker).

Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos permanentemente organizados, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una «permanente economía de guerra». Esta nueva economía de la muerte se tendió como una mortaja sobre las estructuras agrarias antiguas. Como el armamento y el ejército ya no podían apoyarse en la reproducción agraria local, sino que tenían que ser abastecidos de manera compleja y extensa y dentro de relaciones anónimas, pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la economía monetaria como elementos básicos del capitalismo recibieron un impulso decisivo en el inicio de la Edad Moderna por medio del desencadenamiento de la economía militar y armamentista.

Este desarrollo originó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas monetarios y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero también la nueva organización de los propios ejércitos creó la mentalidad capitalista. Los antiguos beligerantes agrarios se transformaron en «soldados», o sea, en personas que reciben el «soldo». Ellos fueron los primeros «trabajadores asalariados» modernos que tenían que reproducir su vida exclusivamente por la renta monetaria y por el consumo de mercancías. Y por eso ya no lucharon más por metas idealizadas, sino solamente por dinero. Les era indiferente a quién mataban, a condición de recibir el soldo convenido; de este modo se convirtieron en los primeros representantes del «trabajo abstracto» (Marx) dentro del moderno sistema productor de mercancías.

A los jefes y comandantes de los «soldados» les interesaba hacer botín por medio de saqueos y convertirlo en dinero. Por tanto, la renta de los botines tenía que ser mayor que los costos de la guerra. He aquí el origen de la racionalidad empresarial moderna. La mayoría de los generales y comandantes del ejército de los comienzos de la Edad Moderna invertían con ganancia el producto de sus botines y se convertían en socios del capital monetario y comercial. No fueron por tanto el pacífico vendedor, el diligente ahorrista y el productor lleno de ideas los que marcaron el inicio del capitalismo, sino todo lo contrario: del mismo modo que los «soldados», como sangrientos artesanos del arma de fuego, fueron los prototipos del asalariado moderno, así también los comandantes de ejército y condottieri «multiplicadores de dinero» fueron los prototipos del empresariado moderno y de su «disposición al riesgo».

Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante, de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria. Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció hasta un 2.000%.

Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos, los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La autoadministración local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna.

Hasta las conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente inocentes. La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de que es heredera de la dictadura armamentista y militar del inicio de la modernidad –y ello no sólo en el ámbito tecnológico, sino también en su estructura social. Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que constantemente administra y disciplina al ciudadano aparentemente libre en nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella vinculada hasta hoy. En ninguna sociedad de la historia ha habido un porcentaje tan alto de funcionarios públicos y de administradores de personas, ni tampoco de soldados y policías; ninguna ha despilfarrado una parte tan grande de sus recursos en armamento y ejércitos.

Las dictaduras burocráticas de la «modernización rezagada» (o tardía) en el este y en el sur, con sus aparatos centralizados no fueron las antípodas, sino los actores reincidentes de la economía de guerra de la historia occidental, sin, aún así, poder alcanzarla. Las sociedades más burocratizadas y militarizadas siguen siendo, desde el punto de vista estructural, las democracias occidentales. También el neoliberalismo es un hijo tardío de los cañones, como demostraron el gigantesco programa armamentista de la «Reaganomics» y la historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado hasta que el capitalismo matón se destruya a sí mismo.

Re: KURZ, Robert

Nota Mar Jul 31, 2012 11:17 am
Miguel León, en "En memoria de Robert Kurz (1943-2012)", en Rebelión, el 30 de julio de 2012, escribió:La semana pasada fallecía, en Nüremberg, el teórico alemán Robert Kurz. Sirvan estas líneas, que posiblemente hubieran resultado más valiosas cuando Kurz aún vivía, para reconocer la importancia de sus contribuciones y presentar al lector hispanohablante a un autor del que apenas se ha oído hablar.

Kurz perteneció a esa corriente, relativamente poco conocida y cultivada, del pensamiento marxiano que podríamos llamar, como Kurz mismo hacía, la de la “crítica del valor” (en la que también podrían quedar integrados un texto fundamental como Tiempo, trabajo y dominación social, de Moishe Postone, o ciertos trabajos de sociología industrial, desarrollados por Pierre Naville y sus sucesores). Supone defender una interpretación de las categorías fundamentales de El Capital significativamente distinta de la que ha imperado en el conjunto del pensamiento marxista, debido en gran parte a la forma en que el pensamiento de Marx se convirtió en fuente necesaria de legitimación de las políticas socioeconómicas desarrolladas en los países del bloque socialista.

Así, frente al acento puesto por el “marxismo tradicional” (expresión de Postone) sobre la categoría del plusvalor, el fenómeno de la explotación, la esfera de la producción..., frente a una postura teórica de la que se colegía sin mucha dificultad que socialismo era sinónimo de colectivización de los medios de producción, surge este otro marxismo que, en contraste con la potencia teórica absoluta normalmente atribuida a estos elementos, reivindica la importancia de las articulaciones, de valor y plusvalor, de capital y trabajo, de circulación y producción... y en estas circunstancias la colectivización de los medios de producción no significa nada por sí misma en la medida en que la ley del valor, articulador social fundamental de las relaciones sociales en el capitalismo, sigue cumpliendo esa función.


Pero no es esta una interpretación que surja como eso, como una simple re-lectura, cuya funcionalidad sería la de “lavar la cara al marxismo” para poder sostener lo insostenible una vez que, como es frecuente oír, el colapso de la Unión Soviética “ha demostrado la inaplicabilidad o la invalidez del marxismo”. En primer lugar porque la teoría de Marx, el “marxismo” en el sentido más restrictivo del término, no tiene como eje central la teorización de la sociedad socialista sino, por encima de todo, la crítica de la sociedad capitalista, y por tanto no se sitúa en el ámbito de la enunciación de lo que debe ser sino en el del análisis riguroso de lo que es. En segundo lugar, porque un primer defensor de esta lectura centrada en la importancia teórico-política de las categorías desarrolladas en la Sección Primera de El Capital (mercancía, valor, trabajo...) fue Isaak Illich Rubin, quien, tan pronto como en 1924, ya planteó una demoledora crítica del marxismo hegemónico, de la interpretación que hacía del análisis crítico de Marx y de las consecuencias políticas que extraía. En tercer lugar, porque el propósito de esta interpretación no es el de sumar “una capa más” de lecturas al gigantesco novillo de interpretaciones que es el pensamiento marxista, sino en realidad defender, probablemente con Althusser pero yendo más allá de lo que él fue, un retorno a Marx, al texto, liberándolo precisamente de esas sucesivas capas de interpretaciones que han convertido al marxismo en un instrumento demasiado aparatoso, demasiado torpe, de análisis sociopolítico.

Y ese retorno al texto carga la interpretación misma de problemas, puesto que no faltan fragmentos en los que Marx (también Engels) enfatiza la importancia política de las categorías en torno a las cuales ha girado la producción teórica y la acción política del marxismo tradicional. Pero abundan también, son mucho más significativos, los fragmentos en los que Marx pone en cuestión esa postura. Y mientras que los primeros participan del estilo panfletario, subversivo, de ciertos párrafos de El Capital, los segundos emergen con especial claridad en aquellos momentos en los que Marx despliega su capacidad analítica y su saber. Y sin embargo se mantiene esa tensión irresoluble entre, digámoslo así, dos Marx muy diferentes; una tensión de la que Kurz era plenamente consciente y que quizás aprehendió mejor que nadie al distinguir entre el Marx exotérico (“positivamente inclinado hacia el desarrollo inmanente del capitalismo”, es decir, aquel que fundamenta las posiciones del marxismo tradicional) y el esotérico (“aquel que se desplaza hacia la crítica categorial del capitalismo”, es decir, el Marx que él mismo reivindicaba) [1].


La obra de Kurz, escrita originalmente en alemán y de la que existen ciertas traducciones (pocas) a otros idiomas (inglés, francés o portugués), es paradójicamente desconocida para los lectores hispanohablantes, para quienes sólo están disponibles las traducciones oficiosas que puedan circular por Internet y un libro, El mercado absurdo de los hombres sin cualidades: ensayos sobre el fetichismo de la mercancía, recientemente publicado por la editorial Pipas de Calabaza y que incluye dos textos de Kurz. A ella se suma además el trabajo realizado como impulsor de dos grupos distintos de análisis e intervención política en Alemania, Krisis y Exit!, que también han hecho contribuciones de gran importancia que, por desgracia, pasan generalmente desapercibidas para el marxismo en lengua castellana.

Precisamente por eso estas líneas no pueden hacer mucho más que presentar sucintamente, tal vez demasiado tarde, el trabajo de un autor que es tanto más importante cuanto más crítica se hace la situación socio-económica que vivimos. Se trata de un trabajo analítico de profundas consecuencias para la izquierda mundial en la medida en que resquebraja los lugares comunes sobre los cuales se suele construir el discurso de quienes tienen aspiraciones revolucionarias.

En palabras de Kurz: “ni el socialismo estatalista del Este, ni el movimiento obrero occidental, ni los movimientos anticoloniales de liberación nacionalista, incluyendo a las corrientes más radicales, podrían calificarse ya de 'anticapitalistas' sino en un sentido limitado. Dicho con más precisión: su anticapitalismo no se refería aún a la auténtica forma fundamental del Capital mismo sino únicamente a tal o cual capitalismo empírico dado, al que se tomaba por el capitalismo en cuanto tal, pero que en realidad sólo era una fase aún inmadura del desarrollo de la modernidad burguesa. El marxismo de esa época no podía ser, por tanto, otra cosa que un marxismo burgués e inmanente de la modernización, porque él mismo formaba parte todavía de la historia de la conquista de la sociedad por el Capital. […] Todo lo que aparece en Marx como incondicionalidad del 'punto de vista del obrero' y de la 'lucha de clases', como retórica del 'plustrabajo no pagado' y de la 'explotación', pertenece todavía a la teoría capitalista del desarrollo, que refleja que el Capital no se ha encontrado aún a sí mismo. […] Este marxismo inmanente de la modernización se ha vuelto hoy efectivamente obsoleto, y no porque haya sido 'erróneo' sino porque su tarea ya está acabada. […] La lucha de clases, que no fue sino el proceso de imposición del Capital en su pura lógica formal y abstracta contra el capitalista histórica y empíricamente limitado, ha tocado a su fin” [2].

Y así, es al marxismo exotérico al que le iba de suyo la identificación de la propiedad de los medios de producción como el punto crucial que sustentaba el entramado de fuerzas políticas que había que reorganizar. Al marxismo esotérico, el que tiene sentido sostener en la coyuntura contemporánea, eso ya no le basta, no es lo sustantivo; y Kurz, que constató esa necesidad de cambiar el objetivo estratégico de la acción revolucionaria, escribió, junto con sus compañeros del grupo Krisis, el Manifiesto contra el trabajo [3]. “Proletarios de todo el mundo”, termina el manifiesto, “dejadlo ya”.

Robert Kurz, polémico y brillante, nos deja en un momento crucial de la historia contemporánea. Perdemos, por tanto, sus contribuciones, pero afortunadamente su obra perdura, y en esa medida lo hacen sus planteamientos. Una inestimable ayuda para el pensamiento crítico, que tanta falta nos hace y que en ocasiones aún brilla por su ausencia.





Notas:



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