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GIROUX, Henry A.

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GIROUX, Henry A.

Nota Lun Ene 25, 2010 10:55 pm
Henry A. Giroux

Portada
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Introducción

Nació en Providence (EE.UU.) el 18 de septiembre de 1943. Crítico cultural y uno de los teóricos fundadores de la pedagogía crítica en dicho país. Es bien conocido por sus trabajos pioneros en pedagogía pública, estudios culturales, estudios juveniles, enseñanza superior, estudios acerca de los medios de comunicación y teoría crítica.

Su obra ilustra un número de tradiciones teóricas que se extienden desde Marx hasta Paulo Freire y Zygmunt Bauman. Su trabajo académico más significativo ha consistido en integrar los estudios culturales dentro del estudio de la Educación y la Pedagogía, así como por su crítica radical al sistema educativo y cultural muy determinado por el mercado de las industrias culturales norteamericanas.

Después de recibir su doctorado en la Universidad Carnegie Mellon en 1977, fue profesor en la Universidad de Boston entre 1977 y 1983, año en el que pasó a la Universidad de Miami, en Oxford, Ohio, donde también ocupó el puesto de director del Center for Education and Cultural Studies ("Centro para la Educación y Estudios Culturales"). En 1992, se trasladó a la Universidad Estatal de Pensilvania donde asumió la cátedra de profesorado Waterbury. También fue director del Waterbury Forum in Education and Cultural Studies ("Foro Waterbury en Educación y Estudios Culturales"). En mayo de 2004 pasó a la Universidad McMaster, donde actualmente ostenta la cátedra de Cadenas globales de televisión en la licenciatura de ciencias de la comunicación. En mayo de 2005 la Universidad Memorial de Canadá le concedió un doctorado honorario en letras.

También es miembro de la junta de responsables de Truthout.





Ensayo



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Nota Lun Ene 25, 2010 10:55 pm
Nora Veiras, en "Entrevista con el pedagogo norteamericano Henry Giroux, con el título «La escuela debe enseñar a luchar», en Página 12, el 4 de diciembre de 2000, escribió:
    Quiere jerarquizar la tarea docente y evitar que el liberalismo le quite rol de “intelectual público” al maestro. Y advierte sobre el peligro para la democracia de privatizar la escuela.

imagen“Debemos acercarnos a la reforma educativa como un asunto de liderazgo moral y político y no como un tema de administración. Debemos recordarnos a nosotros mismos en este momento en que predomina el individualismo que el consumismo no debería ser la única forma de ciudadanía ofrecida a nuestros niños y que las escuelas deberían funcionar para servir al bien público y no ser vistas como fuentes de ventajas particulares aisladas de la dinámica de poder y equidad”, postula y se apasiona Henry Giroux ante un auditorio colmado de estudiantes de Ciencias de la Educación. Con su pelo largo, su arito y sus inmensos anillos, este pedagogo estadounidense que en los '70 descolló dentro de la Pedagogía Crítica desafía estereotipos no sólo estéticos y apuesta por la escuela y los medios como espacios de resistencia de la cultura dominante. Llegó a Buenos Aires desde la Universidad de Pennsylvania para participar en el congreso nacional organizado por la Asociación de Diarios de la República Argentina y aprovechó para dialogar con los maestros sobre la trascendencia de su rol como “intelectuales críticos”.


– ¿Cuál es su impresión de las charlas que tuvo con docentes en distintas ciudades del país?

– Tengo la sensación de que los docentes perciben una relación muy fuerte entre educación y democracia y entre aprendizaje y la noción de “cambio social”. Pareciera que hay realmente instalada una sensación de que no hay una democracia que marche y que funcione sin un sistema educativo que de alguna manera abra una posibilidad y sin una educación que no le hable a los alumnos de comprometerse social y críticamente. Creo que aquí el docente entiende lo que es el conocimiento, pero pregunta sobre el compromiso y la justicia social.


– Se dice que la escuela argentina es “caja de resonancia” de conflictos sociales y problemas económicos y que se termina desvirtuando su función pedagógica por tener que atender estos problemas. ¿Usted lo ve así?

– Estoy de acuerdo. Evidentemente, muchos de los problemas impactan en la escuela, y la escuela sola nunca cambia una sociedad; pero al mismo tiempo, la escuela es uno de los pocos lugares en donde las preguntas pueden ser formuladas críticamente. En un sentido, la escuela representa una de las pocas esferas sociales en la que los alumnos tienen la posibilidad de cuestionar la relación entre la escuela y la sociedad. Quizás la escuela es el único lugar donde los estudiantes pueden formularse preguntas acerca de a qué deberían parecerse la escuela y la sociedad. No se trata solamente de aprender a vivir en sociedad sino a cambiarla cuando sea necesario. La tensión es entre una escuela que enseña a los chicos cómo ser gobernados y otra que les enseña cómo gobernar.


– En gran parte de América latina, las posibilidades de ese cambio social se ven muy acotadas, dado que parece imponerse un modelo único. ¿Qué hace ese chico que sale con ganas de modificar esto, para hacerlo?

– Esto habla de la importancia del rol que tienen las escuelas. Las escuelas deben proveer condiciones para que los alumnos se conviertan en actores políticos. La ciudadanía no es un tema privado. Cuando el chico deje la escuela debe estar preparado para poder pelear, combatir y transformar las cosas que son importantes. Lo que no queremos hacer es educar a los chicos para que crean en un modelo autoritario y corporativo, en donde no haya oportunidades para combatir y pelear. No queremos que crean que no hay oportunidades para resistir. Estas peleas son difíciles, y no pueden darse en soledad. Pienso que, si se quiere vivir en democracia, uno de los elementos más importantes que los chicos tienen que aprender en la escuela justamente es saber pelear.


– ¿Cómo puede hacerlo la escuela si los medios de comunicación incitan al chico a verse como consumidor más que como ciudadano?

– Hay tres o cuatro puntos que quisiera remarcar: la escuela debe tener claro su sentido y su propósito; debe definirse a sí misma como una esfera única y esencial, capaz de educar a los alumnos para que entiendan cómo funciona el capitalismo, con sus limitaciones, y que existe una alternativa por la que hay que pelear. Hay que educar a los docentes y la escuela los tiene que ver como intelectuales públicos; debe tener claro que la cuestión del aprendizaje no es un objetivo más. También deben permitirles a los alumnos que participen del gobierno de la escuela y proveer experiencias para sugerir a los alumnos que su rol es de sujetos activos y no como simples consumidores. Tiene que saber que hay una relación entre conocimiento y poder, y que hay que resistir a la lógica del mercado.


– ¿Qué diferencia existe entre la visión tradicional del docente en el aula y la del docente como “intelectual público”?

– La mayoría de los maestros, por lo menos en los Estados Unidos, son formados para ser loros; aprenden métodos, pero no tienen sentido de su función social. Como grupos y como individuos pueden desempeñar un rol fundamental, ofreciéndoles a los alumnos lenguaje y conocimiento no para que se adapten pasivamente a la sociedad sino para que la transformen cuando sea necesario. Por lo tanto, los docentes deben entender su función como una práctica ética y política, no técnica. Para hacer esto, tenemos que tener una visión del tipo de sociedad que queremos que los estudiantes creen. También tenemos que tener en claro la relación entre conocimiento y los efectos que produce. Mi deseo es defender las condiciones laborales de los docentes, su autonomía y habilidad como fuerza vital para la defensa de una democracia orgánica. Esta visión es opuesta al liberalismo y la visión comercial de la escuela, que nunca comienza con la palabra “justicia” sino con la palabra “beneficio”. No se ve la escuela como un bien social, sólo como un bien privado. A largo plazo, esto representa no sólo la muerte de la escuela como esfera pública sino también un ataque al Estado de bienestar, a la justicia social y a la democracia.


– Entonces, el neoliberalismo usa a la escuela como un instrumento más para legitimar la segmentación social...

– La derecha neoliberal ve a la escuela como uno de los lugares más peligrosos de la sociedad, como un lugar de batalla contra la privatización de la sociedad. Esperan descapacitar a los docentes y convertir a la escuela en una cultura corporativa que eduque a los chicos como consumidores y segmente la vida pública. Como la escuela es uno de los pocos lugares que quedan donde las preguntas pueden ser formuladas abiertamente, y como la escuela es un lugar donde se resiste la idea de que “democracia” y “mercado” son lo mismo, por eso mismo se convierten en lugares de batalla, junto con los medios.


– En Argentina hay un discurso que se escucha con insistencia que dice que las escuelas deben ser redituables y que el Estado no puede “despilfarrar recursos”, entonces se propone subsidiar a la demanda. ¿Qué pasa en los lugares en donde se aplican estas ideas?

– En los Estados Unidos, muchas corporaciones y grandes compañías han subsidiado estos esfuerzos y en muchos casos los políticos que apoyan estas ideas están vinculados con la derecha y dominan el debate en los partidos. Sobre la política de privatización que implican los “vouchers”, en Estados Unidos no hubo discusión sobre el desmantelamiento del Estado de bienestar que llevan implícito. Esta política es un ataque a los chicos de las clases trabajadoras, a las escuelas pobres urbanas y especialmente a los chicos negros. También es una manera de transformar la definición de “escuela”, sacándola del lugar de la política pública, ya que estamos en un espacio donde lo único que interesa es el beneficio individual. La escuela se está transformando en un lugar de beneficio privado. Entonces, los que no tengan recursos para hacer la elección, terminan en escuelas absolutamente segmentadas, las peores escuelas. Es un discurso vicioso, que sólo beneficia a los chicos de clases medias y altas, y convierte a la escuela en socia de las corporaciones. La escuela se convierte en un lugar de entrenamiento para producir trabajadores.


– Cuando se habla de la crisis del Estado de bienestar y que el Estado “ya fue”, ¿cómo mantiene la esperanza de un rol activo del Estado en la educación?

– Porque me parece que lo que tenemos que reconocer es que a medida que el Estado va desapareciendo, y con lo difícil que está la relación entre la sociedad civil y la cultura corporativa, lo único que al Estado le queda no es preguntarse si las escuelas van a sobrevivir sino si la democracia va a sobrevivir. Porque si se habla de reformar las escuelas sin reformar la democracia, uno se queda sin argumentos. Cuando todo se reduce a algo pragmático, en cómo sobrevivir en una sociedad que trata a cada uno como una expresión del mercado, es una gran oportunidad hablar de la crisis de la escuela en relación con la crisis del Estado y de la democracia misma. Por lo cual, la escuela tiene que tener un nuevo rol, definiendo su función como vital para la democracia, además de ayudar a mantener a la democracia viva.


– Usted dice que los medios de comunicación son uno de los pocos lugares de resistencia.

– La cuestión pedagógica no pasa sólo por las escuelas. Hay otros lugares, entre los cuales están los medios. Todo eso representa ese lugar de la cultura donde lo pedagógico se convierte en político. Esos son los lugares reales donde los chicos están segmentados: la cultura popular y los medios. Como decía Gramsci, reconocemos en el más amplio sentido que en la posmodernidad están las últimas armas de pelea. Este es el lugar donde las opciones están disponibles para que la gente elija sobre lo que significa vivir o no vivir realmente en democracia. Son los elementos para resistir, para oponerse, porque ofrecen la posibilidad de cuestionar el presente, pensando en el futuro. Los conservadores siempre entendieron esto, mucho mejor que la izquierda o que la izquierda de Estados Unidos, que tiende a creer que la cultura política no es “política” realmente. No entienden cómo lo político se convierte cada vez más en pedagógico y lo pedagógico en político. Esto los intelectuales argentinos lo van a tener que tomar muy en serio, sobre todo por las nuevas tecnologías y la concentración de poder, que no se limitan tampoco al Estado-Nación; Disney va afectar tu vida y la de tus hijos, de la misma medida en que afecta a mis hijos hoy. Está en todos lados.

Nota Dom Feb 13, 2011 5:10 pm
fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122333

original en inglés: http://www.truth-out.org/torturing-democracy67570



Democracia torturada



Henry A. Giroux

Truthout // 8 de febrero de 2011

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández



    El siguiente ensayo es un resumen del prefacio del libro de Henry Giroux Hearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terror (Corazones tenebrosos: Torturando a los niños en la guerra contra el terror), Paradigm Publishers, 2010.



Desde que empezó el siglo XXI, estamos viviendo un período histórico en el cual Estados Unidos ha ido renunciando a sus más tenues proclamas democráticas. Las estructuras a través de las cuales la democracia reconoce a otros seres humanos como merecedores de respeto, dignidad y derechos humanos se han sacrificado en aras de un modo de hacer política y cultura que devino sencillamente en una extensión de la guerra, tanto dentro como fuera del país. Sin embargo a nivel interno, y muy mal concebido, el Estado punitivo ha ido sustituyendo cada vez más al Estado del bienestar, a la vez que una cantidad de individuos y grupos cada vez más numerosos son ahora considerados poblaciones desechables, no merecedoras de esas redes de seguridad y protecciones básicas que proporcionan las condiciones para vivir con un sentido de seguridad y dignidad. En función de esas valoraciones, los apoyos sociales básicos se vieron reemplazados por una construcción acelerada de prisiones, por la expansión de un sistema de justicia penal en la vida diaria y por una erosión cada vez mayor de las libertades civiles fundamentales. Las responsabilidades compartidas dieron paso a los temores compartidos, y la única distinción que parecía resonar en el ámbito de la cultura era entre amigos y patriotas, por un lado, y disidentes y enemigos, por otro. La violencia de Estado no sólo se convirtió en algo aceptable, sino que se normalizó, a la vez que el gobierno se dedicaba a espiar a sus ciudadanos, a suspender el derecho al habeas corpus, a sancionar la brutalidad policial contra quienes cuestionaban el poder del Estado, a confiar en el privilegio de imponer secretos de Estado para ocultar sus crímenes y, asimismo, fue reduciendo cada vez más las esferas públicas diseñadas para proteger a los niños en los centros y almacenes encargados de modelarles después de salir de las prisiones. El miedo alteró el paisaje de los derechos y valores democráticos, a la vez que insensibilizaba a una población que estaba más que dispuesta a mirar hacia otro lado mientras se deshumanizaba, encarcelaba o sencillamente desechaba a grandes segmentos de población. Podemos contemplar cada día las trágicas consecuencias de todo eso a la vez que los medios de comunicación van informando de un sinfín de historias trágicas de gentes decentes que pierden sus hogares; de más y más jóvenes encarcelados; y de las cifras cada vez mayores de seres que se ven obligados a vivir en sus coches, en la calle o en ciudades de tiendas de campaña. El New York Times ofrece una historia en primera página sobre los jóvenes que tienen que abandonar sus familias asoladas por la recesión para vivir en la calle, sobreviviendo a menudo a costa de vender sus propios cuerpos. Y en los medios dominantes va surgiendo alguna que otra noticia sobre los indecibles horrores infligidos a niños torturados en nuestras “cámaras de la muerte” de Iraq, Cuba y Afganistán. Pero el pueblo estadounidense apenas pestañea.

La administración Bush se dedicó a erosionar aún más una cultura inspirada en valores democráticos, sustituyéndola por una cultura de la guerra y una cultura de la ilegalidad dedicada a experimentar con un sistema de detenciones extrajudiciales utilizado para crear cámaras de tortura en Bagram, Kandahar y la Bahía de Guantánamo. Desde 2001, el lenguaje y la sombra fantasmal de la guerra lo envolvieron todo, no sólo liquidando la distinción entre guerra y paz sino poniendo en juego una pedagogía pública por la cual cada aspecto de la cultura quedaba ensombrecido a base de ideales, valores y conocimientos militarizados. Desde los videojuegos a las películas de Hollywood, apoyados o producidos por el Departamento de Estado, hasta la continua militarización de la educación pública y superior, se subordinó la noción de bien común a la metafísica militar, a los valores bélicos y a los dictados del Estado de seguridad nacional. La guerra ganó un nuevo estatus bajo la administración Bush, pasando de ser una opción de último recurso a un instrumento fundamental de la diplomacia en la guerra contra el terror. La fe dogmática en la guerra se complementó con un persistente intento de legitimar tal política a través de otro tipo de guerra basado en una lucha pedagógica para crear sujetos, ciudadanos e instituciones que apoyen esas políticas draconianas. La guerra dejó de ser el último recurso de un Estado para defender su territorio y se convirtió en una nueva forma de pedagogía pública –una especie de maquinaria de guerra cultural- diseñada para conformar y dirigir la sociedad. La guerra devino el fundamento de una política que utilizaba lenguaje, conceptos militares y relaciones policiales para abordar los problemas más allá de los terrenos familiares de la batalla. En algunos casos, los medios dominantes se dedicaban a hermosear tanto la guerra que parecía que se trataba del anuncio de una industria turística. El resultado de todo ello es que el significado de la guerra se amplió retórica, visual y materialmente, para así poder nombrar, legitimar y emprender batallas contra los problemas sociales que implican las drogas, la pobreza y el recién descubierto enemigo de la nación, el inmigrante mexicano.

Al normalizarse como función central del poder y la política, la guerra se convirtió en un elemento regular y normativo de la sociedad estadounidense legitimado por un Estado de excepción y emergencia que llegó a hacerse permanente. Como la producción de violencia continuó más allá de las amenazas y enemigos tradicionalmente definidos, el Estado puso ahora su mira en el terrorismo, cambiando sus registros de poder al emprender la guerra a partir de un concepto, ampliando sus persecuciones, tácticas y estrategias contra ningún Estado, ejército, soldados o lugares específicos en concreto. El enemigo estaba omnipresente, lo que lo hacía aún más difícil de erradicar y, por tanto, muy útil para la expansión de las tácticas de vigilancia, la cultura del miedo y el recurso a la violencia. La guerra se había convertido ya en un rasgo permanente y común de la política interna y externa estadounidense, una batalla que no tenía un final definitivo y que exigía un uso constante de la violencia. La guerra devino en algo más que una estrategia militar: ahora era una pedagogía y una forma de política cultural diseñada para legitimar ciertos modos de gobierno, crear identidades de apoyo a los valores militaristas y proporcionar la cultura formativa que apoyara la organización y producción de esa violencia como rasgo central de la política interna y externa.

Es difícil imaginar cómo puede evitarse que una democracia se corrompa si la guerra se convierte en el fundamento de la política, cuando no en la cultura misma. Los principios organizadores de una sociedad no pueden sobrevivir mucho tiempo, al menos en una entidad democrática, cuando continuamente se echa mano de la guerra y de la violencia de Estado. Estados Unidos se ha hundido en un período en el que la sociedad se ha ido organizando cada vez más mediante la creación de violencia, tanto simbólica como material. En los medios de comunicación, especialmente en el circuito de debates de la radio, surgió una cultura de la crueldad imbuida de un sórdido nacionalismo combinado con un hipermilitarismo y masculinidad que menospreciaba no sólo la razón sino también a todos aquellos que encajaban en el estereotipo del otro, que parecía incluir a todo aquel que no fuera blanco y cristiano. El diálogo, la razón y la reflexión fueron desapareciendo lentamente de la esfera pública mientras cada encuentro se enmarcaba dentro de círculos de seguridad y se ponía en escena como si de un combate a muerte se tratara. A medida que el centro moral y cívico del país desaparecía bajo el gobierno Bush, el lenguaje del mercado proporcionaba el único referente para comprender las obligaciones de la ciudadanía y la responsabilidad global, ignoradas por una maquinaria bélica cada vez mayor y una cultura que producía empleos y mercancías y promovía la economía de guerra.

La guerra en el exterior entró en una nueva fase con la publicación de las fotos de los detenidos que estaban siendo torturados en la prisión de Abu Ghraib. La guerra, como violencia organizada, quedó así despojada de cualquier propósito noble que pudiera tener y del ilusorio objetivo de promover la democracia, revelando la violencia de Estado como su aspecto más degradante y deshumanizador. El poder del Estado se había convertido en un instrumento de tortura, desgarrando la carne de los seres humanos, violando a las mujeres y, lo más abominable que cabe imaginar, torturando a los niños. La democracia se había convertido en algo que defendía lo inimaginable e infligía las más horribles mutilaciones tanto a los adultos como a los niños a los que consideraba enemigos de la democracia. Pero las mutilaciones se infligían también contra el cuerpo político; políticos como el vicepresidente Cheney defendían la tortura mientras los medios abordaban la cuestión de la tortura no como una violación de los principios democráticos o de los derechos humanos sino como una estrategia que podría o no producir determinada información. Los argumentos utilitarios utilizados para defender la economía de mercado, que sólo tenían en cuenta los análisis coste-beneficio y la prioridad de valores de cambio, ahora habían alcanzado su punto lógico final, igual que se utilizaban parecidos argumentos para defender la tortura, incluso aunque hubiera niños implicados. La pretensión de democracia quedó aniquilada mientras una y otra vez se revelaba que Estados Unidos se había convertido en un Estado-tortura, asemejándose a las más infames dictaduras, como las de Argentina y Chile durante la década de los años setenta. El gobierno estadounidense, bajo la administración Bush, finalmente había arribado a un punto donde la metafísica de la guerra, la violencia organizada y el terrorismo de Estado impedían a los dirigentes en Washington reconocer hasta qué punto estaban emulando los propios actos de terrorismo contra los que afirmaban estar luchando. El círculo se ha completado ya al transformarse el Estado bélico en un Estado-tortura. Todo estaba permitido, tanto en casa como fuera, mientras que el sistema jurídico, junto con el sistema de mercado, legitimaban un modo punitivo y despiadado de darwinismo económico que consideraba la moralidad, cuando no la misma democracia, como una debilidad a despreciar o ignorar. Los mercados no sólo se apoderaron de la política, también eliminaron las consideraciones éticas para cualquier comprensión de cómo trabajaban los mercados o qué efectos producían en un orden social más amplio. La autorregulación acabó con las consideraciones morales, convirtiéndose en la fuerza fundamental para manejar el mercado, mientras intereses individuales estrechamente definidos fijaban los parámetros de lo que era posible. Lo público se derrumbó en lo privado, y la responsabilidad social se redujo a los mismos deseos arbitrarios asociales y herméticos. No sorprende, por tanto, que lo inhumano y degradante entrara en el discurso público y conformara el debate sobre la guerra, la violencia de Estado y los abusos de los derechos humanos; también sirvió para legitimar esas prácticas. Los Estados Unidos entraron imperturbables en un vacío moral que posibilitó la justificación tanto de la tortura como de la violencia de Estado, movilizando con éxito una cultura de la guerra y una pedagogía pública de la cultura en sentido amplio que convenció, como indicaba una encuesta del Pew Research Center, al 54% del pueblo estadounidense de que “la tortura en ocasiones está justificada para obtener información importante de terroristas sospechosos” [1]. La mayoría del pueblo estadounidense aceptó obedientemente la normalización de la tortura mientras las aspiraciones y anhelos democráticos resultaban irreparablemente dañados.

Hearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terror examina cómo Estados Unidos, bajo el gobierno Bush, se embarcó en una Guerra contra el Terror que no sólo defendió la tortura como política oficial sino que también fomentó las condiciones para la aparición de una cultura de la crueldad que alteró profundamente el paisaje moral y político del país. Al considerarse la tortura como algo normal bajo Bush, se corrompieron los ideales y la cultura política estadounidenses y la administración se pasó al lado tenebroso al sancionar lo más atroz e inimaginable: la tortura a los niños. Aunque la aparición del Estado-tortura se ha visto sometida a intensas controversias, los intelectuales, académicos, artistas, escritores, padres y políticos no han dicho apenas nada sobre cómo la violencia de Estado bajo la administración Bush puso en marcha una pedagogía pública y cultura política que legitimaba la tortura sistemática a los niños y que lo hacía con la complicidad de los medios dominantes que, o bien negaban tales prácticas, o sencillamente las ignoraban. Nos centramos deliberadamente aquí en los niños porque los jóvenes proporcionan un poderoso referente en cuanto a las consecuencias a largo plazo de las políticas sociales, cuando no del mismo futuro, y también porque ofrecen un importante indicador para medir los valores morales y democráticos de una nación. Los niños son los latidos del corazón y la brújula moral de la política porque hablan de lo mejor de sus posibilidades y promesas, y sin embargo, desde la década de 1980, se han convertido en el punto de fuga del debate moral, considerados bien irrelevantes, debido a su edad, o descartados, porque en gran medida se les contempla como una especie de materia prima, o ignorados, porque se les considera una amenaza para la sociedad adulta. En alguna parte he escrito que dependiendo de cómo una sociedad eduque a sus hijos se conecta con el futuro colectivo que la gente anhela. Actualmente, por la forma de educar a los jóvenes bajo la administración Bush, éstos se han convertido en algo sin valor porque la juventud no sólo está devaluada y considerada como no merecedora de una vida y futuro decentes (una razón por la que se les niega una adecuada atención sanitaria), también se les redujo al estatus de lo inhumano y depravado y se les sometió a actos crueles de tortura en lugares que eran tan ilegales como bárbaros. En este caso, la juventud se convirtió en la negación de la política y del mismo futuro.

Pero hay algo más en juego que la visibilidad de esos crímenes: hay también el imperativo moral y político de plantear serias cuestiones sobre los desafíos que la administración Obama debe abordar a la luz de este vergonzoso período de la historia estadounidense, especialmente si quiere revertir esas políticas y seguir proclamando su intención de restaurar cualquier vestigio de democracia estadounidense. Desde luego, cuando un país legaliza la tortura y extiende los mecanismos disciplinarios del dolor, la humillación y el sufrimiento a los niños, sugiere que ha habido demasiadas personas mirando hacia otro lado mientras todo eso sucedía y al hacerlo así permitieron que se dieran las condiciones para que surgiera el incalificable acto de justificar la tortura a los niños como una cuestión de política de Estado. Ya es hora de que los estadounidenses se enfrenten a esos crímenes y se comprometan en un diálogo nacional sobre las condiciones políticas, económicas, educativas y sociales que permitieron que emergiera en la historia de EEUU un período tan tenebroso, a la vez que exijan responsabilidades a los culpables de tales actos. La Administración Obama está siendo duramente criticada por asumir muchas de las políticas de Bush, pero lo que resulta más preocupante de todo es su disposición a hacer de la guerra, el secretismo y la suspensión de las libertades civiles fundamentales los rasgos centrales de sus propias políticas. Obama, en su deseo de mirar hacia delante y adoptar una idea despolitizada y moralmente vacía de política postpartidista, recicla una forma peligrosa de amnesia histórica y social, mientras pasa por alto la patología cívica y política que heredó. Por suerte, este libro nos recordará que, como mucho, la memoria es perturbadora y algunas veces hasta peligrosa en su exigencia de que los individuos se conviertan en testigos políticos y morales; que se arriesguen; y que asuman la historia no como una mera crítica sino también como una advertencia sobre cuán frágil es la democracia y lo que suele suceder cuando se permite que desaparezcan los principios, ideales y elementos de la cultura que la sustentan, superados por fuerzas que adoptan la muerte en lugar de la vida, el miedo en lugar de la esperanza, el aislamiento en lugar de la solidaridad. Robert Hass, el poeta estadounidense, ha sugerido que la tarea de la educación, su tarea política, “es refrescar el pensamiento de que la idea de la justicia está todo el tiempo extinguiéndose en nosotros” [2]. La justicia está desapareciendo, una vez más, bajo la administración Obama, pero no es sólo tarea del gobierno evitar que “desparezca”: es también la tarea de todos los estadounidenses –como padres, ciudadanos, individuos y educadores– y no sólo como una cuestión de obligación social o responsabilidad moral sino como un acto de política, de capacidad y de posibilidad.

El libro está dividido en seis capítulos. El primer capítulo analiza la aparición de una serie de condiciones económicas, sociales y políticas que se intensificaron especialmente bajo la administración de George W. Bush, conformando el escenario para la transformación del Estado del bienestar en un Estado bélico y torturador. Cómo los valores democráticos se han ido subordinando cada vez más a los valores del mercado, y cómo la cultura del miedo ha sustituido a la cultura de la compasión, eliminándose las restricciones anteriormente impuestas en el juego del mercado y las fuerzas financieras. Los asuntos públicos se derrumbaron frente a los intereses privados, y la gente se volvió más vulnerable ante esas fuerzas políticas y económicas que fomentaban la incertidumbre, la inestabilidad y la inseguridad. A la vez que las instituciones y el bien común pasaban a considerarse cada vez con mayor desdén, la cultura se hizo más ensimismada, mezquina, competitiva y despiadada en su poca disposición para mostrar compasión hacia el otro, especialmente hacia aquellos que eran más vulnerables ante la incertidumbre de los tiempos, como son los jóvenes, los ancianos, los inmigrantes, las minorías pobres y los musulmanes. A medida que la cultura del miedo y la competitividad parecía escaparse de todo control, el Estado punitivo sustituyó al Estado social y la política se redujo en gran medida a proteger los beneficios de los ricos y ampliar los aparatos represivos que se utilizaban para contener y castigar a los pobres. A medida que los problemas sociales se criminalizaban cada vez más, el Estado punitivo devino en la única fuerza de legitimación para un Estado debilitado por las fuerzas de una globalización destructiva y las fuerzas de capital y finanzas de libre flotación. A medida que las leyes del mercado, un excesivo individualismo y una incontrolable noción de egoísmo se convertían en los principios más importantes a la hora de moldear la sociedad, los valores, las identidades y las relaciones se subordinaron a los intereses de una formación económica que había conseguido liberarse de cualquier restricción. Las condiciones que ahora se desarrollaban en los asuntos relativos a la justicia y los derechos humanos se sacrificaron ante las fuerzas de la conveniencia política y económica.

El segundo capítulo del libro analiza cómo la tortura se convirtió en política de Estado a través de una serie de “legalidades ilegales” urdidas por diversos miembros de la administración Bush, y cómo los medios, en colusión con el gobierno, se negaron a reconocer que la tortura no era algo que apareció sencillamente tras el 11-S, sino algo que el gobierno de EEUU lleva décadas practicando.

En el tercer capítulo se analiza cómo el debate alrededor de la tortura parecía haberse liberado a sí mismo de los abusos contra los derechos humanos perpetrados históricamente por EEUU y también cómo la administración Bush promovió activamente nuevas formas de tortura en violación de todos los tratados internacionales importantes que consideran la tortura un acto ilegal y criminal.

El capítulo cuarto detalla la negativa del gobierno a reconocer estar practicando la tortura legitimada por el Estado y los atroces actos de violencia y malos tratos perpetrados contra numerosos detenidos en varios lugares y prisiones bajo control estadounidense.

El capítulo quinto proporciona amplias pruebas de cómo todas esas condiciones, junto con las numerosas violaciones de los derechos humanos, dieron lugar finalmente a lo inconcebible: la tortura a los niños. Este capítulo es tan detallado como impactante, invocando tanto los testimonios de terceras partes como los testimonios de los niños que fueron torturados.

El capítulo final del libro plantea una serie de cuestiones sobre si Obama está dispuesto a desafiar el horrible legado de la administración Bush, redefiniendo la democracia estadounidense, o si acabará endosando la cultura de crueldad y sufrimiento que es el legado de los años de Bush y Cheney.





Notas al pie de página:


Nota Dom Feb 13, 2011 8:00 pm
fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120837

original en inglés: http://www.truth-out.org/beyond-swindle ... cracy66945



Más allá del fraude de la universidad corporativa:
la educación superior al servicio de la democracia



Henry A. Giroux

Truthout // 18 de enero de 2011

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens




El pensamiento no es la reproducción intelectual de lo que, de todos modos, ya existe. Mientras no se rompa, el pensamiento se aferra firmemente a la posibilidad. Su aspecto insaciable, su aversión a ser rápida y fácilmente satisfecho, rechaza la sensatez estúpida de la renuncia. El momento utópico del pensamiento es más fuerte cuanto menos se objetiva en una utopía saboteando de este modo su realización. El pensamiento abierto apunta más allá de sí mismo.

- Theodor W. Adorno




A pesar de haber sido desacreditado por la recesión económica de 2008, el neoliberalismo, o fundamentalismo de mercado como lo llaman en algunos sectores, volvió con fuerza una vez más. La Edad Dorada ha vuelto con grandes ganancias para los ricos y cada vez más pobreza y miseria para la clase media y trabajadora. El analfabetismo político ha monopolizado el mercado de la cólera populista, suministrando una ventaja política a los responsables de niveles masivos de desigualdad, pobreza y diversas penurias más. Mientras se desmantelan las protecciones sociales, se denigra a los empleados públicos y los bienes comunes como escuelas, puentes, servicios de atención sanitaria y el transporte público se deterioran, el gobierno de Obama abrazó sin ofrecer disculpas los valores del darwinismo económico y recompensa a sus principales beneficiarios: los mega bancos y el gran capital. El neoliberalismo –revitalizado por la aprobación de recortes tributarios para los ultra ricos, la toma de posesión del derechista Partido Republicano de la Cámara de Representantes y los continuos ataques exitosos contra el Estado del bienestar– procede otra vez, como un zombi, a imponer sus valores, relaciones sociales y formas de muerte social sobre todos los aspectos de la vida cívica [1].

Con sus inexorables intentos de normalizar la creencia irracional en la capacidad de los mercados de solucionar todos los problemas sociales, el fundamentalismo neoliberal del mercado establece políticas hechas para desmantelar los pocos vestigios restantes del Estado social y de servicios públicos vitales. De un modo más profundo ha debilitado, si no casi destruido, las instituciones que posibilitan la producción de una cultura formativa en la cual los individuos aprendan a pensar de manera crítica, a imaginar otras maneras de ser y hacer y a conectar sus problemas personales con las preocupaciones públicas. Temas de justicia, ética e igualdad han vuelto a ser exiliados a los márgenes de la política. Nunca ha sido más obvio este asalto contra la forma de gobierno democrática, ni más peligroso que en el momento actual en el que se libra una batalla bajo la rúbrica de medidas de austeridad neoliberales sobre la autonomía del trabajo académico, la sala de clases como lugar de pedagogía crítica, los derechos de los estudiantes a una educación de calidad, la vitalidad democrática de la universidad como esfera pública y el papel de las artes liberales y humanidades en la promoción de una cultural educacional que tiene que ver con la práctica de la libertad y el empoderamiento mutuo [2]

La universidad como ciudadela de la enseñanza democrática se ha reemplazaddo por una universidad ansiosa de definirse en gran parte en términos económicos. A medida que el centro de gravedad se aleja de las humanidades y de la noción de la universidad como bien público, los presidentes de las universidades ignoran valores públicos, mientras se niegan a encarar temas y problemas sociales importantes [3].

En vez de eso, los administradores exhiben ahora afiliaciones corporativas como una medalla de honor, participan en consejos corporativos y reciben inmensos salarios. Un estudio realizado por The Chronicle of Higher Education informó de que “19 de 40 presidentes de las 40 principales universidades de investigación participan en un consejo de administración por lo menos” [4]. En lugar de tratarlos como una inversión social para el futuro, ahora los administradores de las universidades miran a los estudiantes como una importante fuente de ingresos para los bancos y otras instituciones financieras que suministran fondos para financiar los crecientes pagos de matrícula. Para las generaciones anteriores la educación superior abría oportunidades para la autodefinición, así como para seguir una carrera en el campo elegido por cada cual. Era relativamente barato, riguroso y accesible, incluso para muchos jóvenes de la clase trabajadora. Pero los recientes eventos en EE.UU. y Gran Bretaña dejan claro que ya no es así. En lugar de encarnar la esperanza de una vida y un futuro mejores, la educación superior se ha hecho prohibitivamente cara y excluyente, ofreciendo sobre todo una credencial y, para la mayoría de los estudiantes, pagos de deuda de por vida. La preparación de los mejores y más brillantes ha cedido el paso a la preparación de lo que podría llamarse la Generación de la Deuda [5].

Lo que es nuevo en la actual amenaza a la educación superior y a las humanidades en particular es que el ritmo creciente de corporatización y militarización de la universidad, el aplastamiento de la libertad académica, el aumento de un contingente en permanente aumento de profesores académicos a tiempo parcial y el punto de vista de que los estudiantes son básicamente consumidores y los profesores proveedores de una mercancía vendible como una credencial o un conjunto de habilidades para el sitio de trabajo. Más impactante todavía es la muerte lenta de la universidad como centro de crítica, fuente vital de educación cívica y del bien público crucial. O, para decirlo de manera más específica, la consecuencia de transformaciones tan dramáticas ha llevado prácticamente a la defunción de la universidad como esfera pública democrática. Muchos profesores están actualmente desmoralizados al perder crecientemente sus derechos y poder. Además, un cuerpo débil de profesores académicos se traduce en uno que es gobernado por el miedo en lugar de responsabilidades compartidas, y que es susceptible a tácticas de abuso laboral como el aumento de la carga de trabajo, la precarización de la mano de obra y la creciente represión del disenso. La desmoralización se traduce frecuentemente menos en indignación moral que en cinismo, acomodo y retiro a formas estériles de profesionalidad. Lo que es también nuevo es que los profesores, que se ven ahora ante un abismo, sean renuentes a encarar los actuales ataques contra la universidad o estén confusos sobre cómo el lenguaje de especialización y profesionalización los ha alejado no sólo de la conexión de su trabajo con temas cívicos y problemas sociales de mayor alcance, sino también del desarrollo de toda relación significativa con una forma de gobierno democrática más amplia.

Ya que los profesores han dejado de sentirse llevados a encarar importantes temas políticos y problemas sociales, se sienten menos inclinados a comunicarse con un público más amplio, apoyar valores públicos, o involucrarse en un tipo de erudición que esté a la disposición de una audiencia más amplia [6]. Obligados por los intereses corporativos, el establecimiento de una carrera y los discursos insulares que acompañan la erudición especializada, demasiados profesoress se han vuelto extremadamente cómodos frente la corporativización de la universidad y los nuevos regímenes de dirección neoliberal. A la búsqueda de subsidios, promociones y sitios convencionales de investigación, muchos se han retirado de los grandes debates públicos y se han negado a encarar problemas sociales urgentes. Asumiendo el papel del profesor desinteresado o de la brillante estrella en formación de la facultad, los llamados empresarios académicos simplemente refuerzan la percepción del público de que en general han llegado a ser irrelevantes. Incapaces, cuando no renuentes, de defender la universidad como una esfera pública democrática y un lugar crucial para aprender cómo pensar de manera crítica y actuar con coraje cívico, muchos profesores han desaparecido en un aparato disciplinario que no ve la universidad como un sitio para pensar, sino como un sitio para preparar a los estudiantes para que sean competitivos en el mercado global.

Esto es particularmente inquietante en vista del giro irredento que la educación superior a tomado en su disposición a copiar la cultura corporativa y congraciarse con el Estado de seguridad nacional [7]. Las universidades enfrentan ahora un conjunto creciente de desafíos que surgen de recortes presupuestarios, disminución de la calidad, reducción de la cantidad de profesores académicos, la militarización de la investigación y la modificación del plan de estudios para que se ajuste a los intereses del mercado. En EE.UU., muchos de los problemas de la educación superior se pueden relacionar con la escasez de fondos, la dominación de las universidades por mecanismos del mercado, el aumento de la cantidad de universidades con fines de lucro, la intrusión del Estado de seguridad nacional y la falta de autogobierno del cuerpo académico, todos los cuales no sólo contradicen la cultura y el valor democrático de la educación superior, sino que además convierten en una burla el sentido mismo y la misión de la universidad como sitio para pensar y para asegurar la cultura formativa y los agentes que posibilitan una democracia. En gran parte se han abandonado las universidades como esferas democráticas públicas dedicadas a suministrar un servicio público que se extiende sobre los grandes logros intelectuales y culturales de la humanidad y eduque futuras generaciones para que puedan enfrentar los desafíos de una democracia global. A medida que se reduce el tamaño y se mercantilizan las humanidades y las artes liberales, la educación superior se ve atrapada en la paradoja de que afirma que invierte en el futuro de los jóvenes mientras les ofrece menos apoyos intelectuales, civiles y morales.

Si la comercialización, mercantilización y militarización de la universidad continúan la educación superior se convertirá en una más de la serie de instituciones incapaces de fomentar la investigación crítica, el debate público, actos humanos de justicia y la deliberación pública. Es especialmente importante defender esos campos públicos democráticos en tiempos en los que cualquier espacio que produce “pensadores críticos capaces de cuestionar instituciones existentes” es sitiado por poderosos intereses económicos y políticos [8].

La educación superior tiene una responsabilidad no sólo en la búsqueda de la verdad, no importa adónde pueda conducir, sino también de educar a los estudiantes para que hagan que la autoridad y el poder sean política y moralmente responsables. Aunque las preguntas sobre si la universidad debería servir estrictamente intereses públicos en lugar de privados ya no tienen el peso de crítica convincente que tenían en el pasado, esas preguntas siguen siendo cruciales para encarar el propósito de la educación superior y de lo que podría significar que se imaginara la participación plena de la universidad en la vida pública como protectora y promotora de valores democráticos.

Lo que hay que comprender es que la educación superior puede ser una de las pocas esferas públicas restantes donde el conocimiento, los valores y la erudición ofrezcan una idea de la promesa de la educación para nutrir valores públicos, la esperanza crítica y una democracia sustantiva. Puede ser el caso que la vida de todos los días está cada vez más organizada alrededor de principios de mercado; pero confundir una sociedad determinada por el mercado con la democracia socava el legado de la educación superior, cuyas raíces más profundas son morales, no comerciales. Es una perspectiva particularmente importante en una sociedad en la que no sólo la libre circulación de ideas está siendo reemplazada por ideas administradas por los medios dominantes, sino que las ideas críticas cada vez se ven más como banales, cuando no reaccionarias, o simplemente se descartan. Como ha subrayado Frank Rich, la guerra contra la capacidad de leer y escribir y el juicio informado ha quedado suficientemente clara en la furia populista que arrasa el país, una cólera colectiva masiva que “apunta a los educados, no a los ricos” [9]. La democracia plantea demandas cívicas a sus ciudadanos y esas demandas apuntan a la necesidad de una educación de base amplia, crítica, y que apoye valores cívicos significativos, la participación en el autogobierno y en el liderazgo democrático. Sólo a través de una cultura educacional semejante, formativa y de educación crítica, pueden aprender los estudiantes a convertirse en agentes individuales y sociales, en lugar de ser simplemente espectadores aislados, capaces de pensar de otra manera y de actuar ante compromisos cívicos que exigen una reconsideración y reconstitución de configuraciones básicas del poder para promover el bien común y producir una democracia que tenga sentido. Es importante insistir en que como educadores preguntemos, una y otra vez, cómo es posible que la educación superior pueda sobrevivir como esfera pública democrática en una sociedad en la cual su cultura cívica y sus modos de lectura crítica colapsan, mientras se hace cada vez más difícil distinguir la opinión y los estallidos emotivos de un argumento sustentado y del razonamiento lógico. De igual importancia es la necesidad de que educadores y jóvenes encaren el desafío de la defensa de la universidad como un ámbito público democrático. Toni Morrison tiene razón cuando argumenta:

    “Si la universidad no toma seria y rigurosamente su papel como guarda de libertades civiles más amplias, como interrogadora de problemas éticos más y más complejos, como sirvienta y preservadora de prácticas democráticas más profundas, algún otro régimen o combinación de regímenes lo hará por nosotros, a pesar de nosotros y sin nosotros” [10]

La defensa de las humanidades, como Terry Eagleton ha argumentado recientemente, significa más que ofrecer un enclave académico para que los estudiantes aprendan historia, filosofía, arte y literatura. También significa subrayar cuán indispensables son esos campos de estudio para todos los estudiantes, si han de ser capaces de reivindicar de la manera que se sea que son agentes individuales y sociales críticos y comprometidos. Pero las humanidades hacen más. También suministran el conocimiento, las aptitudes, las relaciones sociales y los modos de pedagogía que constituyen una cultura formativa en la cual se puedan aprender las lecciones históricas de democratización, se puedan encarar concienzudamente las demandas de responsabilidad social, se pueda expandir la imaginación y se pueda asegurar el pensamiento crítico. Como adjunta del complejo académico-militar-industrial, la educación superior no tiene nada que decir sobre la enseñanza a los estudiantes de cómo pensar por sí mismos en una democracia, cómo pensar críticamente e involucrarse con otros y cómo considerar a través del prisma de los valores democráticos la relación entre ellos y el mundo en general. Necesitamos una revolución permanente respecto al significado y propósito de la educación superior, en la cual los profesores estén más que dispuestos a ir más allá del lenguaje de la crítica y un discurso de indignación moral y política, tal como sea necesario para una defensa sostenida individual y colectiva de la universidad como un ámbito público vital para la propia democracia.

Un debate semejante es importante para defender la educación superior como un bien público y financiarla como un derecho social. Más importante aún es que tal debate representa una intervención política crucial respecto al sentido del futuro de toda una generación y de su papel en él. Los estudiantes no son consumidores; son ante todo ciudadanos de una democracia potencialmente global y, como tales, se les debería proveer “la gama total del conocimiento humano, del entendimiento y de la creatividad –y asegurar de esa manera que tengan la oportunidad de desarrollar todo su potencial intelectual y creativo, independientemente de la riqueza de su familia” [11]. Al ser enlistada la ideología neoliberal para limitar los parámetros del propósito de la educación superior, limita cada vez más –mediante altos costes de matrícula, modos tecnocráticos de enseñanza, la reducción del cuerpo de profesores académicos a la calidad de trabajadores a tiempo parcial, y modos autoritarios de dirección– la posibilidad de muchos jóvenes de ir a la universidad, mientras se niega al mismo tiempo a suministrar una educación crítica a los que lo hacen. No se movilizan suficientes profesores, estudiantes, padres y otros preocupados, dentro y fuera de la universidad, dispuestos y capaces de defender la educación superior como bien público y la pedagogía como práctica moral y política que aumenta la capacidad de los jóvenes de llegar a ser agentes sociales comprometidos.

La necesidad de cuestionar la noción de que el único valor de la educación es impulsar el progreso y la transformación económica en función del interés de la prosperidad nacional es central para cualquiera visión viable y democrática de la educación superior. También debemos reconsiderar cómo la universidad en una era posterior al 11-S está siendo militarizada, y reducida cada vez más a un adjunto del creciente Estado de seguridad nacional. El público ha renunciado a la idea de financiar la educación superior o valorarla como un bien público indispensable para la vida de cualquier democracia viable. Tantos motivos más para que los profesores estén a la vanguardia de una coalición de activistas, empleados públicos y otros en el rechazo al creciente control corporativo de la educación superior y en el desarrollo de un nuevo discurso en el cual la universidad, y en particular las humanidades, puedan defenderse como instituciones vitales social y públicamente en una sociedad democrática.

Si los profesores no pueden defender la universidad como una esfera pública democrática de interés comunitario, ¿quién lo hará? Si no podemos, o nos negamos, a tomar la delantera en la unión con estudiantes, sindicatos, maestros de escuelas públicas, artistas y otros trabajadores culturales en la defensa de la educación superior como la institución más crucial en el establecimiento de la cultura formativa necesaria para una democracia floreciente, entregaremos las humanidades, las artes liberales y la universidad en general a una hueste de fuerzas económicas, políticas, culturales y sociales peligrosamente antidemocráticas. Si la enseñanza liberal y las humanidades colapsan bajo los actuales ataques contra la educación superior, presenciaremos la emergencia de un Estado neoliberal, y desaparecerá el papel cívico y democrático de la educación superior, por más deslucido que esté. Bajo tales circunstancias, la educación superior y especialmente las humanidades, entrarán en una espiral mortífera diferente de cualquier cosa que hayamos visto en el pasado. La universidad no será ni una sombra de lo que era. Simplemente se convertirá en otra institución y programa vocacional en conflicto con los imperativos del pensamiento crítico, el disenso, la responsabilidad social y el coraje cívico.

La defensa de la universidad significa más que la exhibición de una combinación de indignación crítica y moral. Significa desarrollar una cultura crítica y de oposición, un movimiento colectivo dentro de la universidad y la unión con movimientos sociales fuera de sus muros, en gran parte segregados en la actualidad. El alcance a un público más amplio sobre el carácter social y democrático de la educación superior es crucial, sobre todo porque una gran parte del público ha “renunciado a la idea de educar a la gente para una ciudadanía democrática” [12] y a considerar la educación superior como un bien público. Hay más en juego que la profunda responsabilidad de los profesores en la defensa de la libertad académica, del sistema de titularidad y de la autonomía universitaria, por importante que sea. Los verdaderos problemas yacen en otro lugar y tienen que ver con la preservación del carácter público de la educación superior y el reconocimiento de que su defensa como esfera pública democrática tiene que ver en gran parte con la creación de las condiciones pedagógicas cruciales para desarrollar una generación de jóvenes dispuestos a luchar por la democracia como promesa y posibilidad. Walter Benjamin escribió: “El que no puede tomar posición debería guardar silencio”. Si los profesores quieren impedir que la educación sea aún más colonizada por una falange de fuerzas antidemocráticas que va de traficantes de influencias corporativas y de mega millonarios a ideólogos derechistas y los intereses creados del complejo militar-industrial-académico, no pueden permitirse el lujo de guardar silencio o ser observadores distantes. Las apuestas son demasiado grandes y la lucha demasiado importante. Se acaba el tiempo para recuperar la educación superior como ámbito público democrático y un sitio para que profesores y estudiantes piensen críticamente y actúen responsablemente. La cultura militarizada del neoliberalismo está en conflicto total con las condiciones pedagógicas necesarias para la toma imaginativa de riesgos, el disenso, el diálogo, la erudición comprometida, la autonomía de las facultades y los modos democráticos de dirección. La educación superior es uno de los pocos espacios que quedan en los cuales pueden crearse identidades, valores y deseos democráticos. Si el futuro de los jóvenes importa tanto como la propia democracia, se trata de una lucha que tiene que comenzar hoy mismo.






Notas al pie de página

    [1] Algunas fuentes útiles sobre el neoliberalismo incluyen: Lisa Duggan, The Twilight of Equality, Boston: Beacon Press, 2003; David Harvey, A Brief History of Neoliberalism, New York: Oxford University Press, 2005; Wendy Brown, Edgework: Critical Essays on Knowledge and Politics, Princeton: Princeton University Press, 2005; Alfredo Saad-Filho y Deborah Johnston, editores, Neoliberalism: A Critical Reader, London: Pluto Press, 2005; Neil Smith, The Endgame of Globalization, New York: Routledge, 2005; Aihwa Ong, Neoliberalism as Exception: Mutations in Citizenship and Sovereignty, Durham: Duke University Press, 2006; Randy Martin, An Empire of Indifference: American War and the Financial Logic of Risk Management, Durham: Duke University Press, 2007; Naomi Klein, The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism, New York: Knopf, 2007; Henry A. Giroux, Against the Terror of Neoliberalism, Boulder: Paradigm Publishers, 2008; David Harvey, The Enigma of Capital and the Crisis of Capitalism, New York: Oxford University Press, 2010; y Gérard Duménil y Dominique Levy, The Crisis of Neoliberalism, Cambridge: Harvard University Press, 2011.

    [2] Ver por ejemplo, Stanley Aronowitz, Against Schooling: For an Education That Matters, Boulder: Paradigm Publishers, 2008; Christopher Newfield, Unmaking the Public University, Cambridge: Harvard University Press, 2008; y Ellen Schrecker, The Lost Soul of Higher Education, New York: New Press, 2010. Una de las compilaciones más amplias que analizan este ataque se encuentra en: Edward J. Carvalho y David B. Downing, editores, Academic Freedom in the Post-9-11 Era, New York: Palgrave, 2010; y mi próximo: Henry A. Giroux, Education and the Crisis of Public Values, New York: Peter Lang Publishing, 2011.

    [3] Ver Isabelle Bruno y Christopher Newfield, "Can the Cognitariat Speak?", en E-Flux, nº 14, marzo 2010. En línea en: http://www.e-flux.com/journal/view/118/

    Ver también: Christopher Newfield, Unmaking the Public University, Cambridge: Harvard University Press, 2008.

    [4] Ibíd.

    [5] Para una crítica interesante de este tema, vea la edición especial de The Nation llamada "Out of Reach: Is College Only for the Rich?", 29 de junio de 2009.

    [6] Se ha usado desde hace bastante tiempo este argumento contra profesores, aunque ha sido olvidado o convenientemente ignorado por muchos de ellos. Ver, por ejemplo, diversos ensayos en C. Wright Mills, "The Powerless People: The Role of the Intellectual in Society", en C. Wright Mills, The Politics of Truth: Selected Writings of C. Wright Mills, Oxford: Oxford University Press, 2008, pp. 13-24; Edward Said, Humanism and Democratic Criticism, New York: Columbia University Press, 2004; y Henry A. Giroux y Susan Searls Giroux, Take Back Higher Education, New York: Palgrave, 2004.

    [7] Sobre la relación de la universidad con el Estado de seguridad nacional, vea David Price, "How the CIA Is Welcoming Itself Back Onto American University Campuses: Silent Coup", en CounterPunch, el 9-11 abril 2010. En línea en: http://www.counterpunch.org/price04092010.html

    Ver también Nick Turse, How the Military Invades Our Everyday Lives, New York: Metropolitan Books, 2008; y Henry A. Giroux, The University in Chains: Confronting the Military-Industrial-Academic Complex, Boulder: Paradigm, 2007.

    [8] Cornelius Castoriadis, "Democracy as Procedure and Democracy as Regime", en Constellations, 4:1, 1997, p. 5.

    [9] Frank Rich, "Could She Reach the Top in 2012? You Betcha", en New York Times, 20 de noviembre de 2010, p. WK8.

    [10] Toni Morrison, "How Can Values Be Taught in This University", en Michigan Quarterly Review, primavera 2001, p. 278.

    [11] Stefan Collini, "Browne's Gamble", en London Review of Books, vol. 32, nº 21, 4 de noviembre de 2010. En línea en: http://www.lrb.co.uk/v32/n21/stefan-col ... nes-gamble

    [12] David Glenn, "Public Higher Education Is 'Eroding From All Sides, Warn Political Scientists", en Chronicle of Higher Education, 2 de septiembre de 2010. En línea en: http://chronicle.com/article/Public-Hig ... Is/124292/.


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