Reseña de La sociedad contra el Estado de Pierre Clastres
Una reflexión política y antropológica que debemos recuperar
Luis Roca Jusmet
Rebelión // 3 de agosto de 2010 Virus editorial ha tenido el acierto de rescatar del olvido un libro muy interesante del malogrado antropólogo francés, muerto en accidente de coche en 1978, a los 43 años de edad. Aparte de la tragedia humana se perdieron dos cosas: el trabajo científico en marcha de un antropólogo excepcional y la elaboración progresiva de un material muy valioso para las reflexiones de la izquierda radical.
Pierre Clastres era un etnógrafo que realizó un trabajo de campo entre 1963 y 1974 entre pueblos indios de Sudamérica. Desde el punto de vista de la antropología científica el libro es imprescindible. La manera como articula el trabajo de campo con reflexiones teóricas es un modelo de rigor y creatividad. También de claridad expositiva, porque, como dice
Beltrán Roca Martínez, autor del prólogo, Pierre Clastres es un excelente escritor, algo poco común entre los antropólogos. En este sentido, hay muchas cosas a citar, porque el trabajo está lleno de sugerencias. Una es la diferencia entre el jefe, el chamán y el profeta, que me ha parecido esencial para entender estas sociedades primitivas y su dinámica interna. Otra es la manera como describe el papel del jefe de la tribu al hacer de mediador, negociador portavoz de líder sin querer ni poder mandar a los miembros de su sociedad. Cómo es el jefe el que tiene obligaciones con la sociedad y no ésta con respecto a él. Igualmente, el papel que da a la Palabra dentro de esta función simbólica, en un sentido casi
lacaniano de
significante, ya que, como dice Clastres, lo que menos importa es lo que se dice.
El libro de Clastres, con unos cuantos artículos que llevan de manera muy coherente a una conclusión y una entrevista final, es un revulsivo contra el liberalismo y contra la escolástica
marxista. Contra el liberalismo, porque su actitud de respeto hacia estas culturas y el deseo de aprender de ellas le llevan a enfrentarse radicalmente a cualquier eurocentrismo. En este sentido, da la vuelta a su propia disciplina, constituida, como denuncia
Immanuel Wallerstein, a fragmentar las ciencias sociales y constituir a los salvajes como el Otro de los civilizados. Lo que plantea Clastres es que lo que se presenta como una insuficiencia en estos pueblos, la falta de Estado, es justamente su grandeza. Contra el marxismo, porque cuestiona el tópico de que el Estado es el instrumento de la clase dominante para mantener su poder. Para Clastres es el Estado el poder originario y las clases sociales su efecto. Lo que está claro es que no se trata de sustituir un axioma por otro sino de matizar la cuestión y aceptar su complejidad. No sólo referido al origen sino también a las propuestas políticas, por supuesto. El debate sobre el Estado se ha planteado en la izquierda de manera muy polarizada. La tradición marxista ha llevado en su peor versión a la deriva estalinista y el Estado se ha constituido aquí en una pesadilla para los trabajadores. Experiencias históricas como la Rusia postcomunista o la China actual nos dan también materiales de análisis muy interesantes para analizar empíricamente las posibles relaciones entre el capitalismo y Estado. Por el lado anarquista, el rechazo radical del Estado ha llevado al movimiento a contradicciones, como la que se dio con la entrada de la CNT en el Gobierno del Frente Popular. La reflexión de Pierre Clastres ha tenido sin duda una gran influencia entre teóricos de la izquierda radical como
Miguel Abensour (en este caso muy explícita y reconocida) o
Jacques Rancière, cuando defienden algo similar al identificar la política con la democracia y contraponerla al Estado. Seguramente, la muerte temprana evitó que pudiera haber entrado en diálogo con pensadores como
Cornelius Castoriadis, con el que estaría de acuerdo en este punto pero polemizaría en otro. Me refiero a la afirmación radical de este último filósofo de que la democracia es un invento griego-europeo, mientras para Clastres las sociedades primitivas indios serían un modelo ejemplar de este sistema. El debate queda abierto y vale la pena retomar la aportación del antropólogo como un material muy valioso.
Llama también la atención en el libro la manera en cómo Clastres prescinde del pensamiento políticamente correcto al plantear sin posicionarse cuestiones como la tortura, la separación de sexos, la guerra o el infanticidio. Respecto al infanticidio y la guerra hay simplemente una manera de entenderlos desde su lógica de la supervivencia y un intento de aplicar categorías morales modernas a un contexto sociocultural totalmente distinto. Pero en el caso de la separación entre hombres y mujeres sí hay una justificación al considerar que responde a criterios funcionales que no implican una relación de poder entre unos y otros. En lo que se refiere a la cuestión de la tortura, esta justificación se manifiesta en uno de los artículos más sobrecogedores. Es el titulado “De la tortura en las sociedades primitivas”, que explica el terrible ritual de pasaje a la edad adulta. La lectura de este capítulo no deja de tener connotaciones, como él reconoce más tarde en la entrevista, con
La Genealogía de la Moral de
Nietzsche. Lo que describe Clastres es la dureza de la violencia ejercida sistemáticamente sobre el cuerpo del iniciado para marcar la Ley de la comunidad. El cuerpo, la marca, la violencia son temas vivos y reales que hay que afrontar y entender sin mirar a otro lado porque suenan mal a nuestros delicados oídos.
Pero lo que más me ha interesado es la reflexión sobre el poder. Aquí sí que pienso que ha sido otro autor posterior,
Michel Foucault, el que ha acabado de clarificar algunos puntos que en Clastres no resultan plenamente convincentes. También nuestra fantasía nos podría llevar a un diálogo imaginario entre estos dos pensadores franceses, de la misma generación, en el caso que el antropólogo no hubiera muerto tan joven. Clastres plantea que el jefe de la tribu no tenía
poder y entiende este concepto como el que establece una diferencia entre los que mandan y los que obedecen. Pero, en algunos momentos, tiene que matizar entre sentidos diferentes de poder y, en otros, pone el adjetivo de
coercitivo para dejar claro de que habla. Rechaza también la palabra
autoridad como ejercicio de un poder, aunque quizás se puede mantener para referirse a lo que surge del prestigio y reconocimiento del jefe. Aquí me parece que falta una elaboración posterior que es la de
Michel Foucault. En su genealogía del poder el filósofo llega a la conclusión de que el poder es una red que teje todas las relaciones sociales. Aquí es cuando se ve en la necesidad de diferenciar entre relación de poder, que no es necesariamente negativa, y estados de dominación, que sí lo es. La relación del jefe con la tribu, tal como la describe Clastres, sería una relación de poder basado en el prestigio y el reconocimiento, pero no jerárquica (estructura rígida y unidireccional del dominio).
Como curiosidad diré que aunque no cita en ningún momento a
Foucault sí lo hace en dos ocasiones con
Deleuze (
Antiedipo).
El libro es una fuente inmensa de sugerencias y por ello me parece fundamental su lectura no sólo para los antropólogos o los científicos sociales sino para cualquiera que quiera entender la sociedad humana más allá de lo que nos muestra un presente que, por muy globalizado que esté, no deja de ser bastante limitado.