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JAPPE, Anselm

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JAPPE, Anselm

Nota Sab Dic 05, 2009 10:28 am
Anselm Jappe

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

En Wikipedia se escribió:Anselm Jappe (Bonn, 1962) es un filósofo alemán que enseña filosofía en Italia. Es teórico de la «nueva crítica del valor» y especialista del pensamiento de Guy Debord.


Biografía

Nació en Bonn en 1962 y se crio en Colonia y en el Perigord francés. Estudió en Roma y en París donde consigue un doctorado en filosofía. Tuvo como director de estudios a Mario Perniola. Anselm Jappe enseña actualmente la estética en las escuelas de arte de Frosinone y Tours. Antiguo miembro del grupo Krisis (Nuremberg), publicó numerosos artículos en diversas revistas y diarios: Iride (Florencia), Il manifesto (Roma), L'indice (Milan), Mania (Barcelona), Lignes (París), Illusio (Caen) y en la revista alemana Exit !.

Anselm Jappe es autor de un importante ensayo sobre Guy Debord destacado por el propio Debord y por la crítica. El Magazine littéraire dijo que «de todos los libros publicados sobre las ideas de Guy Debord, el de Anselm Jappe es el más interesante a día de hoy». El libro de Jappe sobre Debord pone en relieve los lazos directos entre la teoría del espectáculo y la crítica del valor y del fetichismo de la mercancía. Analiza el conjunto de las influencias sobre el pensamiento de Debord y su actualidad en relación con los autores contemporáneos de la «crítica del valor».

Anselm Jappe se refiere con frecuencia a los autores de la Escuela de Frankfurt y trata de renovar en sus escritos la teoría crítica con una lectura renovada de la obra de Karl Marx en el seno de la corriente de la «Nueva crítica del valor» («Wertkritik» en Alemania) cuyo principal teórico es Robert Kurz. Esta crítica se elabora desde 1986 por diferentes pensadores en diversos sitios del mundo: Robert Kurz en Alemania, Jean-Marie Vincent en Francia y Moishe Postone en Estados Unidos. Anselm Jappe presentó la nueva crítica del valor al público francófono en 2003 con su libro Les Aventures de la marchandise. Pour une nouvelle critique de la valeur.





Ensayo





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Re: JAPPE, Anselm

Nota Dom Dic 06, 2009 10:25 am
Recursos de apoyo

    Entrevista a Anselm Jappe sobre marxismo y crítica al valor (Realizada por medios libres de Chiapas en San Cristóbal de Las Casas, el 18 de diciembre de 2015)

Re: JAPPE, Anselm

Nota Lun Dic 07, 2009 10:34 am
fuente: https://enelhorizontedelacrisis.wordpre ... inmaterial



Trabajo abstracto o trabajo inmaterial



Anselm Jappe

Texto en el que se basó la presentación de Anselm Jappe en la cuarta sesión del curso el 13 de abril de 2015, “¿Más allá del fetichismo de la mercancía? La civilización del trabajo y su descomposición“. El original italiano puede encontrarse en el libro de Anselm Jappe: Contro il dentro (Milano: Mimesis, 2013, pp. 15-34).

Traducción: Antonio Gimeno.




En la fase actual de la evolución social y económica, el trabajo se denomina con frecuencia “posfordista”, y es identificado a menudo con un supuesto predominio del trabajo “inmaterial” o “informático”. ¿Cuáles son los instrumentos teóricos que permiten comprender esta realidad? ¿Puede decirse que las categorías elaboradas por Karl Marx, que tan útiles han sido para comprender no sólo la realidad de su tiempo, sino también las de la época fordista, son aplicables todavía a la realidad posfordista? Con independencia del juicio que cada uno pueda emitir sobre la validez de la teoría de Marx, ésta tiene, sin discusión, la particularidad de ser el único intento de pensar la realidad capitalista en su conjunto, como totalidad, mientras que los restantes enfoques económicos han renunciado a tal pretensión y se interesan únicamente en cálculos cuantitativos sobre factores y autores ya presupuestos. En rigor, a partir de la escuela marginalista, surgida, y no por azar, en la época en que Marx presentó su crítica de la economía política, la denominada ciencia económica burguesa abandonaba el concepto mismo de “valor”, elemento cardinal de la teoría económica de Marx pero también de la economía política burguesa anterior a él.

Asistimos, desde hace al menos diez años, a una recuperación masiva de los conceptos de Marx. Su muerte anunciada en 1989 ha durado mucho menos que la vida de tantos otros. No obstante, este resurgir de los temas marxianos, tanto en la Universidad como en los ámbitos de la militancia, se ha centrado en lo esencial en el concepto de plusvalor, y, en consecuencia sobre la denuncia de la explotación, que desemboca en peticiones de justicia distributiva. Los diferentes neomarxismos tratan de discutir dónde se origina ahora el plusvalor, dado que la fábrica clásica no parece ser ya el elemento central. La teoría del capitalismo cognitivo, que propone una lectura nueva con respecto al paleomarxismo, siempre dispuesto a celebrar al proletario de manos callosas, pasa a menudo por ser ese tipo de marxismo posfordista. Pero en el marxismo posmoderno la “lucha de clases” ya no se interpreta como factor inmanente de la sociedad de la mercancía, como modalidad de distribución del plusvalor en el seno del modo de producción capitalista. “La lucha de clases” vuelve a proponerse simplemente con nuevos actores en un intento de salvar lo esencial del marxismo tradicional, cuyo horizonte era una emancipación en el interior de las categorías capitalistas más que emanciparse de las categorías capitalistas de base.

¿Y si la utilidad de las categorías marxianas para comprender el capitalismo posfordista residiese más bien en un enfoque en el que el concepto central no es ya el plusvalor sino el valor?

Para saber si todavía son válidas las categorías marxianas de valor, mercancía, dinero y trabajo abstracto, de una naturaleza dual de la mercancía y del trabajo que la produce, y del fetichismo de la mercancía, conviene llevar a cabo primero un esfuerzo para aclarar el significado de estos conceptos en la teoría crítica de Marx. No se trata, claro está, de hacer la exégesis de un texto sagrado, sino de ver para qué pueden servirnos todavía estos conceptos en la actualidad. Es probable que se llegue entonces a la conclusión de que estas categorías captan mejor la realidad social actual de lo que lo hacían hace 150 años, en el momento de su elaboración, porque ahora les es dado desplegarse en su esencialidad y no necesitan realizar tantos pactos con los restos de la sociedad preburguesa como en tiempos de Marx. Este enfoque podría permitir evitar un doble escollo, es decir, tanto la afirmación de que nada ha cambiado con el posfordismo (como afirma el véteromarxismo, fijado en el paradigma de la fábrica), como la de que ya hemos salido del capitalismo. Esto último es lo que sostiene la apologética burguesa con su ideología de la sociedad terciaria, basada en la presunta autorrealización de todos los trabajadores en trabajos creativos y autogestionados, no menos que la teoría del capital cognitivo, según la cual solo falta la traducción política de la nueva realidad productiva en la que ya ha quedado eliminada la separación entre productores y medios de producción.

¿Cuál es la característica principal del capitalismo? Sin duda algunos, por lo menos los que proceden del marxismo tradicional en cualquiera de sus formas, afirmarían de inmediato: ser una sociedad de clases, una sociedad en que reina una división entre propietarios de los medios de producción y los que solo poseen su fuerza de trabajo, una división que conduce a la lucha de clases como motor de la evolución social. Pero en mayor o menor medida todas las sociedades históricas se han basado en un acceso desigual a los recursos, en una forma de estratificación social jerarquizada y en los conflictos subsiguientes. El plusvalor, cuya existencia sería, según las interpretaciones más corrientes de Marx, el rasgo distintivo del capitalismo, no se explica en rigor sin el valor. La plusvalía capitalista no es la renta feudal, no es el campesino que tiene que entregar una parte de la cosecha al propietario de las tierras. La verdadera particularidad de la sociedad capitalista moderna es el papel central del valor y su autonomización, en virtud de la cual la producción misma de bienes de uso y de servicios pasa a ser un mero apéndice de la producción de una entidad fetichista: precisamente el valor.

Muchos creen conocer la teoría de Marx. Pero en general se pasa con excesiva rapidez sobre su teoría del valor. Marx inicia su obra principal, El Capital, no con la lucha de clases, ni tampoco con la plusvalía, sino con un análisis minucioso de la mercancía, del trabajo que la produce, del valor, del dinero y del fetichismo. Y no trata estas categorías como factores simplemente dados, naturales, evidentes, suprahistóricos, neutrales. Y en esto reside la diferencia con sus predecesores Smith y Ricardo. El capítulo primero de El Capital no es una suerte de definición preliminar de algunos términos, que estaría viciada además por una obscuridad de estirpe hegeliana, como el misterioso fetichismo. Por el contrario, la potencia crítica de la visión de Marx está precisamente en el hecho de analizar estas categorías de base –y, en consecuencia, todo el edificio social construido sobre ellas– como categorías históricas y destructivas. Históricas quiere decir que, en su forma desarrollada, estas categorías pertenecen solo la sociedad capitalista, no a toda forma de sociedad humana, y que son pues superables en cuanto tales. No menos importante, aunque no suele tenerse en cuenta, es que se trata también de categorías destructivas: la dinámica que estas categorías ponen en marcha acaba por amenazar la propia existencia del hombre en sociedad y sus bases naturales. Es precisamente el haber descrito estos mecanismos lo que hace que la teoría de Marx sea tan actual 150 años después o, mejor dicho, lo que da lugar a que conquiste siempre nuevos motivos de actualidad. El capitalismo, tal como se ha configurado a partir de finales del siglo XVIII, se distingue de las sociedades precedentes por su carácter dinámico, por su crecimiento continuo y por su tendencia a convertirse en el dueño de la propia sociedad que lo creó, para acabar llevando finalmente a los resultados catastróficos que contemplamos. Y la teoría del valor de Marx es la única explicación coherente de esta dinámica autorreferencial.

Según Marx, todo trabajo tiene necesariamente dos lados: por una parte, produce siempre algo, sea material o inmaterial, útil o inútil, bello o feo. En cuanto tal, es un trabajo concreto. Al mismo tiempo, cualquier trabajo es siempre un gasto de energía humana indiferenciada, un gasto de “músculo, nervio y cerebro” que puede medirse como pura duración, como pura cantidad de tiempo, y en cuanto tal el propio trabajo concreto es también un trabajo abstracto. En su condición de trabajo abstracto, no crea ningún objeto o servicio sino solo una forma social: el valor. El trabajo reducido a puro tiempo, sin consideración alguna por lo que se hace en ese tiempo, crea el lado “valor” de toda mercancía. El otro lado de la misma mercancía es su valor de uso. El valor no tiene nada de natural; es un modo puramente social de considerar los productos. Es una proyección, un modo de calcularlos. Pero se trata de un modo inconsciente, que se presenta a los actores sociales como algo ya existente y previo a cualquier acto productivo: en esto reside el fetichismo de la mercancía de que habla Marx, y no en una mistificación del origen de la plusvalía.

Esta doble naturaleza de la mercancía y del trabajo que la produce no da lugar a una coexistencia pacífica, sino a una contradicción violenta. El trabajo abstracto no es la suma de los trabajos concretos, no es una abstracción mental. Una bomba o un juguete pueden tener valores de uso muy diferentes, pero en tanto que valores son iguales siempre que haya sido necesario el mismo tiempo para fabricar esos objetos y sus componentes. El valor es una abstracción que se hace visible en el dinero. En efecto, en su condición de objetos que tienen un precio, las mercancías conocen solo el más y el menos, pero ninguna diferencia cualitativa. Deben tener uno u otro valor de uso, porque tiene que responder a una u otra necesidad que lleve a pagar por ellas, pero este valor de uso acaba por ser un simple soporte del lado abstracto, del lado valor de la mercancía. Es el lado abstracto el que decide el destino de la mercancía y de su productor. El sastre artesanal de la época preindustrial – por poner un ejemplo – empleaba una hora en confeccionar una camisa, y el valor de esta camisa era, pues, el correspondiente a una hora (en este ejemplo se hace abstracción, para simplificar, de las materias primas, de los instrumentos de trabajo etc., que se traducen igualmente, así como sus componentes, en tiempo de trabajo). Pero, tras la introducción de los telares mecánicos, se hizo posible producir una camisa en diez minutos y se creaba así un nuevo estándar de producción impuesto por la competencia. El artesano, que no podía recurrir a un telar mecánico, seguía empleando una hora para hacer su camisa, pero después, al tratar de venderla en el mercado, descubría que su camisa, cuyo valor de uso no había cambiado, tenía sólo una sexta parte de su valor anterior, es decir, que su hora de trabajo como sastre “valía” ahora solo diez minutos. Su hora concreta equivalía, pues, a diez minutos abstractos, y la naturaleza doble de su camisa había dejado de ser una categoría filosófica para convertirse en una amenaza muy concreta a su existencia física. Este pequeño ejemplo sintetiza una buena parte de la dinámica y la tragedia del capitalismo.

Cada valor de uso es distinto de los demás. Por el contrario, el valor es siempre cualitativamente igual y solo conoce cambios cuantitativos. Allí donde el valor domina la producción – es decir, allí donde los productos adquieren de manera habitual y masiva la forma social de mercancías – ésta deja de basarse en la satisfacción de necesidades preexistentes, como sucedía en las sociedades preindustriales (tales necesidades podían también ser absurdas y su satisfacción podía depender de jerarquías injustas, pero este es otro asunto). El caso es que a partir de entonces la única finalidad de la producción pasa a ser el valor: Se trata de obtener la mayor cantidad posible de valor, y en consecuencia de dinero. La producción de valores de uso pasa a ser una mediación fastidiosa, un mal necesario, un mero trámite para la multiplicación del dinero. Transformar un euro en dos presupone aumentar el trabajo vivo productivo. La acumulación tautológica de trabajo ya realizado, de trabajo muerto, se convierte pues en la finalidad verdadera de la economía capitalista. Los propietarios mismos del capital no son los gestores de este proceso, sino solo los ejecutores. El verdadero sujeto de este proceso es el capital y su necesidad constante de crecer (mientras que todas las sociedades precedentes eran esencialmente estáticas). Esta dinámica ciega y autorreferencial, privada de contenido propio, se condensa en el paso de la modalidad del cambio mercancía – dinero – mercancía a dinero – mercancía – dinero, que no tendría sentido alguno si no fuera un dinero – mercancía – más dinero. En efecto, mientras tiene sentido cambiar un par de zapatos por una cantidad de patatas que tienen el mismo valor (mercancía contra mercancía con la mediación del dinero), puesto que de este modo se satisfacen dos necesidades, no tendría ningún sentido invertir diez euros para comprar una mercancía que se revende después al mismo precio. Al final del proceso el resultado debe ser una mayor cantidad de valor, y por ende de dinero, ya que de otra forma el proceso se consideraría un fracaso. En el primer caso, el objetivo es la satisfacción de las necesidades, y el dinero es el medio. En el segundo, el objetivo pasa a ser la multiplicación del dinero por medio del plustrabajo, y la satisfacción de las necesidades es el medio para llegar a ello. Una locura inimaginable en todas las sociedades anteriores (aunque ya se encontrara en ellas algún elemento precursor).

Donde prevalece la doble naturaleza del trabajo, prevalece pues también el lado abstracto del trabajo, y donde éste predomina, se instaura una acumulación de valor indiferente al propio contenido. En el fondo, si entendemos por riqueza aquello que sirve a la vida humana, la producción capitalista solo produce “riqueza” de forma accidental. La única riqueza que le interesa verdaderamente es el valor, y el valor no es otra cosa que un modo social fetichista de expresar el tiempo pasado: una fantasmagoría, como dice precisamente Marx. Una gran cantidad de riqueza en sentido concreto (material o inmaterial) puede coincidir pues con una cantidad muy pequeña de valor y viceversa. Por esto es posible que incluso se llegue al abandono de la riqueza “concreta”, si no contribuye suficientemente a la acumulación autorreferencial de trabajo muerto y, en consecuencia, de dinero. (Aquí el término “riqueza concreta” se emplea en un sentido puramente formal, es decir como cualquier tipo de bienes o servicios. Desde el punto de vista de la economía, también las bombas, los desechos o la actividad del policía son “valores de uso”, es decir riquezas concretas). Y esta acumulación es tan destructiva porque es por definición – y no por cualquier maldad moral o psicológica de los capitalistas – indiferente a sus contenidos. Quizás mejor definición del trabajo abstracto es la que nos ofrece John Maynard Keynes cuando afirma que, desde el punto de vista de la economía nacional, cavar agujeros y después llenarlos de nuevo puede ser una actividad completamente sensata. Nos ofrece también este ejemplo: “Si el Tesoro se pusiera a llenar botellas viejas de dinero y las enterrase a una profundidad adecuada en minas de carbón abandonadas, y si éstas se rellenaran después hasta la superficie con desechos ciudadanos y se permitiera a la iniciativa privada, de acuerdo con los bien conocidos principios del dejar hacer, desenterrar de nuevo los billetes…no debería haber paro y, teniendo en cuenta los efectos secundarios, la renta real y también la riqueza-capital de la sociedad se harían probablemente mucho mayores. Claro está que sería más sensato construir casas o similares; pero si para hacerlo se encontraran dificultades políticas o prácticas, lo primero sería desde luego mejor que nada” [1]. Pero sus seguidores ven en ello tan sólo una elegante paradoja, y no una denuncia, aunque sea más bien involuntaria, del mecanismo central de un modo de producción absurdo.

En el capitalismo, el trabajo abstracto se ha convertido en el vínculo social, en el objetivo de la sociedad, y no ya en un medio para otros fines. Se trata de proceso que Karl Polanyi ha descrito como “desincrustación” (disembedding) de la economía de la sociedad en que se ha originado. El capitalismo no se basa solo en la explotación, que existía también en las sociedades esclavistas o feudales. El capitalismo es una sociedad en que el trabajo no sirve ya para consolidar las estructuras sociales que se han formado sobre otras bases (tradición, dominación política o libre acuerdo), sino una sociedad en que el trabajo se autonomiza y su dinámica anónima, no controlada por nadie, pasa a ser ella misma la base de las relaciones sociales.

Hoy se dice con frecuencia que la teoría de Marx explica bien el capitalismo “clásico” basado en el papel central de la fábrica y de la producción de bienes materiales, como los tejidos y más tarde los automóviles. El posfordismo, es decir, la fase que se abre en los años setenta del pasado siglo, se caracterizaría en cambio por una difusión masiva del llamado trabajo “inmaterial”, con un fuerte crecimiento de los servicios y de los trabajos vinculados a la tecnología microelectrónica. Mientras que para los observadores burgueses esto demuestra que la teoría marxiana ha quedado superada, puesto que ya no existiría un proletariado, los teóricos del capitalismo cognitivo afirman que las fronteras de la lucha de clases se han desplazado. Hay autores que, como Antonio Negri, identifican el “trabajo inmaterial” con el “trabajo abstracto” de que habla Marx. Esto es claramente un grosero equívoco, que pone en duda la seriedad del que incurre en él. De acuerdo con la definición de Marx, todo trabajo tiene dos lados, porque todo trabajo se traduce en algún resultado – bien sea material o inmaterial, un bien o un servicio – apto para satisfacer cualquier necesidad, igual da que sea importante o absurda. Al mismo tiempo, todo trabajo es un gasto de tiempo cuantitativamente determinado. Así pues, el trabajo de las enfermeras, del obrero metalúrgico o del campesino tiene un lado abstracto, mientras que el trabajo del informático o de un asesor empresarial tiene siempre un lado concreto. El trabajo no es primero concreto, en la fase de la producción, y luego abstracto, en fase de la circulación; ni se ha hecho “más abstracto” en la época del desarrollo del capitalismo a causa de la parcelización o la automación. Son planos de análisis completamente distintos. Hablar de un trabajo “cada vez más abstracto”, de un “devenir abstracto del trabajo”, como hacen algunos teóricos del capitalismo cognitivo, carece por completo de sentido. No obstante, es posible hablar de trabajo inmaterial sin referencia al concepto marxista de trabajo abstracto. De modo que refutar este equívoco no refuta aún toda la teoría del trabajo inmaterial.

La teoría según la cual hoy la realidad productiva se basa esencialmente en el trabajo inmaterial afirma asimismo que estas nuevas formas de producción renovarán, o salvarán, el capitalismo, porque constituyen un nuevo modelo de acumulación que abre nuevos y vastos potenciales de valorización. En realidad, se trata solo de una nueva versión de la afirmación, repetida desde hace cincuenta años, según la cual el crecimiento del “sector terciario” contrapesaría el descenso de la producción industrial, sobre todo en lo relativo a los puestos de trabajo. Durante mucho tiempo las estadísticas parecieron dar la razón a este análisis: cuanto más disminuía el número de trabajadores en las fábricas, más aumentaba el número de trabajadores en los servicios. Pero hay un problema que estos análisis empíricos no tienen en cuenta: los servicios no son “productivos” en sentido capitalista, es decir no reproducen el capital invertido, sino que solo lo consumen. Para la crítica de la economía política de Marx, el problema de si un trabajo es productivo o improductivo no tiene nada que ver con el contenido de este trabajo, sino con su papel en el ciclo de reproducción del capital. En términos capitalistas, ensamblar los Ferrari es un trabajo productivo, en tanto que enseñar a los niños o curar a un enfermo son generalmente trabajos improductivos. Los servicios son, en lo esencial, “costes” tanto para el capital como para el sistema considerado en su conjunto, y están sometidos a la misma privatización y racionalización que los procesos productivos “materiales”. Es algo que se ve todos los días: el desempleo golpea ya todos estos sectores, y no hay ningún otro sector que sea capaz de absorber a los parados. Servicios como la sanidad y la educación son esencialmente, desde el punto de vista del capital, “faux frais”, financiados con los ingresos del capital productivo. Por eso cuando llega una crisis estos servicios, por útiles que puedan ser desde el punto de vista social, son los primeros en ser sacrificados. No puede existir un modelo de acumulación basado en la información, el trabajo intelectual, la cultura o, en general, lo servicios, porque este tipo de actividades crea demasiado poco valor, y este último sigue siendo el único parámetro en una sociedad basada sobre la valorización del capital. El capitalismo no se interesa en la “actividad”, en la “utilidad”, etc., sino solo en la producción de valor. Y para crear valor no basta con haber trabajado, sino que se necesita asimismo haberlo hecho de un modo que reproduzca el capital con que se ha pagado el salario recibido.

Por lo que se refiere a la informática, es preciso decir que sus productos representan, en general, dosis homeopáticas de trabajo humano y, en consecuencia, de valor. Así un software, una vez inventado, puede ser reproducido millones de veces sin que sea apenas necesario recurrir de nuevo a la fuerza de trabajo, por lo que la suma de todas sus copias no representa más que una pequeña cantidad de valor. La informática, que es el corazón de la revolución de lo inmaterial, lejos de constituir un nuevo estadio del capitalismo caracterizado por ulteriores aumentos de productividad, conduce más bien a la crisis, porque al reducir mucho, hasta un grado históricamente inaudito, el empleo del trabajo vivo, reduce también la producción de valor. El posfordismo es todo menos un nuevo modelo de acumulación. Su existencia se basa más bien en la financiarización, es decir en el crédito y el “capital ficticio”. El déficit de acumulación real se compensa con su simulación, es decir con una explosión de crédito de dimensiones astronómicas, y el crédito no es otra cosa que un consumo anticipado de un ingreso futuro que podría no producirse nunca.

Con todo, el posfordismo existe, sin duda, como realidad sociológica, como el conjunto de las nuevas formas de trabajo basadas en la flexibilidad, la movilidad y un incremento del nivel de formación, etc. Pero no contiene en cuanto tal un potencial de emancipación, como afirman los teóricos de la “multitud”, sino que asistimos, antes bien, a la reificación de la entera personalidad y a la absorción de sus facultades críticas. Así pues se roza el absurdo cuando se habla en sentido positivo de la “autovalorización” de estas nuevas figuras de trabajadores. De hecho el problema reside propiamente en el devenir-valor de todo, en la total reducción del individuo a economía en un mundo en el que solo lo que tiene un “valor” merece existir. La “autovalorización” no es, en definitiva, más que una completa autosumisión a los imperativos económicos, pero esta vez en una forma “autogestionada”. Esto demuestra que en sí misma la cuestión de la propiedad jurídica de los medios de producción, en la que el marxismo tradicional ha pretendido ver siempre el núcleo de la cuestión social, no es tan central, porque existe una forma fetichista, la del valor, que es previa a estas cuestiones de distribución del valor ya presupuesto. El trabajo inmaterial se basa en la indiferencia de la forma hacia el contenido, como cualquier trabajo en el capitalismo. Pero la cuestión principal es sobre todo qué se produce y según qué criterios, no sólo quién obtiene el mayor beneficio de ello.

Afirmar que el trabajador inmaterial, que por lo general es un trabajador denominado autónomo, se encuentra ya tendencialmente más allá de la lógica capitalista termina por ser un elogio paradójico de lo que en alemán se llama el “Ich-A.G.” – el Yo-Sociedad Anónima –. Se trata del individuo aislado que reúne en él las formas tradicionales del patrón y del asalariado y que debe sobrevivir en la jungla del mercado por medio de una rigurosa autoexplotación, esclavo no ya de un patrón de carne y hueso, sino directamente de la mano invisible del mercado, sin nadie a quien dirigir sus reivindicaciones. El “Yo-S.A.” no es, como podría creerse, un concepto polémico y peyorativo creado por los adversarios de estas evoluciones. En realidad, se creó en 1999 en Alemania como término positivo por parte de la comisión “Hartz”, la misma que formuló las propuestas, con posterioridad convertidas en leyes, para impulsar a los parados alemanes a convertirse en trabajadores “autónomos”, ofreciendo servicios baratos [2]. De hecho, esta política, que ahora ya practican otras autoridades no alemanas, se basa en el cálculo, cínico pero realista, de que el único trabajo que aún pueden encontrar los parados es el de hacer de criados para los pocos vencedores de la competición económica actual. En una época en que se paga más por las tecnologías que por las personas, muchos están dispuestos a pagar por el gusto de tener criados, a condición de que cuesten suficientemente poco poco. En teoría el Yo-S.A., que en 2002 fue declarada la “no palabra del año” por la Sociedad de la lengua alemana, es simplemente un término técnico para referirse a un parado que funda una actividad económica y recibe por hacerlo una ayuda pública. Pero en realidad condensa todo el espíritu de una época, y para colmo de la paradoja, los teóricos de la “intelectualidad de masa” elogian este hallazgo típicamente neoliberal.

Algunos quieren creer también en las virtudes liberadoras del compartir en la red, del free software, etc. Sin duda, es estupendo poder descargar tanta música sin pagar, o consultar los libros de bibliotecas lejanas. Pero ¡resulta difícil convertirlo en un paradigma de sociedad! ¿Para qué sirve el file-sharing en situaciones en que no hay ni casas, ni tierra, ni alimentos? Ver en este sector más bien marginal de la reproducción social la palanca de una transformación general o de una “reapropiación colectiva de los recursos”, después de siglos de privatización de los recursos, significa confiar demasiado en la virtualización del mundo y convertir la red en la realidad suprema, y a sus trabajadores en el ombligo del mundo. Y si a causa de las privatizaciones o de las catástrofes naturales se multiplican los black-out y deja de haber electricidad, ¿qué queda de la revolución digital?

La figura del trabajador posfordista que pone en juego el “capital cognitivo” del que él mismo sería el propietario, y que solo tendría que liberarse de los lazos políticos que le impiden ser efectivamente dueño de lo que ya produce, a fin de cuentas no es más que una versión posmoderna del viejo marxismo tradicional. Este no ha puesto nunca realmente en duda las categorías centrales de la sociedad capitalista, es decir la mercancía, el valor, el trabajo abstracto y el dinero, sino que solo ha pretendido obtener mejores condiciones para los vendedores de la fuerza de trabajo. Sus epígonos posfordistas se han limitado sencillamente a desplazar el foco de lo material a lo inmaterial. Pero si es así, ¿dónde se sitúa hoy el antagonismo social? La lucha de clases en sentido tradicional parece cada vez más una defensa de las últimas categorías de trabajadores que luchan, como cualquier otro sujeto de la competencia, para sobrevivir en el mercado. Otras veces, este concepto se extiende arbitrariamente a otras formas de conflicto, como, por ejemplo, las revueltas en la periferia francesa. ¿Significa eso que tenía razón Toni Blair cuando anunciaba “Amigos míos, la lucha de clases ha terminado” y que ya no existe algo así como una “sociedad”, sino solo individuos, que pueden triunfar o fracasar según sus méritos, como ya había dicho su antecesora Margaret Thatcher? ¿O significa, por el contrario, que el desarrollo del capitalismo ha dado lugar a nuevas formas de antagonismo social que no se limitan solo a las nuevas formas de explotación, que naturalmente existen?

La sociedad basada en la mercancía, el valor, el dinero y el trabajo tiende cada vez con mayor evidencia a la creación de una humanidad superflua. Esto ha sido desde el principio una contradicción fundamental del capitalismo, contenida en su núcleo y que, en cuanto tal, es ineliminable: solo el trabajo vivo, la utilización de la fuerza de trabajo, crea valor. Y, al mismo tiempo, la competencia lleva a emplear máquinas y tecnologías que sirven precisamente para disminuir el empleo de trabajo vivo y permiten que cada trabajador individual produzca más para su empleador. Pero la ventaja inmediata para el poseedor de capital que primero recurre a las tecnologías nuevas se ve muy pronto anulada por la competencia, lo que a largo plazo produce una disminución del beneficio de todo el sistema. Los debates marxistas sólo han registrado parcialmente este hecho con la noción de “caída tendencial de la tasa de beneficio”; y en realidad lo que se ha producido es una caída de la masa de valor, y, en consecuencia, del beneficio a largo plazo. El aumento exponencial de la producción material desde hace doscientos años (con las consecuencias ecológicas que solo ahora empezamos a vislumbrar) ha podido compensar durante mucho tiempo el valor contenido en cada mercancía singular. Pero hacia mediados de los años setenta del siglo pasado, es decir con la denominada revolución microelectrónica, los procesos en la sustitución del trabajo vivo por las tecnologías han sido tan importantes que ningún mecanismo de compensación podría ser suficiente, menos aún en presencia de mercados saturados. Desde entonces el capitalismo está definitivamente en crisis y no hace otra cosa que diferir el redde rationem mediante la financiarización. No ha aparecido ningún modelo nuevo de acumulación: tan solo se han simulado beneficios. Se sabe que los valores inmobiliarios y bursátiles han crecido cerca de diez veces más rápidamente que la economía “real” (naturalmente nadie lo sabe con precisión). Los populismos de izquierda y de derecha presentan el alza hiperbólica de las finanzas y la especulación como la causa de las dificultades que atraviesa la economía real, pero la situación es exactamente la inversa: solo gracias a las finanzas “creativas” y a la especulación se ha podido fingir una prosperidad que en verdad carece de bases desde hace mucho tiempo. La crisis financiera actual es solo un síntoma. La causa más profunda de lo que estamos viviendo se debe a la incompatibilidad entre la lógica del valor y el desarrollo tecnológico, causado precisamente por la lógica del valor y la consiguiente caída de la rentabilidad. En otras palabras, hay una dificultad extrema para utilizar el capital de modo provechoso. Mientras el “subconsumo”, caballo de batalla de los neokeynesianos que vuelven a proliferar, es solo un factor secundario, la sobreacumulación de capital amenaza la rentabilidad de todo el sistema.

Los nuevos puestos de trabajo, sobre todo en el sector terciario, son, como ya se ha dicho, en gran parte “improductivos” en sentido capitalista y se financian indirectamente por sectores efectivamente productivos de capital, que, no obstante, están disminuyendo. Por otra parte, la experiencia demuestra día a día que en tiempos de crisis tales trabajos se eliminan con tanto ímpetu como los puestos de trabajo en los sectores tradicionales. La cuestión ya no es, pues, la de desplazar la fuerza de trabajo hacia nuevos sectores, como sucedió en el tránsito de la sociedad agraria a la industrial. Ahora estamos asistiendo a que gran parte de la fuerza de trabajo a escala global pase a ser superflua. Y quien no trabaja no come, es decir, tampoco resulta útil al sistema como consumidor. Grupos sociales cada vez más amplios, y hasta países enteros, se convierten en inútiles desde el punto de vista del capitalismo: pasan a ser un lastre, un peso muerto. Al mismo tiempo se les han retirado todos los medios para sustentarse por sí mismos, sobre todo en la agricultura. A largo plazo, la sociedad de la mercancía no sabe qué hacer de la humanidad que la ha creado.

La batalla, entonces, se refiere al mantenimiento o la abolición de un sistema que acaba por amenazar a todos sus miembros, con los desastres que produce. El hecho de que actualmente algunos actores económicos consigan todavía obtener grandes beneficios no quita nada a la crisis que termina por afectar a todas sus categorías de base. Junto al valor acaba también el dinero “bueno”, fruto de una creación real de valor, y este es el proceso que subyace a la crisis financiera actual. Sencillamente, no parece que la reproducción social pueda seguir desarrollándose por medio del valor, la mercancía, el trabajo abstracto y el dinero. A fin de cuentas, creer que esto pueda funcionar resulta mucho más utópico que pensar en otras formas de socialización, que en parte ya existen. Hablar hoy de trabajo solo puede significar hablar de la crisis de la sociedad del trabajo y del hecho de que es precisamente la sociedad del trabajo la que abole el trabajo. ¿Tiene sentido continuar pidiendo y prometiendo la creación de puestos de trabajo cuando ya no hay necesidad del trabajo? ¿O se necesita más bien pensar en garantizar a todos un acceso a los recursos que ya no esté ligado a la mediación del trabajo y el dinero?





Notas:

    [1] John M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, cap.V.

    [2] Se refiere a la “Comisión para servicios modernos en el mercado laboral” que, bajo el gobierno socialdemócrata de Gerhard Schröder, presentó una serie de propuestas para llevar a cabo una profunda reforma de la política laboral en Alemania en nombre de la “eficiencia”. La implementación de estas propuestas a partir de 2003 se considera un elemento clave en la reducción de los servicios sociales por parte del gobierno alemán [nota de los editores].


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