RebeldeMule

CLASTRES, Pierre (1934-1977)

Libros, autores, cómics, publicaciones, colecciones...
Pierre Clastres

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

París, 1934 — 1977. Fue un antropólogo y etnólogo francés. Ejerció como director de investigaciones en el Centre National de Recherche Scientifique (CNRS) de París y fue miembro del Laboratoire d'Anthropologie Sociale del Collège de France. Adherido a las tendencias anarquistas, tuvo una activa participación en los sucesos de Mayo de 1968 en Francia.

Filósofo de formación, se interesó por la antropología americanista bajo la influencia de Claude Lévi-Strauss y Alfred Métraux. Vuelca su obra a raíz de una lectura del Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, con el que se identifica plenamente.

Fue muy reconocido por sus investigaciones de campo. Pasó el año de 1963 con indios guayakí o aché del Paraguay. En 1965, estuvo en una misión con los guaraníes, nuevamente en Paraguay. Llevó a cabo en 1970 una estancia de corta duración entre los yanomami con su colega Jacques Lizot. Por último, en 1974 vivió en la región guaraní de Brasil.

En ese mismo año paso a ser investigador en el Centre National de Recherche Scientifique y publica los artículos de La société contre l'État. En 1975 es nombrado director de estudios en la quinta sección de la École Pratique des Hautes Études.

Muere prematuramente en un accidente de tráfico en 1977, dejando su obra incompleta y dispersa, publicada póstumamente con el título de Investigaciones de antropología política (editado en castellano por Editorial Gedisa, 1981).





Ensayo





Artículos



[ Add all 5 links to your ed2k client ]

Nota Vie Ene 22, 2010 5:01 am
fuente: http://www.letraslibres.com/index.php?art=6695

Clastres, Pierre (1974), La Société Contre L’État, Les Éditions de Minuit, París, Capítulo 7

Estudio aparecido inicialmente en la Nouvelle Revue de Psychanalyse, 8, otoño 1973



El deber de la palabra




Pierre Clastres


Hablar es ante todo tener el poder de hablar. O mejor aún, el ejercicio del poder asegura el dominio de la palabra: sólo los amos pueden hablar. En cuanto a los sujetos: entregados al silencio del respeto, la veneración o el terror. La palabra y el poder mantienen unas relaciones de tal índole que el deseo de uno se realiza en la conquista del otro.

El hombre de poder, así sea príncipe, déspota o jefe de Estado, siempre es no solamente el hombre que habla, sino la única fuente de palabras legítimas: palabra empobrecida, palabra pobre, cierto, pero rica en eficiencia, pues tiene por nombre el mando y quiere únicamente la obediencia del ejecutante.

Extremos inertes, cada cual para sí, poder y palabra sólo subsisten uno en el otro, cada uno de ellos es sustancia del otro y si bien la permanencia de la pareja que ellos forman parece trascender la Historia, también alienta su movimiento: hay acontecimiento histórico cuando poder y palabra se establecen en el acto mismo de su encuentro, una vez abolido aquello que los separa y que por ende los condena a la inexistencia. Cualquier toma de poder es también la apropiación de la palabra.

Sobra decir que todo esto atañe en primer lugar a las sociedades basadas en la división: amos-esclavos, señores-súbditos, dirigentes-ciudadanos, etcétera. La marca primordial de esta división, el lugar privilegiado en que se desarrolla, es el hecho masivo, irreductible, quizás irreversible, de un poder desprendido de la sociedad global en la medida en que solamente algunos miembros cuentan con él, de un poder que, separado de la sociedad, se ejerce sobre ella y, en caso necesario, contra ella. Lo que aquí se designa es el conjunto de las sociedades de Estado, desde los despotismos más arcaicos hasta los Estados totalitarios más modernos, pasando por las sociedades democráticas, cuyo aparato de Estado no por ser liberal deja de ser el amo lejano de la violencia legítima.

Convivencia, buena convivencia de la palabra y el poder: esto es lo que suena claro a nuestros oídos desde hace tiempo acostumbrados a escuchar esas palabras. Sin embargo, no puede restarse importancia a esa enseñanza decisiva de la etnología: el mundo salvaje de las tribus, el universo de las sociedades primitivas o inclusive —lo que es lo mismo— las sociedades sin Estado, ofrece a nuestra reflexión esta alianza ya desentrañada, pero sólo en las sociedades de Estado, entre el poder y la palabra.

Sobre la tribu reina su jefe y éste reina también sobre las palabras de la tribu. En otros términos, y en particular en el caso de las sociedades primitivas americanas, de los indios, el jefe —el hombre de poder— tiene también el monopolio de la palabra.

Entre los salvajes no hay que preguntar: ¿quién es su jefe?, sino más bien: ¿quién de ustedes es el que habla? Amo de las palabras: así nombran a su jefe muchos grupos.

Por consiguiente, no parece que puedan pensarse poder y palabra de manera separada, puesto que su vínculo, claramente metahistórico, no es menos indisoluble en las sociedades primitivas que en las formaciones estatales. No obstante, sería poco riguroso limitarse a una determinación estructural de esta relación. En efecto, el corte radical que divide a las sociedades, reales o posibles, entre sociedades de Estado o sin Estado, no podría en modo alguno dejar intacta la modalidad del vínculo entre poder y palabra. ¿Cómo funciona éste en las sociedades sin Estado? El ejemplo de las tribus indias nos lo muestra.

Aquí se revela una diferencia, que es a la vez la más aparente y la más profunda, en la conjugación de la palabra y el poder. Consiste en que si en las sociedades de Estado la palabra es el derecho del poder, en las sociedades sin Estado la palabra es, por el contrario, el deber del poder. O, para decirlo de otra forma: las sociedades indígenas no reconocen el derecho del jefe a la palabra porque sea el jefe; le exigen al hombre destinado a ser jefe que demuestre su dominio de las palabras. Hablar es una obligación imperativa para el jefe, la tribu quiere oírlo: un jefe silencioso deja de ser un jefe.

No nos equivoquemos. No estamos hablando del gusto, tan marcado entre los salvajes, por los discursos bellos, el talento oratorio, el habla grandiosa. No estamos tratando una cuestión de estética, sino de política. En la obligación impuesta al jefe de ser hombre de palabras se revela efectivamente toda la filosofía política de la sociedad primitiva. Aquí se desarrolla el verdadero espacio que en ella ocupa el poder, espacio que no es el que podría creerse. Y es la naturaleza de este discurso cuya repetición la tribu vigila escrupulosamente, es la naturaleza de esta palabra capitana la que nos indica el sitio real del poder.

¿Qué dice el jefe? ¿Qué es una palabra de jefe? Es, ante todo, un acto ritualizado. Casi siempre, el líder se dirige cotidianamente al grupo, al amanecer o al anochecer. Tendido en su hamaca o sentado junto a su fuego, pronuncia con voz fuerte el discurso esperado. Y su voz necesita sin lugar a dudas ser potente para dejarse oír. No hay ningún recogimiento, en efecto, cuando el jefe habla, no hay silencio, cada quien continúa tranquilamente con sus ocupaciones, como si no pasara nada. La palabra del jefe no es dicha para ser escuchada. Paradoja: nadie presta atención al discurso del jefe. O, más bien, se finge no prestar atención. Pues si el jefe, como tal, debe someterse a la obligación de hablar, en cambio las personas a las que se dirige no están por su parte comprometidas más que a aparentar que no lo oyen.

Y podría decirse que en cierto sentido no pierden nada. ¿Por qué? Porque literalmente el jefe con gran prolijidad no dice nada. En lo esencial, su discurso consiste en una celebración, repetida un sinfín de veces, de las normas de vida tradicionales. "Nuestros abuelos hicieron bien en vivir como vivían. Sigamos su ejemplo y de este modo nosotros llevaremos juntos una existencia apacible". Más o menos a esto se reduce el discurso de un jefe. Así puede entonces comprenderse que no perturbe mayormente a aquellos a quienes va dirigido.

¿Qué quiere decir hablar en este caso? ¿Por qué el jefe de la tribu debe hablar precisamente para no decir nada? ¿A qué exigencia de la sociedad primitiva responde esta palabra vacía que emana del sitio aparente del poder? El discurso del jefe, vacío, lo es precisamente porque no es un discurso de poder: el jefe está separado de la palabra porque él está separado del poder. En la sociedad primitiva, en la sociedad sin Estado, el poder no está del lado del jefe: de ahí que su palabra no pueda ser palabra de poder, de autoridad, de mando. Una orden es justamente lo que el jefe no podría dar, este es justamente el tipo de plenitud negada a su palabra.

Además de la negación a obedecer que sin duda provocaría un intento de este tipo por parte de un jefe que olvida su deber, no tardaría en presentarse la negación del reconocimiento. Un jefe que esté lo bastante loco para pensar no tanto en el abuso de un poder que no posee, sino en el uso mismo del poder, el jefe que quiere jugar al jefe, es abandonado: la sociedad primitiva es el sitio de la negación del poder separado, porque el sitio real del poder es ella misma, no el jefe.

Por naturaleza, la sociedad primitiva sabe que la violencia es la esencia del poder. En este saber se arraiga el cuidado de mantener constantemente apartados el poder y la institución, el mando y el jefe. Y es el campo mismo de la palabra el que asegura la demarcación y traza la línea divisoria.

Al constreñir al jefe a moverse solamente en el elemento de la palabra, es decir, en el extremo opuesto de la violencia, la tribu se asegura de que todo quede en su lugar, que el eje del poder recaiga sobre el cuerpo de la sociedad exclusivamente y que no venga ningún desplazamiento de fuerzas a trastornar el orden social. El deber de la palabra del jefe, ese flujo constante de palabras vacías que él debe a la tribu, es su deuda infinita, la garantía que prohíbe al hombre de palabras convertirse en hombre de poder.

Nota Dom Sep 05, 2010 12:44 pm
fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=110742



Reseña de La sociedad contra el Estado de Pierre Clastres

Una reflexión política y antropológica que debemos recuperar



Luis Roca Jusmet

Rebelión // 3 de agosto de 2010




Virus editorial ha tenido el acierto de rescatar del olvido un libro muy interesante del malogrado antropólogo francés, muerto en accidente de coche en 1978, a los 43 años de edad. Aparte de la tragedia humana se perdieron dos cosas: el trabajo científico en marcha de un antropólogo excepcional y la elaboración progresiva de un material muy valioso para las reflexiones de la izquierda radical.

Pierre Clastres era un etnógrafo que realizó un trabajo de campo entre 1963 y 1974 entre pueblos indios de Sudamérica. Desde el punto de vista de la antropología científica el libro es imprescindible. La manera como articula el trabajo de campo con reflexiones teóricas es un modelo de rigor y creatividad. También de claridad expositiva, porque, como dice Beltrán Roca Martínez, autor del prólogo, Pierre Clastres es un excelente escritor, algo poco común entre los antropólogos. En este sentido, hay muchas cosas a citar, porque el trabajo está lleno de sugerencias. Una es la diferencia entre el jefe, el chamán y el profeta, que me ha parecido esencial para entender estas sociedades primitivas y su dinámica interna. Otra es la manera como describe el papel del jefe de la tribu al hacer de mediador, negociador portavoz de líder sin querer ni poder mandar a los miembros de su sociedad. Cómo es el jefe el que tiene obligaciones con la sociedad y no ésta con respecto a él. Igualmente, el papel que da a la Palabra dentro de esta función simbólica, en un sentido casi lacaniano de significante, ya que, como dice Clastres, lo que menos importa es lo que se dice.

El libro de Clastres, con unos cuantos artículos que llevan de manera muy coherente a una conclusión y una entrevista final, es un revulsivo contra el liberalismo y contra la escolástica marxista. Contra el liberalismo, porque su actitud de respeto hacia estas culturas y el deseo de aprender de ellas le llevan a enfrentarse radicalmente a cualquier eurocentrismo. En este sentido, da la vuelta a su propia disciplina, constituida, como denuncia Immanuel Wallerstein, a fragmentar las ciencias sociales y constituir a los salvajes como el Otro de los civilizados. Lo que plantea Clastres es que lo que se presenta como una insuficiencia en estos pueblos, la falta de Estado, es justamente su grandeza. Contra el marxismo, porque cuestiona el tópico de que el Estado es el instrumento de la clase dominante para mantener su poder. Para Clastres es el Estado el poder originario y las clases sociales su efecto. Lo que está claro es que no se trata de sustituir un axioma por otro sino de matizar la cuestión y aceptar su complejidad. No sólo referido al origen sino también a las propuestas políticas, por supuesto. El debate sobre el Estado se ha planteado en la izquierda de manera muy polarizada. La tradición marxista ha llevado en su peor versión a la deriva estalinista y el Estado se ha constituido aquí en una pesadilla para los trabajadores. Experiencias históricas como la Rusia postcomunista o la China actual nos dan también materiales de análisis muy interesantes para analizar empíricamente las posibles relaciones entre el capitalismo y Estado. Por el lado anarquista, el rechazo radical del Estado ha llevado al movimiento a contradicciones, como la que se dio con la entrada de la CNT en el Gobierno del Frente Popular. La reflexión de Pierre Clastres ha tenido sin duda una gran influencia entre teóricos de la izquierda radical como Miguel Abensour (en este caso muy explícita y reconocida) o Jacques Rancière, cuando defienden algo similar al identificar la política con la democracia y contraponerla al Estado. Seguramente, la muerte temprana evitó que pudiera haber entrado en diálogo con pensadores como Cornelius Castoriadis, con el que estaría de acuerdo en este punto pero polemizaría en otro. Me refiero a la afirmación radical de este último filósofo de que la democracia es un invento griego-europeo, mientras para Clastres las sociedades primitivas indios serían un modelo ejemplar de este sistema. El debate queda abierto y vale la pena retomar la aportación del antropólogo como un material muy valioso.

Llama también la atención en el libro la manera en cómo Clastres prescinde del pensamiento políticamente correcto al plantear sin posicionarse cuestiones como la tortura, la separación de sexos, la guerra o el infanticidio. Respecto al infanticidio y la guerra hay simplemente una manera de entenderlos desde su lógica de la supervivencia y un intento de aplicar categorías morales modernas a un contexto sociocultural totalmente distinto. Pero en el caso de la separación entre hombres y mujeres sí hay una justificación al considerar que responde a criterios funcionales que no implican una relación de poder entre unos y otros. En lo que se refiere a la cuestión de la tortura, esta justificación se manifiesta en uno de los artículos más sobrecogedores. Es el titulado “De la tortura en las sociedades primitivas”, que explica el terrible ritual de pasaje a la edad adulta. La lectura de este capítulo no deja de tener connotaciones, como él reconoce más tarde en la entrevista, con La Genealogía de la Moral de Nietzsche. Lo que describe Clastres es la dureza de la violencia ejercida sistemáticamente sobre el cuerpo del iniciado para marcar la Ley de la comunidad. El cuerpo, la marca, la violencia son temas vivos y reales que hay que afrontar y entender sin mirar a otro lado porque suenan mal a nuestros delicados oídos.

Pero lo que más me ha interesado es la reflexión sobre el poder. Aquí sí que pienso que ha sido otro autor posterior, Michel Foucault, el que ha acabado de clarificar algunos puntos que en Clastres no resultan plenamente convincentes. También nuestra fantasía nos podría llevar a un diálogo imaginario entre estos dos pensadores franceses, de la misma generación, en el caso que el antropólogo no hubiera muerto tan joven. Clastres plantea que el jefe de la tribu no tenía poder y entiende este concepto como el que establece una diferencia entre los que mandan y los que obedecen. Pero, en algunos momentos, tiene que matizar entre sentidos diferentes de poder y, en otros, pone el adjetivo de coercitivo para dejar claro de que habla. Rechaza también la palabra autoridad como ejercicio de un poder, aunque quizás se puede mantener para referirse a lo que surge del prestigio y reconocimiento del jefe. Aquí me parece que falta una elaboración posterior que es la de Michel Foucault. En su genealogía del poder el filósofo llega a la conclusión de que el poder es una red que teje todas las relaciones sociales. Aquí es cuando se ve en la necesidad de diferenciar entre relación de poder, que no es necesariamente negativa, y estados de dominación, que sí lo es. La relación del jefe con la tribu, tal como la describe Clastres, sería una relación de poder basado en el prestigio y el reconocimiento, pero no jerárquica (estructura rígida y unidireccional del dominio).

Como curiosidad diré que aunque no cita en ningún momento a Foucault sí lo hace en dos ocasiones con Deleuze (Antiedipo).

El libro es una fuente inmensa de sugerencias y por ello me parece fundamental su lectura no sólo para los antropólogos o los científicos sociales sino para cualquiera que quiera entender la sociedad humana más allá de lo que nos muestra un presente que, por muy globalizado que esté, no deja de ser bastante limitado.

Nota Dom Jun 05, 2011 3:19 am
Actualizado.


Volver a Biblioteca

Antes de empezar, un par de cosas:

Puedes usar las redes sociales para enterarte de las novedades o ayudarnos a difundir lo que encuentres.
Si ahora no te apetece, puedes hacerlo cuando quieras con los botones de arriba.

Facebook Twitter
Telegram YouTube

Sí, usamos cookies. Puedes ver para qué las usamos y cómo quitarlas o simplemente puedes aceptarlo.