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SOMBART, Werner (1863-1941)

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Werner Sombart

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(wikipedia | dialnet)


Introducción

En Wikipedia se escribió:Werner Sombart (Ermsleben, Alemania, 19 de enero de 1863-Berlín, Alemania, 18 de mayo de 1941) fue un economista y sociólogo alemán, considerado el líder de la "joven escuela histórica" y es uno de los investigadores y pensadores de ciencias sociales más connotados del primer cuarto del siglo XX europeo.


Inicios de su carrera

Nació en Ermsleben, en Harz, Alemania, fue hijo de un hombre rico, político y liberal, industrial y propietario de bienes inmuebles, Anton Ludwig Sombart. Estudió en las universidades de Pisa, Berlín y Roma, a la vez derecho y economía. En 1888, se doctoró por la Universidad de Berlín bajo la dirección de Gustav von Schmoller, el economista alemán más eminente de la época.

Como economista y más todavía como militante "social", Sombart era considerado como de extrema izquierda, y por este hecho le fue ofrecido -después de trabajos prácticos como director jurídico de la cámara de comercio de Bremen- solamente un puesto de profesor asistente en la Universidad de Breslau. Aunque las facultades de universidades prestigiosas tales como Heidelberg y Friburgo lo solicitaron, los gobiernos respectivos se opusieron a ello. Sombart, en este tiempo allí, fue considerado como un destacado marxista, al punto que Friedrich Engels decretó que era el único profesor alemán que comprendía El Capital.

En 1902, su obra cumbre, El capitalismo moderno (Der modern Kapitalismus), apareció en seis volúmenes. Con esta obra se popularizó el uso de la palabra "capitalismo", que aparentemente fue creada por Marx y mayormente divulgada por Engels. El libro es una historia sistemática de la economía y del desarrollo económico a través de los tiempos y un verdadero trabajo de la escuela historicista alemana de economía. Aunque posteriormente devaluado por los economistas neoclásicos, y muy criticado sobre puntos particulares, se trata todavía hoy de un clásico con ramificaciones por ejemplo en la escuela de los Annales (Fernand Braudel). El libro ha sido traducido en numerosas lenguas, pero no en inglés, porque la Universidad de Princeton, que detenta los derechos, no lo publicó.

En 1906, Sombart aceptó un puesto de profesor en la escuela de comercio de Berlín, una institución menos prestigiosa que Breslau pero más próxima de la acción política. En este marco, elaboró sus trabajos, en la estela de su El capitalismo moderno, a propósito del lujo, de la moda y de la guerra como paradigmas económicos. En 1906 apareció su ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?, que, aunque naturalmente controvertido desde entonces, persiste como un trabajo clásico sobre el excepcionalismo estadounidense al respecto.


Su carrera de sociólogo

Finalmente, en 1917, Sombart se convirtió en profesor en la Universidad de Berlín, que era entonces la Universidad más prestigiosa en Europa, si no del mundo. Conservó su púlpito hasta 1931, pero continuó enseñando hasta 1940. Durante este período, fue uno de los sociólogos más influyentes, mucho más prestigioso que su amigo Max Weber, quien más tarde lo eclipsaría a tal punto que hoy Sombart es virtualmente olvidado en este ámbito.

La insistencia de Sombart de colocar la sociología como parte intrínseca de las humanidades (Geisteswissenschaften), como una necesidad que "juega" con los hombres y requiere pues de una comprensión (Verstehen) empática interna, en lugar de una comprensión (Begreifen) externa, objetiva (nótese que estas dos palabras alemanas se traducen por una única palabra en inglés understanding o en francés compréhension), se volvió muy impopular durante la vida de Sombart. Esta reacción provenía de la contradicción de esta teoría con la "cientifización" de las ciencias sociales (familiarmente citada como los "celos de la física"), en la tradición de Auguste Comte, Émile Durkheim y Max Weber (aunque esto sea una mala interpretación; Weber compartía ampliamente la visión de Sombart en este tema), y que se volvió dominante durante aquellos años.

Sin embargo, debido al número de elementos en común entre las aproximaciones de Sombart y la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, que también es una aproximación de la comprensión del mundo fundada sobre el Verstehen que regresa a ciertos círculos sociológicos -o hasta filosóficos- que están de acuerdo con esta visión del mundo y critica la aproximación "científica". Los principales ensayos sociológicos de Sombart están reunidos en su colección póstuma de 1956 Noo-Soziologie.


El fin de su carrera

Durante la República de Weimar, Sombart se orientó políticamente cada vez más a la derecha (Movimiento Revolucionario Conservador); sus relaciones con los nazis son todavía debatidas en la actualidad. Su libro de antropología de 1938, Vom Menschen, claramente es antinazi, y los nazis impidieron su publicación y distribución. Su obra precedente, Die Juden und das Wirtschaftsleben (1911), está relacionada con el estudio de Max Weber sobre las relaciones entre el protestantismo (y particularmente el calvinismo) y el capitalismo, excepto que Sombart colocaba a los judíos en el corazón de su desarrollo. Este libro fue calificado como filosemita cuando fue publicado, pero varios investigadores judíos contemporáneos lo describen como antisemita, por lo menos por sus consecuencias. En su actitud hacia los nazis, es a menudo comparado a Martin Heidegger y a su amigo y colega Carl Schmitt, pero parece que mientras que éstos últimos fueron unos pensadores próximos de la ideología del Tercer Reich, Sombart fue siempre ambivalente. [...]





Bibliografía compilada (fuente)





Ensayo



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Salvador López Arnal, en "La metodología de Marx y de la escuela histórica (II). La segunda arista de la concepción marxista del mundo (decimonovena aproximación)", en Rebelión, el 9 de julio de 2010, escribió:Los historiadores anteriormente citados -Savigny, Von Haller, Carlyle-, recordaba Sacristán [1], habían sido importantes en el suministro de puntos de vista críticos sobre la entonces naciente sociedad industrial. Carlyle, un conservador de extrema derecha, había influido en J. Stuart Mill, un liberal radical, y también en Marx. Este sólo detalle permitía dar cuenta de la complejidad de motivaciones ideológicas y críticas en la tensa relación entre Ilustración y romanticismo en la primera mitad del XIX. Por una parte, comentaba Sacristán, “el optimismo, el progresismo, la confianza en la mejora de las condiciones de vida de la sociedad están del lado ilustrado, sin ninguna duda, y el pesimismo y la renuncia a mejorar y el deseo más bien de volver a la situación social prerrevolucionaria está, sin duda, del lado de la escuela histórica del derecho”. Sin embargo, los campos se cruzaban con facilidad: el optimismo progresista ilustrado había dado pie, en muchos casos, a la aceptación aproblemática y confiada del nuevo orden industrial, social, que entonces estaba naciendo, mientras que, por el contrario, en aparente paradoja, el pesimismo reaccionario de tradicionalistas e historicistas había redundado muchas veces en una crítica de esa misma sociedad industrial, de sus aristas menos sociales y humanistas.

La perspectiva historicista entre los historiadores había sido fundamentalmente una reacción contra la construcción optimista de la filosofía de la Historia hegeliana e ilustrada. En frase de Ranke, de lo que se trataba era de que la Historia fuera historia y no filosofía, no perspectiva, no interpretación de esa Historia. Era un llamamiento positivista [2], una llamada a la búsqueda del dato y su observación, mezclado en ocasiones “con una discreta crítica moral de la filosofía de la historia hegeliana y progresista ilustrada como cuando también Ranke describe la tarea del historiador como “contar lo que de verdad fue”. Ranke estaba sugiriendo implícitamente que ni los ilustrados, en su proyección progresista, ni los hegelianos, en su construcción especulativa de la historia, explicaban lo que de verdad había sucedido. ¿Y qué era la “verdad de lo que había ocurrido”? La simple “presentación de los hechos, tal cual”. Este ingenuo credo neopositivista había tenido sin embargo, matizaba Sacristán, un resultado muy fecundo que no había que olvidar: inventarse la Historia antes del sentido moderno de la palabra.

No se trataba sólo de una escuela prusiana con Ranke como principal personaje. El fenómeno tuvo también una gran importancia en Francia. Hippolyte Taine, Adolphe Thiers… fueron escritores sumamente conservadores, al igual que los anteriores, pero de los que, desde Saint-Simon hasta Marx, de todos ellos, autores socialistas habían sido atentos lectores y habían “aprendido en esa literatura sumamente reaccionaria en lo político”. Thiers, por poner un ejemplo destacado, había sido uno de los gobernantes responsables del fusilamiento de los comuneros. Pues bien, insistía el profesor de metodología de las ciencias sociales de Económicas, de estos autores sumamente reaccionarios había aprendido en sus comienzos la crítica socialista del capitalismo.

El libro principal de Taine, escrito entre 1877 y 1894, se titulaba Los orígenes de la Francia Moderna. En el caso de Ranke lo principal había sido su revista histórico-política publicada en Berlín desde 1825, muy influyente en toda Europa. Sacristán insistía en el hecho de que era una literatura “muy buena de leer, muy instructiva y de mucho disfrute porque son libros espléndidos”. Aunque un poco más tardío, estaba dentro de esta tradición los ensayos de Burckhardt [3] La cultura del Renacimiento en Italia o Historia de la cultura griega, “libros que son de lectura muy hermosa, muy satisfactoria”.

Sacristán dedicaba a continuación unos minutos a los sociólogos, quienes también habían intervenido muy tempranamente en la larga disputa del método acerca de la fundamentación de la ciencia en el XIX. De hecho, había sido la sociología, la ciencia, el estudio, la investigación social, lo que había suscitado la temática de la fundamentación. El Curso de filosofía positiva de August Comte, seis volúmenes publicados entre 1830 y 1842, era precisamente, desde el punto de vista de la preocupación ochocentista por la fundamentación de la ciencia, el mayor monumento, “el monumento más excelso”. No había que olvidar, proseguía Sacristán, que “esa disciplina, que es la primera que ha planteado el problema de la fundamentación, desgraciadamente” seguía sin resolverlo. Era probablemente la ciencia social en la que la discusión de fundamentos era más constante. “La disputa del método en las ciencias sociales se puede decir ha empezado con el Curso de Comte y, desde entonces, no ha acabado nunca” particularmente en Sociología, resumía Sacristán.

A continuación, exponía Sacristán la disputa del método en economía. Para la primera escuela histórica, años cuarenta del siglo XIX, los economistas clásicos, Smith, Ricardo y su ambiente, eran criticables por ser excesivamente deductivos y próximos a la ciencia de la naturaleza. Smith era para ellos un prototipo de artificialidad científico-natural fisicalista y deductivista. ¿De dónde la posición de la escuela histórica? ¿Qué razones motivaban su oposición al deductivismo de la economía clásica? Su razón más básica, nuclear: los miembros de la escuela histórica creían que el hecho económico no era un hecho aislado, “no es explicable económicamente, que no existe ningún hecho económico puro”. El tratamiento verdaderamente comprensivo del hecho económico tenía que ser ampliamente social y, fundamentalmente, histórico para poder comprender en verdad “el hecho económico”. Las reflexiones metódicas de Marx planean sobre esta consideración central de la escuela.

Schumpeter, en la Historia del análisis económico [4], había hecho una caracterización de la escuela histórica -que a Sacristán, traductor del ensayo, le parecía excelente- en la que señalaba que la verdadera motivación de la escuela no era tanto “el hacer historia, que no se trata tanto de eso, aunque hayan hecho mucha […], pero, dice Schumpeter con razón, metodológicamente de lo que se trata para la escuela histórica-económica no es tanto reducir la economía a historia económica, como de conseguir cuadros globales de la realidad social en los cuales lo económico en sentido estricto, en sentido puro, no es más que un elemento”. De esta aspiración de totalidad, la misma ambición que en aquel momento tenían otros contemporáneos –“Comte, por ejemplo, con su idea de sociología aspira a lo mismo, y Marx también”-, de ese ideal de totalización, la escuela histórica había acentuado “no aspectos de totalización lógico-sistémica como Marx ni aspectos de totalización cultural como Comte y el positivismo sociológico” sino, esencialmente, el hilo histórico, la noción básica, la consideración central de que aquello que totaliza era la historia.

Tampoco esta perspectiva de análisis y comprensión era exclusiva de estos autores. Estaba en la mente de la época que el único conocimiento que de verdad era concluyente, después del cual no había ningún otro, era el histórico. Era una noción de época, que Sacristán consideraba “extremadamente razonable”, que estaba presente en todo el resto de escuelas y tendencias. No era de ningún miembro de la escuela histórica sino del propio Karl Marx la afirmación “de que la única ciencia es la Historia, en el sentido de que es la única posibilidad de conocimiento integrativo, producir ciencia en el sentido de totalización, de completitud, de que uno sólo está a gusto cuando le han contado la historia del asunto hasta ahora”. Si sólo se contaba la estructura formal o ciertas cadenas causales de un determinado acontecimiento, se podía estar satisfecho para ciertos fines particulares pero no se tenía, en cambio, “la satisfacción de la conciencia de conocimiento no superado.”

Así, pues, la idea de totalización, la idea de que la historia es totalizadora, estaría presente pocos años después en Marx. Lo que sí era característico de la escuela era la adopción de los instrumentos profesionales del historiador para resolver la tarea del teórico de la economía. El principal miembro de lo que se llamaba la escuela histórica antigua había sido Roscher. Su texto principal fue Apuntes para un curso sobre la economía del estado según el método histórico, de 1843, que podía considerarse el primer gran texto de la escuela histórica. En 1853, diez años después, Karl Gustav Adolf Knies publicaba La economía política desde el punto de vista del método histórico. La escuela empezaba, Roscher y Knies estaban entre sus primeros miembros, con mucha autoconsciencia metodológica, señalaba Sacristán, como una escuela metodológica más que como una escuela propiamente sustantiva, con aportaciones de estudios e informaciones propios. Sin embargo, muy pronto su producción empezó a acumular monografías de tipo histórico. “Voy a dar algunos ejemplos sin ninguna pretensión. No hace falta apuntarlos, al que le interese le paso una fotocopia de mis fichas. Por ejemplo, [Georg] Hanssen, un miembro que no vale la pena que recordéis, publica entre 1880 y 1884 unos Tratados de historia agrícola. [August] Meitzen, es muy característico, un estudio Acerca de los modos de habitación y la organización agrícola de los germanos occidentales, los germanos orientales, los celtas, los romanos, los finlandeses y los eslavos”. Era ésta una investigación de 1895. Otro título de la escuela, de 1887, era el estudio de Georg Friedrich Knapp, “que tiene una particularidad, por lo que luego diré”, La liberación de los campesinos y el origen del trabajador rural.

Por esta vía de estudio histórico, la escuela histórica económica alemana fue desembocando poco a poco en lo más moderno de la vida económica y política de la segunda mitad del XIX, en la cuestión social. “Por vía de reconstrucción histórica del pasado, primero remoto, luego menos remoto, luego inmediato”, la escuela acaba convirtiéndose en una escuela muy histórica, muy implicada en la cuestión social centroeuropea del siglo XIX, hasta el punto de llegar a ser el grupo intelectual protagonista de lo que luego se llamó “socialismo de cátedra”. Fueron los inspiradores tanto del ala derecha de la socialdemocracia alemana -“que era tanto como decir entonces la socialdemocracia, porque las demás de Europa eran pequeñísimas y peores”- cuanto, “en superficial paradoja pero muy comprensible”, de la política social de Bismarck.

Precisamente, en una nota de su traducción castellana del libro II de El Capital (OME-42, p. 5, n. 1), Sacristán presentaba el socialismo de cátedra en los términos siguientes:

“Socialismo de cátedra’ o ‘socialismo de estado’ son denominaciones que se aplican a varios intelectuales reformistas alemanes de la segunda mitad del siglo pasado (Lujo Brentano, Gustav Kohn, Adolf Held, Heinrich Kerner, etc) entre los que no faltaron científicos importantes (Adolph Wagner, Gustav Schmoller, Werner Sombart). Algunos de estos autores destacados y un número considerable de seguidores fundaron en 1872 la Asociación de Política Social (Verein für Sozialpolitik). La denominación, en alguna medida irónica, de “socialistas de cátedra” alude a la profesión académica de todos sus miembros influyentes, y también a la distanciación del socialismo obrero militante. El nombre “socialismo de estado” se refiere a la concepción de varios de estos autores según la cual es un fuerte estado tradicional (en el caso alemán, el estado del Kaiser y Bismarck) el que tiene que realizar las estatizaciones que para ellos son sinónimas de socialismo. El reconocimiento del estado tradicional como dirigente de la evolución hacia el socialismo así entendido, por medio de reformas, excluía todo protagonismo de los trabajadores e implicaba el freno a la lucha de clase de éstos”.





Notas al pie de página

    [1] Manuel Sacristán, Sobre dialéctica. Mataró (Barcelona), El Viejo Topo, 2009, pp. 187-205.

    [2] Aclaraba Sacristán: “[…] positivista en el sentido literal de afirmación de la excelencia del dato”.

    [3] Sacristán se refirió a Burckhardt por vez primera, salvo error mío, en su conferencia de 1954 en el Instituto de Cultura Hispánica “Hay una oportunidad para el sentido común”. En Esteban Pinillas de las Heras, En menos de la libertad. Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 261-273

    [4] Con la colaboración técnica de Narcís Serra y José A. García Durán, Sacristán tradujo para Ariel esta obra de Schumpeter en 1971. Más de mil trescientas páginas, 1.377 exactamente, en la edición castellana. Algunos debates sobre a la traducción castellana de algunas categorías económicas de la obra de Schumpeter por parte de Sacristán, merecerían una aproximación detallada. La discusión refleja, una vez más, la rigurosidad de su trabajo y su inmensa capacidad de trabajo en circunstancias personales y políticas nada fáciles ni acomodadas.

Miguel Requena, en "¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?, de Sombart", en Revista de Libros, el 1 de mayo de 2009, escribió:Imagen

En 1906 Werner Sombart publica como libro [1] el ensayo ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos? Para gran sorpresa del lector, la obra termina con una arriesgada acrobacia lógica que conduce a un notorio patinazo: tras dedicar casi doscientas páginas a analizar de forma elegante, penetrante y convincente las causas por las que no existe socialismo en Estados Unidos, Sombart proclama que «según todos los indicios, el socialismo en Estados Unidos va a tener su auge plenamente en la siguiente generación» (p. 194).

¿Por qué sigue siendo interesante leer un libro publicado hace más de cien años que concluye con una predicción tan patentemente errónea? Es claro que la presciencia no se contaba entre las prendas que adornaban a su autor [2], por mucho que algunos comentaristas europeos se empeñen ahora en ver en Barack Obama una suerte de encarnación posmoderna, à la américaine, de la socialdemocracia. Pero el hecho, cierto y terco, es que Estados Unidos ha sido la única sociedad industrial que no ha desarrollado ni un partido socialista poderoso, ni un gran movimiento proletario de masas con conciencia de clase. El matiz socialdemócrata [3] del New Deal de Franklin D. Roosevelt o la llamada Nueva Izquierda de los años sesenta no son sino excepciones, con poca trascendencia política para la formación de un movimiento socialista, a la gran excepción: la obstinada ausencia de socialismo en la sociedad estadounidense.

Hay al menos dos razones que hacen que hoy siga siendo recomendable la lectura del trabajo de Werner Sombart (1863-1941) sobre Estados Unidos. La primera razón es de orden puramente propedéutico: constituye una buena ocasión para acercarse a un autor que, no siendo estrictamente un olvidado entre nosotros, es, sin embargo, poco conocido por estos pagos. Tal vez ello se deba a que no ha sido demasiado traducido al español [4], o a que hoy ocupa sólo una posición marginal en la historia del pensamiento social, o a las oscilaciones e incongruencias teóricas que experimentó a lo largo de su carrera, o simplemente a que resiste mal la comparación con su gran coetáneo y amigo Max Weber. Sea como fuere, Sombart sigue siendo un autor con una obra interesante a sus espaldas que, a caballo entre la economía, la historia y la sociología, merece la pena revisar.

En cuanto a su biografía, baste decir que, tras estudiar derecho y economía en varias universidades de Italia y Alemania, Sombart se convirtió en uno de los representantes de la última generación de la joven escuela histórica alemana, un nicho intelectual muy feraz desde el que abordó la tarea del análisis histórico, combinando con alguna perspicacia la perspectiva económica y sociológica. Coeditó, junto a Max Weber y Edgar Jaffé, el prestigioso Archiv für Sozialwissenchaft und Sozialpolitik, donde aparecieron algunas de las obras más importantes de la sociología alemana de la época. Su carrera universitaria fue un tanto excéntrica; su consolidación académica, tardía [5]. Asentado en la universidad, en los últimos años de su vida derrotó hacia un nacionalismo intemperante.

Sin embargo, la inspiración teórica inicial de Sombart estuvo estrechamente vinculada al marxismo, lo que lo distanció del normativismo idealizante de la generación de sus maestros y, en particular, del grupo de Schmoller. Característicos de esa época primera son los ensayos encomiásticos que dedicó a Engels y Marx, así como un libro, al parecer de mucho éxito en sus días entre el público alemán, sobre el movimiento social del socialismo. A esta primera etapa en la que volcó su atención en el socialismo y el proletariado como clase social corresponde también el texto sobre Estados Unidos que aquí se reseña.

Siguieron a estos primeros trabajos una serie de estudios dedicados a la génesis y el desarrollo histórico del capitalismo que, al tiempo que constituyen lo mejor del legado de Sombart, han demostrado también tener una influencia perdurable. En varios títulos –Los judíos y la vida económica (1911), Lujo y capitalismo (1913), El burgués: contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno (1913), Estudios de historia del desarrollo del moderno capitalismo (1913) y El capitalismo moderno (1916)– insistió en la importancia de los factores espirituales o psíquicos para la vida económica y documentó variadamente los vínculos genéticos que el capitalismo moderno mantenía con el ideal ilustrado del control racional del mundo. Algunas de sus tesis, como la relativa al papel de los judíos en el origen y desarrollo del capitalismo, alcanzaron en su momento una gran popularidad no exenta de polémica. Es notorio que muchos de sus más importantes argumentos los elaboró en esta época de su vida en diálogo y debate con el propio Weber. Y aunque, con el tiempo, los historiadores han puesto en tela de juicio numerosos detalles de sus trabajos, debe reconocerse su influencia en autores como, por ejemplo, Schumpeter o Braudel.

La producción última de Sombart ha gozado de poco reconocimiento, en parte por el giro que fue dando hacia posiciones ideológicas cada vez más nacionalistas bajo la creciente influencia del romanticismo alemán. Ya durante la Primera Guerra Mundial dio muestras de un patriotismo pugnaz con la publicación de Comerciantes y héroes (1915), donde contraponía, con afán denigratorio, el espíritu mercantil, hedonista, práctico y calculador de los ingleses al carácter hazañoso y sacrificado de los teutones: frente al individualismo de los primeros, sus compatriotas se orientaban al bienestar colectivo al llevar a la práctica las virtudes heroicas que habían arraigado en su nación. Su nacionalismo se exacerbó durante la república de Weimar hasta alcanzar su apogeo en la obra El socialismo alemán (1934), cuyo solo título evoca sin ambages la ideología de la dictadura nacionalsocialista. La actitud política de Sombart y sus relaciones con el nacionalsocialismo durante este último período parecen bien documentadas [6], lo que no ha contribuido precisamente a aumentar su atractivo entre las generaciones posteriores.

La segunda de las razones por las que la lectura del libro de Sombart sigue siendo aconsejable es de orden sustantivo y reside en el interés intrínseco del problema que plantea. Desde que Alexis de Tocqueville publicara De la democracia en América en el decenio de 1830 las peculiaridades de la sociedad estadounidense –verbigracia, sus relaciones sociales igualitarias, su incomparable dinamismo religioso, su poderoso entramado de asociaciones voluntarias– no han dejado de atizar la curiosidad de los europeos. Con el transcurso del siglo, y a medida que Estados Unidos iba desarrollándose como una gran potencia industrial, esa curiosidad fue centrándose en las decisivas consecuencias políticas de los progresos del capitalismo estadounidense y, entre ellas, en la inexistencia del radicalismo de clase obrera tan típicamente europeo. En el caso de los socialistas y, en particular, de los marxistas, esa curiosidad estaba teñida de inquietud por razones fáciles de entender. Y no sólo políticas. Pues a los ojos de todo buen marxista que concibiera el socialismo como el desenlace más o menos inevitable del desarrollo capitalista, el hecho de que en Estados Unidos no hubiera aparecido un movimiento socialista de masas digno de tal nombre había de ser teóricamente apremiante. La cuestión no dejó de preocupar a Marx y a Engels, enfrentados a la cruel ironía histórica del subdesarrollo del socialismo allí donde más lejos había llegado el capitalismo. Engels, por ejemplo, subrayó en varias de sus cartas [7] que Estados Unidos era una sociedad puramente burguesa que, no habiendo conocido un pasado feudal, había alimentado entre la clase obrera prejuicios capitalistas que dificultaban el surgimiento del socialismo. El mismo año de 1906 en que apareció el estudio de Sombart sobre Estados Unidos vio también la luz The Future in America: A Search After Realities de Herbert G. Wells. El escritor inglés veía en el espíritu libertario o antiestatal –la auténtica antítesis del socialismo, al decir de Wells– uno de los rasgos más definitorios de la política estadounidense.

Sombart aborda el problema en el punto mismo en que lo dejan Marx y Engels. Siendo Estados Unidos la tierra prometida del capitalismo, el país donde se han satisfecho todas las condiciones para su más pleno florecimiento, ¿cómo es posible que no haya surgido allí un movimiento o un partido socialista poderoso? La monografía comienza con una breve descripción de la economía de Estados Unidos, de su impar poder financiero y su gran concentración del capital, desde la que Sombart se desplaza hacia el rasgo más determinante de su estructura social: todo en la sociedad estadounidense procede del capitalismo y, por ende, no hay en ella reliquias de las viejas clases feudales. No existe allí, a diferencia de lo que sucede en Europa, ni aristocracia hereditaria, ni artesanos feudales, lo que produce una sociedad abierta de gran permeabilidad e impregna la vida en sus diversos ámbitos de un peculiar sabor económico. Por encima de cualquier otra consideración prevalece entre los estadounidenses la valoración pecuniaria de las cosas y las personas, el éxito se identifica con la prosperidad material y la esfera económica se ha convertido en una poderosa fuerza para atraer a los individuos con más capacidad y talento.

A renglón seguido pasa revista Sombart al estado del movimiento socialista en Estados Unidos para documentar con datos estadísticos la escasa inclinación al radicalismo de los trabajadores y la consiguiente irrelevancia electoral de los partidos socialistas. La revisión incluye, asimismo, una caracterización de los sindicatos estadounidenses, que los presenta como organizaciones cerradas sobre sus propios gremios, circunscritas a la mejora de las condiciones económicas de sus afiliados y orientadas al puro negocio en una suerte de colusión monopolista con las respectivas patronales que tiene por objeto la común explotación del público. Este crudo retrato del sindicalismo permite a Sombart hacer una primera incursión en los mecanismos que, a su juicio, explican la ausencia de socialismo en Estados Unidos. Allí los obreros no están en absoluto descontentos con el statu quo y su visión del mundo es marcadamente optimista. Añádanse a ese caldo de cultivo, compuesto de aquiescencia al orden establecido y optimismo ante el futuro, un acendrado patriotismo y una férvida confianza en la misión y la grandeza del país, y se entenderá sin dificultad por qué los gérmenes emocionales de la conciencia de clase –los sentimientos de envidia, amargura y odio hacia quienes más tienen– no han conseguido brotar entre la clase trabajadora estadounidense.

Se encamina entonces Sombart en derechura hacia las raíces de la cuestión que se ha propuesto esclarecer. Para ello comienza por diseccionar la estructura política de Estados Unidos. ¿Qué encuentra en ella? Una maquinaria hiperdemocrática que, plagada de instituciones electivas, fuerza al ciudadano y al trabajador a emitir constantemente el voto; una situación de monopolio de los dos grandes partidos que, en su incesante caza de cargos, se acomodan a las situaciones más variadas a golpe de indefinición ideológica y de mutuo acercamiento; un continuo fracaso de los terceros partidos cuyas oportunidades políticas se han desvanecido una y otra vez en el trágico destino de su inanidad electoral, y un reino de la opinión pública en el que la adoración de las mayorías ocluye las opciones divisivas. Los dos grandes partidos son, en suma, grandes organizaciones de intereses con una capacidad más que sobrada de eludir las posiciones ideológicas fuertes para mejor integrar en su seno toda posible disidencia.

Nótese que hasta ese momento ha desarrollado Sombart su análisis de la inexistencia de socialismo en Estados Unidos moviéndose con no poca agilidad argumental desde la esfera económica y la estructura de clases hasta las representaciones culturales de los trabajadores y las pautas del sistema político. En la segunda y la tercera parte de la monografía corona su ejercicio explicativo con una detallada indagación sobre la situación material y la posición social del trabajador estadounidense. Hace acopio Sombart de una gran cantidad del material empírico disponible en su época para concluir que las rentas salariales de los obreros estadounidenses son mayores que las de los europeos; que las necesidades básicas –vivienda, alimentos y ropa– no son más onerosas, y que el diferencial entre ingresos y gastos lo destinan los primeros al ahorro, a una mejor satisfacción de sus necesidades y a un consumo más generoso de artículos de lujo. En definitiva, el nivel de vida del trabajador estadounidense es muy superior al del europeo y su desahogada situación económica le garantiza unas pautas de consumo que, con criterios europeos, más parecen de clase media que de clase obrera. El dictum de Sombart resulta lapidario a este respecto: en Estados Unidos «el roast beef y la tarta de manzana acabaron con todas las utopías socialistas» (p. 174). Pero no es sólo la situación material acomodada del trabajador la que impide el desarrollo del socialismo. La formidable movilidad social, vertical y horizontal, supone para la clase trabajadora una permanente puerta de «huida hacia la libertad» del cambio de clase social: el tremendo dinamismo económico y la expansión colonial al Oeste se han encargado de hacerla posible.

La explicación que ofrece Sombart de la ausencia de socialismo baraja los ingredientes más importantes de lo que la literatura sociológica ha denominado, en la estela de Tocqueville, el excepcionalismo estadounidense [8]. Se trata de un síndrome sociocultural en el que se incluye una religiosidad desbordante espoleada por la dinámica vertiginosa de las sectas protestantes, unas relaciones sociales igualitarias con un alto grado de movilidad social y unas tasas más que considerables de delincuencia [9]. Todos esos rasgos excepcionales no sólo aparecen vinculados entre sí, sino que concuerdan plenamente con la ideología nacional del país: el llamado credo norteamericano. Dicho credo combina cinco grandes preceptos –libertad, igualitarismo, populismo, individualismo y laissez-faire– y su importancia ha sido trascendental para la identidad colectiva de los estadounidenses, quienes, a falta de una larga historia común más o menos gloriosa, se definen a sí mismos por una ideología o, si se prefiere, por una religión política: el propio americanismo. Dos de los más importantes corolarios del credo son la hostilidad crónica al Estado y la exaltación de la meritocracia. Y toda esa dogmática encierra una promesa de ilimitada promoción social que es también típica de la excepción estadounidense.

En su orientación igualitaria, los estadounidenses creen que la base de la selección social ha de ser la igualdad de oportunidades y que su efecto no puede ser otro que la desigualdad de resultados, y son capaces de convivir, de hecho, con unos niveles de desigualdad de la renta y unas tasas de pobreza que no encuentran parangón en otros países desarrollados [10]. Poco importa a este respecto que su movilidad social no haya sido en realidad mayor que la de otras sociedades avanzadas [11], porque sus ciudadanos siguen creyendo, con la fe del carbonero, que viven en la sociedad más abierta, móvil y fluida del mundo. En su economía política, las consecuencias históricas del excepcionalismo han sido un sistema de bienestar social reducido con pocas prestaciones públicas (por comparación con la Europa continental y nórdica) y un nivel de exacción tributaria más bien exiguo y poco progresivo; pero también –se debe insistir– un singular dinamismo económico durante muchos períodos de su corta historia que ha hecho de Estados Unidos la primera potencia mundial y ha garantizado a sus ciudadanos un nivel de vida medio más alto que en cualquier otra sociedad del mundo desarrollado [12]. Entre sus otros posibles méritos, no es el menor el de haber sobrevivido y contribuido a derrotar al bloque comunista.

Tras el desplome de los regímenes comunistas, durante los pasados años ochenta y noventa pareció que el carácter excepcional de la política estadounidense comenzaba a disolverse de una forma inesperada: eran las democracias occidentales y sus economías las que se estaban americanizando. Sin embargo, la crisis económica vuelve a poner hoy sobre el tapete el ensayo de Sombart cien años después de que fuera escrito. ¿Tiene futuro el socialismo en Estados Unidos ahora que el capitalismo se enfrenta a la peor pesadilla económica desde los años treinta? De momento, la victoria de los demócratas y su respuesta inicial a los desafíos de la recesión parecen reeditar las fórmulas keynesianas y prescribir las recetas del New Deal: mayor intervención estatal en el sector privado, control más estricto de los mercados, programas de gasto público masivo y desarrollo de las instituciones del bienestar. ¿Bastará la reacción al actual ciclo recesivo para que los estadounidenses abjuren de su credo y asienten la socialdemocracia en su país? ¿Se cumplirá al fin, con un siglo de retraso, el vaticinio de Sombart? El futuro no está escrito, pero la experiencia histórica aconseja prudencia. Estados Unidos salió de la Gran Depresión con su sistema de partidos, sus instituciones públicas y sus valores intactos [13], y, por lo visto, muy bien dispuestos a disfrutar con optimismo de la edad dorada del capitalismo occidental y a seguir solazándose con su sueño americano.

En un inteligente ensayo publicado cincuenta años después del libro de Sombart, Ralf Dahrendorf calificó de «disonancia más bien cómica» su desatinado pronóstico sobre Estados Unidos y sugirió que la pregunta pertinente no era ya la que se hizo Sombart, sino esta otra: ¿por qué no ha habido socialismo en el mundo? [14] Desde entonces los sistemas comunistas han caído, recurrido al mercado o entrado en fase terminal. De manera que, si por socialismo se entienden los regímenes socialistas –el llamado socialismo real–, puede matizarse así la pregunta de Dahrendorf: ¿por qué no ha habido socialismo en el mundo, salvo durante períodos relativamente cortos de tiempo en un puñado de sociedades atrasadas? Pero si por socialismo se entiende la socialdemocracia, entonces hay más bien que seguir considerando que los estadounidenses han preferido hasta ahora el riesgo de la desigualdad, con su siempre renovada promesa de prosperidad individual, a la seguridad colectiva que proporciona el Estado.





Notas al pie de página

    1. En realidad, el trabajo había aparecido en 1905 en alemán con el título de «Studien zur Entwicklungsgeschichte des nordamerikanischen Proletariats» en Archiv für Sozialwissenchaft und Sozialpolitik; y en inglés, en una versión abreviada, con el de «Studies of the Historical Development and Evolution of American Proletariat» en International Socialist Review.

    2. La única explicación que a uno se le ocurre de tamaño desacierto predictivo es que Sombart era a la sazón un marxista convencido que no deseaba desviarse de la ortodoxia ideológica. Su pronóstico aparece de manera por completo injustificada en el penúltimo párrafo del libro. En el último (p. 194) añade Sombart: «Para justificar este pronóstico haría falta un análisis exhaustivo de toda la situación del Estado y de la sociedad norteamericana, y muy especialmente de la economía en su conjunto, algo a lo que espero poder entregarme más adelante». Ni que decir tiene que nunca se entregó a esa tarea.

    3. Richard Hofstadter, The Age of Reform: From Bryan to F.D.R., Nueva York, Alfred A. Knopf, 1972, p. 308.

    4. Entre las traducciones al español, pueden citarse, además del libro aquí reseñado, Noosociología, trad. de Jesús Tobío, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962; El burgués: contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, trad. de Pilar Lorenzo, Madrid, Alianza, 1972; Lujo y capitalismo, trad. de Luis Isábal, Madrid, Alianza, 1979; El apogeo del capitalismo, trad. de José Urbano, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1984, y Los judíos y la vida económica, trad. de Margarita Campoy, Madrid, Universidad Complutense, 2008.

    5. Pasó gran parte de su vida tratando de conseguirse, con no demasiado éxito, una posición estable en la universidad alemana y sólo a los cincuenta y cuatro años, tras peregrinar por varias instituciones de rango académico menor, accedió a una cátedra en la Friedrich-Wilhelms-Universität (más tarde Universidad Humboldt) de Berlín.

    6. Abram L. Harris, «Sombart and German (National) Socialism», The Journal of Political Economy, vol. 50, núm. 6 (1942), pp. 805-835.

    7. Véanse, por ejemplo, las cartas de Engels a Joseph Weydemeyer (1851) y a Friedrich Adolph Sorge (8 de febrero de 1890 y 31 de diciembre de 1892).

    8. Seymour M. Lipset, El excepcionalismo norteamericano. Una espada de dos filos, trad. de Mónica Pinilla, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1996, y Seymour M. Lipset y Gary Marks, It didn’t Happen Here. Why Socialism Failed in the United States, Nueva York y Londres, Norton, 2000.

    9. La lista puede ampliarse fácilmente a otros varios ingredientes, entre los que se cuenta la formación del país mediante sucesivas oleadas de inmigrantes, la heterogénea composición étnica de su clase trabajadora y, hoy día, una demografía peculiar con una fecundidad relativamente exuberante.

    10. Como muy sagazmente señaló Sombart, la ausencia de un patrón premoderno de estratificación y la gran movilidad social en Estados Unidos no significaban que no hubiera desigualdades. Más bien sucedía todo lo contrario, pues las diferencias de renta entre ricos y pobres se contaban ya en su época entre las más altas del mundo. Y así ha seguido siendo hasta nuestros días: véanse Timothy M. Smeeding, «Public policy, economic inequality, and poverty: the United States in comparative perspective», Social Science Quarterly, vol. 86, supl. (2005), pp. 955-983, y Douglas S. Massey, «Globalization and Inequality: Explaining American Excepcionalism», European Scoiological Review, vol. 25, núm. 1 (2009), pp. 9-23.

    11. Lo cual es, por cierto, muy difícil de determinar. La comparación de la movilidad social entre clases ocupacionales en distintas sociedades es cuestión peliaguda por varias razones, desde la disponibilidad de datos homogéneos hasta la idoneidad de las técnicas estadísticas que se utilizan. Véanse Robert Erikson y John Goldthorpe, The Constant Flux. A Study of Class Mobility in Industrial Societies, Oxford, Clarendon Press, 1992.

    12. Salvo Luxemburgo. Véanse Andrea Brandolini y Timothy M. Smeeding, «Income Inequality in Richer and OECD Countries», en Wiemer Salverda, Brian Notan y Timothy M. Smeeding (eds.), The Oxford Handbook of Economic Inequality, Oxford, Oxford University Press, 2009, pp. 71-100.

    13. Seymour M. Lipset, El excepcionalismo norteamericano. Una espada de dos filos, pp. 411-412.

    14. Ralf Dahrendorf, Sociedad y sociología. La ilustración aplicada, trad. de José Belloch, Madrid, Tecnos, 1966, p. 94.

Ernesto Castro, en "¿Qué fue el socialismo en EEUU?", en Sin Permiso, el 28 de julio de 2013, escribió:

Cuando Obama se convierte en un bluf en materia de derechos civiles (no se conoce violación de la privacidad como la auspiciada por el Patriot Act, reforzada luego por el NSA), en política exterior (el retrasado sine die cierre de Guantánamo está a la par que el programa de ejecuciones sumarias mediante drones) y en cuestiones ecológicas (el fracking se ha convertido en la última panacea en la búsqueda de la autarquía energética), muchos se hacen la misma pregunta: ¿dónde están los laboristas americanos? La historia del macarthismo resulta demasiado conocida como para ser repetida aquí. No tiene tanta fama, empero, la persecución del Partido Socialista durante el primer tercio del siglo XX. Por ello merece la pena recoger su testigo, aunque solo sea para recordar que, en Estados Unidos como en todas partes, el socialismo no es una causa perdida, sino una que aún no hemos ganado.

En 1906, Werner Sombart publica su segundo ensayo más famoso. El primer puesto siempre estuvo reservado para su Refutación del Marxismo (1926), una conversión ideológica anunciada desde hacía tiempo por parte de quien, mediante su modelo intelectual, puso en entredicho la susodicha palabrita: «Moi, je ne sui pas marxiste», dijo el anciano Karl para quitarse avant la lettre de encima la infausta herencia de su pensamiento. Luego vendría, en términos políticos, el Congreso de Erfurt y su inopinada estrategia política de los dos mundos. Y en términos intelectuales, los marxistas de cátedra, muy duramente combatidos por una socialdemocracia (sin lugares en la universidad: resultado de los dos mundos) que los tachaba de apolíticos para arriba, y entre los cuales se contaba Sombart hasta su giro nazi, ya anticipado en unos trabajos de antropología obsesivamente circunscritos sobre el pueblo hebreo, cuya guinda que corona el pastel es Deutscher Sozialismus (1934): una apología sin descaro del régimen hitleriano. Aún marxista entonces, Sombart publica en 1906 la medalla plateada de su palmarés intelectual, como decimos: ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos? Una pregunta ciertamente precipitada, como comprenderán, dado el momento de su formulación. Sombart se pregunta, como si el socialismo triunfara entonces all over the world, como si el desarrollo y la implantación del SPD no fuera una excepción, una punta de lanza en Alemania, por qué el continente que satisface las condiciones del desarrollo homogéneo, creciente y explotador predichas por Marx (las disparidades de renta entre los percentiles más altos y los más bajos en USA ya era célebre entonces), no tiene una plebe marxista convencida, se pregunta Sombart.

La pregunta quizá hasta tuviera sentido. A fin de cuentas, el primer afiliado del Partido Socialista electo a nivel federal, Victor Berger, accede como miembro del Congreso en 1910, en paralelo a la elección de Pablo Iglesias en España como diputado socialista del Parlamento. Y cabe preguntar: ¿resulta concebible acaso que la doctrina de Iglesias, defensor de «la Bendita Intransigencia», una exportación de los dos mundos alemanes, tuviera idéntico arraigo popular que Berger, mucho menos obrerista, con demandas bastante inclusivas, teniendo además en cuenta las diferencias existentes entre el sufragio caciquil ibérico y el sistema electoral americano? A primera vista "no" apenas resulta concebible. Incluso podemos llegar a tragar, pues resulta bastante intuitiva, la tipología arquetípica de Sombart: el obrero yanqui «está a gusto, está bien y de buen humor "como todos los norteamericanos". Su visión del mundo es el optimismo "su máxima fundamental: vivir y dejar vivir". Por ello mismo se desvanece el fundamento de aquellos sentimientos y emociones sobre los cuales un trabajador europeo construye su conciencia de clase: la envidia, la amargura, el odio hacia aquellos que poseen más, que viven en la abundancia». Idénticas consideraciones nietzscheanas, sobre el espíritu anglosajón y su componente überemprendedor, pueblan el resto del ensayo. Sombart incurre en varios errores, tales que: tomar en serio la retórica inflada del SPD, cuyo sindicalismo siempre fue pactista en grado sumo, mientras los representantes parlamentarios agitaban el gallinero, como los antisistema (de palabra) que eran. Resulta también curioso que Sombart elija como modelo sindical la AFL, una federación laborista exclusiva para varones blancos cualificados, cuando hacía unos meses (1905, Chicago) se había fundado la IWW, siguiendo el paradigma del sindicalismo insurgente continental: un sindicato no racista y no sexista, que abogaba por la acción directa. «Acción directa significa acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes», rezaban los panfletos de los Wobblies.

La década posterior a ¿Por qué no? terminaría refutando el contenido predictivo del ensayo, volviendo más acuciante el interrogante si cabe. En 1909 se funda el International Ladies Garment Workers Union, la primera organización contundente de costureras, cuyas sonadas victorias no impidieron la tragedia del 25 de marzo de 1911, el incendio de la Triangle Shirtwaist, la fabrica neoyorkina donde trabajaban cerradas con pestillo las obreras textiles, durante el aniversario del alunizaje de los colonos en Maryland (1634), ¡tierra de oportunidades! En 1912, los Wobblies organizan una acción directa en Lawrence (Masachussetts), dando comida y combustible a 50.000 huelguistas (en una población de 86.000 habitantes), aguantando ante las muertes y los arrestos provocados por la policía («Las bayonetas no pueden tejer la ropa» fueron las declaraciones del arrestado Joseph Etor, líder de la IWW en NYC), trasladando a los niños hasta otras ciudades, ante la perspectiva de una larga huelga, y finalmente obteniendo aumentos salariales entre el 5 y el 11 por 100, repartiendo las mejores compensaciones entre los trabajadores peor remunerados, ante una rendida Silk American Company. En 1913 comienza en Colorado una huelga de los mineros del carbón contra la familia Rockefeller que termina en abril del 14 con la Masacre de Ludlow, con la guardia nacional matando a varias docenas de personas, con varios cientos de mineros siendo convocados a tomar las armas, con compañías de soldados negándose a disparar sobre población civil, y finalmente, con el despliegue del ejército federal, aplacando la insurgencia.

En suma, justo unos meses antes del arranque de la Primera Guerra Mundial la pregunta de marras (Why not socialism?) resultaba pertinente, sí, pero tras unos años the correct answer sería más clara: los congresistas.

Fueron los congresistas quienes votaron el reclutamiento obligatorio para paliar las vacas flacas del patriotismo tras el hundimiento del Lusitania (la IGM necesitaba un millón de soldados, pero solo hubo 73.000 volutarios), provocando que hasta 330.000 reclutas dieran señas falsas, huyendo de las autoridades en calidad de prófugos y sediciosos (¿quién quiere morir en una trinchera?); los candidatos socialistas, opuestos desde el inicio contra la guerra, a diferencia de sus compañeros del Viejo Mundo, multiplicaran varias veces sus resultados en las elecciones municipales de 1917, comparadas con los votos de 1915: en Chicago, por ejemplo, subieron del 3,6 al 34,7 por 100. Fue el comienzo del fin. También fueron los congresistas quienes aprobaron la Espionage Act, elevando la beligerancia a religión de Estado, convirtiendo la cárcel o la muerte en la disyuntiva existencial de los socialistas que quisieran continuar abriendo la boca: 10 veranos entre barrotes para Eugene Debs (fundador del PS); la tortura y la soga para el gaznate de Frank Little (organizador del IWW en Montana); un vuelo desde el 14º piso de Park Row (NYC) hasta el suelo para Andrea Salcedo (impresor anarquista); y así hasta 4.000 personas detenidas en 1920, una vez terminada la guerra, y 249 inmigrantes eslavos deportados a la URSS (¡Sayonara, Emma Goldman!). ¿Qué opinarían pacifistas, socialistas y anarquistas del optimismo sombartiano durante el Trienio Guerrero (1917-20)? Durante el mitin que condujo a su arresto, Eugene Debs puso los puntos sobre las ies, dando (en parte) la razón a Sombart:

«Nos dicen que vivimos en una gran república libre; que nuestras instituciones son democráticas; que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso es demasiado. [...] Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo».

En verdad, se estaba poniendo. Optimismo de la voluntad, dice Gramsci.


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