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GORZ, André (1923-2007)

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GORZ, André (1923-2007)

Nota Mar Ene 26, 2010 8:52 pm
André Gorz

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(wikipedia | dialnet)


Ensayo

André Gorz es el pseudónimo de Gerhard Hirsch, nacido en Viena (Austria), en febrero de 1923, fallecido en Vosnon, Champagne-Ardenne (Francia) el 22 de septiembre de 2007. Fue un filósofo y periodista.

Su padre Robert era un comerciante judío, y su madre, Marta Starka, una secretaria proveniente de una familia cultivada católica. Sus padres no expresan un gran sentido de la identidad nacional o religiosa; asímismo, el joven Gorz crece en un ambiente antisemita que acabará provocando que su padre se convierta al catolicismo en 1930 y cambie su apellido por Horst. En 1939 es enviado a una institución católica de Lausana para evitar ser movilizado por el ejército nazi. Su padre es expulsado de su propia casa durante estos años. En 1945 obtiene un diploma de ingeniero químico en la École Polytechnique Fédérale de Lausanne. En estos años participa en las reuniones de la asociación de estudiantes "Belles-Lettres", pero siente interés principalmente por la fenomenología y la obra de Sartre, con quien se encontrará un año más tarde. Este encuentro marcará su formación intelectual.

Empieza a trabajar como traductor de novelas norteamericanas para un traductor suizo y publica sus primeros artículos en el periódico de un movimiento cooperativo. En junio de 1949 se traslada a París donde trabaja en el secretariado internacional de Citoyens du Monde -un movimiento que proponía organizar unas elecciones a nivel mundial, el rechazo de la globalización de tipo liberal, el uso del esperanto y una fuerte implicación de los ciudadanos en la toma de decisiones, entre otras. Después pasó a trabajar como agregado militar en la embajada de la India. Su entrada en Paris-Presse significa el comienzo de su carrera periodística. Escoge el seudónimo de Michel Bosquet y conoce a Jean-Jacques Servan-Schreiber, quien en 1955 le contrata para escribir en L'Express.

Paralelamente, sigue en contacto con el pensamiento de Sarte, y otorga un lugar central en sus reflexiones a la alienación y la liberación del individuo. Ese enfoque tiene como hilo conductor la experiencia existencial y el análisis de los sistemas sociales desde el punto de vista del individuo. Sobre estos temas publica sus primeros libros firmados como André Gorz: Le traître ("El Traidor"), donde, con rasgos autobiográficos, explica las posibilidades de la auto-producción del individuo; La morale de l'histoire ("La moral de la historia"), una teoría de la alienación; y Les fondements pour une morale ("Fundamentos para una moral"), que representa su visión de la reintegración del hombre en el marxismo a partir de la conciencia individual.

En el centro de sus pensamientos está pues la autonomía del individuo. Saca unas conclusiones profundamente emancipadoras del movimiento social, ya que opina que el desarrollo individual es la condicion sine qua non de la transformacion de la sociedad. Este idea de que liberación individual y colectiva se condicionan mutuamente, la comparte con Herbert Marcuse, amigo personal, pero también gran figura de la Escuela de Frankfurt.

Su posicionamiento anti-institucional, anti-estructuralista y anti-autoritario se refleja en la línea de la revista Les Temps modernes desde su entrada en el comité de dirección en 1961. En efecto, ha alcanzado tal importancia que ha rebasado sus atribuciones económicas iniciales para encargarse de la dirección política. La revista se hace eco de italianos radicales como Garavani, el comunista neo-keynesiano Bruno Trentin o el sindicalista libertario Vittorio Foa. Se impone como el jefe de fila intelectual de la tendencia italiana de la nueva izquierda francesa. Asímismo, ejerce una cierta influencia sobre los militantes de l'UNEF (Union nationale des étudiants de France) y de la CFDT (Confédération française démocratique du travail). Con su libro Stratégie ouvrière et néocapitalisme ("Estrategia obrera y neocapitalismo") (1964), se dirige específicamente a los movimientos sindicales en una exposición de diferentes estrategias y de una severa crítica del modelo de crecimiento capitalista. Ese mismo año, se retira del Express junto con Serge Lafaurie, Jacques-Laurent Bost, K.S. Karole y Jean Daniel para fundar Le Nouvel Observateur.

En sus textos desarrolla la teoría de la ecología política y de un nuevo sindicalismo. Gorz analizó desde una óptica radical, las metamorfosis del trabajo y las relaciones laborales en la segunda mitad del siglo XX. Lo esencial de su obra era la búsqueda de una moral, en tiempos de crisis de las ideologías, denunciando la expansión global de un inmoralismo relativista. En 1980 escribe Adiós al proletariado, que produce un gran impacto en toda Europa y le merece en Francia el repudio de la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT), en la que actuaba. Por el contrario, el movimiento obrero alemán recibirá el libro con gran interés, lo que produce la reconciliación de Gorz con Alemania.

Se suicidó en 2007 junto a su esposa, que padecía de una enfermedad degenerativa desde hacía años.





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Nota Mar Ene 26, 2010 8:53 pm
Nicolás González Varela, en "La Moral de la Historia: adiós a André Gorz", en Mosca Cojonera, el 1 de octubre de 2007, escribió:El 24 de septiembre de 2007, en una callejuela sin nombre en una pequeña aldea llamada Vosnon de la región del Ausbe, murió Gerhard Horst. Se suicidó junto con su mujer de toda la vida, Dorine. Nos era familiarmente conocido en su dimensión filosófico-política con el seudónimo de André Gorz; cuando ejercía de periodista utilizaba al alias Michel Bosquet. Para llegar a Vosnon hacer falta separarse de las autopistas, tomar por carreteras secundarias y angostas, luego preguntar a los lugareños por al casa de Gorz y llegar a una casa sólida, de ladrillos rojos, con un jardín guardado por dos árboles centenarios. La biblioteca está en la planta baja en un salón amueblado a lo Esparta: dos grandes sillones sin estilo reconocible, una mesa redonda, cuatros sillas rectas y un televisor pasado de moda. “Prévenir la Gendarmerie” (“avisen a la policía”), un simple mensaje sobre la puerta indicaba el drama desatado. ¿Otro filósofo desencantado que cumple esa tradición inexorable de los intelectuales en situación? Estremece el compararlo con otros casos trágicos famosos: Arthur Koestler, Nicos Poulantzas… Como decía Bloy a propósito de Cervantes, Gorz fue un hombre recto y sabio, en el fondo, su vida fue trabajosa y sospechosa. Trabajosa porque desde su infancia fue un extraño, un sin-identidad; sospechosa porque su extrema autonomía lo hacía en todo tiempo y lugar un renegado inclasificable.

Una epistemología del exilio: Los hechos de la vida de Gorz son tan problemáticos como su propia obra. Nació en la Viena postrevolucionaria en febrero de 1923. Hijo de un comerciante judío de maderas y de una madre católica ultramontana antisemita. Era básicamente un bastardo y un Entfremdung en los términos socioculturales de la Europa Central. En el creciente clima antisemita su padre se convierte al cristianismo en 1930 y bautiza a Gorz. Educado en un milieu culto, recibió una típica educación Staatsvolk austroliberal, disfrutó de la influencia del modernismo reaccionario de la Viena liberal-aristocrática, incluida la riqueza del marxismo austriaco y las paradojas del freudismo. Viena, un laboratorio sociocultural que para Karl Kraus era “el campo de pruebas para la destrucción del mundo”, que se regía por ese principio divino de los Habsburgo: “Ruhe und Ordnung” (Ley y Orden). Viena era contradictoriamente burguesa y el éxito financiero era la base de una sociedad patriarcal. El liberalismo había fracasado en la vida política y su edad heroica había concluido en 1848. Sin embargo por sobre el cadáver liberal se imponían grupos políticos más impetuosos como los movimientos de la clase obrera capitaneados por Víktor Adler (un judío bautizado cristiano) o las masas medias católicas del demagogo antisemita Karl Lueger o el multiclasista movimiento pangermano de Georg Ritter von Schönerer, o el sionismo radical de Theodor Herzl. De Viena salieron tanto la política de la Solución Final de los nazis como la ideología del estado judío sionista. Pero igualmente era una capital burguesa. En la vieja Viena se podría en verdad decir, con Marx, que “la burguesía había arrancado de la familia su velo sentimental, y había reducido la relación familiar a mera relación de dinero”. En 1938 los austriacos deciden unirse voluntariamente a la Gran Alemania de Hitler, se produce el Anschluss. Ante la movilización general en 1939 en vísperas de lo que será la Segunda Guerra Mundial, su madre lo interna en una institución católica en Lausana (Suiza). Gorz tenía quince años. Pasó toda la guerra allí. Se enteró que su padre había sido expropiado, que lo habían desalojado de su piso, que la edad y el matrimonio mixto con una aria lo habían salvado de los campos de la muerte. En el bachillerato suizo decide negar su identidad alemana y su idioma natal. Rompe con todo lo germano, abandona las tradiciones nacionales y culturales, renace intentando construirse libremente su propia identidad. Mayo de 1940: este adolescente inquieto, crítico y convulsivo es testigo de la ignominiosa derrota de Francia en pocas semanas. La humillación nacional gala, pueblo representante del iluminismo y las mejores tradiciones democráticas, lo hacen identificarse con Francia. Adopta la nacionalidad y el idioma: no hablará más en alemán durante 44 años. Decide estudiar ingeniería química en la École d’Ingenieurs, profesión que jamás ejerció. Paralelamente devora libros de filosofía y de psicología. Realiza cursos paralelos de filosofía en la universidad durante un semestre: “Me pareció tan grotesco que me burlaba públicamente de los profesores. Nunca volví”. Hace pequeños trabajos, enseña inglés. Su primer trabajo serio y formal será como traductor de las novelas americanas para una casa editora suiza. Publica sus primeros artículos en el diario de un movimiento cooperativo. Participa en círculos izquierdistas con estudiantes de Letras, se reúne en clubes de estudio de la obra de un joven profesor de liceo llamado Jean-Paul Sartre.

Momento sartreano: Sartre era todavía un filósofo de culto, había estudiado la fenomenología en el mismo Berlín, incluso había conocido a Heidegger. Tenía publicado tres libros filosóficos: La imaginación (1936), Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la Imaginación (1940) y Bosquejo de una teoría de las emociones (1939), todos eslabones hacia su opera magna: L'Être et le Néant ("El Ser y la Nada"). Gorz viaja en 1941 a Génova para re-encontrarse con su madre. Casualidad o no, en una pequeña librería repleta de literatura fascista descubre dos libritos de Sartre en francés: La Naúsea (1938) y El Muro (1939). Gorz sólo conocía sus libros de filosofía, ver a un filósofo escribiendo ficción le pareció deslumbrante. Compra ambos libros, los lee y relee, le parecen fantásticos: “Era exactamente lo que yo podía sentir, lo que podía gustarme, lo que podía seducirme intelectualmente”. En 1943 aparece en Gallimard El Ser y la Nada. Ensayo de ontología fenomenológica, libro abrupto, compuesto de 722 páginas, a gran tamaño, del que todos hablan y pocos han leído cabalmente. Lo estudia con furia obsesiva durante tres meses. Lo asimila totalmente: “Fui, creo, el primer sartreano convencido e incondicional”. Cuando ya un Sartre famoso y polémico visite Lausana en 1946 para dar unas conferencias, Gorz se obliga a conocerlo en persona. También a la eterna “Castor”, Simone de Beauvoir. Decide ir a París, porque era poder ir a donde trabajaba y vivía Sartre. Se pone a escribir lo que para Gorz será la continuación lógica de El Ser y la Nada, la segunda parte que Sartre anunciaba al final de su obra (“En particular, la libertad, al tomarse como fin en sí misma… ¿escapará a toda situación? ¿O por el contrario, permanecerá situada?... Todas estas preguntas… sólo pueden hallar respuesta en el terreno moral. Les dedicaremos próximamente otra obra”) y que jamás escribirá. Le presenta a su maestro un asombroso manuscrito de 700 folios, él un absoluto desconocido, un marginal sin patria. Esa primera obra quedará en el anonimato durante veinte años; será publicada con el título Fundamentos para una moral en 1977 por Galilée. Hay tiempo para el amor: en la misma Lausana durante un baile popular en la plaza de Saint-Suplice un 27 de octubre de 1947 conoce a otra apátrida, la inglesa Dorine. Bailan toda la noche y jamás se separarán. Se convertirá en su mujer en 1949 y por libre decisión mutua no tendrán hijos. Será su mejora lectora y confidente, su archivista y secretaria ocasional. Le dedica todos sus libros en inglés: “A Dorine more than ever”, “A Dorine again, again and evermore”…

Mientras profundiza sus afinidades electivas y su compromiso militante al mejor estilo de Antoine Roquentin (“Naturalmente, yo era revolucionario. Estaba en contra de esta sociedad de mierda que me rodeaba, contra la represión…”) se lanza a aplicar el ya llamado método existencialista de autoanálisis a sí mismo. Su motto será una frase de Sartre: “cualquiera que sean las circunstancias, en cualquier lugar que sea, un hombre es siempre libre de elegir si será un traidor o no”. El producto febril será un libro, El traidor (1958), con un extenso prefacio de Sartre de cuarenta páginas, una obra política donde intenta “se restituir tout, comme venant de lui-même”, considerada por Gorz como un “travail de libération”. Aplicando una fusión entre existencialismo y marxismo Gorz insiste sobre la potencialidad de la autoproducción de nosotros mismos como emancipación. Su “uso” de Marx es muy particular: abandona el texto canónico y utiliza para horror de la vulgata marxista los textos juveniles recién descubiertos en Occidente, en especial los así llamados Manuscritos de París (1844), La Sagrada Familia (1844) y La Ideología Alemana (1845). Sin saberlo empalma con toda una contracorriente de crítica a la vulgarización de Marx y de crítica al modelo paleoleninista: el Marxismo Occidental. En el centro se encuentra siempre la cuestión de la autonomía del individuo como condición sine que non de la construcción de un movimiento emancipatorio de masas. La liberación individual y colectiva no se da en etapas, sino se condicionan, a pesar nuestro, mutuamente. Utiliza el seudónimo de André Gorz, Gorz por un pueblo de Austria donde su padre le regalo sus primeros anteojos. En junio de 1949 ingresa a trabajar en el secretariado internacional del Mouvemente des Citoyens du Monde, al mismo tiempo que es secretario de un attaché militar de la embajada de la India. Su entrada en el “Paris-Presse” marca su debut como periodista con el nombre de Michel Bosquet (la traducción al francés de su propio apellido, Horst, Bosquet: bosque). Aquí conocerá a Jean-Jacques Servan-Schreiber, que en 1955 lo reclutará para un magazín económico novedoso llamado L’Express. En 1959 edita su segundo libro, el primero en ser traducido al español: La Morale de l’historie, editado por FCE de México en 1964 como Historia y Enajenación. Critica amargamente al Partido Comunista Francés (y con él al molde bolchevique), al posibilismo y a la “Realpolitik” disfrazada de socialismo factible, desarrolla una teoría de la enajenación y define al proletariado como “vocación a la libertad”, ya que está condenado en su destino “a actuar, a impugnar y a reivindicar en su propio nombre, sin fiador trascendente, en nombre de la existencia desnuda. Está destinado a la autonomía”. Desmonta al “marxismo trunco”, una ideología de segunda mano que sólo encubre verdades de aparatos y relaciones de poder. Su posicionamiento a la vez anti-institucional, anti-economista, anti-estructuralista y anti-autoritario es radical y convulsivo. Su ruptura con Sartre ya estaba escrita allí. Las ideas de Gorz participan, sin tener él conciencia de ello, de una amplia ruptura teórico-práctica a escala mundial que intenta recuperar al verdadero Marx, tanto en espíritu como en letra. Movimiento de autocrítica que se asemeja en sus contenidos tanto en Alemania (Marcuse, Dutschke, Krahl) como en Italia (Panzieri, Montaldi, Alquati, Tronti) o los EE.UU. (tendencia Johnson-Forrest). Mientras tanto comienza a colaborar con la mítica Les Temps Modernes, la revista fundada por Sartre y Merleau-Ponty en 1945, se incorpora al comité de dirección en 1961 (en el figuran, aparte de Gorz y Sartre, Simone de Beauvoir, Jacques-Laurent Bost, Claude Lanzmann y Jean Pouillon); escribirá en casi todos su números entre 1967 y 1974 y abandonará la revista en 1983. El grupo de LTM pasará por varias escisiones y discusiones de ruptura: primero la agria polémica entre Sarte y Albert Camus, luego el fracaso de darle a la revista una forma organizativa militante (el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire en 1948), finalmente el debate entre Sartre y Merleau-Ponty sobre el giro estalinista del grupo. En 1964 se va de L’Express (junto con un grupo formado por Jean Daniel, Serge Lafaurie, Jacques-Laurent Bost, K. S. Karol) para fundar Le Nouvel Observateur. Haciéndose eco de ciertas críticas de Merleau-Ponty hacia la nueva posición de Sartre, que aquel denominaba “ultrabolchevismo” (y donde no existía dialéctica en la historia ni condicionamiento serio de lo material) se preocupa cada vez más por cuestiones de economía política como via regia para construir una duradera y legitima dirección política de la clase obrera. Gorz sufre la influencia y la amistad de Herbert Marcuse, llegando en forma de eco algunas tesis de la “Escuela de Frankfort”, en particular el approche que supera el estrecho economicismo en el análisis de lo social.

Autonomía, autogestión, control obrero: “reformas revolucionarias”, tal fue el nuevo giro copernicano en su libro Stratégie ouvrière et néocapitalisme (Éditions du Seuil, 1964). Aquí intenta superar una falsa dicotomía instalada desde los tiempos de Kautsky en las izquierdas: la contradicción entre la transformación revolucionaria de la sociedad y las luchas diarias por la búsqueda de mejoras parciales, tan necesarias. Gorz afirmaba: “Es una vieja pregunta: ¿reforma o revolución? Era (o es) primordial cuando el movimiento obrero tenía (o tiene) la elección entre la lucha por reformas o la lucha armada. Pero ese ya no es el caso de Europa Occidental. Por lo tanto esa pregunta ya no es una disyuntiva: sólo existe la posibilidad de ‘reformas revolucionarias’ que tengan como objetivo la transformación radical de la sociedad”. Se disuelve a lo largo del libro la rigidez antinatural en la relación reforma-revolución; la reforma no sólo puede ser un mecanismo de integración hacia el hombre unidimensional. La revolución y la transformación del sujeto colectivo es un tortuosos camino de aprendizaje y acción. Gorz intercambia ideas y se empapa de la nueva izquierda italiana como Garavani, el comunismo neokeynesiano de Bruno Trentin, de sindicalistas libertarios como Victor Foa. En Francia Gorz es considerado “le chef de file intellectuel de la tendente ‘italienne’ de la novelle gauche” (Contat), ejerce una influencia moderada en los militantes sindicales de la CFDT (Confederación Francesa Democrática del Trabajo) y en los estudiantes de la UNEF. Reflexionando sobre la realidad del control en la producción y las formas de autogestión, escribirá Le Socialisme difficile (Éditions du Senil, 1967), donde resume diversas posiciones y ácidamente desvela la verdad de la entonces de moda “vía yugoeslava” al socialismo. En cuanto a la realidad de una nueva clase obrera integrada al sistema Gorz señala con visión estratégica: “El capitalismo monopólico civiliza el consumo y las distracciones para no tener que civilizar las relaciones sociales, es decir: las relaciones de producción y trabajo; aliena los individuos en su trabajo, lo cual le permite alienarlos mejor en el consumo; y a la inversa, los aliena en el consumo a fin de alienarlos mejor en el trabajo”. La autogestión como proyecto político alternativo al pantano del paleoleninismo termina “frente a las necesidad de las decisiones centralizadas nacionales y regionales”, esos son sus limites objetivos y aunque tiene ventajas, “no elimina el peligro de las esclerotizaciones burocráticas, ni impide que los trabajadores, individual o colectivamente, se consideren meros instrumentos de producción”. Gorz avisa a la nueva izquierda contra un intento de hacer de la autogestión otro fetiche ideológico vacío. El título señala la paradoja: el socialismo no está pasado de moda (ninguna de sus reivindicaciones históricas son realidad) pero es necesario abandonar las concepciones primitivas de traspaso de la teoría a la práctica y viceversa, para dar un significado actual a ese concepto.

Sus diferencias con el sartro-marxismo comienzan sintomáticamente después del Mayo del '68 pero parece que el fracaso y reflujo también influyó en la obra del propio Gorz: abandonará para siempre la búsqueda de una solución para el orden social capitalista centrada en la emancipación humana. Le impacta el espontaneísmo y la lucha contra la forma estado: las instituciones. En 1969 publica Réforme et revolution (Le Seuil), vuelve a considerar la idea de una organización o de la forma-partido, surge la dimensión política “sin la cual ni siquiera puede imaginarse una ‘estrategia ofensiva’: este instrumento es el partido revolucionario”. Ahora Gorz desconfía del trabajo de hormiga en el movimiento obrero, del tacticismo y la paciencia revolucionaria, de la acumulación de reformas cuantitativas hacia el gran salto. De ahora en más, como escribe en LTM “la transición del capitalismo al socialismo no será progresiva y casi imperceptible, sino producto de una lucha final… La clase obrera no concretará su unidad política y no protestará con violencia por conseguir un 10% de aumento salarial o 50.000 viviendas obreras más… El problema fundamental de una estrategia socialista es, por tanto, crear las condiciones objetivas y subjetivas que posibiliten acciones revolucionarias de las masas y hacer lo posible para que estas luchas con la burguesía puedan sostenerse y ser ganadas”. Su visión existencialista y fuertemente subjetiva le hace preocuparse por todo aquellas máquinas institucionales que limitan la libertad del hombre. Lo influyen las ideas maoístas tan populares entre la intelectualidad francesa de esa época. Conoce a Ivan Illich y sus tesis sobre el fin de la educación formal, la muerte de la familia, etc. que se imponen en el centro de su trabajo. Publica varios textos de Illich desde 1969 y en 1974 lo visita en California. Al mejor estilo Gorz abandona los viejos pertrechos, que había defendido con pasión y abraza lo nuevo con una radicalidad productiva. En LTM sus relaciones se degradan, intenta publicar en abril de 1970 un texto casi anarquista, “Détruire l’Université”, que produce una discusión interna que termina con la salida de Pontalis y Pingaud; finalmente en 1974, con la excusa de un desacuerdo sobre un número especial dedicado al grupo de la izquierda italiana "Lotta Continua", dimite. Después de la muerte de Sartre en 1980, como en una promesa, no colaborará nunca más.

Ecología, Política: los diversos adioses: ya en Le Nouvel Observateur Gorz (ahora Bosquet) paralelamente realizaba un viraje hacia la cuestión ecológica, modificando sus textos de economía hacia una campaña contra la energía nuclear. Pero sus artículos de fondo sobre el tema encontrarán en la revista ecológica mensual Le Sauvage, fundada por Alain Hervé, su lugar de difusión ideal. Varios de esos artículos se unirán en forma de libro bajo el título de Écologie et politique (Galillée, 1975), en el cual el seminal “Écologie est liberté” constituirá según los especialistas uno de los textos fundadores de la problemática ecológica tal como la conocemos hoy. A través de un pensamiento antieconomicista, antiutilitarista y anti productivista Gorz desarrolla la idea de la autolimitación como proyecto social subversivo: “Sin una lucha por tecnologías diferentes, la lucha por una sociedad diferente será en vano”. El productivismo es la otra cara de la búsqueda incesante de beneficios y del totalitarismo en la vida política. La crisis ecológica no es más que el epifenómeno de la crisis de superproducción. Su apelación es a una revolución ecológica, social y cultural “qui abolisse les contraintes du capitalismo”.

Aunque se diga adiós al proletariado en cuanto a sustancia metafísica (porque se reconoce que la fuerza transformadora que se le había atribuido a la forma-partido no es capaz de construir una nueva sociedad) Gorz considera que esta tesis es transferible, sin más, a todo el movimiento obrero. Esta es la conclusión de su libro más polémico Adieux au prolétariat (Galilée, 1980) y el de más suceso: la primera edición vendió más de 20.000 ejemplares. El tema central será la liberación del tiempo de trabajo y la abolición del trabajo asalariado. Influenciado por Louis Dumont que acusaba a Marx de partir de la misma matriz ideológica que el liberalismo (el homo œconomicus, un individualismo metodológico egoísta-hedonista), Gorz se despacha con un ataque virulento contra el culto a la ontología proletaria, contra la herencia hegeliana, contra la dialéctica, contra el contexto histórico del socialismo, contra la centralidad de la fábrica y en especial contra todas las categoría de la sociedad salarial. La clase obrera occidental clásica ya no puede provocar un salto, una Aufheben, una superación: se ha mostrado incapaz de convertirse en una Gestalt unificada de un sujeto dotado de voluntad y conciencia, de ser futuro. Con la crisis de las figuras del trabajo fordista, Gorz reclama la nueva y potencialmente subversiva figura del “No-clase”, que define como “una capa que vive del trabajo como una obligación exterior… la que llamo como una ‘no-clase’ de ‘no-trabajadores’: su objetivo no es la apropiación sino la abolición del trabajo y del trabajador. Y por esto es portadora de futuro”. La alternativa se modifica en un giro copernicano: “está entre la abolición liberadora y socialmente controlada del trabajo o su abolición opresiva y antisocial”. En Les Chemins du paradis (Galilée, 1983) replica a muchas sensibilidades marxistas vulgares heridas, e identifica tanto a la ortodoxia de la izquierda institucional como a la Realpolitik como las dos caras de la misma moneda. El cambio de la relación entre capital y trabajo (el fin del fordismo se asemeja “la agonía de un Orden que aún, durante mucho tiempo, puede sobrevivir a su propia muerte sepultándonos bajo sus aparatos inertes”), es el fondo de este trabajo escrito en forma de veinticinco tesis, algunas de las cuales atacan el sancta santorum del progresismo y las verdades reveladas. La abolición de la relación salarial, la disolución del lazo del dinero (vieja aspiración de sus primeras obras: eliminar la enajenación entre lo hombres) y la particular separación entre riqueza y ley del valor ocuparan sus últimos libros políticos: Misères du présent, richesse du posible (Galilée, 1997), ampliamente elogiado por Toni Negri, y en especial su análisis del capitalismo cognitivo en L’immatériel (Galilée, 2003). Sus últimas posiciones critican el nuevo trabajo autónomo del posfordismo así como el derecho a una renta básica universal de existencia, supuesto punto de ruptura más allá del capitalismo.

El filósofo y su mujer: su último libro es una obra de amor. Se titula: Lettres à D. Histoire d’un amour (Galilée, 2006). Será su último texto, setenta y seis páginas de devoción a su compañera. Comienza con una confesión muy bella: “Acabas de cumplir 82 años. Sigues siendo tan bella, graciosa y deseable como cuando te conocí. Hace cincuenta años que vivimos juntos; y te amo más que nunca. Hace días te dije que había vuelto a enamorarme de ti. Y tu vida desbordante me hace feliz, abrazando tu cuerpo contra el mío”. Gorz recuerda su vida en común, sus condiciones de desterrados, su soledad fruto de la moral y la autonomía. Su descubrimiento de una identidad inmaterial en el amor que supera a la muerte. Sufren de enfermedades largas y crueles. Ninguno podrá soportar la carga de sobrevivir al otro. Si el individuo lleva su hybris autónoma, reconocía Gorz, el resultado tiene que ser necesariamente la soledad, “en el sentido existencial, o sea la conciencia de que es imposible hacer compartir mis certezas personales por los demás…”. ¿Podremos compartir la decisión de quitarse la vida desde su propia moral? Nunca fueron tan sartreanos como ese fatídico 24 de septiembre cuando descubrieron que la muerte transforma la vida en destino. Como decía Simone de Beauvoir: “Mi muerte no detiene mi vida sino cuando ya estoy muerto, y para la mirada del otro. Pero, para mí vivo, mi muerte no es; mi proyecto la atraviesa sin hallar obstáculos. No hay barrera alguna contra la que venga a tropezar en pleno ímpetu mi trascendencia; muere de sí misma, como el mar que viene a lamer una playa lisa, y que se detiene y no va más lejos”…


Juan Irigoyen, en "André Gorz y Dorine Keir: un amor de largo recorrido y una experiencia de desmedicalización", en Tránsitos Intrusos, el 3 de noviembre de 2020, escribió:André Gorz es un pensador crítico muy influyente desde los años sesenta. Forma parte de una generación formidable, cuyos autores hicieron aportaciones fecundas que agrietaron el pétreo capitalismo fordista de la jaula de hierro. La gran mayoría de estos no se encuadran estrictamente en las disciplinas resultantes de la división del trabajo en la producción del conocimiento, que conforman el modo de conocimiento disciplinar. Sus obras desbordan estos marcos teóricos rígidamente encuadrados, para adquirir un mestizaje disciplinar que resulta más profundo en sus análisis sobre la sociedad y la vida. Como profesor de sociología he utilizado textos de Gorz en mi actividad docente.

En 2006, publicó un libro en el que narra su amor con su compañera, Dorine Keir, enferma de cáncer y en muy mal estado de salud. En el texto se presagia el final, que ocurrió el 22 de septiembre de 2007. En esta fecha consumaron su deseo de morir juntos, tal y como habían vivido, cumpliendo una de las pautas que había presidido sus vidas, como es la autodeterminación con respecto a las normas, los poderes instituidos y las instituciones.

En la carta a D., Gorz recorre sus vidas desde su encuentro, los inicios de su amor, su desarrollo y su culminación en la vejez y la muerte. Es un testimonio hermoso y lúcido. Los amores de largo recorrido, utilizando la expresión de Juan Gérvas para los perdedores, tienen un vínculo con la época en la que tienen lugar. En este vigoroso texto se puede reconocer la experiencia de parejas de aquella generación. Con el paso de los años se han producido varias mutaciones que recombinadas mutuamente generan los nuevos amores de la época. A no pocos lectores jóvenes les puede parecer extraño un amor de esta clase. Pero los amores son inevitablemente plurales. Algunas partes del libro resultan esclarecedoras de las razones que tejen esta fantástica relación amorosa.

La primera enfermedad de Dorine se encuentra admirablemente narrada. El azar siempre representa un papel inesperado. Ellos tenían una fecunda amistad con Ivan Illich y participaban en los seminarios en torno a su libro Némesis Médica. El propio Gorz publicó un trabajo en esos años en la revista española El Viejo Topo, cuyo título era “La medicina contra la salud”, que glosaba la posición de Illich. Pues bien, Dorine enfermó víctima de un error médico grave. Así sus posicionamientos se entrecruzaron con sus vidas. El amor de larga duración termina inevitablemente en una intersección con la salud.

He seleccionado distintos párrafos del libro, referidos a su amor revivido en distintas etapas. También su respuesta a la enfermedad, que constituye un ejemplo fértil de la desmedicalización. He omitido las cuestiones referidas a la producción intelectual y periodística de André, compañero de fatigas de Sartre, Illich y otros portavoces de esta época fecunda. Así, el texto se puede leer desde ambas perspectivas. No he podido menos que reconocer algunas analogías con mi amor con Carmen. En este sentido, algunos pasajes me han conmovido y he decidido presentarlo en Tránsitos, aún a sabiendas de que un amor de esta naturaleza se encuentra en el exterior de la época que vivimos.

He renunciado a comentar, pues el texto de Gorz tiene un vigor indudable. Pero no me resisto a decir que en sus páginas finales, cuando narra su relación amorosa de amantes viejos y enfermos, sus palabras representan una réplica a los discursos sociales, médicos y psicológicos, que construyen la vejez en unos términos en los que la relación amorosa aparece desdibujada en el cuadro de necesidades. Es el precio de lo que André denominaba como sociedad productivista.

    «Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío.

    El comienzo de nuestra historia fue maravilloso, casi como un flechazo. El día de nuestro encuentro estabas rodeada por tres hombres que pretendían hacerte jugar al póquer. Tenías una abundante melena rojiza, la piel nacarada y la voz aguda de las inglesas… Destacabas sobre todos, intraduciblemente witty, hermosa como un sueño. Cuando se cruzaron nuestras miradas pensé: “No tengo nada que hacer con ella”… Más tarde, me crucé contigo en la calle. Me fascinaron tus andares de bailarina. Después, una noche, por casualidad, te vi de lejos cuando salías del trabajo y bajabas a la calle. Corrí para alcanzarte. Ibas de prisa. Había nevado. La llovizna hacía que tus cabellos se ensortijaran. Con poca convicción, te propuse ir a bailar. Simplemente contestaste sí, why not. Fue el 23 de octubre de 1947.

    Durante nuestra primera salida, pude darme cuenta de que habías leído mucho, entretanto y después de la guerra: Virginia Woolf, George Eliot, Tolstói, Platón… Sabías distinguir desde el principio lo esencial de lo accidental…Tenías una confianza inquebrantable en la certeza de tus juicios… Ignoraba qué vínculos invisibles se tejían entre nosotros. No te gustaba hablar de tu pasado. Poco a poco comprendería cuál era la experiencia fundadora que nos había vuelto de inmediato tan cercanos uno del otro.

    Nos volvimos a ver. Seguimos yendo a bailar. Vimos juntos el diablo en el cuerpo… Me admiró tu sangre fría y tu desparpajo. Me dije: “Estamos hechos para entendernos”. Al final de la tercera o cuarta salida, por fin te besé. No teníamos prisa. Te desnudé con cuidado. Y descubrí, maravillosa coincidencia de lo real con lo imaginario, la Afrodita de Milos encarnada. El fulgor nacarado de tus pechos iluminaba tu rostro. Durante mucho rato contemplé, mudo, ese milagro de vigor y suavidad. Tú me enseñaste que el placer no es algo que se tome o se dé, sino una forma de darse y demandar la propia donación del otro. Nos entregamos mutuamente por completo.

    Durante las semanas que siguieron, nos vimos casi todas las noches. Compartiste conmigo el viejo catre desfondado que me servía de cama. No tenía más de sesenta centímetros de ancho y dormíamos aprtetados uno contra el otro. Además del catre, mi habitación no contaba más que con una biblioteca hecha con tablas y ladrillos, una mesa inmensa atestada de papeles, una silla y una estufa eléctrica. Mi austeridad no te sorprendió. Tampoco me extrañó a mí que lo aceptaras.

    Lo que me cautivaba de ti era que me hacías acceder a otro mundo… Contigo me encontraba en otra parte, en un lugar extranjero, extraño a mí mismo. Me ofrecías el acceso a una dimensión de alteridad suplementaria, a mí que siempre rechacé cualquier identidad y fui acumulando identidades que no me pertenecían… Pero todo esto no puede explicar el vínculo invisible que hizo que nos sintiéramos unidos desde el comienzo. Por más que fuéramos profundamente diferentes, no dejaba de sentir que algo fundamental nos era común, una especie de herida originaria. Hece poco hablaba de experiencia fundadora: la experiencia de la inseguridad. Su naturaleza no era la misma en ti y en mí. Poco importa: tanto para ti como para mí significaba que nuestro lugar en el mundo no estaba garantizado. Que sólo tendríamos lo que lográramos hacer. Que teníamos que asumir nuestra autonomía. Luego descubriría que tú estabas para ello mejor preparada que yo… Necesitábamos crear juntos, uno por el otro, el lugar en el mundo que nos había sido originariamente negado. Sin embargo, para lograrlo, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida. Nunca formulé todo esto de un modo tan explícito. Lo sabía en lo más hondo de mí mismo. Sentía que tú lo sabías. Pero el camino ha sido largo y estas evidencias vividas se fueron abriendo paso en mi manera de pensar y actuar.

    Durante los tres meses que siguieron, pensamos en casarnos. Mis objeciones eran por principios, ideológicas. Consideraba el matrimonio una institución burguesa; que codificaba jurídicamente y socializaba una relación que, en la medida que respondía al amor, ligaba a dos personas en su aspecto menos social. La relación jurídica tenía por tendencia, incluso como misión, hacerse autónoma con respecto a la experiencia y los sentimientos de los integrantes de la pareja. También decía: Qué nos asegura que, dentro de diez años, nuestro pacto para toda la vida se corresponderá con el deseo de aquellos en quienes nos habremos convertido.

    Tu respuesta era insoslayable: Si te unes con alguien para toda la vida, ambos ponéis vuestra vida en común y evitáis hacer lo que pueda dividir o contrariar vuestra unión. La construcción de tu pareja es tu proyecto común, nunca acabarás de confirmarlo, de adaptarlo, de reorientarlo en función de las situaciones cambiantes. Nosotros seremos lo que hagamos juntos. Era casi Sartre.

    En teoría, era capaz de mostrar –invocando a Hero y Leandro, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta- que el amor es la fascinación recíproca de dos personas en su aspecto más inefable, menos socializable y más reacio a los papeles y las imágenes de sí mismos que la sociedad les impone, y a cualquier pertenencia cultural. Casi podíamos poner todo en común porque era casi nada lo que teníamos al comienzo. Me bastaba con aceptar vivir lo que vivía, con amar por encima de todo tu mirada, tu voz, tu olor, tus finos dedos y tu modo de habitar tu cuerpo, para que todo el futuro se abriera ante nosotros.

    Únicamente esto: tú me habías suministrado la posibilidad de evadirme de mí mismo y de instalarme en un lugar distinto cuya mensajera eras tú. Contigo, podía dar vacaciones a mi realidad. Eras el complemento de la irrealización de lo real, incluido yo mismo, algo en lo que me empleaba desde siete u ocho años atrás mediante la actividad de escribir. Para mí, eras la portadora de la puesta entre paréntesis del mundo amenazante donde yo era un refugiado de ilegítima existencia, cuyo porvenir nunca se prolongaba más allá de tres meses. No tenía ganas de volver a poner los pies en el suelo. Me cobijaba en una experiencia maravillosa y repudiaba que lo real la recuperase. En lo más hondo de mí, rechazaba lo que, en la idea y la realidad del matrimonio, lleva consigo este retorno a lo real. Hasta donde puede llegar mi memoria, siempre había intentado no existir. Tuviste que trabajar durante años para hacerme asumir mi existencia. Y me parece que este trabajo sigue inconcluso.

    Te resultaría más fácil llevar adelante tu vida sin mí que conmigo. No necesitabas a nadie para hacerte un lugar en el mundo. Contabas con una autoridad natural, el sentido de las relaciones y la organización; tenías humor; en cualquier situación te encontrabas cómoda y hacías que los demás también se sintieran de ese modo; te convertías rápidamente en la confidente y la consejera de las personas con que tratabas. Captabas intuitivamente, con una asombrosa rapidez, los problemas de los otros y los ayudabas a ver claro en sí mismos.

    Aún no había descubierto, como lo acabo de hacer aquí, cuál era el fundamento de nuestro amor. Ni que el hecho de estar obsesionado, a la vez dolorosa y deliciosamente, por la coincidencia siempre prometida, y siempre evanescente, del gusto que tenemos por nuestros cuerpos –y cuando digo cuerpos no olvido que el alma es el cuerpo, tanto para Merleau-Ponty como para Sartre-, remite a experiencias fundadoras que hunden sus raíces en la infancia: el descubrimiento primordial, originario, de las emociones que una voz, un olor, un tono de piel, una forma de moverese y de ser, que para siempre constituirán la norma ideal, pueden hacer resonar en mí. Se trata de eso: la pasión amorosa es una forma de entrar en resonancia con el otro, en cuerpo y alma, y únicamente con él o con ella.

    Hasta ese momento habíamos vivido en la pobreza, nunca en la fealdad… Me pregunté cómo podías soportar el fracaso de un trabajo al que lo había subordinado todo desde que me conocías. Y resulta que, para desembarazarme de él, me entregué cabizbajo a una nueva empresa que iba a absorberme Dios sabe cuánto tiempo. Pero no mostrarte preocupación ni impaciencia “Si tu vida es escribir, entonces escribe”, me repetías. Como si tu vocación fuera confortarme en la mía.

    El fundamento sobre el que se alzaba nuestra pareja cambió con el curso de estos años. Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Se produjo una inflexión entre nosotros. A lo largo de mucho tiempo te dejaste intimidar por mi rasgo tajante; en él presentías la expresión de conocimientos que no dominabas. Poco a poco, fuiste negándote a dejarte influir. O mejor; te rebelabas contra las construcciones teóricas y, muy especialmente, contra las estadísticas. Estas son tanto menos concluyentes, decías, cuanto que sólo adquieren en sentido por su interpretación…En el fondo, esas discusiones eran un juego. Pero en ese juego tenías la sartén por el mango. No necesitabas las ciencias cognitivas para saber que, sin intuiciones ni afectos, no puede haber inteligencia ni sentido. Tus juicios reivindicaban imperturbablemente el fundamento de su certeza vivida, comunicable pero no demostrable… Nuestro período “rue du Bac” duró diez años. No pretendo describirlos, sino extraer su sentido: el de una puesta en común creciente de nuestras actividades al mismo tiempo que una diferenciación cada vez mayor de nuestras imágenes respectivas de nosotros mismos. Esta tendencia seguiría afirmándose luego. Siempre habías sido más adulta que yo y cada vez lo eras más. En mi mirada descifrabas inocencia de niño, y habrías podido decir ingenuidad. Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas, teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas.

    El envejecimiento sería mi adiós a la adolescencia, mi renuncia a lo que Deleuze y Guattari llamarían “la ilimitación del deseo” y Georges Bataille llamaba “la omnitudo de lo posible” a la que sólo se acerca uno mediante el rechazo indefinido de cualquier determinación: la voluntad de no ser Nada se confunde con la de ser Todo. Al final, el envejecimiento se encuentra esta exhortación: “Hay que aceptar ser finito: estar aquí y en ninguna otra parte, hacer esto y no otra cosa, ahora y no nunca o siempre…. tener únicamente esta vida”.

    Adquirimos la costumbre de pasar nuestros fines de semana en el campo. Luego, para no tener que alojarnos en un albergue, compramos una casita a cincuenta kilómetros de París. En cualquier época, hacíamos paseos de dos horas. Tenías una contagiosa connivencia con todo lo viviente y me enseñaste a apreciar y amar los campos, los bosques y los animales… Me descubriste la riquezade la vida y la amaba a través de ti, si no era al revés (aunque viene a ser lo mismo).

    La estancia en Estados Unidos contribuyó a que evolucionaran nuestros centros de interés… El siguiente verano acogimos con el mayor interés un texto preparatorio de un seminario que una veintena de personas tenían que participar en Cuernavaca, México. …Comenzaba afirmando que la carrera del crecimiento económico iba a implicar múltiples catástrofes que pondrían en peligro la vida humana de ocho maneras. Se podía encontrar en él una suerte de eco del pensamiento de Jacques Ellul y de Günther Anders: la expansión de las industrias transforma la sociedad en una máquina gigantesca que, en lugar de liberar a los seres humanos, restringe su espacio de autonomía y determina cuáles son los fines que deben perseguirse y cómo. Nos convertimos en los esclavos de esta megamáquina. La producción ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros estamos al servicio de la producción. Y, a causa de la profesionalización simultánea de cualquier tipo de servicios, nos volvemos incapaces de hacernos cargo de nosotros mismos, de autodeterminar nuestras necesidades y satisfacerlas por nuestra cuenta: somos en todo dependientes de profesionales incapacitantes. Discutimos este texto durante las vacaciones de verano. Estaba firmado por Ivan Illich… Nos encontramos por primera vez a Illich en 1973. Quería invitarnos al seminario sobre medicina, programado para el año siguiente. No podíamos imaginar que la crítica de la tecnomedicina coincidiría pronto con nuestras preocupaciones personales.

    Cuando tu estado de salud se agravó dramáticamente, fui a ver a ese médico. Ya no podías acostarte de tanto que te hacía sufrir tu cabeza. Pasabas la noche en pie en el balcón o sentada en un sillón. Había querido creer que lo compartíamos todo, pero tú estabas sola en tu desamparo. En la radiografía de toda la columna vertebral, incluida la cabeza, que te prescribió el doctor… comprobó la presencia de bolitas de productos de contraste, diseminados en el canal raquídeo, desde las lumbares a la cabeza. Ocho días antes, te habían inyectado este producto, el lipiodol, antes de operarte de una hernia discal paralizante. Oí cómo te tranquilizaba el radiólogo: “En diez días eliminará este producto”. Al cabo de ocho años, una parte del líquido había ascendido a tus fosas craneales y otra parte se había enquistado a la altura de las cervicales. Fue a mí a quien el doctor Court-Payen comunicó el diagnóstico: tenías una aracnoiditis y no existía ningún tratamiento para esa afección progresiva.

    Me procuré una treintena de artículos publicados sobre las mielografías en revistas médicas. Escribí a los autores de algunos de esos artículos. Uno de ellos, -un noruego, Skalpe- que había realizado autopsias en humanos y animales de laboratorio, había demostrado que el lipiodol nunca se elimina y provoca patologías que se agravan progresivamente… La carta de un profesor de neurología del Baylor College of Medicine (Texas) no era más alentadora: “La aracnoiditis es una afección en la que los filamentos que recubren el cordón medular propiamente dicho, y, a veces, el cerebro, forman un tejido cicatricial y comprimen tanto el cordón medular como las raíces nerviosas que salen de él o entran en él. Como consecuencia pueden generarse diversas formas de parálisis y (o) dolores. La inhibición de algunos nervios o un tratamiento farmacológico quizá podrían servir de ayuda.

    Ya no tenías nada que esperar de la medicina. Te negaste a habituarte a la toma de analgésicos y a depender de ellos. Decidiste hacerte cargo por ti misma de tu cuerpo, tu enfermedad, tu salud; apoderarte de tu vida en lugar de dejar que la tecnociencia médica tomase el poder sobre tu relación con tu cuerpo y contigo misma. Conectaste con una red internacional de enfermos que se ayudaban mutuamente intercambiando informaciones y consejos, tras haber chocado como tú con la ignorancia, y a veces con la mala voluntad del estamento médico. Te iniciaste en el yoga. Tomabas posesión de ti misma al administrar los dolores mediante antiguas autodisciplinas. La capacidad de entender tu mal y de hacerte cargo de ti misma te parecía el único medio para evitar ser dominada por él y por los especialistas que te transformarían en una consumidora pasiva de fármacos.

    Dos años más tarde, fuimos invitados por segunda vez a Cuernavaca. Teníamos que ir a continuación a Berkeley, y luego a La Jolla, cerca de San Diego, a la casa de Marcuse. Sin que te dieras cuenta te saqué una foto de espaldas: caminas con los pies dentro del agua por la gran playa de La Jolla. Tienes cincuenta y dos años. Eres maravillosa. Es una de las imágenes tuyas que prefiero.

    A nuestro regreso, contemplé detenidamente esta foto cuando me decías si no tendrías un cáncer, ya me lo preguntabas antes de nuestra partida a Estados Unidos, pero no habías querido decírmelo. ¿Por qué? “Si tengo que morir, quería ver antes California”, me dijiste tranquilamente. Tu cáncer de endometrio no había sido detectado durante los exámenes anuales. Una vez establecido el diagnóstico y fijada la fecha de la operación, nos fuimos ocho días a la casa que tú habías concebido. Con un buril grabé tu nombre en la piedra. Esta casa era mágica… La primera noche no dormimos. Cada uno escuchaba el aliento del otro. Luego un ruiseñor comenzó a cantar y un segundo más lejos, le respondió. Nos hablamos muy poco. Dediqué el día a labrar y, de tanto en tanto, levantaba la vista hacia la ventana de tu habitación. Allí permanecías tú, inmóvil, mirando fijamente a lo lejos. Estoy seguro de que te esforzabas en acostumbrarte a la muerte para combatirla sin temor. Estabas tan hermosa y resuelta en tu silencio que no podía imaginar que pudieras renunciar a vivir.

    Quise conocer las posibilidades de sobrevivencia en el plazo de cinco años que te concedía el oncólogo. Pierre me trajo la respuesta: “Fifty fifty”. Me dije que, después de todo, teníamos que vivir nuestro presente en lugar de proyectarnos siempre hacia el futuro. Leí dos libros de Ursula Le Guin traídos de los Estados Unidos, que me ratificaron en mi decisión.

    Cuando saliste de la clínica, volvimos a nuestra casa. Tu animación me encantaba y me tranquilizaba. Habías escapado a la muerte y la vida adquiría un nuevo sentidop y un nuevo valor. Illich lo entendió inmediatamente cuando lo volviste a ver algunos meses más tarde, en el curso de una velada. Te miró detenidamente a los ojos y te dijo: “Has visto el otro lado”. No sé qué le contestaste ni otras cosas que hablasteis. Pero me dirigió estas palabras inmediatamente después: “¡Esa mirada¡ Ahora entiendo lo que ella representa para ti”. Nos invitó una vez más a su casa en Cuernavaca, añadiendo que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos.

    Había llegado a la edad en que uno se pregunta qué es lo que ha hecho de su vida y lo que habría querido hacer de ella. Tenía la impresión de no haber vivido mi vida, de haber desarrollado una sola parte de mí mismo y de ser pobre como persona. Tú eras, y siempre habías sido, más rica que yo. Te desarrollaste en todas tus dimensiones. Estabas bien asentada en tu vida, mientras que yo siempre me había apresurado a pasar a la tarea siguiente, como si nuestra vida sólo fuera a comenzar realmente más tarde… Recuerdo haber escrito a E. que, a fin de cuentas, sólo me importaba una cosa: estar contigo. Me resulta inimaginable seguir escribiendo si tú ya no estás. Tú eres lo esencial sin lo cual todo lo demás, por importante que me parezca mientras estás ahí, pierde su sentido y su importancia. Esto decía en la dedicatoria de mi último escrito.

    Veintitrés años han pasado desde que nos fuimos a vivir al campo… Allí habrías podido ser feliz. Donde no había más que un prado, creaste un jardín de setos y arbustos. Yo planté doscientos árboles. Durante algunos años viajamos un poco, pero las vibraciones y las sacudidas de los medios de transporte, cualesquiera que fueren, te producían dolores de cabeza y en todo el cuerpo. La aracnoiditis te obligó a ir abandonando poco a poco la mayoría de tus actividades favoritas. Lograste ocultar tus sufrimientos. Nuestros amigos te encontraban en plena forma. No dejaste de animarme a escribir... Seguramente no estuve a la altura de la resolución tomada hace treinta años: de vivir plenamente en el presente, atento sobre todo a la riqueza en que consiste nuestra vida en común.

    Ahora vuelvo a vivir los momentos en que tomé esta resolución con un sentimiento de urgencia. No tengo mayor obra en mi taller. Ya no quiero –según la fórmula de Georges Bataille, “posponer la existencia para más tarde”. Estoy atento a tui presencia como en nuestros comienzos y me gustaría hacértelo sentir. Me entregaste toda tu vida y todo lo tuyo. A mí me gustaría poder darte todo lo mío durante el tiempo que nos quede.

    Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que solo sacia tu cuerpo apretado contra el mío. Por la noche veo a veces la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta “Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr” ("El mundo está vacío, no quiero vivir más") y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir la muerte del otro. A menudo hemos dicho que, en caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos».


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