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MUMFORD, Lewis (1895-1990)

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MUMFORD, Lewis (1895-1990)

Nota Sab May 15, 2021 11:50 am
Lewis Mumford

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

En wikipedia se escribió:Lewis Mumford (Flushing, Queens, ciudad de Nueva York, 19 de octubre de 1895 - 26 de enero de 1990, Amenia, estado de Nueva York). Sociólogo, historiador, filósofo de la tecnociencia, filólogo y urbanista estadounidense. Se ocupó sobre todo, con una visión histórica y regionalista, de la técnica, la ciudad y el territorio. [...] Aunque destaque sus análisis sobre la utopía y la ciudad jardín, sus obras más resonantes, sin embargo, pertenecen a un género interdisciplinar y erudito realmente único en el siglo XX, dónde se dan cita ciencia, tecnología, religión, psicología (psicoanálisis en particular), arte, antropología, estética o biología entre otras. Esto es especialmente evidente en su gran obra final, El mito de la máquina, quizás la última gran obra humanista y totalista de su centuria.

[...] Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías "democráticas", que son aquellas que están acorde con la naturaleza humana, y tecnologías "autoritarias", las que son tecnologías en pugna, a veces violenta, contra los valores humanos. Por lo que sostiene la búsqueda de una tecnología elaborada sobre los patrones de la vida humana y una economía biotécnica.

Su punto de vista está muy relacionado con la forma de concebir las relaciones humanas y urbanas planteada por los anarquistas clásicos (Kropotkin, desde el pensamiento social o Howard, desde el urbanístico, con su idea de "ciudad jardín" por ejemplo), pero también de los urbanistas canónicos más importantes y clásicos del siglo XX, como Le Corbusier.

Mumford también colaboró en la reforma de las new towns inglesas, afrontando la función simbólica y la expresión artística en la vida del hombre. Se le ha relacionado culturalmente con autores como: Patrick Geddes, Ebenezer Howard, Henry Wright, Raymond Unwyn, Barry Parker, Patrick Abercrombie, Matthew Nowicki.

En Txalaparta se escribió:Su obra escrita abarca más de seis décadas, ha hecho contribuciones muy importantes a la literatura del saber histórico, filosófico y artístico, así como a la crítica de la arquitectura. Pero como quizá sea más conocido este humanista estadounidense es por sus trabajos sobre urbanismo y por su evaluación de la tecnología.





Bibliografía compilada (fuente)





Ensayo





Artículos





Sobre L. Mumford (ensayos)



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Rubén Lardín, en "Lewis Mumford, el último humanista", en El Diario.es, el 25 de enero de 2015, escribió:Murió durmiendo a los 94 años de edad, hace hoy un cuarto de siglo. El lapso de vida que le correspondió lo había dedicado a la sociología, a la historiografía cultural, la crítica literaria y los estudios filológicos. Entre sus principales ámbitos de interés estuvieron la arquitectura y la biotecnología, se asomó a la filosofía, mostró una sensibilidad especial para apreciar reflexiones en los parajes más inesperados de nuestra realidad y de nuestro universo simbólico y dejó escritas miles de páginas con las que pretendió ordenar y analizar todos los registros humanos sin descuidar en sus abordajes científicos los elementos subjetivos de la conciencia.

Las principales teorías de Lewis Mumford apuntaban que el hombre se había entregado a un estallido tecnológico cada vez más alejado de su centro humano. Advirtió que este tinglado iba perdiendo cualquier propósito racional y desde ese convencimiento desarrolló una obra donde abogaría por reintegrar ciencia y humanidades. Su propósito fue reformular esta existencia desnortada, donde la pobreza y la decadencia de nuestra vida interior corría pareja a una experiencia exterior desquiciada y cada vez más vacía en materia de satisfacciones objetivas. Una situación muy ajena a la efusión creativa y feliz con la que en un principio muy, muy lejano, tal vez habríamos deseado.


El imperio del hombre

Lewis Mumford (1895-1990) vivió siempre preocupado por la deriva común, promulgó el desarrollo de la personalidad para enderezar el rumbo y clamó por la reorientación de una existencia, la nuestra, que daba la espalda a la religión, la filosofía y el arte para encomendarse al desarrollo científico y mecánico, fuerzas que ya en los años 50 éramos incapaces de controlar porque estábamos deslumbrados ante la fascinación que despertaban estos nuevos dioses que, por ensalmo, parecíamos haber entendido como el único camino de desarrollo, mejora y alivio posible a la condición humana.

Mumford había emprendido su carrera como crítico cultural durante los años veinte. En 1931 estrenaba su columna "Sky Line" en las páginas del New Yorker, tribuna que mantuvo durante más de treinta años con la arquitectura, el urbanismo y la ordenación del territorio como materias primas, un temario que en sus libros y conferencias desarrollaría en profundidad. Uno de sus trabajos más fascinantes sería La ciudad en la historia, donde desde un punto de vista de planificación orgánica y bajo la primacía de los valores morales, estudia los orígenes y las dinámicas de las comunidades urbanas y las acepciones axiales, orbitales, laterales y etcétera del contexto físico que habitamos.

En 1922 escribe Historia de las utopías, donde indaga en ellas con el propósito de dilucidar qué queda de aprovechable y qué les ha faltado siempre. Parte del supuesto que la vida en toda su potencialidad es mejor que cualquier utopía y determina que nuestra circunstancia no puede ser resuelta de ningún modo por una sola generación, mucho menos por una que en su candidez no admita como fundamentales conceptos como el mal, la corrupción o el desafío inherentes a nuestro mantenimiento.

Pese a que siempre consideró mucho más cuerdos y próximos a la realidad del ser humano a aquellos que sobrevaloran el ideal que a los supuestos “realistas” científicos y militares entregados a la compulsión de un progreso impulsado por la propia idea de sí, Mumford sostuvo que pretender reinventar el sistema a partir de las parcelaciones rutinarias que suponen las instituciones de la economía, la educación, la guerra, la política y la religión, condena cualquier movimiento creativo para la mejora a ser un mero subordinado de esas categorías.


Abocados a la catástrofe

La obra maestra de Mumford la constituyen los volúmenes El mito de la máquina y El pentágono del poder, un clásico del pensamiento crítico donde, a lo largo de más de mil trescientas páginas, el autor forja la figura de un mastodonte de muy difícil doma al que llamará “megamáquina”, una entidad que se conforma de materia humana y que en esencia no es otra cosa que el propio Estado de Occidente arrasándose a sí mismo en beneficio exclusivo de las nuevas mitologías de poder.

Con intención de dar las medidas monstruosas de la aberración, recorre la metáfora tan poco abstracta de la megamáquina en toda su extensión temporal, desde la Prehistoria hasta la Era Atómica y la Espacial, el punto de fisión desde el que escribe, a finales de los años 60, cuando el dominio de las fuerzas naturales ha vuelto completamente chiflado al hombre y ha neutralizado a las presuntas células disidentes, que en sus intentos marginales de destruir el desastroso sistema reinante se habrán ido probando como mero síntoma, inocuo, del propio sistema.

De la megamáquina no es que seamos cómplices, es que somos ella. La original, que se localiza en la Era de las Pirámides y las primeras organizaciones de esclavitud, habría sido relevada por la megamáquina contemporánea, definida en los sistemas de vigilancia informatizada, en el armamento nuclear y en el control burocrático. Su alzamiento victorioso residiría no tanto en su realidad, comprobable día a día, como en el “mito” que la sostiene: el automatismo tecnológico y su inercia vertiginosa hacia el “punto omega”, el fin de toda posibilidad para la evolución y la mejora humana.


La vida en el epílogo

“Estamos tan dispuestos a aceptar las aplicaciones inventivas de la ciencia que casi hemos perdido la prevención del sentido común o el mecanismo de freno que supone la burla frente a esas chaladuras que se alejan de las necesidades humanas pero que por su mera dificultad ejercen un atractivo tecnológico”.

Ajeno a los simplismos de fanáticos o primitivistas, Mumford reconoce que no hay integridad personal posible si se niega que el intelecto racional se desarrolló de manera asombrosa gracias a la evolución misma de la máquina, aunque anota que por importantes que sean para su supervivencia los logros técnicos del hombre, no hay que pasar por alto que casi siempre se obtuvieron mediante el doloroso sacrificio de sus funciones restantes.

Mumford, a mediados del siglo pasado, se refería al hombre de “hoy” como un ser humano tan “libre” que carece de toda autonomía, externalizado y desconectado de sus valores y de sus objetivos históricos. Un tropel de individuos que ha entregado su integridad a cambio de un orden limitado del que se han ido desubicando las emociones, los sentimientos, la creatividad y el acervo espiritual, lo que ha dado como resultado un mundo neurótico en el que, para salir victorioso de su utilización de las máquinas, el hombre ha tenido que convertirse él mismo en una máquina subsidiaria. Un lugar despistado de las letras y el arte, devaluados en publicidad, y tristemente poblado por “emprendedores”.

Una de las reflexiones más lúgubres de entre las que Mumford vierte en su obra se refiere a la solución al problema de la mecanización rampante, que, como en todo problema, radicaría en la comprensión de su naturaleza. La misión es imposible para el hombre moderno, ya un siervo fanático adiestrado desde su nacimiento, cegado ante sus propios logros y sometido a una idea abstracta de avance y progreso que le impide imaginar siquiera las múltiples alternativas posibles de que en algún momento previo al extravío pudo disponer. El problema, por tanto, es que no podemos recordar el problema.


Retroceder nunca, rendirse jamás

La obra completa de Mumford, que Pepitas de Calabaza está editando con excelencia en nuestro país a razón de un título por año (hasta el momento van cinco: El mito de la máquina, El pentágono del poder, Historia de las utopías, Arte y técnica y La ciudad en la historia), se vertebra en una idea fundamental: no perder nunca de vista el paraíso. Seguir vislumbrándolo, al menos, ya que verlo, si somos honestos, nunca lo hemos visto.

Contra lo que pudiera indicar nuestro entusiasmo lector, y pese a sus cualidades angélicas, la literatura de Mumford no es iluminadora ni extática y en cambio opera como exploración viva del corazón y la mente colectivos. Rastrea nuevos ideales, identifica males latentes y patentes, localiza las cepas y propone, ya que no soluciones plausibles que ignorarían irresponsablemente los “vestigios” y las “persistencias”, sí al menos algunas contramedidas para frenar la “automatización de la automatización”. Otro tema sería si todavía estamos a tiempo.

Lejos de visionarios o predicadores, Lewis Mumford, que en su día recibió la Medalla Nacional de las Artes, la Medalla Presidencia de la Libertad y otros reconocimientos que nos importan tres pepinos, fue un hombre culto, erudito, templado y capaz de una escritura tónica en su sensatez, de andamiaje más que robusto, abundante en páginas para enmarcar que prueban que la intuición más precisa del porvenir se encuentra en el acervo y en la escucha del pasado. Una mirada en cierto modo romántica, defensora de un animoso sentido trágico de la vida como antídoto al optimismo superficial de la cultura liberal norteamericana.

De prosa diáfana y discurrir torrencial, claro y copioso en ideas, hábil para eludir la murga académica, fiel al posibilismo como hoy pocos y adictivo como el más diestro de los novelistas, Mumford fue un sabio benefactor y un actante de ayuda, un hombre al que nos urge volver en estos tiempos en que la guerra perpetua en que vivimos debería suscitarnos, como lo hizo siempre, el sentido de la vida. Un pensador al que arrimarnos y con el que disentir cuando sea conveniente, con la pasión que sólo los mejores amigos son capaces de procurarnos.

José Ardillo, en "Mumford contra el apogeo de la máquina", en Diagonal, el 21 de julio de 2011, escribió:Una nueva edición de El mito de la máquina devuelve a las estanterías la obra de Lewis Mumford, quien detectó los peligros del progreso.

En un esfuerzo digno de encomio, la editorial Pepitas de Calabaza ha editado el conjunto de dos partes que solemos nombrar como El mito de la máquina, y que agrupa dos volúmenes, El mito de la máquina (Técnica y evolución humana) y El Pentágono del Poder, de Lewis Mumford. Muchos lectores nos preguntarán: ¿quién es este Lewis Mumford? Lo cierto es que presentar a un autor como él no es tarea sencilla. La vida de Mumford (1895-1990) cubre el siglo XX, y sus libros nos iluminan acerca de las transformaciones acaecidas en dicho siglo, aún el nuestro en tantos aspectos.

Si sus obras desaparecieran súbitamente de nuestras bibliotecas se nos privaría de utensilios muy valiosos para poder comprender las verdaderas causas del desastre que hoy amenaza a Occidente y, en general, al planeta. Pero lo curioso es que en países como España, las obras de Mumford, por una injustificable pero a la vez comprensible desidia de las grandes casas editoras, apenas habían llegado a aparecer en nuestras bibliotecas. Nos apañábamos con viejas ediciones originales, traducciones inencontrables hechas en Argentina, fotocopias, etc. ¿Cómo era posible que, sin ir más lejos, la obra que aquí nos ocupa y que es, sin duda, el testamento intelectual de Mumford, El mito de la máquina, no estuviera presente en algún catálogo en castellano? Es verdad que contábamos con Técnica y Civilización (1934), obra esencial, pero que sólo representa una parte de la contribución de Mumford.

En fin, y como sugeríamos antes, no podía sorprendernos tanto que las editoriales comerciales e incluso universitarias se desentendieran de Mumford. Él fue uno de los pocos autores visionarios que no se arrodillaron delante de las divinidades del Progreso, a las que el siglo XX rindió culto. Y esto nunca se lo perdonaron del todo. Aunque en su país natal, EE UU, fue un autor que alcanzó prestigio y reconocimiento, podemos afirmar que las principales obras de Mumford fueron arrastradas por el vendaval del olvido que siguió al trágico final de la contracultura, los años de la Guerra Fría, la carrera nuclear y el bluff espacial, el fin de la pesadilla de Vietnam, etc. No es casual que los dos volúmenes de El mito de la máquina aparecieran entre los años 1966 y 1970, unos años plagados de acontecimientos y de convulsiones, quedando como una de las pocas obras que, leídas en la distancia y en el tiempo, destacan lúcidamente entre tanta confusión y algarabía.

Hay que señalar que, a partir de aquella época, los primeros ’70, se dejaron de traducir y editar los libros de Mumford en castellano ¿acaso se sobreentendía que en un país como España, tan lanzado a la carrera desbocada de la modernización postfranquista, la obra de Mumford no sería más que la manifestación extemporánea de un espíritu sombrío? Pero tal vez exageramos y haya que pensar más bien que el desinterés por sus libros se debía al renuevo constante de las modas, más dañino aún que cualquier estrategia cultural planificada.

Y, sin embargo, la obra de Mumford, aunque de lectura exigente y pausada, no deja de ser un arsenal de sugerencias y pistas para todos los que hoy quieran orientarse críticamente. Ahora bien, los que vayan con prisas, los que busquen atajos y recetas fáciles, los que piensen que el análisis de la historia y la realidad no merecen más que quince minutos de lectura rápida mientras se espera el autobús o el metro, no encontrarán gusto en la lectura de El mito de la máquina. Estamos ante obras que exigen del lector paciencia y atención. En ese sentido son subversivos, porque oponen al fast food intelectual de la época una demanda de seriedad, rigor y gusto por la reflexión y el conocimiento. Algo realmente inadmisible en la época de twitter y del tren de alta velocidad. En esta sociedad que supuestamente nos hace ganar tiempo por todas partes, con sus increíbles tecnologías de la información y sus transportes cada vez más rápidos, Mumford nos recuerda que todos los avances técnicos tienen un precio y que la sustancia humana, al adaptarse a transformaciones vertiginosas que se le imponen, se disgrega en el aniquilamiento. Esta es la primera lección de una ecología humana para principiantes.

Sin declararlo explícitamente, los primeros escritos de Mumford apuntaban ya a una crítica consecuente del Estado, de la megalópolis, de la división del trabajo, de la tecnología invasora, de la tiranía de las élites y de la banalidad de los entretenimientos de masas. ¿Sería exagerado decir que sin pasar por estas consideraciones, tan presentes en toda la obra de Mumford, no tiene sentido alguno hablar de «democracia real»?

A lo largo de su vida, Mumford trató de muchas cuestiones (literatura, urbanismo, arte, antropología, historia) pero siempre con una perspectiva crítica y original. No es la obra de un erudito sedentario, sino de una mente inquieta que acierta a señalar las cuestiones realmente importantes. Y la enseñanza fundamental de Mumford es que a pesar del diagnóstico terrible que ofrece la sociedad capitalista industrial, nunca hay que dejarse arrastrar por un fatalismo estéril.

Uno de los versos de Tennyson que siempre le gustaba citar: «Vamos amigos míos / Nunca es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo» podría servir de lema para los revolucionarios de todas las épocas, a condición de que partan de realidades y no de ilusiones ideológicas. De hecho, El mito de la máquina resume y agrupa el trabajo intelectual de toda su vida. Contiene, en primer lugar, una antropología que celebra los orígenes simbólicos, rituales, festivos de la humanidad y, en segundo lugar, una filosofía que analiza los caminos erróneos que nos han conducido al enclaustramiento técnico, al holocausto del poder y la megamáquina colectiva. Para Mumford no se trataría de regresar a unos improbables orígenes, pero sí de volver a partir de lo más genuino y fecundo que anida en nuestra historia y nuestra prehistoria para reconstruir un mundo más equilibrado, más igualitario, en armonía con la naturaleza, un mundo que rechace el legado paranoico de los poderosos y que abrace la vida en su sentido trágico y esplendoroso.


Lewis Mumford y el movimiento 15M

Una prueba de que la obra de Mumford es de plena actualidad la tenemos en los límites del movimiento de protesta que ha recorrido el país recientemente. La obra sociológica e histórica de Mumford nos enseña que el espacio urbano es sobre todo una creación del poder y que la desmesura y la brutalidad de nuestras ciudades modernas impiden hoy la participación mínima de sus habitantes en el control de sus destinos. Algo que Mumford ya había advertido desde hacía un siglo, cuando volviendo la mirada a la historia de su país observó que las comunidades dotadas aún de una cierta autonomía pertenecían al pasado, a la América preindustrial, donde la escala de las relaciones tenía aún una dimensión humana.

José Manuel Pérez Rivera, en "Los Apuntes de comunismo básico" de Lewis Mumford", en A las Barricadas, el 24 de julio de 2012, escribió:Hubo tiempo en el que en los EE.UU alguien podía hablar abiertamente del comunismo sin que el FBI o la CIA apuntaran su nombre en el listado de las personas más peligrosas del planeta. Por aquel entonces, un joven Lewis Mumford incluyó en su libro Técnica y civilización (1932) un subcapítulo titulado “comunismo básico”. Finalizada la II Guerra Mundial, y ante la creciente tensión en el bloque soviético y el norteamericano, cambió prudentemente de denominación para hablar a partir de este momento ya no de comunismo básico, sino de estándar vital, pero manteniendo la esencia del concepto. No obstante, hay que aclarar, como el mismo Mumford hizo en una nota incluida en el referido libro, que cuando hablaba de comunismo lo hacía atendiendo a su acepción clásica, es decir, como el sistema universal de distribución de los medios esenciales de la vida, según descrito por Platón y Tomás Moro.

Marcaba así una abierta distancia con el marxismo y con “las tácticas estrechamente militantes a los que generalmente se aferran los partidos comunistas oficiales, ni tampoco implica una servil imitación de los métodos políticos y las instituciones sociales de la Rusia soviética”.

Lewis Mumford coincidía con Marx en la crítica del capitalismo productivista según el cual “la participación del obrero en la producción constituye la única base para lograr su medio de vida”. Hacerlo así, en opinión de Mumford, era “quitarle el terreno bajo sus pies, es decir, anular las bases de sus peticiones”. Por tanto, y como alternativa al productivismo, “la exigencia de un medio de vida reside en el hecho que, como el niño en una familia, uno es miembro de una comunidad: la energía, el conocimiento técnico, la herencia social de una comunidad pertenecen igualmente a cada miembro de ésta, ya que en general las contribuciones y las diferencias son completamente insignificantes”.

El planteamiento mumfordiano no excluye “la diferenciación, la preferencia y el incentivo especial en la producción y en el consumo”, pero estos sólo pueden venir después “de que estén aseguradas la seguridad y la continuidad de la vida misma”. Para hacer posible la continuidad de la vida, y dado su amplio conocimiento de la evolución de la técnica y de la explotación de los recursos naturales, plantea una cuestión ausente de manera explicita en el discurso de Marx. Propuso, nada menos, que la necesidad de realizar un monopolio socializado de todas las materias primas y recursos relacionados con la energía. Desde su punto de vista, “el monopolio privado de los yacimientos de carbón y de los pozos de petróleo constituye un anacronismo intolerable (¡y esto lo decía Mumford en 1932!), tan intolerable como podría serlo el del sol, el aire o el agua corriente. En este caso los objetivos de una economía de precios y de una economía social no pueden ser reconciliados, y la propiedad común de los medios de conversión de la energía, desde las regiones montañosas cubiertas de bosques en donde tienen sus fuentes los ríos, hasta los más lejanos pozos de petróleo, constituye la única salvaguardia para su uso y su conservación efectivos. Sólo incrementando la cantidad disponible de energía, o cuando la cantidad sea restringida, economizándola con una aplicación ingeniosa, estaremos en situación de eliminar libremente las formas más bajas del trabajo penoso”. Este mismo planteamiento lo extendió a la producción de alimentos y la extracción de materias primas del suelo.

Veinticuatro cuatro años después de escribir Técnica y civilización, Mumford vuelca todas las ideas que flotaban en su subconsciente en un libro realmente genial, al que nos hemos referido en anteriores ocasiones: Las transformaciones del hombre (1956). En esta obra retoma la idea del comunismo básico, aunque ya no utilice este término. Su discurso se enriquece con la introducción de la perspectiva universalista, por lo que ahora habla de una economía del Mundo Único. Por primera vez, antes de que se hiciera famosa la frase de “pensar globalmente, actuar localmente”, -pronunciada por el científico René Jules Dubos en 1978-, Mumford comentaba que en el Mundo Único que el imagina “habrá una relación polar entre lo universal y lo regional: lo uno no existirá gracias al descuido y el sacrificio de lo otro”. Dicho esto pasa a comentar que “hay que reconocer que la naturaleza ha distribuido irregularmente las ventajas del suelo, el clima, las riquezas naturales, y que el desigual desarrollo histórico de las comunidades muchas veces ha acentuado esa irregularidad”. Para ello propone como objetivo fundamental la nivelación de estas desigualdades mediante “un impuesto a los réditos gradual y universal, pagadero por cada estado, para rectificar el favoritismo ciego de la naturaleza y suministrar un mínimo básico de artículos de primera necesidad a todos los pueblos”.

En este mismo libro vuelve a insistir en la necesidad de socializar las materiales primas, la producción de alimentos y las fuentes de energía. Así urge a “considerar los dones de la naturaleza, desde los yacimientos de uranio y de petróleo hasta los productos sobrantes de granja y de fábrica, como bienes comunes para ser distribuidos de acuerdo a las necesidades humanas, y no como beneficios o ganancias distribuidos entre una minoría privilegiada de acuerdo a la leyes de la propiedad”. A este respecto, Mumford ya decía en Técnica y civilización que “la sociedad capitalista ha confundido la propiedad con la seguridad en la tenencia y la continuidad del esfuerzo, y en el intento mismo de favorecer la propiedad manteniendo a la par el mercado especulativo ha destruido la seguridad en la tenencia”.

Han pasado medio siglo desde que Lewis Mumford propusiera el reparto equitativo, equilibrado y compartido de los recursos planetarios, -sobre todo de los energéticos-, entre todas las naciones y habitantes de la tierra. Un objetivo que debería ser prioritario para la ONU y otros organismos internacionales. Pero nada hemos avanzado en la consecución de esta idea. Ni siquiera es un asunto de debate y discusión en las reuniones de la Asamblea General de la ONU o en las periódicas reuniones de los miembros del G-7 o G-20. La política mundial navega a través de otros derroteros, impulsada por el egoísmo y la violencia. De este modo, las grandes corporaciones internacionales, en especial las del sector energético, siguen monopolizando de manera privada los recursos naturales básicos para el mantenimiento de la vida, esquilmándolos y contaminando el planeta. Sirva como ejemplo lo sucedido en las costas de EE.UU con la plataforma petrolífera de la BP.

En el plano de la política internacional asistimos a una clara estrategia de los países más poderosos para acaparar las menguantes reservas de petróleo mundial. El ejemplo más claro es el de EE.UU que ha emprendido conflictos militares en el Oriente Próximo para hacerse con la riqueza petrolífera de esta región. Pero no han sido los únicos. Algunos países europeos como Francia han capitaneado el derrocamiento del régimen de Libia con el único fin de controlar sus pozos de petróleo. Con la excusa de salvar a la población de sus tíranos se hacen con unos recursos que en justicia pertenecen al conjunto de los habitantes de la tierra, al mismo tiempo que permiten la represión de la población civil por regimenes autoritarios, caso de Siria, o teocráticos fascistas como el de Arabia Saudí, a los que le ha tocado en suerte controlar la principal bolsa de petróleo del mundo.

Algunos países como Venezuela, Bolivia o Argentina han emprendido el camino de nacionalizar las empresas que explotaban los recursos naturales ubicados en su territorio. Nosotros pensamos que es un primer paso, pero no es el más importante y fundamental para asegurar la supervivencia de la humanidad y de la propia tierra. Una vez superada esta primera etapa, aún incipiente, se debe proceder, tal y como proponía Mumford, a la mundialización de la propiedad de los recursos energéticos, alimentarios y mineros, entre otros. Somos conscientes de la dificultad de obtener éxito en este reto de compartir las riquezas de la tierra y puede que sólo lo consigamos si emprendemos un camino paralelo tendente al establecimiento de un gobierno mundial. Un gobierno que acabe con el egoísmo reinante entre las naciones del planeta e instaure una economía vital que garantice las necesidades básicas de los seres humanos y sus necesidades superiores de asimilación racional y utilización creadora de los bienes intangibles y materiales del mundo.

Mailer Mattié, en "Lewis Mumford: El Estado como objeto de deseo", en CEPRID, el 4 de noviembre de 2018, escribió:
    «[El aislamiento humano] hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las demás personalidades, a gozar individualmente de la plenitud de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los seres humanos caen en la soledad más completa. En nuestro siglo,todos los hombres se han fraccionado en unidades. Cada cual se aísla en su agujero, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuanta más riqueza reúne, más se hunde en una impotencia fatal. Porque se ha habituado a contar solo consigo mismo y se ha desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y tiembla ante la sola ideade perder su fortuna y los derechos que ésta le otorga. Hoy este espíritu humano empieza a perder de vista, cosa ridícula, que la verdadera garantía del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento terminará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán que su separación es contraria a todas las leyes de la naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto tiempo en las tinieblas, sin ver la luz».

    - Fiódor Dostoievski. Los hermanos Karamazov, 1880.

Nada puede tener como destino lo que no tiene como origen, advirtió Simone Weil el siglo pasado. Resulta comprensible, entonces, que no parezca razonableesperar de la civilización contemporánea -y sus múltiples formas de usar la fuerza y la violencia-, algo más que la degradación de la vida mediante el menosprecio de la personalidad humana y la destrucción de la naturaleza.

Por tanto, es una necesidad cada vez más apremiante, no solo desacreditar todo el mal inherente al mundo moderno; también, decidir los pasos iniciales para emprender un giro radical desde el pensamiento y la acción.

Este es, a mi modo de ver, el espíritu del legado de Lewis Mumford, imprescindible fuente de inspiración para idear nuevas utopías arraigadas en la vida real -a semejanza de El orden económico natural de Silvio Gesell, Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma de Weil o La sociedad desescolarizada de Iván Illich-, que permitan reconducir hacia el bien el incierto destino que aguarda a la humanidad, si continúa encadenada a motivaciones erróneas e intereses suicidas y disparatados.

La inspiración es también una de las necesidades del alma. Desde el siglo XV hasta el siglo XVIII emergió en Europa un nuevo marco cultural y se produjo una transformación de las formas de vida social, cuya influencia se extendió progresivamente a casi todas las regiones del planeta.

Un proceso vinculado, por una parte, al desarrollo del capitalismo mercantilista y a la consolidación del Estado nacional -incipiente desde el siglo XIV-; y, por otra, al dominio de la Física mecanicista en la interpretación de la realidad.

Es decir -tal como precisó Mumford- (3), aparecieron simultáneamente en el escenario social el amor abstracto por el dinero y el poder, junto a una novedosa concepción del espacio -reducido a orden y medida- y del tiempo -lineal, contrarioal movimiento cíclicode la naturaleza-.

La ciudad, a su vez, se transformó en un medio para consolidar el poder político y la era de las “ciudades libres” (4), con sus modos de vida relativamente democráticos durantela Edad Media en muchos lugares, cedió el paso a la época de las “ciudades absolutas”: asentamientos del despotismo centralista, la burocracia estatal y los ejércitos, donde, además,perdieron su lugar los vínculos comunitarios, la vecindad y el afecto, sustituidos ahora por todo aquello que separa radicalmente a las personas: la avaricia, el orgullo y el anhelo de prestigio, riqueza y poder.

En relación con los seres humanos, por tanto, las nuevas referencias culturales tuvieron consecuencias determinantes, entre las cuales figura la pérdida de la noción de límite que fomentó el desarrollo de las principales supersticiones del mundo moderno: la supuesta naturaleza infinita del crecimiento de la economía -de la producción y del consumo-, del lucro, del poder político y de la expansión urbana.

Fantasías, ciertamente, avaladas por el pensamiento académico y la ciencia; útiles, sobre todo, para ocultar las verdaderas causas de los desequilibrios sociales que afectan hoy sin misericordia a la especie humana.

Mumford recurrió en su libro Historia de las utopías a la metáfora de la Casa Solariega para ilustrar los principios, motivaciones, aspiraciones y efectos sobre las personas de este nuevo modo de vida social. Un modelo poderoso -expresó- que impuso con éxito sus parámetros, influyendo en todos los estratos de la sociedad, a cuyo irracional nivel de consumo -particularmente entre la aristocracia y la naciente burguesía- atribuyó la responsabilidad de la orientación que siguió la Revolución Industrial a partir del siglo XIX, así como el fundamento de la codicia en el mundo actual.

Una forma de vida, ciertamente, sin relación alguna con el júbilo y la felicidad de una colectividad, dado que sus principios básicos eran, de un lado, la propiedad basada en el privilegio -principalmente la propiedad de la tierra-, obtenida en gran parte mediante el fraude y el abuso de la fuerza; y, de otro, el disfrute pasivo, pues la cultura dejó de ser entendida como participación directa en las actividades creativas comunitarias, para identificarse completamente con la adquisición individual de bienes -espirituales o materiales- producidos en otros lugares.

El ideal de la existencia en esta Casa Solariega, por tanto, implicaba, sobre todo, que hombres y mujeres abandonaran la práctica de sus tradicionales funciones en la comunidad; es decir, un mundo donde todas esas actividades humanas dependían ahora de funcionarios del Estado, en reemplazo, por ejemplo, de las relaciones de reciprocidad, ayuda mutua, protección y seguridad, gestión de recursos comunes, crianza y educación de los niños, cuidado de personas mayores y enfermos, gobierno local, etcétera.

Un entorno social, en realidad, integrado por una multitud anárquica de individuos aislados; incompatible -subrayó Mumford- con la herencia biológica de la especie, suscitando en cada uno, por ende, la exigencia de compensar las hondas carencias de una vida divorciada de la colectividad, vacía de humanidad, persiguiendo, obsesivamente, el objetivo de crear una “casa solariega” particular donde reinara la diversión pasiva, el ocio mercantilizado, el tedio y la inactividad.

No se trataba, pues, de construir un ideal para enaltecer lo humano; en su origen, la Casa Solariega fue solo el patrón que permitió transformar el orden medieval, permanentemente estigmatizado desde el siglo XVIII, en el orden característico de la modernidad.

A raíz de la desenfrenada demanda de bienes y servicios de la Casa Solariega, durante el siglo XIX la industrialización se convirtió, en efecto, en la principal fuerza impulsora de la vida social.

A tal punto, como señaló Mumford, que la economía, el poder, la velocidad, la cantidad y la novedad se convirtieron a partir de entonces de medios en fines; es decir, se diferenciaron de la satisfacción de las necesidades humanas para fomentar los intereses específicos de la expansión de la producción y del lucro.

Otro de sus resultados inmediatos más importantes fue también el desplazamiento global de población que se produjo, por lo cual el proceso de urbanización aumentó casi en proporción directa al crecimiento industrial.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, de hecho, el 13 por ciento de la población mundial vivía en ciudades de más de 100 mil habitantes, en comparación con el 1.7 por ciento a comienzos del siglo XIX.

Una tendencia civilizatoria imparable; en la actualidad, efectivamente, según cifras de 2017 el 54.5 por ciento de la población del planeta vive en ciudades de más de 300 mil habitantes: el 75 por ciento de la población europea y el 82 por ciento de los habitantes de los Estados Unidos; se prevé, además, que en 2050 la cifra alcance el 70 por ciento de la población mundial.

Mumford denominó Coketown el modo de vida social de la era industrial. Un modelo -afirmó- sin equivalencia en ninguna otra civilización; por tanto, es legítimo suponer que sus efectos sobre los seres humanos resulten de igual forma inéditos.

Un mundo donde la existencia de la mayoría de las personas transcurre en la fábrica; es decir, en el nuevo núcleo de la actividad social donde el individuo es esencialmente un trabajador asalariado: una parte más del engranaje cuyo fin es aumentar constantemente la producción (5), en medio de la degradación sin precedentes del trabajo y de las aspiraciones humanas.

La creatividad activa del trabajo manual fue, de hecho, completamente sustituida por la creatividad pasiva de las actividades industriales,donde unos dirigen y la mayoría obedece.

La furia productiva de Coketown, pues, solo es comparable al frenesí consumista que genera -observó Mumford-: condición indispensable para que el mecanismo de la civilización continuara funcionando.

La Casa Solariega y Coketown, representan, en síntesis, dos momentos de la civilización conectados entre sí. Para que tal nexo fuera posible, no obstante -precisó Mumford-, era necesario que existiera una estructura, un puente de unión: vale decir, la utopía colectiva del Estado nacional.

El paso fundamental, sin embargo, fue conseguir que dicha estructura -inseparable de la violencia, la destrucción y la guerra- se consolidara, a la vez, como una institución deseada con vehemencia por la población; es decir, el afianzamiento de un mito social que proporcionara identidad y cohesión a las personas y condicionara su comportamiento social; un mito, de hecho, proyectado con tenazinsistencia durante los últimos cuatrocientos años.

Una aspiración negativa, sin duda, manifiesta incluso en los proyectos aparentemente más radicales de justicia y transformación socialen la historia contemporánea, como la lucha de las colonias por la independencia, la dictadura del proletariado o el socialismo del siglo XXI y demás revoluciones y utopías desarraigadas de la vida real y de lo humano.

La existencia del Estado, por ende -a juicio de Mumford-, se sitúa clara y definitivamente en un plano distinto al que puede definir un territorio, una frontera, un edificio o una ciudad: estáenraizada en la mente misma de las personas,como un objeto de deseo, de culto, de reverencia e idolatría.

Un ideal, en fin -concluyó-, demasiado estrecho para el espíritu humano, porque separa la cultura en segmentos -literatura nacional, arte nacional, arquitectura nacional, etcétera- y demasiado grande, al mismo tiempo, porque aísla a las personas unas de otras y sustituye los vínculos comunitarios por simples nexos establecidos en papel.

De este modo,el nacionalismo constituye, desde luego, una de las manifestaciones más intensas del deseo por el Estado en la época actual. Tiene, además, el diabólico efecto de crear la ilusión entre los trabajadores de Coketown de que tienen más objetivos en común con sus propios opresores,herederos de la Casa Solariega, que con los demás asalariados de la nación que adversan.

Esta reconciliación ideal entre los opresores y los oprimidos tiene algo de religioso, decía Mumford. No obstante, ilustra muy bien la función del Estado como puente entre la Casa Solariega y Coketown, en su objetivo de contribuir a la permanencia de los principios y fundamentos de la civilización. Es más, el deseo por el Estado traza con frecuencia también un puente entre las ideologías, mostrando la vulnerabilidad de las aparentemente sólidas y radicales diferencias entre los postulados políticos de derecha y de izquierda.

En la civilización contemporánea, en fin, aunque tecnológicamente es más avanzada que cualquier otra forma de vida social anterior, la evolución que sigue el desarrollo de la personalidad humana y las relaciones entre los individuos, hace de ella un mundo socialmente muy atrasado, donde la auténtica democracia es una utopía inalcanzable.





Notas al pie de página

    (1) Lewis Mumford nació en Nueva York el 15 de octubre de 1895. Fue historiador, crítico cultural, filósofo, urbanista y profesor. Sus primeros ensayos hacían referencia a la destrucción ecológica durante la conquista del territorio de los Estados Unidos; desde 1931 escribió, asimismo, sobre arquitectura y urbanismo en The New Yorker. Murió a los 95 años, también en Nueva York, el 26 de enero de 1990. Entre sus publicaciones: The Story of Utopias (1922); Sticks and Stones (1924); The Golden Day (1926); Herman Melville: A Study of the Arts in America (1931); Technics and Civilization (1934); The Culture of Cities (1938); The Condition of Man (1944); Values for Survival (1946); The Conduct of Life (1951); Art and Technics (1952); The City in History (1961); The Highwayand the City (1963); The Mith of the Machine: Technics and Human Development (1967); The Urban Perspect (1968); The Pentagon of Power (1970); My Work and Days: A Personal Chronicle (1979); Sketches from Life: The Autobiography of Lewis Mamford (1982).

    (2) Véase: Mattié, Mailer. "La bondad del dinero: el tránsito hacia nuevas formas de convivencia social", en: https://institutosimoneweilediciones.wo ... 7/19/108/; Mattié, Mailer y Sylvia María Valls. "Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social", en: https://institutosimoneweilediciones.wo ... 7/20/132/; Mattié y Valls. "Iván Illich (1926-2002). XV aniversario de su muerte", en: https://institutosimoneweilediciones.wo ... su-muerte/

    (3) Mumford, Lewis. Historia de las utopías. Pepitas de calabaza. Logroño, 2013; en: https://es.scribd.com/document/35713586 ... topias-pdf

    (4) Mumford, Lewis. La ciudad en la historia. Pepitas de calabaza. Logroño, 2014; en: https://istoriamundial.files.wordpress. ... lewis-.pdf

    (5) Véase: Weil, Simone. La condición obrera. Trotta. Madrid, 2014. Las reflexiones a partir de su propia experiencia como asalariada en fábricas de París en 1935.

José Manuel Pérez Rivera, en "El regionalismo y la política en la visión de Lewis Mumford", en Rebelión, el 24 de septiembre de 2012, escribió:En su obra La cultura de las ciudades (1938), Lewis Mumford dedicó una especial atención a explicar su apuesta por el regionalismo como alternativa a la civilización metropolitana, cuyo rápido desarrollo a partir de la revolución industrial había demostrado su incapacidad para alcanzar la equidad social y una relación simbiótica y no parasitaria con la naturaleza. En su extensa exposición sobre las distintas vertientes sobre la región, ya sea considerada como unidad geográfica, como hecho geográfico o como escenario económico, introdujo un apartado en el que analizó la dimensión política del regionalismo. Visto de este prisma, el proceso de unificación política, en opinión de Mumford, «se ha llevado a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales».

Mumford se mostró especialmente crítico con el concepto, tan en boga en la actualidad, de «unidad nacional». Un término, el de nación, «tan vago y contradictorio, que siempre debe tomarse en un sentido místico, como significando lo que las clases gobernantes quieren que signifique en determinado momento». Desde un punto realista, las naciones, no son otra cosa que «una tentativa para hacer que las leyes, las costumbres y creencias de una sola región o ciudad sirvan de modelo de muchas otras regiones». En el caso de España resulta evidente, tal y como señaló Ortega y Gasset en La España invertebrada, que «España es un cosa hecha por Castilla», a su imagen y semejanza, añadimos nosotros. Como acertadamente expuso Mumford, una unidad nacional, como la pretendida en España, «no se forma como consecuencia de movimientos de opinión espontáneos y afiliaciones naturales, debe ser constantemente estimulada por el esfuerzo deliberado: la doctrina en las escuelas, la propaganda en la prensa, las leyes respectivas, la extirpación de dialectos y lenguajes rivales, ya sea mediante una orden o la burla, o por la supresión de las costumbres y privilegios de las minorías». Esta estrategia fue desplegada por el franquismo durante cuarenta años en un doble sentido: en la construcción del nacionalismo español y en la aniquilación del sentimiento nacionalista en determinadas regiones de España, principalmente en Cataluña y en el País Vasco. Todo con el único objetivo de crear UNA España, grande y libre, por la gracia de Dios.

En España la represión de los nacionalismos se inició mucho tiempo antes del franquismo. Ya en tiempos de los Reyes Católicos, tal y como cuenta Félix Rodrigo Mora en El giro estatolátrico, se despojó a la corona de Aragón de sus instituciones, al igual que sucedió en Galicia. Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando se produce el asalto definitivo contra las instituciones, las costumbres, las leyes y la lengua de los Países Catalanes, sobre todo después del apoyo que este territorio otorgó al Archiduque Carlos, en contra de las aspiraciones borbónicas para hacerse con el control del reino de España. La venganza de los vencedores contra los catalanes se plasmó en el Decreto de Nueva Planta (1716) que abolía las cortes catalanas e impuso al castellano como el idioma oficial de la administración, además de hacerlo obligatorio en las escuelas y juzgados.

No obstante, y a pesar de las fuerzas represivas contra los nacionalismos que desplegaron las monarquías absolutas en buena parte de Europa, no pudieron impedir un resurgimiento de los sentimientos regionalistas que emergieron a mediados del siglo XIX. Lewis Mumford data el comienzo de la revitalización del movimiento regionalista en 1854, cuando los felibres se reunieron por primera vez a fin de restaurar el lenguaje y la vida cultural autónoma de Provenza. Dentro de este proceso Mumford cita de manera expresa a los vascos y catalanes, además de a los bretones, provenzales, eslovacos, irlandeses, escoceses, galeses, flamencos y valones, etc.. Toda una serie de regiones que vienen luchando desde entonces por hacer valer sus derechos para obtener la autonomía regional.

La reacción de los estados ante la reaparición de estos grupos nacionales no ha variado mucho en todos estos años. Según comenta Mumford, la estrategia ha consistido en transmitir la idea, a través de los medios de comunicación, de que «todo movimiento tendente a la autonomía regional, si en realidad no es un movimiento traidor, es cuando menos un movimiento ridículo». Esta reticencia de los gobiernos centrales a reconocer e integrar a los grupos regionales son responsables, según el criterio de Mumford, «de que el movimiento pro autonomía asuma una actitud recalcitrante y atrasada». La falta de entendimiento ha conducido, como bien sabemos en España, a la radicalización de las posturas en ambos extremos. Si bien Mumford dirige sus críticas más ácidas contra el centralismo de los estados, no deja de afear la actitud de los regionalistas «que han hecho resaltar excesivamente la formación de los estados soberanos fraccionarios, como si los males ocasionados por la centralización exagerada y las supersticiones de la soberanía austiniana fueran a desaparecer por el hecho de brindar oportunidades a muchos pequeños déspotas».

Tomando como punto de partida las entidades regionales existentes en Europa, que Auguste Comte contabilizó en unas ciento sesenta, Mumford propone la puesta en marcha de «un sistema federal de gobierno que se base en la integración progresiva de una región con otra, de una provincia con otra y de un continente con otro; cada una de esas partes deberá ser lo suficientemente flexible para ajustarse a la continuidad del cambio en la vida local y transregional. Una vez que se haya esbozado esa estructura, ello dará oportunidad para que se materialice la reagrupación concéntrica de las funciones políticas, económicas y culturales, cuya ausencia hoy día constituye un gran obstáculo para realizar el esfuerzo cooperativo». Queda claro que Mumford antepone el reconocimiento a las realidades regionales existentes en el mundo como paso previo a cualquier tipo unificación política o económica, como por ejemplo constituye el proyecto de la Unión Europea. Debemos pues, según Mumford, «substituir la falsa estabilidad del estado nacional, producto de la tiranía y totalmente ignorante de las características locales, por la estabilidad dinámica de un cuerpo político activo y dispuesto a hacer los reajustes necesarios para impedir toda manifestación de violencia o de mala voluntad».

Un principio complementario a los expuestos con anterioridad, tiene mucho que ver mucho con la idea defendida por algunos miembros de la progresía española sobre la necesidad de que este modelo federal de organización estatal tenga un carácter asimétrico, capaz de reconocer el distinto peso de las nacionalidades históricas que se dan en España. Para ilustrar esta idea Mumford hecha mano de un aforismo de su admirado William Blake: «una sola ley para el león y el toro significa la opresión». En España no se ha respetado este principio fundamental para la articulación de una organización política de base regional y así, tal y como acertadamente comenta Vicenç Navarro en uno de sus últimos artículos («¿Qué ocurre en Catalunya, y en España?»), el estado de las autonomías (con el «café para todos») fue una clara maniobra argüida por los redactores de la Constitución España para negar el carácter plurinacional de nuestro país. Al equipar a Cataluña, el País Vasco o Galicia con el resto de las comunidades autónomas se ha pretendido arrinconar a los «leones» en los extremos de la piel de «toro» que es España. Una piel que de tanto tensarla está a punto de romperse.


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