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BERGER, John (1926-2017)

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BERGER, John (1926-2017)

Nota Mar Jul 09, 2013 4:02 am
John Berger

Portada
(wikipedia | dialnet)


Introducción

En El Poder de la Palabra se escribió:Escritor nacido en Londres, inició su vida profesional como pintor y profesor de dibujo. Las marcas de la guerra en el futuro incierto de su padre, el radicalismo político postergado de su madre y la dureza de la escolaridad británica lo hicieron anarquista a los quince años, desertor del preparatorio de Oxford a los dieciséis, y alumno rebelde más tarde en la Escuela Central de Bellas Artes. Después del fin de la guerra, su tendencia marxista, otra escuela de arte, esta vez en Chelsea con profesores artistas como Henry Moore, y el primer oficio, una columna semanal de crítica de arte en el New Statesman y el Tribune, editado por George Orwell. Su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo, fue duramente criticada por su aparente simpatía con la dirigencia húngara prosoviética; y su ensayo Modos de ver, libro de referencia para toda una generación de historiadores de arte, fue un éxito inesperado. Recibió el Premio Booker por su novela G, donando sus beneficios en parte a las Panteras Negras. Más tarde se exilió definitivamente en el continente europeo, en una pequeña comunidad de campesinos en los Alpes y actualmente dividide su vida entre un suburbio parisino durante el invierno y el pueblo alpino en verano. Las novelas de Berger hablan de una dialéctica moderna implacable entre memoria y pérdida, progreso y nueva barbarie. Su trilogía De sus fatigas, compuesta de Puerca tierra (1979), Una vez en Europa (1983) y Lila y Flag (1990), es una extendida meditación sobre el camino del campesino que cambia una pobreza por otra en la ciudad. Su novela más reciente, King, es el destino último de la diáspora rural y la contracara más atroz de la utopía urbana. En la actualidad es uno de los novelistas y ensayistas más originales y revelantes del mundo anglosajón.





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Re: BERGER, John

Nota Mar Mar 31, 2015 12:26 pm
Marta Peirano, en "John Berger: maneras de ser radical", en El Diario.es, el 31 de marzo de 2015, escribió:

Las lecturas de John Berger (Londres, 1926) son como los conciertos de Bob Dylan: una mezcla de todo tipo de gente, desde académicos a esas mujeres escapadas de Belgravia de cuando era un Angry Young Man haciendo crítica para The New Statesman, y luego están todos estos veinteañeros que le acaban de descubrir, de esa manera que uno descubre a Bob Dylan. Al menos eso dice Geoff Dyer, cuyo primer libro era sobre Berger (Ways of Telling: Work of John Berger, 1987), el segundo estaba dedicado a Berger (Pero Hermoso, 1991) y en general, ha dedicado gran parte de su carrera a poner en práctica las valiosas lecciones del hombre al que llama su mentor.

No es el único miembro del club de fans: Berger podrá ser desconocido para el gran público pero es uno de los pensadores británicos más influyentes de los últimos 50 años. Su séquito incluye escritores, pintores, músicos y filósofos, poetas como Michael Ondaatje, músicos como Patti Smith y musas como Tilda Swinton, que a menudo se ofrece para leer públicamente sus textos y los lee formidablemente bien.

Sus primeros ensayos, recopilados bajo el nombre Permanent Red, se van pasando de generación en generación como un secreto precioso. Su primer libro sobre arte, Ways of seeing (Modos de ver, 1972 ) se ha convertido en el antídoto más eficaz contra la pompa elitista de las vacas sagradas de la crítica de arte. No porque fuera esa su intención. Como muchos de los renovadores de la crítica -desde su adorado Walter Benjamin o Roland Barthes, pasando por Susan Sontag, Janet Malcolm o Rebecca Solnit-, Berger nunca vió la necesidad de pasar por la escuela de arte para ser capaz de ver y pensar. Un crítico lo llamó "Un pequeño libro rojo de Mao para estudiantes de arte".

Pero Berger no es un crítico de arte. Es prolífico, cambia constantemente de género y es propenso a la colaboración, pero el hilo que une su obra es una rara combinación de humanismo positivista y activismo político radical. Su primera novela (A Painter of Our Time, 1956) era sobre un refugiado húngaro y causó tanto revuelo entre la propia izquierda que su propio editor la retiró del mercado. Stephen Spender dijo que "apestaba a campos de concentración" y que la única persona capaz de escribir algo así era Joseph Goebbels.

La segunda, una delicia postmoderna llamada G (1972), ganó el Booker Prize, que es el mayor premio de las letras británicas y que Berger compartió con los Panteras Negras.




El Booker y los Panteras Negras (y los inmigrantes)

El movimiento de los Panteras Negras londinenses surge de las cenizas de lo que Bookers y otras compañías han hecho en el Caribe, le dijo tranquilamente a Booker McConnell al recoger su premio. "Quiero compartir este premio con los Panteras Negras porque se resisten como negros y como trabajadores a la explotación de los oprimidos". La otra mitad se la quedaba para su trabajo sobre los emigrantes europeos oprimidos. Se refería a A seventh man, publicado originalmente en 1975.

Recién traducido por Capitán Swing, Un séptimo hombre es el equivalente británico al famoso Algodoneros de James Agee y Walker Evans, un ensayo-reportaje sobre la vida y miseria de los inmigrantes después de la Segunda Guerra Mundial, los esclavos que hicieron posible la era del capitalismo. Este libro es importante porque es la historia de nuestros abuelos, de nuestros padres. Tiene tres partes: La partida, El trabajo y El regreso, cada una de ellas sembrada de datos y estadísticas pero sobre todo son relatos personales de un nuevo tipo de vida que se haría crónico en el continente. El relato está ilustrado con el trabajo del fotógrafo suizo Jean Mohr.

Fue un camino sin retorno. Después de escribirlo, Berger ya no pudo seguir viviendo en Londres y se escapó a un pueblito de la Alta Saboya, donde ha vivido desde entonces, sin parar de pensar y escribir sobre -palabras de Dyer- "el eterno misterio del gran arte y la experiencia viva de los oprimidos". De esta época -que los cínicos llaman Tostoiana- es su famosa trilogía sobre el campesinado europeo. Esto es: Puerca Tierra, Una vez Europa, Lilac y Flag, todas publicadas en Alfaguara, como el grueso de su ficción.

Aunque le han comparado con Sebald y con el italiano Umberto Eco, el hermano más probable es el Camus que pensaba que, aun en el peor de los tiempos, "hay más en el hombre para admirar que para despreciar". En los dos últimos años ha habido un esfuerzo notable por parte de las editoriales más políticas de recuperar su obra y hasta su voz. Esto es porque hoy nos hace más falta que nunca su humanismo radical, porque es también el antídoto necesario contra la apatía y la desesperación en tiempos convulsos.


Por qué nos manifestamos

Es sin duda el caso de La apariencia de las cosas (Editorial Gustavo Gili, 2014), una recopilación de escritos que incluye el famoso ensayo donde compara una foto del cadáver de Che Guevara con el Cristo de Mantegna, pero también un texto de 1968 que nos recuerda para qué sirve protestar. Se llama La naturaleza de las manifestaciones masivas y es imprescindible.

    "Las manifestaciones son ensayos para la revolución. Las manifestaciones masivas se distinguen de otras grandes multitudes porque se congregan en público para crear su función, en lugar de formarse en respuesta a una función determinada: en esto se diferencian de cualquier asamblea de trabajadores en el marco de su lugar de trabajo -aun cuando lo que se trate en esta sea ir a la huelga- o cualquier multitud de espectadores. La manifestación es una asamblea que, por el mero hecho de reunirse, toma posición de ciertos hechos dados."

No menos necesaria, la colección de poemas que el Círculo de Bellas Artes ha publicado, en primorosa edición bilingüe, junto con un CD donde Berger recita con su profunda voz. Porque, como dice él, todas las historias son batallas pero "los poemas, independientemente de lo que hablen, cruzan trincheras, curan a los heridos y escuchan los monólogos salvajes de los triunfantes y los temerosos. Nos traen una especie de paz".

Como dice John Carey en el prefacio de Ways of Telling, no basta con hacer presión para devolver el nombre de Berger al medio escrito de manera más prominente en el gran mapa de las reputaciones literarias: su ejemplo nos obliga a alterar su forma de manera radical.

César Rendueles, en "Los surcos de John Berger", en Minerva, nº 5, 2007, escribió:La primera novela de John Berger, Un pintor de hoy, resulta muy equívoca. Se trata de un libro fascinante que muy fácilmente podría haberse convertido bien en una oda reaccionaria a la autenticidad de la creación artística tradicional, bien en un elogio de las virtudes estéticas del Pacto de Varsovia. Esta última fue precisamente la recepción dominante de esta obra, que muchos lectores de un amplio espectro ideológico consideraron un augurio esperanzado del inminente desfile de tanques soviéticos por Charing Cross Road. Un pintor de hoy cuenta la desaparición de Janos Lavin, un artista húngaro afincado en Londres que regresa a su país durante la revuelta de 1956. El narrador, un inglés amigo del pintor, admite que no sabe de qué parte se pondría Janos Lavin, aunque le «gustaría pensar que, de seguir vivo, apoyaría al gobierno de Kádár». Esta frase final, hoy apenas un apunte historiográfico pintoresco, se leyó en 1958 como una clara muestra de apoyo al culto a la personalidad, los planes quinquenales y el lysenkismo, hasta el punto de que el editor llegó a retirar la novela del mercado. Años después, Berger negaría taxativamente su predilección por los paisajes siberianos: «Lo irónico es que en 1968, cuando entraron los tanques, yo estaba en Praga con mensajes de apoyo de Occidente para los partidarios de Dubček», experiencia que reaparece en Tras la boda, una novela de 1995 en la que se reivindica a Kautsky y un personaje llega a afirmar: «Para que algo esté muerto, tiene que haber estado vivo antes. Y éste no fue el caso del comunismo». Aún así, hay que reconocer que Un pintor de hoy abunda en frases que parecen sacadas de un sueño húmedo macartista: «Los amigos y los enemigos del artista y del comunista siempre son los mismos, en todos los países», «Vivo y trabajo en pos de una sociedad en la […] que todos los artistas sean básicamente artesanos». En realidad, Un pintor de hoy es primeramente una reflexión acerca de la dimensión trágica que a lo largo del siglo xx tuvo la vivencia personal de las políticas emancipatorias –Berger había abandonado el arte, según sus propias palabras, «porque pintar cuadros no era una manera lo suficientemente directa de luchar contra las armas nucleares»–. El libro recoge el drama de alguien conmocionado por la toma de partido en un momento en el que parecía inminente un enfrentamiento nuclear, y sólo en segundo lugar es un análisis de la relación entre arte y política, un asunto del que, por otro lado, Berger se ha ocupado con cierta asiduidad. Así, en Páginas de la herida escribía: «Todos los artistas modernos han creído que sus innovaciones ofrecían una visión más próxima a la realidad, una manera de hacer la realidad más evidente. Es aquí, y solamente aquí, donde el artista moderno y el revolucionario se han encontrado, a veces, codo con codo».

La relación de Berger con el mundo del arte se mantuvo a lo largo de los años sesenta a través de una serie de ensayos, algunos de ellos, como su texto sobre Picasso, muy polémicos. Pero fue en 1972 cuando alcanzó auténtica notoriedad como teórico del arte gracias al programa de televisión más benjaminiano que se ha emitido jamás. El resultado se plasmó en un libro, Modos de ver, que se convirtió en obra de referencia para varias generaciones de estudiantes y que ha tenido una extensa continuación: desde la lúcida erudición, libre de engolamiento, de Mirar o El sentido de la vista, a la crítica de la hipertrofia visual de Algunos pasos hacia una teoría de lo visible, pasando por la beligerancia de El tamaño de una bolsa –donde Berger compara minuciosamente El jardín de las delicias de El Bosco con un comunicado del EZLN– o incluso una obra de teatro como El último retrato de Goya. Aunque en todos estos textos Berger reflexiona abundantemente sobre el sentido de la vista –«lo que interesa al artista es el proceso de hacerse visible lo visible, antes de que la cosa vista haya recibido un nombre o adquirido un valor», escribe en Algunos pasos…–, Modos de ver tiene un encanto especial. Tal vez su secreto sea su total carencia de ironía. Una característica de toda la escritura de Berger es que resulta rabiosamente contemporánea y, sin embargo, está indemne de esa tristitiadesencantada y olímpica que se ha convertido en santo y seña de la postmodernidad. En Modos de ver, Berger muestra la complejidad estética, moral y política de las obras de arte heredadas del pasado, disecciona los efectos de los medios de comunicación de masas y abomina de la publicidad, pero todo ello desde una especie de jovialidad contagiosa que invita a volver una y otra vez a las obras de arte sin perderse por los vericuetos de la metateoría. En Aquí nos vemos, su última colección de artículos, explica su secreto: «Fue en el Old Met Music Hall de Edgware Road donde empecé a aprender los rudimentos de la crítica, cómo juzgar los estilos, o su ausencia. Ruskin, Lukács, Berenson, Benjamin y Wolfflin vendrían después. La formación esencial la recibí en el Old Met, mirando desde el gallinero y rodeado de un público escandaloso, receptivo e implacable, que juzgaba sin piedad a los humoristas, a los acróbatas, a los cantantes, a los ventrílocuos».

Esta vitalidad sanguínea inunda completamente G., algo así como la «contrapartida incongruente» de Un pintor de hoy. Berger entendió que los momentos revolucionarios son terreno abonado para la farsa y la picaresca que, como todo el mundo sabe, son géneros cruentos. Si Un pintor de hoy está impregnada de Nazim Hikmet, G. recuerda poderosamente a Ilia Ehrenburg. El resultado es una novela razonablemente experimental en la que Berger muestra la intromisión de la cotidianidad en el compromiso político y las grandes gestas, el modo en que el gozo y el dolor íntimo entreveran acontecimientos históricos de gran calado. Un hermoso fragmento de Aquí nos vemos acerca de una navaja artesanal rememora el aroma de esta novela: «La peculiaridad de la navaja es que el filo de la hoja es tan romo como el lomo y tiene su mismo grosor. Es una navaja perfectamente hecha para que no corte. La hoja está clausurada. A principios del siglo xx, en el año 1906, cuando las revoluciones y las tropas disparando a las masas estaban a la orden del día en toda la Europa central y oriental, un hombre hizo semejante navaja para que su querida hija no corriera el riesgo de cortarse un dedo». Aunque G. se desarrolla en distintos escenarios de la Europa inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial, no es en ningún sentido una novela histórica. En todo caso, es una novela sobre la cantidad de historia que hay que conocer para apreciar el valor de una navaja roma. Tal vez sí sea, en cambio, una novela geográfica, en el sentido de que en ella el continente europeo se resiste a ser un mero telón de fondo y parece exigir a gritos un papel protagonista, mezcla de bufón y asesino en serie. Europa: una de las grandes pasiones de ese tal Berger –campesino de los Alpes franceses, crítico de arte parisino, etnógrafo de los poblados chabolistas alemanes, motorista aficionado a circular a gran velocidad por carreteras polacas…– que presentó veintinueve instantáneas de encuentros europeos en Fotocopias donde, entre otras cosas, se explica el origen de la fotografía que remata Como crece una pluma.

G. obtuvo el Booker Prize y Berger donó la mitad del premio a los Black Panthers. De hecho, pronunció su discurso de agradecimiento acompañado de un miembro de esta organización quien, según cuenta la leyenda, le vio tan enardecido que le susurraba mientras hablaba «Keep it cool, man. Keep it cool». Con la otra mitad del premio financió su propia investigación sobre las condiciones de vida de los inmigrantes en el norte de Europa. El resultado fue Un séptimo hombre, una irrepetible combinación de periodismo, poesía, teoría social, tratado de ética y reportaje fotográfico: «Nunca antes había habido tanta gente desarraigada. La emigración, forzada o escogida, a través de fronteras nacionales o del pueblo a la capital, es la experiencia que mejor define nuestro tiempo, su quintaesencia. El inicio del mercado de esclavos en el siglo xvi profetizaba ya ese transporte de hombres que, a una escala sin precedentes y con un nuevo tipo de violencia, exigirían más tarde la industrialización y el capitalismo». El nervio de Un séptimo hombre es que su vigor formal y ético nunca cae en la estetización de la pobreza o el moralismo. Nos recuerda sin afeites que esos turcos, portugueses, españoles y marroquíes que aparecen en sus imágenes y que hoy resultan tan entrañables con sus bigotitos y sus chaquetas de tergal, en los años setenta eran considerados por los probos europeos como chusma pendenciera, la personificación misma del lumpemproletariado. Resulta difícil sobrevalorar la importancia que tiene en la trayectoria de Berger Un séptimo hombre, un libro que marcó su tránsito al mundo rural y que aún hoy considera su obra más importante. Los rastros se perciben por doquier: el poema que abre la segunda parte de Un séptimo hombre –«Esta ciudad es excepcional. / La construyeron vertical / y no se apoya en la tierra»–, reaparece en Páginas de la herida con el título «Troy» (Troya), que es precisamente el nombre de la ciudad en la que se desarrolla Lila y Flag.

La trilogía "De sus fatigas" –que incluye Puerca Tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag y cuyo título procede del Evangelio de San Juan («Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de sus fatigas»)– suele ser descrita como una epopeya acerca del paso del campo a la ciudad y la desaparición del modo de vida rural. Lo cual es correcto… hasta cierto punto. Desde otra perspectiva, se podría considerar una versión literaria de la «acumulación originaria», esto es, el proceso histórico que la tradición marxista ha señalado como momento inaugural del capitalismo. Los capítulos que cierran el primer volumen de El capital de Marx no sólo no presentan, como hubiera sido razonable, una síntesis aclaratoria del que probablemente sea el best seller más farragoso de la historia, sino que se recrean en un episodio histórico menor relativo a unos campesinos ingleses del siglo xvi que se vieron expulsados de las tierras que habían ocupado secularmente. En realidad, el objetivo de Marx era explicar las causas de un fenómeno histórico que los economistas liberales habían considerado una feliz coincidencia: que grandes masas de población abandonaran sus ocupaciones agrícolas y comenzaran a ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado laboral justo en el momento en que surgían ingentes sumas de capital ávidas de mano de obra. En realidad, según Marx, empresarios y gobernantes se habían esforzado por fomentar este gozoso evento industrializador con métodos poco deportivos, como las leyes de pobres, las expropiaciones o, en contextos tropicales, el puro expolio criminal.

La gracia de la trilogía "De sus fatigas" es que se sitúa del otro lado de la acumulación originaria, un espacio literalmente despreciado por Engels y, en general, poco o nada frecuentado por el marxismo. Es decir, retrata el proceso no desde la perspectiva de sus resultados sino desde su espalda, desde el pasado. Puerca tierra habla de los que lograron quedarse o no pudieron irse, sobre quienes siguieron apegados a sus tierras mientras una exótica civilización paralela surgía a pocos kilómetros de sus casas. Una vez en Europa trata de aquellos a los que no obligaron a irse a sangre y fuego, como en las novelas mexicanas de Traven, sino que abandonaron el campo en un melancólico goteo carente de heroicidad. Lila y Flag –como después King– acompaña a los que llegaron a la metrópolis tarde para el fordismo, la escolarización y la seguridad social y justo a tiempo para la cárcel, la delincuencia y la marginación. Y, sin embargo, nos dice Berger en Puerca tierra, en esos millones de cuerpos que se cruzan, solos en la ciudad, aún reverbera una silenciosa inercia milenaria: «Despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta casi nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada».


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