Leer o no leer
Fernando Báez
Mérida (Venezuela), 1989He iniciado el año con la mudanza de mi biblioteca a un nuevo estudio. La razón me la reservo, pero no sus consecuencias: este hecho cotidiano, rutinario, pesado, me sirvió de pretexto para hojear los libros y dedicar la mayor parte del tiempo a examinar cada obra hasta el punto de restablecer, inexplicablemente, esa relación misteriosa, ceñida, supersticiosa, que alguna vez tuve con determinados autores. Cualquier cosa ha resultado propicia: unas páginas subrayadas, vagos y absurdos comentarios a pie de página, erratas inútilmente corregidas, pasajes tachados, lomos sucios a fuerza de uso, en fin. Entre otras cosas, la nostalgia me ha impedido ordenar los libros y todavía yacen apilados en altas columnas y en cajas antiguas: no puedo dejar de pensar que se trata de una biblioteca muy especial, y no porque sus volúmenes sean extraños o excepcionales (tal vez sí esto último) sino porque la heredé de mi padre y éste del suyo. Es posible que la
Ilíada de Homero, en versión de Gómez de Hermosilla, impresa en Madrid en 1831 a doble columna con letra mínima, haya sido leída por mi abuelo y tenerla en mis manos, ahora, supone todo un acontecimiento íntimo. Sospecho que el arreglo del estudio tendrá que esperar algunos meses. O años. Me aguardan cientos de buenos motivos y un par de ensayos breves que, como este, dan cuenta fiel de una pasión nunca desmentida.
Leo, y no está mal decirlo de una vez y en el mismo tono personal con que he iniciado estas líneas, desde que tengo memoria. Leo porque me resulta mejor que no hacerlo. Leo porque no puedo no leer. Leo por hábito, lo que es censurable y poco inocente. Leo, incluso, porque cada buena lectura me ha dado motivos más fuertes para continuar haciéndolo. Leo sin atender a manuales, ficheros, guías, selecciones críticas como las de Harold Bloom, etiquetas de "clásicos", recomendaciones de fin de semana. Me interesan demasiado los libros como para orientarme por intermediarios y si lo he hecho, la decepción ha respaldado mi escepticismo ulteriormente. No creo en esas listas de "Los cien mejores libros". No logro, en verdad, asimilarlas. Siempre noto que hay que agregar alguno que descubro a última hora. Como lo dice Hesse con toda la claridad del mundo: "para cada individuo existe una selección especial de los libros que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos...". Por lo general, esto es ignorado por quienes promueven campañas para crear el hábito de la lectura: disponen de altos presupuestos y bajas ideas, por lo que someten a niños a textos demasiado necios y pueriles en el mal sentido de la palabra o extremadamente complejos. O un cuento insulso o
Madame Bovary de Flaubert. No soy sociólogo ni psicólogo, mucho menos profesor de literatura, pero como escritor puedo confesar que hay que dejar que la chispa surja. Los libros no deben llegar a los niños; los niños deben llegar a los libros. Por curiosidad, por placer, por interés especial, porque sí. Y en este sentido no hay claves, no hay leyes. El placer de la lectura no se decreta: se despierta. No se determina: al igual que la vocación, es un asunto de fe. No estoy de acuerdo con valorar a los hombres por sus lecturas: no es inteligente pretender que quien lee es superior a quien no la hace ni corroborar ese mito con programas escolares fútiles y pedantes. El afecto por los libros es un privilegio que pertenece a los dominios de la mística. Una biblioteca bien dotada en la escuela, la publicidad televisiva o radial más costosa, no tiene a menudo el poder del comentario frugal de un amigo o el encuentro directo, ocasional, inédito, con una historia maravillosa y puntual.
Lo mejor será siempre no leer demasiado. Ya
Schopenhauer, que pedía que leyeran sus libros dos o tres veces seguidas, en sus excéntricos
Opúsculos había encontrado que "cuanto más lee, menos huellas de lo leído quedan en el espíritu; es como una pizarra sobre la cual están escritas muchas cosas las unas sobre las otras. Así no se llega a asimilar, y no se consigue el apropio de lo leído...". Como no se trata de una proeza destinada a causar perplejidad en los demás ni de cumplir con un programa estadístico, es fundamental que al igual que tenemos pocos amigos y muchas amistades evitemos el prurito de leer crasamente. Esto sólo conduce a la pedantería, a la conversación y escritura fatigosa, referencial, nada espontánea. Recuerdo, y no sé por qué, a un escritor en ciernes que me confesó que leía unos ocho libros por semana, lo que nos da treinta y dos por mes y trescientos ochenta y cuatro por año. Como disculpa, citaba los antecedentes de Samuel Johnson, dotado de una facultad que le permitía ir a los párrafos centrales de un libro eludiendo así el resto de las páginas por lo que pudo leer miles de textos; también citaba a Menéndez y Pelayo, de quien se dice que leía centenares de libros hojeándolos. Yo, no temo manifestarlo, no podría nunca hacer lo mismo: hay años en que leo sólo ocho libros por año y menos: procuro disfrutar y asumir con todos los sentidos cada obra que cae en mis manos, sobre todo si su autor es un verdadero creador y no el repetidor de un modelo o un mero divulgador de simplezas con alto índice de ventas. Durante unos nueve meses, por decir, me dediqué en cuerpo y alma a leer a Plutarco. Fue, posiblemente, un período insuficiente, pero conseguí lo que quería como lector: lograr, a través del gran biógrafo y tratadista de la época imperial, establecer una relación más cercana con la antigüedad greco-romana. Además, lo leí en griego, lo cual aumentó el disfrute. Y he aquí otro aspecto esencial: si es posible y la voluntad lo permite, hay que buscar a cada autor en su lengua original. Hay que intentarlo. Hay que aprender un idioma para leer a un escritor si se lo aprecia de veras. José Manuel Briceño Guerrero un buen día declaró a la prensa que quien busca a un creador en su lengua materna se busca a sí mismo en las raíces más profundas de la cultura. Stendhal, no cabe duda, sobrevivirá a las traducciones, pero el placer de leerlo en francés es inefable. Todo puede suceder en ese tipo de lectura cercana. Con respecto a un poeta, o se lo lee en original o se lo deslee en una versión que, no obstante la ardua labor y el talento del traductor, irá en menoscabo del poeta.
Leer en voz alta o en voz baja, de pie o sentado, o en cuclillas o tendido en un sofá o cama, de día o de noche, acompañado o solo, nada de esto interesa. Si se lee bien y si el libro es excelente, lo demás queda justificado. El fervor, los tics y las impredecibles manías, no justifican mayor consideración. Entre las singulares categorías de lector que se han dado, agotando ya la discusión sobre el particular, suele obviarse que existe el lector supersticioso: no atiende al placer o a las revelaciones espirituales de un libro sino a las circunstancias que rodean la lectura. Cree que hay libros que son talismanes y también que hay obras que provocan mala suerte en su dueño. Llega hasta el punto de abandonarlo en un closet, en una caja, lo arroja a la basura, desconfía y lo quema. Meras necedades. Los únicos textos que pudieran definirse como pavosos son los malos, por el tiempo que nos hacen perder. Quevedo, en el prólogo a
Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, pide a Dios que guarde al lector "del mal libro, de alguaciles y de mujer rubia, pedigüeña y carirredonda". De ahí que Borges recomendara, con toda la autoridad de sus estupendas lecturas, que nadie se demore en un libro que no cause ninguna sensación de felicidad o conocimiento. Que su autor sea Goethe o Víctor Hugo es irrelevante: no es improbable que un escritor poco conocido nos depare sorpresas más gratas en cada página y ése es el que debe ser leído. O releído. La relectura, y viene muy ajustado el comentario, es la que hace al gran lector: Avicena tuvo que revisar cuarenta veces la
Metafísica de Aristóteles antes de captar el verdadero sentido de la obra. De García Bacca se cuenta que no pasaba año sin leer íntegramente a Platón, a quien tradujo. George Chapman recomendaba releer a Homero y descuidar al resto de los poetas. Edmund Gosse, en
Father and son (1907), feliz autobiografía, insistía en que Virgilio hizo su vida tras intensas relecturas. Hay más, pero lo que interesa aquí es insistir en que enamorarse de un texto es aceptar su descubrimiento permanente y la eterna puesta a prueba de su valor. El clásico indiscutible, exacto, pródigo, es el que se crece en una segunda o tercera lectura.
Italo Calvino ha escrito con acierto que "los clásicos son esos libros de los cuales se suele decir «estoy releyendo» y nunca «estoy leyendo»....". Los detalles se paladean, lo mismo que las frases o situaciones. Releer es revivir el encanto de leer; reencontrar la escondida senda por donde han ido los pocos lectores que en el mundo han sido. Una minoría tan superlativa que Walter Raleigh pensó (
Cartas) que para cada época hay nada más que dos o tres lectores verdaderos.
No creo que sea posible responder con justeza, unanimidad o precisión por qué leer o por qué no hacerlo. La definición más completa está destinada a ser irrefutable e inútil. Quienes ya leen no la necesitan y quienes no lo hacen no buscan definiciones sino libros que los convenzan de modo fulminante. El dilema, simplemente, está ahí, como una esfinge. Si no estoy del todo equivocado y mi respuesta no se pierde en medio de la inflación conceptual de estos años, diría que bien vale la pena leer porque de lo contrario se expone uno a perder la más secreta y fascinante dimensión inducida de la cultura humana. La de la imaginación y la memoria. Y eso no es poco.