La hipótesis comunista Alain Badiou
New Left Review, nº 49, marzo/abril 2008 A raíz de la victoria de Sarkozy, el sentimiento de depresión era palpable en la atmósfera francesa
[1]. Suele decirse que los golpes imprevistos son los peores, pero a veces los esperados terminan haciendo daño de otra manera. Puede resultar singularmente descorazonador que unas elecciones se salden con la victoria del candidato que ha ido por delante en los sondeos desde el primer momento, como cuando el caballo favorito gana la carrera; quienesquiera albergaran la más leve inclinación por la apuesta, por el riesgo, por una excepción o una ruptura, habrían preferido que un candidato inesperado hubiera desbaratado los pronósticos. Sin embargo, cuesta creer que el mero hecho de la llegada a la presidencia de
Nicolas Sarkozy haya supuesto un golpe tan desconcertante para la izquierda francesa después de mayo de 2007. Algo más estaba en juego: un conjunto de factores del que «Sarkozy» no es más que el nombre. ¿Cómo cabe entender esto?
Un factor inicial fue el modo en que el resultado afirmó la impotencia manifiesta de todo auténtico programa emancipatorio dentro del sistema electoral: las preferencias quedan debidamente registradas, con la pasividad con la que lo haría un sismógrafo, pero el proceso es tal que su naturaleza excluye toda encarnación de una voluntad política discrepante. Una segunda componente de la desorientación depresiva de la izquierda después de mayo de 2007 fue un ataque insoportable de nostalgia histórica. El orden político que surgió de la
Segunda Guerra Mundial en Francia –con sus referencias inequívocas de «izquierda» y «derecha», y su consenso, compartido por igual por gaullistas y comunistas, acerca del balance general de la Ocupación, la Resistencia y la Liberación– se ha desmoronado en la actualidad. Ésta es una de las razones de las ostentosas cenas y las vacaciones en yate, etc., de Sarkozy, es una manera de decir que la izquierda ya no asusta a nadie: «Vivan los ricos, y al infierno con los pobres». Comprensiblemente, esto puede hundir las almas de la izquierda en la nostalgia de los buenos tiempos:
Mitterrand,
De Gaulle,
Marchais, e incluso
Chirac, el
Brezhnev del gaullismo, que sabía que no hacer nada era el modo más sencillo de dejar morir al sistema.
Sarkozy ha terminado hoy completamente con la forma cadavérica del gaullismo que presidía Chirac. El hundimiento de los socialistas ya se había anunciado con la aniquilación de
Jospin en las elecciones presidenciales de 2002 (y más aún con la desastrosa decisión de echarse en los brazos de Chirac en la segunda vuelta). Sin embargo, la descomposición actual del Partido Socialista no sólo tiene que ver con su pobreza política, que es evidente desde hace años, ni con los porcentajes electorales: el 47 por 100 no es mucho peor que sus resultados electorales recientes. Antes bien, la elección de Sarkozy parece haber asestado un golpe a toda la estructuración de la vida política francesa: el sistema de orientación mismo ha sufrido una derrota. Un síntoma importante de la desorientación resultante es el número de antiguos cargos socialistas que se han precipitado a aceptar carteras en el gobierno de Sarkozy, mientras que los creadores de opinión de centro izquierda cantaban sus alabanzas; el número de ratas que han abandonado el barco que se hunde resulta impresionante. Por supuesto, el motivo subyacente es el del partido único: puesto que todos aceptan la lógica del orden capitalista existente, la economía de mercado y todo lo demás, ¿para qué mantener la ficción de una contraposición entre los partidos?
Un tercer componente de la desorientación contemporánea proviene del resultado mismo de la contienda electoral. He caracterizado las elecciones presidenciales de 2007 –que enfrentaban a Sarkozy contra
Royal– como el conflicto entre dos tipos de miedo. El primero es el miedo que sienten los privilegiados, alarmados por la posibilidad de que su posición pueda verse asediada. En Francia esto se traduce en el miedo a los extranjeros, a los jóvenes de la
banlieue, a los musulmanes y a los negros africanos. Esencialmente conservador, crea un anhelo de un amo protector, aunque tenga que ser uno que te oprime y te empobrece más aún. La encarnación actual de esa figura es, por supuesto, el frenético jefe de policía: Sarkozy. En el plano electoral, a la misma no se contrapone una rotunda afirmación de heterogeneidad autodeterminada, sino el miedo a ese miedo: un miedo, asimismo, de la figura policial, que para el votante socialista pequeño burgués resulta tan desconocida como desagradable. Este «miedo al miedo» es una emoción secundaria, derivada, cuyo contenido –más allá del sentimiento mismo– resulta apenas perceptible; el bando de Royal carecía de todo concepto de una alianza con los excluidos o los oprimidos; a lo sumo podía aspirar a cosechar los dudosos beneficios del miedo. Entre ambos contendientes reinaba un consenso total sobre Palestina, Irán, Afganistán (donde combaten las tropas francesas), Líbano (ídem) y África (enjambre con «administradores» del ejército francés). La discusión pública de las alternativas sobre estos asuntos no estaba en la agenda de ninguno de los dos partidos.
El conflicto entre el miedo primario y el «miedo al miedo» se resolvió en favor del primero. Aquí entró en juego un reflejo visceral, que se expresaba claramente en las caras de las personas que festejaban la victoria de Sarkozy. En quienes eran presa del «miedo al miedo» se produjo a su vez un reflejo negativo, acobardado ante el resultado: éste es el tercer componente de la desorientación depresiva de 2007. No deberíamos subestimar el papel que han desempeñado los que
Althusser denominaba «aparatos ideológicos de Estado» –que operan cada vez más a través de los medios de comunicación masiva, donde la prensa desempeña ahora un papel más sofisticado que la televisión y la radio– en la formulación y la movilización de esos sentimientos colectivos. Dentro del proceso electoral se ha producido, aparentemente, un debilitamiento de lo real; un proceso que presenta rasgos más acusados en el «miedo al miedo» secundario que en el miedo primitivo y reaccionario. Uno reacciona, al fin y al cabo, ante una situación real, mientras que el «miedo al miedo» tan sólo se asusta de la magnitud de esa reacción, y en esa medida está aún más apartado de la realidad. La vacuidad de esta posición se manifestaba perfectamente en las exaltaciones vacías de Ségolène Royal.
El electoralismo y el EstadoSi postulamos una definición de la política como «acción colectiva, organizada por determinados principios, que aspira a desplegar las consecuencias de una nueva posibilidad que en la actualidad está reprimida por el orden dominante», entonces tendremos que concluir que el mecanismo electoral es un procedimiento esencialmente apolítico. Esto se torna visible en el abismo que media entre el enérgico imperativo formal del voto y la naturaleza volátil, cuando no inexistente, de las convicciones políticas o ideológicas. Es bueno votar para dar forma a mis temores; pero cuesta creer que aquello
por lo que voto es algo bueno en sí mismo. Esto no significa que el sistema democrático electoral es represivo
per se; antes bien, el proceso electoral está incluido en una forma Estado, la del capital-parlamentarismo, apropiada para el mantenimiento del orden establecido, y desempeña por lo tanto una función conservadora. Esto crea un sentimiento adicional de impotencia: si los ciudadanos normales no tienen otra forma de intervención en la toma de decisiones del Estado que el voto, cuesta ver qué vías podrían abrirse para una política emancipatoria.
Si el mecanismo electoral no es un procedimiento político sino estatal, ¿qué objetivos persigue? Si atendemos a las lecciones de 2007, uno de los efectos consiste en incorporar tanto el miedo como el «miedo al miedo» en el Estado, envolviendo al Estado con esos elementos de subjetividad masiva, los mejores para legitimarle como un objeto de miedo por derecho propio, preparado para el terror y la coerción. El horizonte mundial de la democracia se define cada vez más por la guerra. Occidente está metido en un número creciente de frentes: el mantenimiento del orden existente con sus gigantescas disparidades tiene un irreducible componente militar; la dualidad de los mundos de los ricos y los pobres sólo puede sostenerse gracias a la fuerza. Esto crea una particular dialéctica entre miedo y guerra. Nuestros gobiernos explican que hacen la guerra en el extranjero para protegernos en casa. Si las tropas occidentales no persiguen a los terroristas en Afganistán o en Chechenia, estos vendrán aquí para organizar a los parias resentidos y encanallados.
Neopetainismo estratégicoEn Francia, esta alianza del miedo y la guerra ha recibido históricamente el nombre de petainismo. La ideología de masas del petainismo –responsable de su éxito generalizado entre 1940 y 1944– descansaba en parte en el miedo provocado por la
Primera Guerra Mundial. El
mariscal Pétain protegería a Francia de los efectos desastrosos de la Segunda, manteniéndola al margen de la misma. En palabras del propio Mariscal, era necesario tener más miedo a la guerra que a la derrota. La inmensa mayoría de los franceses aceptó la relativa tranquilidad de la derrota consensuada y lo pasó bastante bien durante la guerra en comparación con los rusos o incluso los ingleses. El proyecto análogo de hoy se basa en la creencia de que a los franceses les basta sencillamente con aceptar las leyes del modelo mundial liderado por Estados Unidos para que todo vaya bien: Francia estará protegida de los efectos desastrosos de la guerra y de la disparidad global. En realidad, esta forma de neopetainismo en tanto que ideología de masas es ofertada en la actualidad por ambos partidos. En lo que sigue, sostendré que constituye un elemento analítico clave para la comprensión de la desorientación que lleva el nombre de «Sarkozy»; para aferrar a este último en su dimensión de conjunto, en su historicidad e inteligibilidad, tendremos que volver sobre lo que denominaré su «transcendental» neopetainista
[2].
Por supuesto, no estoy diciendo que las circunstancias de hoy se asemejen a la derrota de 1940, o que Sarkozy se asemeje a Pétain. La cuestión es más bien de orden formal: cabe encontrar las raíces inconscientes histórico-nacionales de aquello que lleva el nombre de Sarkozy en esa configuración petainista, en la que la desorientación misma es representada solemnemente desde la cúspide del Estado y presentada como un punto de inflexión histórico. Esta matriz ha sido un patrón constante de la historia francesa. Se remonta a la Restauración de 1815, cuando un gobierno posrevolucionario, ansiosamente respaldado por exiliados y oportunistas, fue enviado de vuelta en el vagón de equipajes de los extranjeros y declaró, con el consentimiento de una población exhausta, que restauraría la moral y el orden públicos. En 1940 la derrota militar volvió a servir de contexto para una inversión desorientadora del verdadero contenido de la acción del Estado: el gobierno de Vichy hablaba sin cesar de la «nación» y, sin embargo, había sido impuesto por la Ocupación alemana; los oligarcas más corruptos iban a sacar al país de la crisis moral; el propio Pétain, un anciano general al servicio de la propiedad, sería la encarnación del renacimiento nacional.
Numerosos aspectos de esta tradición neopetainista se ponen hoy de manifiesto. Por regla general, la capitulación y el servilismo se presentan como invención y regeneración. Estos eran los temas centrales de la campaña de Sarkozy: el alcalde de Neuilly transformaría la economía y volvería a poner en marcha el país. Por supuesto, el contenido verdadero es una política de constante obediencia a las exigencias de las altas finanzas, en nombre de la renovación nacional. Una segunda característica es la del declive y la «crisis moral», que justifica las medidas represivas adoptadas en nombre de la regeneración. Se invoca la moralidad, como suele ocurrir, en lugar de la política y en contra de toda movilización popular. En cambio, se hace un llamamiento a las virtudes del trabajo duro, la disciplina, la familia: «el mérito debe ser recompensado». Este típico desplazamiento de la política por parte de la moralidad cuenta con un trabajo de preparación, emprendido desde los «nuevos filósofos» de la década de 1970 en adelante, por todos aquellos que se han esforzado en «moralizar» el juicio histórico. El objeto es en realidad político: afirmar que el declive nacional no tiene nada que ver con los altos servidores del capital, sino que es culpa de algunos elementos malintencionados de la población: en la actualidad, los trabajadores extranjeros y los jóvenes de la
banlieue.
Una tercera característica del neopetainismo es la función paradigmática de la experiencia extranjera. El ejemplo de corrección siempre procede del extranjero, de los países que han superado hace mucho tiempo sus crisis morales. Para Pétain, los ejemplos relucientes eran la
Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y la España de Franco: líderes que habían sacado a sus países de su postración. La estética política es la de la limitación: como el demiurgo de
Platón, el Estado debe moldear la sociedad con los ojos puestos en modelos extranjeros. Hoy, por supuesto, los ejemplos son los Estados Unidos de Bush y la Gran Bretaña de Blair.
Una cuarta característica es la idea de que el origen de la crisis actual se sitúa en un acontecimiento pasado desastroso. Para el proto-petainismo de la Restauración de 1815, se trababa naturalmente de la Revolución y de la decapitación del rey. Para el propio Pétain en 1940 se trataba del Frente Popular, del gobierno de
Blum y por encima de todo de las grandes huelgas y las ocupaciones de fábricas de 1936. Las clases propietarias prefirieron con mucho la Ocupación alemana al miedo que provocaron aquellos desórdenes. Para Sarkozy, los males de
Mayo del 68 –hace cuarenta años– han sido constantemente invocados como la causa de la actual «crisis de valores». El neopetainismo proporciona una lectura provechosamente simplificada de la historia, que vincula un acontecimiento negativo, por regla general con una estructura obrera o popular, con uno positivo, con una estructura militar o de Estado, en tanto que solución del primero. De esta suerte, el arco que separa 1968 de 2007 puede ofrecerse como una fuente de legitimidad para el gobierno de Sarkozy, en tanto que actor histórico que emprenderá finalmente las correcciones que eran precisas a raíz del acontecimiento perjudicial inaugural. Por último, está el elemento del racismo. Con Pétain este último era brutalmente explícito: deshacerse de los judíos. Hoy se manifiesta de manera más insinuante: «no somos una raza inferior», donde se sobreentiende «a diferencia de otros»; «los verdaderos franceses no albergan dudas acerca de la legitimidad de las acciones de su país», en Argelia y otros lugares. Así, pues, a la luz de estos criterios, podemos señalar: cabe analizar la desorientación que lleva el nombre de «Sarkozy» como la última manifestación del transcendental petainista.
El espectroDe entrada, podría parecer que hay algo extraño en la insistencia del nuevo presidente en que la solución de la crisis moral del país, el objetivo de su proceso de «renovación», era «terminar de una vez con Mayo del 68». La mayoría de nosotros teníamos la impresión de que habían acabado con éste hace mucho tiempo. ¿Qué es lo que, con el nombre de Mayo del 68, atormenta al régimen? Tan sólo podemos suponer que se trata del «espectro del comunismo» en una de sus últimas manifestaciones verdaderas. Él diría (al objeto de dar a la expresión una prosopopeya sarkoziana): «Nos negamos a estar atormentados por nada. No es suficiente que el comunismo empírico haya desaparecido. Queremos que todos sus formas sean desterradas. Incluso la hipótesis del comunismo –nombre genérico de nuestra derrota– debe volverse impronunciable.»
¿Cuál es la hipótesis comunista? En el sentido genérico que recibe en su
Manifiesto canónico, «comunista» significa, en primer lugar, que la lógica de la clase –la subordinación fundamental del trabajo a una clase dominante, un orden que persiste desde la Antigüedad– no es inevitable; puede ser superada. La hipótesis comunista establece que es practicable una organización colectiva diferente que elimine la desigualdad en la distribución de la riqueza e incluso la división del trabajo. La apropiación privada de enormes fortunas y su transmisión mediante la herencia desaparecerán. La existencia de un Estado coercitivo, separado de la sociedad civil, dejará de presentarse como una necesidad: un largo proceso de reorganización basado en una libre asociación de productores asistirá a su extinción.
En cuanto tal, «comunismo» tan sólo indica este conjunto general de representaciones intelectuales. Se trata de lo que
Kant llamaba una Idea, dotada de una función reguladora, antes que de un programa. Resulta estúpido decir que tales principios son utópicos; en el sentido en que los he definido aquí, se trata de modelos intelectuales, que siempre se actualizan de manera diferente. En tanto que Idea pura de la igualdad, la hipótesis comunista ha existido sin duda alguna desde los comienzos del Estado. Tan pronto como la acción de masas se opone a la coerción del Estado en nombre de la justicia igualitaria, comienzan a aparecer los rudimentos o los fragmentos de la hipótesis. Las revueltas populares –los esclavos encabezados por
Espartaco, los campesinos encabezados por
Müntzer– podrían ser identificados como ejemplos prácticos de esta «invariante comunista». Con la
Revolución francesa, la hipótesis comunista inaugura la época de la modernidad política.
No obstante, aún no hemos determinado el punto en que nos encontramos hoy en la historia de la hipótesis comunista. Un fresco del periodo moderno mostraría dos grandes secuencias de su desarrollo, con un intervalo de cuarenta años entre ambas. La primera es la del establecimiento de la hipótesis comunista; la segunda, la de las tentativas preliminares de su realización. La primera secuencia está comprendida entre la Revolución francesa y la
Comuna de París; digamos entre 1792 y 1871. Vincula el movimiento de masas popular a la toma del poder, mediante el derrocamiento insurreccional del orden existente; esa revolución abolirá las viejas formas de sociedad e instaurará «la comunidad de los iguales». En el transcurso del siglo, el movimiento popular informe, compuesto de ciudadanos, artesanos y estudiantes, llegó a configurarse cada vez más bajo la dirección de la clase obrera. La secuencia culminó con la destacada novedad –y la derrota radical– de la Comuna de París. La Comuna demostró la extraordinaria energía de esta combinación de movimiento popular, dirección de la clase obrera e insurrección armada, así como sus límites: los
communards no pudieron establecer la revolución sobre una base nacional, ni defenderla contra las fuerzas de la contrarrevolución apoyadas por las potencias extranjeras.
La segunda secuencia de la hipótesis comunista queda comprendida entre 1917 y 1976: desde la
Revolución bolchevique hasta el final de la
Revolución cultural y
el estallido militante en todo el mundo durante los años 1966-1975. Estuvo dominada por la cuestión: ¿cómo vencer? ¿Cómo resistir –a diferencia de la
Comuna de París– contra la reacción armada de las clases propietarias; cómo organizar el nuevo poder para protegerlo frente al ataque violento de sus enemigos? Ya no se trata de formular y poner a prueba la hipótesis comunista, sino de realizarla: lo que el siglo XIX había soñado, lo llevaría a cabo el siglo XX. La obsesión por la victoria, centrada en torno a las cuestiones de la organización, encontró su principal expresión en la «disciplina de hierro» del partido comunista, la construcción característica de la segunda secuencia de la hipótesis. El partido resolvió de hecho la cuestión heredada de la primera secuencia: la revolución triunfó, mediante la insurrección o la guerra popular prolongada, en Rusia, China, Checoslovaquia, Corea, Vietnam, Cuba, y consiguió fundar un nuevo orden.
Pero la segunda secuencia creó a su vez un problema adicional, que no pudo resolver utilizando los métodos que había desarrollado en respuesta a los problemas de la primera. El partido había sido una herramienta adecuada para el derrocamiento de los regímenes reaccionarios debilitados, pero resultó ser inapropiado para la construcción de la «dictadura del proletariado» en el sentido en el que la había concebido
Marx, esto es, un Estado temporal, que organizaba la transición al no Estado: su «extinción». En vez de esto, el Estado partido se transformó en una nueva forma de autoritarismo. Algunos de aquellos regímenes dieron grandes pasos adelante en educación, sanidad, valorización del trabajo, etc.; y supuso un contrapeso internacional a la arrogancia de los poderes imperialistas. Sin embargo, el principio estatista resultó estar corrompido en su interior y, a largo plazo, se demostró ineficaz. La coerción policial no pudo salvar al Estado «socialista» de la inercia burocrática interna; y cincuenta años después estaba claro que jamás podría imponerse frente a sus adversarios capitalistas. Las últimas grandes convulsiones de la segunda secuencia –la Revolución cultural y Mayo del 68, en su sentido más amplio– pueden entenderse como intentos de abordar el problema de la inadecuación del partido.
InterludiosEntre el final de la primera secuencia y el comienzo de la segunda hubo un intervalo de cuarenta años durante el cual la hipótesis comunista fue declarada insostenible: durante las décadas comprendidas entre 1871 y 1914 se asistió al triunfo del imperialismo en todo el planeta. Desde que la segunda secuencia llegó a su fin en la década de 1970 estamos en otro intervalo, en el que el adversario vuelve a encontrarse en un periodo de auge. Lo que se juega en estas circunstancias es la consiguiente apertura de una nueva secuencia de la hipótesis comunista. Pero lo que está claro es que no será –no puede ser– la continuación de la segunda. El marxismo, el movimiento obrero, la democracia de masas, el leninismo, el partido del proletariado, el Estado socialista –todas las invenciones del siglo XX– ya no nos sirven. En el ámbito teórico, merecen sin duda seguir siendo estudiadas y tenidas en consideración; pero en el ámbito de la práctica política se han tornado inservibles. La segunda secuencia ha terminado y carece de todo sentido intentar restaurarla.
Llegados a este punto, durante un intervalo dominado por el enemigo, cuando los nuevos experimentos están rígidamente circunscritos, no es posible decir cuáles serán los rasgos de la tercera secuencia. Pero la dirección general parece discernible: implica una nueva relación entre el movimiento político y el ámbito de lo ideológico, que fue prefigurada por la expresión «revolución cultural» o por la idea de Mayo del 68 de una «revolución mental». Conservaremos, sin embargo, las lecciones teóricas e históricas que emergen de la primera secuencia, así como la centralidad de la victoria que emerge de la segunda. Pero la solución no será el movimiento popular informe o multiforme inspirado por la inteligencia de la multitud –como creen
Negri y los alterglobalistas–, ni el partido comunista de masas renovado y democratizado, tal como esperan los
trotskistas y
maoístas. El movimiento (siglo XIX) y el partido (siglo XX) fueron modos específicos de la hipótesis comunista; ya no es posible volver a ellos. En su lugar, después de las experiencias negativas de los Estados «socialistas» y las lecciones ambiguas de la Revolución cultural y del Mayo de 68, nuestra tarea consiste en alumbrar de otro modo la hipótesis comunista, para contribuir a que surja dentro de nuevas formas de experiencia política. Por eso nuestro trabajo es tan complejo, tan experimental. Debemos centrarnos en sus condiciones de existencia, en vez de limitarnos a improvisar sus métodos. Necesitamos reinstalar la hipótesis comunista –la proposición que dice que la subordinación del trabajo a la clase dominante no es inevitable– dentro de la esfera ideológica.
¿Qué consecuencias podrían desprenderse de ello? Desde el punto de vista experimental, podríamos concebir el descubrimiento de un punto que estaría fuera de la temporalidad del orden dominante, de lo que Lacan denominó en cierta ocasión el «servicio de la riqueza». Cualquier punto, siempre que esté en oposición formal a ese servicio, y ofrezca la disciplina de una verdad universal. Uno de esos puntos podría ser la declaración: «No hay más que un mundo». ¿Cuáles serían las consecuencias de la misma? El capitalismo contemporáneo se vanagloria, por supuesto, de que ha creado un orden global; sus adversarios hablan también de «alterglobalización». En líneas esenciales, proponen una definición de la política como un medio práctico de trasladarse desde el mundo tal como es al mundo tal como desearíamos que fuera. ¿Pero existe un único mundo de sujetos humanos? El «un mundo» de la globalización es únicamente un mundo de cosas –de objetos en venta– y de signos monetarios: el mercado mundial tal como fue previsto por
Marx. La aplastante mayoría de la población tiene en el mejor de los casos un acceso restringido a ese mundo. Están expulsados del mismo, a menudo literalmente.
Se dijo que la caída del Muro de Berlín señalaba la llegada del mundo único de la libertad y la democracia. Veinte años después, está claro que el muro del mundo se ha limitado a desplazarse: en vez de separar a Oriente y Occidente, divide ahora al Norte rico capitalista del Sur pobre y devastado. Se están construyendo nuevos muros en todo el mundo: entre los palestinos y los israelíes, entre México y Estados Unidos, entre África y los enclaves españoles, entre los placeres de la riqueza y los deseos de los pobres, tanto si son campesinos que viven en aldeas como habitantes de la ciudad que viven en
favelas,
banlieues, urbanizaciones, hostales, casas ocupadas y asentamientos chabolistas. El precio del mundo supuestamente unificado del capital es la división brutal de la existencia humana en regiones separadas por perros de policía, controles burocráticos, patrullas navales, alambradas de espino y expulsiones. El «problema de la inmigración» es, en realidad, el hecho de que las condiciones a las que se enfrentan los trabajadores de otros países proporcionan la prueba viviente de que –desde el punto de vista humano– el «mundo unificado» de la globalización es un engaño.
Una unidad performativaAsí pues, es preciso dar la vuelta al problema político. No podemos partir de un acuerdo analítico sobre la existencia del mundo y emprender una acción normativa en lo que respecta a sus características. El desacuerdo no atañe a sus cualidades, sino a su existencia. Enfrentándonos a la división artificial y asesina del mundo en dos –una disyunción que está inscrita en el nombre mismo de «Occidente»– debemos afirmar la existencia del mundo único desde el principio, como axioma y principio. La mera frase, «no hay más que un mundo», no es una conclusión objetiva. Es performativa: decidimos que así es para nosotros. Fieles a este punto, se trata de aclarar las consecuencias que se desprenden de esa sencilla declaración.
Una primera consecuencia es el reconocimiento de que todos pertenecemos al mismo mundo al que yo pertenezco: el obrero africano al que veo en la cocina del restaurante, el marroquí al que veo cavando una zanja, la mujer con velo que cuida de unos niños en el parque. Con ello invertimos la idea dominante del mundo unido por objetos y signos, para hacer una unidad de seres vivos, activos, aquí y ahora. Estas personas, diferentes de mí por lenguaje, vestimenta, religión, alimentación y educación existen exactamente igual que yo; puesto que existen como yo, puedo discutir con ellos y, como con cualquier persona, podemos estar de acuerdo y en desacuerdo acerca de las cosas. Pero sobre el presupuesto de que ellos y yo existimos en el mismo mundo.
Llegados a este punto, nos será planteada la objeción relativa a la diferencia cultural: «nuestro» mundo está formado por aquellos que aceptan «nuestros» valores: democracia, respeto hacia las mujeres, derechos humanos. Aquellos cuya cultura es contraria a los mismos no forman parte en realidad del mismo mundo; si quieren ingresar en él tienen que compartir nuestros valores, «integrarse». En palabras de Sarkozy: «Si los extranjeros quieren permanecer en Francia, tienen que amar a Francia; de lo contrario, tendrán que marcharse». Pero cuando se ponen condiciones se abandona el principio: «Hay sólo un mundo de hombres y mujeres vivos». Podría decirse que tenemos que tener en cuenta las leyes de cada país. En efecto, pero una ley no establece una condición previa para la pertenencia al mundo. No es más que una regla provisional que existe en una región particular del mundo único. Y a nadie se le pide que ame una ley, sino sencillamente que la obedezca. El mundo único de mujeres y hombres vivos puede perfectamente tener leyes; lo que no puede tener son condiciones previas subjetivas o «culturales» para la existencia en su seno: la exigencia de que uno debe ser como todos los demás. El mundo único es precisamente el lugar en el que existen un conjunto ilimitado de diferencias. Desde el punto de vista filosófico, lejos de arrojar duda alguna sobre la unidad del mundo, estas diferencias son su principio de existencia.
Se plantea entonces la cuestión de si hay algo que gobierne estas diferencias ilimitadas. Bien es posible que sólo haya un mundo, ¿pero significa eso que ser francés, o un marroquí que vive en Francia, o un musulmán en un país de tradiciones cristianas, no significa nada? ¿O bien deberíamos ver la persistencia de tales identidades como un obstáculo? La definición más sencilla de «identidad» es la serie de características y propiedades por las cuales un individuo o un grupo se reconoce como «él mismo». Ahora bien, ¿qué es ese «mismo»? Es aquello que, a través de todas las propiedades características de la identidad, permanece más o menos invariante. Cabe decir, pues, que una identidad es el conjunto de propiedades que mantienen una invariante. Por ejemplo, la identidad de un o una artista es aquella gracias a la cual puede ser reconocida la invariancia de su estilo; la identidad homosexual consiste en todo aquello que está vinculado a la invariancia del posible objeto de deseo; la identidad de una comunidad extranjera en un país es aquella por la cual puede ser reconocida la pertenencia a dicha comunidad: lenguaje, gestos, vestimenta, hábitos alimentarios, etc.
Así definida, mediante invariantes, la identidad está doblemente relacionada con la diferencia: por una parte, la identidad es lo que es diferente del resto; por otra parte, es lo que no se vuelve diferente, lo que es invariante. La afirmación de la identidad tiene otros dos aspectos adicionales. La primera forma es negativa. Consiste en sostener desesperadamente que yo no soy el otro. A menudo esto resulta indispensable, frente a las demandas autoritarias de integración. El obrero marroquí afirmará forzosamente que sus tradiciones y costumbres no son las del europeo pequeño burgués; llegará incluso a reforzar las características de su identidad religiosa o consuetudinaria. La segunda acarrea el desarrollo inmanente de la identidad dentro de una nueva situación: más bien como en la famosa máxima de
Nietzsche, «deviene lo que eres». El obrero marroquí no abandona aquello que constituye su identidad individual, social o familiarmente; pero adaptará progresivamente todo ello, de manera creativa, al lugar en el que se encuentra. De tal suerte que inventará lo que es –un obrero marroquí en París– no teniendo que pasar por una ruptura interna, sino mediante una expansión de su identidad.
Las consecuencias políticas del axioma «no hay más que un mundo» trabajarán para consolidar lo que es universal en las identidades. Un ejemplo –un experimento local– sería un encuentro celebrado recientemente en París, en el que obreros sin papeles y ciudadanos franceses se reunieron para exigir la abolición de las leyes de persecución, las redadas policiales y las expulsiones; para exigir que los obreros extranjeros sean reconocidos sencillamente por su presencia: que ninguna persona es ilegal; se trata en todo caso de exigencias que resultan normales para las personas que básicamente están en la misma situación existencial –personas del mismo mundo.
Tiempo y valentía«Ante tanta desgracia, ¿qué te queda?», pregunta su confidente a la Medea de
Corneille. «¡Yo misma! ¡yo misma!, digo, y con ello me basta», es su respuesta. Lo que Medea conserva es la valentía para decidir su propio destino; y la valentía, me atrevería a decir, es la principal virtud frente a la desorientación de nuestra época.
Lacan plantea también la cuestión cuando discute la cura analítica de la debilidad depresiva: ¿no debería terminar ésta con grandes discusiones dialécticas acerca del valor y de la justicia, conforme al modelo de los diálogos de Platón? En el famoso «Diálogo sobre el valor», el general
Laques, interrogado por
Sócrates, replica: «La valentía es cuando veo al enemigo y me abalanzo sobre él para entablar batalla». Sócrates, por supuesto, no queda muy satisfecho con la respuesta, y le reprende amablemente: «Es un buen ejemplo de valentía, pero un ejemplo no es una definición». Corriendo los mismos riesgos que el general Laques, daré mi definición.
En primer lugar, conservaré el estatuto de la valentía como una virtud, esto es, no como una disposición inicial, sino como algo que se construye, y que uno construye en la práctica. Así, pues, la valentía es la virtud que se manifiesta mediante la resistencia en lo imposible. No se trata únicamente de un encuentro momentáneo con lo imposible: eso sería heroísmo, no valentía. Siempre se ha representado el heroísmo no como una virtud, sino como una postura: como el momento en el que uno se vuelve para enfrentarse a lo imposible cara a cara. La virtud de la valentía se construye mediante la resistencia dentro de lo imposible; el tiempo es su materia prima. Lo que exige valentía es operar con arreglo a una duración diferente de la que viene impuesta por la ley del mundo. El punto que buscamos debe ser tal que pueda conectar con otro orden del tiempo. Aquellos que están presos en la temporalidad que nos es asignada por el orden dominante siempre estarán inclinados a exclamar, como han hecho muchos secuaces del Partido Socialista, «doce años de Chirac, y ahora tenemos que esperar otra ronda electoral. Diecisiete años; tal vez veintidós; ¡es toda una vida!». En el mejor de los casos, quedan deprimidos y desorientados; en el peor, se convierten en ratas.
En muchos aspectos hoy estamos más cerca de las cuestiones del siglo XIX que de la historia revolucionaria del XX. Una amplia variedad de fenómenos del siglo XIX está volviendo a aparecer: vastas zonas de pobreza, desigualdades crecientes, una política disuelta en el «servicio de la riqueza», el nihilismo de partes considerables de la juventud, el servilismo de buena parte de la
intelligentsia; el experimentalismo, asediado y circunscrito, de unos cuantos grupos que tratan de expresar la hipótesis comunista... Por tales motivos no cabe duda de que, como en el siglo XIX, lo que hoy está en juego no es la victoria de la hipótesis, sino las condiciones de su existencia. Esa es nuestra tarea durante el interludio reaccionario que hoy impera: la renovación, mediante la combinación entre procesos de pensamiento –siempre de carácter global o universal– y experiencia política, siempre local y singular, pero transmisible, de la existencia de la hipótesis comunista, en nuestra conciencia y sobre el terreno.
Notas a pie de página1 El presente texto es un extracto modificado de De quoi Sarkozy est-il le nom?, Circonstances 4, París, Nouvelles Éditions Lignes, 2007, de próxima publicación en 2008 en lengua inglesa por la editorial Verso con el título de What Do We Mean When We Say ‘Sarkozy’?
2 Véase mi Logiques des mondes, París, Seuil, 2006, para un pleno desarrollo del concepto de «transcendentales» y de su función, que consiste en gobernar el orden de aparición de las multiplicidades dentro de un mundo.